Frente a la mezquita del imán, con su inmensa cúpula de cerámica turquesa, pálida como un agua clara apenas velada por las algas, se extendía una vasta explanada llamada plaza Real. Dos veces por semana se utilizaba para el mercado, y los demás días permanecía vacía. Todo aquel que la atravesaba sentía sobre sí las miradas ávidas de los hombres ociosos que permanecían sentados a su alrededor, durante las horas de más calor, a la sombra de las paredes. Alix temía pasar por allí, pues una extranjera constituía, más que en ninguna otra parte, un espectáculo y una presa al mismo tiempo. Siempre apresuraba el paso cuando tenía que cruzarla. Aquella tarde, tras abandonar los bazares, donde se había puesto su nuevo atuendo, se sintió aún más nerviosa de lo normal al acercarse a la plaza Real. Oía el crujir de sus pasos sobre la arena de río que cubría el suelo. Caminaba con tal precipitación que a punto estuvo de tropezar. ¿Se debía a la turbación de haber creído que perdía el equilibrio por un momento y con él la dignidad? ¿Era sencillamente el efecto de aquella inhabitual tibieza, húmeda debido a su aliento, que el velo en que iba envuelta mantenía en torno a su cabeza? Sea como fuere, experimentó de golpe una deliciosa sensación de voluptuosidad ante el pensamiento de que, por primera vez en su vida, se hallaba por completo oculta a las miradas.
En dirección contraria —nubladas por el tul a través del cual miraba, y que sentía adherido a su rostro como una suave gasa— avanzaban otras siluetas oscuramente veladas, que a su vez solo dejaban ver misteriosos pliegues de tela.
Alix aminoró el paso y vagó casi hasta el otro extremo de la gran plaza, tal era el placer que le procuraba aquella sensación de ser invisible. Ella, que siempre se había ocupado con pasión de variar su aspecto, descubría de pronto, con regocijado asombro, el goce de no tener ya ninguno en absoluto.
Con tan agradable humor, se acercó a la residencia del primer ministro. Huelga decir que el gran visir se alojaba en el verdor del chahar bagh. Al lado de la suntuosa entrada, una verja de hierro forjado, se abría otra, más modesta, que fue la que tomó. Dejó atrás dos patios, por los que deambulaban multitud de criados y sirvientas, y torció a la derecha, en dirección al harén. Un simple ujier guardaba la primera entrada, que aún resultaba accesible a muchos hombres, servidores, oficiales, empleados de palacio, con tal que tuviesen alguna razón para franquearla. Junto a la segunda puerta se hallaba sentado un desagradable viejo que ejercía la función de capitán de la puerta. La cumplía de mala gana, asistido por dos domésticos de anchos hombros, que tenían el aspecto de desear intensamente hacer uso de su musculatura. Alix dio a conocer su identidad en parsi sin quitarse el velo, y el anciano la dejó pasar. Acto seguido accedió a una última galería formada por una hilera de patios interiores iluminados mediante aberturas en el techo. Solo se veía en ellos la silueta desflecada de palmeras plantadas en tinajas. La tercera puerta, que daba a los aposentos de las mujeres, quedaba oculta a la vista por el ángulo de una pared. Cuando Alix se dirigió a ella fue interceptada por un eunuco gordinflón, de piel pálida y arrugada, tocado según la costumbre con un alto gorro puntiagudo, ligeramente inclinado hacia delante y sujeto con un barboquejo. Alix se vio obligada a descubrirse ante él, y la mirada que le devolvió le habría parecido de lo más desagradable si en aquel mismo momento Nur Al-Huda, que la había divisado desde lejos, no la hubiera llamado alegremente. La favorita corrió a abrazarla sin ceremonia y, dándole de la mano, la condujo hasta su aposento.
Aquellas precauciones de los ujieres, guardias y eunucos convertían el corazón del harén en un lugar más misterioso de lo que era en realidad para quien penetraba en él sin impedimentos. El atrio de las mujeres era de tamaño más reducido que el de los hombres, pero construido según el mismo plano: un gran impluvio central rodeado de salas de elevado techo rematadas por una galería. Los mosaicos esmaltados en las paredes, los surtidores cantarines, las plantas en macetas tenían la misma calidad que en otras partes. La ausencia de armas, bigotes y voces graves se veía ventajosamente compensada por finas telas y risas retozonas. En resumidas cuentas, aquello seguía siendo el mundo, y siempre que no se contemplase a través de los oscuros filtros del deseo y de lo prohibido, allí todo resultaba sencillo y apacible.
El salón en el que Nur Al-Huda hizo entrar a Alix era una estancia de techo alto desprovista de ventanas y que recibía la luz a través de impostas. Lienzos distribuidos por todas las paredes abrían la perspectiva a jardines floridos en los que tocaban toda clase de músicos. Del mismo modo que se autorizan los placeres del vino en nombre del noble impulso de la poesía, los persas no han podido decidirse por completo a prohibir a los artistas la representación del mundo e incluso de la figura humana. La satisfacción que con ello experimentan les disuade de privarse de semejante placer, aduciendo que Dios no puede haber dispuesto sobre la tierra tamañas delicias sin el designio de recompensar con ellas a sus siervos. En el combate que en el seno de todas las religiones opone el placer al pecado, los persas tienen el coraje de designar a un vencedor y se abandonan a ello con deleitosa resignación.
