17

La gallina, con el extremo de sus alas rojizas y el blanco pecho agitado, picoteaba granos de avena en el suelo sin miedo a acercarse a los hombres. Jean-Baptiste y George, sentados en el mismo banco de troncos y caldeados por un pálido sol que acababa de salir tras un chaparrón, le tendían las manos; el animal acudía a darles pequeños picotazos glotones y decepcionados.

Los viajeros se encontraban en su cuarto corral de granja. Desde que consiguieran explicarse penosamente ante los primeros campesinos, no dejaban de llevarles con escolta de una isba a otra, siempre separadas por distancias considerables, sin hacerles el menor comentario. Con una mezcla asombrosa de cordialidad y desconfianza, de rigor e improvisación, los rusos se pasaban unos a otros a aquellos extranjeros. Primero sospecharon de aquellos desconocidos que llegaban de una zona considerada como enemiga. Sin embargo, ahora parecía que los retenían porque otros lo habían hecho antes y sin conservar ya el menor recuerdo de lo que podían haberles reprochado. Tenían incluso la nítida sensación de que se habían olvidado de ellos, y empezaban a trazar proyectos de evasión. Nada parecía más fácil; para escaparse les bastaría con aprovechar las largas horas en que se hallaban solos y caminar en línea recta. Pero ¿para ir adónde? Rusia ha inventado esa extraña forma de cautividad en que el prisionero no se ve constreñido por las paredes de una celda sino, muy al contrario, por la inmensidad del espacio vacío que le rodea. Sus caballos se habían quedado en la segunda etapa, sin duda confiscados por uno de aquellos notables que de vez en cuando les miraban de hito en hito a un palmo de sus narices y daban a los aterrados campesinos órdenes relativas a ellos. De momento sus equipajes aún no habían desaparecido; no podían tocarlos pero los veían, al parecer intactos, amontonados sobre un trillo, en un cobertizo. Apoderarse de ellos, huir, poner rumbo al este observando la orientación de los líquenes sobre el tronco de los abedules, llegar al Caspio… en ese punto estaban de sus cavilaciones. Se disponían a hacer partícipe de ello a Küyük mediante gestos para conocer su opinión cuando oyeron el ruido de un galope que se acercaba desde muy lejos. Una tropa de cosacos apareció finalmente en el corral de la isba. Vestían largos abrigos de lana y un sable pendía de su cinto. Dos de ellos, que empuñaban una larga y fina lanza, daban vueltas amenazadoras ante las carretas de la granja. El que parecía el jefe se destacó del grupo y puso pie a tierra con una agilidad impropia de su impresionante estatura. Caminó hasta los extranjeros y les miró de arriba abajo con aire indignado. Al igual que sus compañeros, manifestaba en sus rasgos la influencia de las dos razas, tártara y eslava, cuyas potentes corrientes producen al mezclarse una efervescencia de la sangre y del temperamento. Tras concluir su examen, sin haber pronunciado ni una sola palabra, el atamán montó de nuevo sin molestarse en inmovilizar a su caballo y toda la tropa se alejó al mismo galope con el que habían llegado.

Todo aquello parecía tan opuesto al sentido común que Jean-Baptiste y sus compañeros contemplaron aquella agitación con una mueca indiferente que cada vez les asemejaba más a los campesinos rusos.

Aproximadamente una hora más tarde regresó el mismo destacamento. En esta ocasión rodeaba a un joven oficial que vestía un bello jubón de terciopelo rojo.

Cuando bajó del caballo y se aproximó a ellos, los prisioneros advirtieron con satisfacción que llevaba en la mano la carta acreditativa que el embajador ruso en Persia había entregado a Jean-Baptiste. En manos de los campesinos desde el primer día, aquel documento se les antojaba definitivamente perdido. Al presente, tras dar un rodeo por la más extrema confusión, el imperio ruso venía a darles una prueba de su incomprensible pero real eficacia.

—¿Quién de ustedes es el señor Jean-Baptiste Poncet? —preguntó el militar en cuanto estuvo cerca de ellos.

Su francés era excelente y lleno de encanto, con las amplias vocales operísticas que el acento ruso siembra en cada palabra.

Poncet, de pie, se dio a conocer.

—Muy honrado —dijo el oficial, inclinando la cabeza—. Soy el coronel Saint-Août. —Y añadió para justificar su nombre—: Mi familia abandonó Francia en el siglo pasado.

Jean-Baptiste le devolvió el saludo, y acto seguido presentó a George (Mi hijo) y Küyük (Nuestro criado). Casi se sintió tentado de presentar también a la gallina, que tan familiar se les había hecho y que estaba plantada sin vergüenza alguna en el círculo de la conversación.

El oficial, a invitación de Jean-Baptiste, tomó asiento en un tronco, y ellos lo hicieron en su banco.

—¿Vienen ustedes de Persia? —empezó el joven coronel.

—Sí —asintió Poncet—, por el Kazbek.

—Eso demuestra un gran coraje.

—Gracias.

—¿Ignoraban que toda esta región es zona militar? Fue conquistada recientemente por nuestras tropas y el asunto aún no ha concluido.

El rostro franco del oficial, con sus cortos cabellos peinados hacia delante sobre la frente y las sienes, inspiraba un natural sentimiento de confianza. Jean-Baptiste le respondió sin temor ni renuencia alguna.

—No lo ignorábamos, pero ¿cómo obrar de otro modo para llegar a Moscovia?

—En realidad, ¿adónde piensan dirigirse?

—En primer lugar a Moscú, sin duda. Queremos obtener justicia para nuestro amigo…

—Lo sé —dijo el coronel mientras desplegaba el salvoconducto de Israel Orii—. Todo está escrito aquí.

Hizo como que releía un párrafo de la misiva y luego prosiguió:

—Moscú queda lejos. El zar, la corte, la administración del imperio, en este país todo se desplaza a tenor de las campañas militares. ¿Está seguro de encontrar allí lo que busca?

Le dirigió una enigmática sonrisa. Jean-Baptiste respondió con un ademán que significaba: ¿Qué otra cosa puedo hacer?

El oficial dejó aquel tema en suspenso y pasó a otro asunto.

—Persia nos interesa. No cabe duda de que usted conoce muchas cosas sobre ese país. Ha atravesado las provincias del norte. Siempre he soñado con ir allí y me gustaría mucho que me hablase de ello.

Jean-Baptiste tenía la impresión de hallarse en un combate de esgrima. Para ambos, se trataba de explorar las debilidades del adversario, y acto seguido salir al paso de los ataques con breves contras.

—Con la edad, mi coronel —dijo sonriente—, se pierde vista. En cuanto a mi hijo, lo que le falta es experiencia. Lo cierto es que pasamos a través de todas esas comarcas como afectados por la ceguera y no sabríamos decirle nada al respecto.

Saint-Août acusó el tanto con una inclinación de cabeza y una sonrisa.

—¿Puedo hacerle una pregunta a mi vez? —preguntó Jean-Baptiste—. ¿Estamos libres?

—Como el viento —repuso el oficial, abarcando cuanto le rodeaba con un amplio arco del brazo.

—¿Sin equipajes? ¿Sin caballos?

—Les entregaremos todo ahora mismo y podrán ir a donde quieran. Sin embargo, si tiene algo de confianza en mí, seguro que prestará atención a mis palabras. Me dirijo a presencia de alguien que se sentiría muy honrado de conocerle y que sin duda podría ayudarle en su investigación. Puesto que gozan ustedes de absoluta libertad de movimientos, nada les impide seguir el mismo camino que yo e incluso acompañarme.

Aquí tenemos a un carcelero que exhibe los mejores modales —se dijo Jean-Baptiste—. Me gusta.

Una hora más tarde, a lomos de tres caballos ensillados para ellos y cargados con su maletín de grupa, seguían un camino de tierra rectilíneo y llano hasta el horizonte. Saint-Août iba en cabeza. Jean-Baptiste y George lo flanqueaban y mantenían con él una agradable conversación.

El ejército imperial de Rusia, con su masa inmensa y sus miles de vivaques, apareció de golpe ante su vista cuando hubieron salvado una cresta. A George se le escapó un grito de asombro y el propio Jean-Baptiste no pudo evitar sentirse estupefacto. En aquellos espacios infinitos, cubiertos por un cielo turbulento, hasta el momento no habían visto a nadie, o a casi nadie; escasas viviendas, a veces un caballo, la familia de un colono, una reducida tropa de tártaros… De pronto toda la humanidad se hallaba allí, múltiple, diseminada en partículas humanas, en caballos minúsculos vistos desde tan lejos, en carretas, en armas, en montones de balas de cañón, pero en verdad única, reunida en el cuerpo del gran ejército, del que resultaban distinguibles el tronco, los miembros, la cabeza y las alas, dispuesto como un ave de rapiña sobre la rugosa superficie de las landas y los bosques.

Tenían el viento a favor cuando surgió ante ellos aquella primera aparición; ningún ruido les llegaba de aquella multitud, y el silencio hacía a la muchedumbre más imponente todavía. Tampoco ellos hablaron mientras iban descendiendo despacio hacia los puestos avanzados.

Aquellos sentimientos de respeto y aun de temor no tardaron en disiparse tan pronto se mezclaron con las primeras unidades. El orden que cabía suponer desde la lejanía fue sustituido por una barahúnda inimaginable. Aquel gran ejército, compuesto de todas las naciones del imperio, solo era fuerte en miserias acumuladas. Todo ocupaba allí su lugar en virtud de milagros invisibles pero permanentes, los cuales permitían que los hombres se entendieran sin hablar la misma lengua, que se transmitiesen órdenes sin que nadie se hiciera responsable de las mismas, que se evitasen el hambre y las enfermedades sin que ninguna organización viniera a explicar de qué modo. Resultaba comprensible que las oriflamas con el águila estampada, los pendones que exhibían una cruz ortodoxa e incluso siniestras telas que representaban el martirio de Cristo fueran sin cesar enarbolados en el aire, hincados en el suelo durante las paradas, sostenidos en alto en el curso de las marchas; no era cuestión de que la protección divina, otorgada en nombre de la tradición y de la fe, desfalleciese siquiera por un momento, pues era obvio que en ella, y solo en ella, descansaba el cuidado de hacer latir aquel enorme corazón y combatir aquel cuerpo sin sustancia.

Era primera hora de la tarde; no se trataba del momento en que aquel espectáculo resultaba más penoso, lo cual ocurría al amanecer. Allí, en toda la llanura por la que se extendía el ejército, brotaban gemidos desgarradores. En aquella temida hora, los soldados, de dos en dos, uno sentado y el otro inclinado sobre su víctima, ejecutaban la única de las órdenes de Pedro I que detestaban de manera unánime; unos con el filo de un sable, otros con un trozo de vasija, una esquirla de malaquita o de obsidiana y muy rara vez, por desgracia, con una verdadera cuchilla, eliminaban de su piel enrojecida y escoriada por aquel tratamiento cotidiano todo resto de barba, que el emperador había prohibido llevar. Así, aquel ejército mártir sumaba a su bravura y su anarquía el ridículo de ser el único en todo el mundo que se lanzaba al ataque cubierto ya de chirlos que él mismo se había infligido.

La presencia del coronel Saint-Août suponía un bálsamo en aquel caos. Era conocido; le saludaban y, más extraordinario todavía, parecía reencontrar allí su camino. Tras haber atravesado todo un campamento de caballería y dos regimientos de marcha de los buriatos, llegaron a un caserío de piedra que debía de constituir el único lugar habitado de aquella planicie antes de que la marea humana la invadiese. Los tejados de aquellas chozas carecían de canalón, y la parte inferior de las paredes mostraba la huella negra de las lluvias de primavera. Por una ventana abierta vieron un dormitorio castrense bien conservado, provisto de dos camastros sobre los que yacían unos cascos de cobre con penacho. Sin duda se trataba del alojamiento de campaña de los oficiales. Saint-Août invitó a los tres extranjeros a sentarse en el alféizar de la ventana, ordenó que descargasen los equipajes a lo largo de la pared y se alejó un momento. Conversó acaloradamente con dos individuos cubiertos de galones que lanzaban miradas en dirección a los viajeros. De vez en cuando les llegaban gritos. Los interlocutores de Saint-Août señalaban en una dirección con amplios ademanes, como si estuvieran arrojando corazones de manzana por encima de una tapia. Por fin, todos se saludaron amablemente y Saint-Août regresó a su lado.

—Dejen sus pertenencias aquí, no corren ningún peligro. Voy a dar un breve paseo a pie y, si me siguen, comprobarán que puede ser de su interés.

Jean-Baptiste y George aceptaron, pero por prudencia decidieron dejar a Küyük al cuidado de sus efectos personales.

En las inmediaciones del caserío habían levantado cercas de madera que limitaban un recinto de coles enmohecidas y lechugas que se habían granado. Más allá empezaba el bosque, por el que se adentraron. Se trataba de un denso oquedal de castaños interrumpido aquí y allá por un hayal de troncos desnudos, a través del cual se podía ver la lejanía. Dejaron atrás dos acantonamientos dispersos en los sotobosques y ya no encontraron a nadie más. Poco a poco, al canto de los cucos y las alondras se fueron uniendo unos golpes sordos que repercutían en los gruesos troncos. Saint-Août continuaba perorando sin perder la sonrisa. Los rayos del sol deslizaban con buen apetito sus láminas blancas por amplias secciones de bosque. Todo revestía pureza y alegría; sin embargo, aquel ruido regular, muy lento y cada vez más próximo, despertaba en sus corazones una siniestra emoción.

Pronto se hallaron muy cerca y entraron por fin en el claro de donde provenía. Se había despejado un amplio círculo mediante la tala de los árboles que allí crecían. Ocupaban el suelo enormes tocones, entre los que resultaban visibles, derribados y tiesos, largos rollos descortezados. Al otro extremo del claro, un cerco silencioso de oficiales observaban, inmóviles y con los brazos cruzados, los titánicos esfuerzos del gigante que acometía contra un roble con todas sus fuerzas. La hendidura que le había practicado con el hacha era profunda en la parte anterior, y disminuía hasta formar una arista para guiar la caída del enorme tronco. El leñador atacaba ahora el otro lado. El hacha vibraba en el aire y se abatía con precisión, produciendo el ruido seco que los caminantes habían oído desde tan lejos.

El hombre se hallaba cubierto de sudor. Su silueta, cerca del árbol, parecía tan frágil como la condición humana cuando esta se compara con las tremendas fuerzas de la naturaleza. No obstante, en proporción con los otros hombres, resultaba imponente. Sobre su piel lechosa, salpicada de lunares, flotaban astillas de corteza. Los músculos de sus hombros se tensaban a causa del esfuerzo. Un pliegue de grasa algo tirante le rodeaba el vientre y desdibujaba sus caderas. Al no encontrar obstáculo, la cintura de los calzones resbalaba y dejaba al descubierto la parte superior de las nalgas. Después de cada golpe, se escupía en las manos, se subía los calzones y aferraba de nuevo el hacha.

Desde lejos indicó por señas a los recién llegados que fueran a reunirse con los demás. Cinco embestidas bastaron para que el roble, con la anchura de tres bueyes en la base, abandonase lentamente la vertical cuan largo era y, con una desgarradora despedida de ramas tendidas y hojas arrancadas, se derrumbara en el suelo del claro, con el fragor de un cañonazo.

Nutridos aplausos, raquíticos empero después de aquellos arrebatos, surgieron del círculo de los asistentes. El gigante aferró el mango del hacha y con una sola mano la hincó en la superficie plana del tocón. Luego tomó la toalla que le tendían y se enjugó con ella la parte superior del cuerpo.

Varios oficiales acudieron a su lado para felicitarle y hacer comentarios. Un hombre con ropas civiles, que recordaba vagamente a un presbítero inglés con su hábito negro abotonado de arriba abajo, se acercó y le dijo unas palabras al oído.

El gigante asintió con la cabeza y, mirando en dirección a Saint-Août, le indicó por señas que se aproximase.

—Vengan —dijo el coronel a sus dos compañeros—. Voy a presentarles al zar.