Nur Al-Huda sentó a Alix a su lado en una banqueta, ante una mesilla repleta de repostería a la esencia de rosas, así como de dátiles.
—Me hace verdaderamente dichosa que haya venido —dijo y, en un arrebato de alegría, besó a su amiga—. Solo nos queda una hora para prepararnos. Por cierto, ¿ha traído los remedios?
Alix sacó de debajo del velo un paquete atado con un cordel y se lo mostró.
—¡Perfecto!
Ordenó que sirvieran té y despidió a su menuda esclava.
—Antes que nada —dijo inclinándose hacia Alix—, librémonos de las noticias enojosas. La situación no es en absoluto halagüeña. Mi querido esposo se ha llevado varios rapapolvos más. El rey está furioso por las informaciones que le llegan. Imagínese, nada consigue detener a los afganos. Ahí los tiene, lanzándose a través del desierto de Sistán con no sé cuántos mercenarios de ese país, a los que llaman baluchis. ¿Cómo puede alguien tener un nombre semejante?
Se echó a reír y Alix no pudo evitar que se le contagiase su alegría.
—Lo cual —prosiguió—, unido al temblor de tierra de Tauris…
—¡Un temblor de tierra!
—¿Cómo? ¿Acaso lo ignoraba? Allí no queda piedra sobre piedra. La gran mezquita azul ha quedado destruida por completo. ¿De veras no sintió la sacudida? Yo misma vi moverse esa araña de cristal.
—¿Cuándo fue eso?
—La semana pasada. Oh, no se inquiete por su Jean-Baptiste —añadió Nur Al-Huda, posando su mano sobre la de Alix—. Hace mucho que pasó por allí. A estas alturas, yo le hago ya en Moscovia.
—Confiemos en que así sea —musitó Alix, que no se sentía nada tranquila.
—Esa ira del cielo mantiene ajetreados a los adivinos en el palacio. Sus esfuerzos por culpar a los extranjeros de todos nuestros males, unidos a los de mi querido esposo, podrían verse culminados por el éxito. Créame, sería prudente que dispusiese con discreción lo que querría llevarse. Esté preparada, eso es todo. Si los peligros se concretan, se lo haré saber.
Alix se sentía turbada por aquellas noticias.
—Bien —añadió Nur Al-Huda muy animada—, no vamos a permitir que tales cuestiones ensombrezcan nuestros pensamientos. El mundo ya se las apaña muy bien solito para enviarnos desgracias; más vale que nos esforcemos en ser dichosas.
Al escuchar la evocación de los principios que habían guiado su propia vida, Alix contempló a la joven con melancólica atención. Tenía la sensación de que aquella extranjera era en verdad más hija suya que la suya propia, pues Saba, tan seria y envarada, jamás hubiera pronunciado tales palabras.
Acto seguido ensayaron juntas todo el plan que se proponían ejecutar, y una hora después Nur Al-Huda dio unas palmadas para llamar a su eunuco Ahmed.
Se oyeron los pasos de sus babuchas de piel sobre las baldosas del atrio y enseguida apareció por la puerta. Era un muchacho apuesto y robusto, cuyo rostro estrecho mostraba unos acusados ángulos en el mentón y los pómulos. Posaba sus largas y finas manos una sobre otra y se inclinó para saludar hasta situarlas entre las rodillas.
—Incorpórate, Ahmed —le dijo sonriente Nur Al-Huda—. ¿Ves a esta dama?
Alix estaba de pie; se había envuelto de nuevo con el velo azul noche bajo el cual había ocultado su silueta en su camino hacia allí, pero mantenía alzada la parte de delante para que su rostro resultara visible.
—No hace falta que sobrecargues tu memoria inútilmente, querido Ahmed —dijo Nur Al-Huda—. Yo la conozco bien; por eso, cuando te hable de ella, me limitaré a decir la dama azul.
El eunuco deslizó de nuevo las manos a la altura de las rodillas.
—Acompañaremos a esta dama azul hasta el palacio real, pues debe entregar unos remedios. Así podremos airearnos un poco. Mientras ella se dedica a sus quehaceres, daremos una vuelta por el chahar bagh y luego pasaremos a buscarla. Ahora, déjanos. Espera en la puerta hasta que aparezcamos, y te ruego que no camines demasiado cerca de mí por la calle, no quiero sentirme acosada.
Nur Al-Huda tenía muy a la vista sobre sus rodillas el velo rojo con el que parecía a punto de cubrirse. En cuanto el eunuco hubo desaparecido, la joven se dirigió a la puerta para comprobar que había abandonado el atrio, tomó el velo azul que Alix se había quitado y le entregó el rojo. Ocultas cada una bajo el velo de la otra, se cubrieron el rostro y, tras estrecharse las manos una vez más, se dirigieron hacia las tres puertas, que franquearon con dignidad una tras otra, con el eunuco pisándoles los talones. Una vez en la calle, este se mantuvo a diez pasos de las paseantes para no oír ni un murmullo de su conversación.
—Mi marido nunca me deja salir sin ese fantoche —dijo Nur Al-Huda mientras caminaban.
—¿Siempre es el mismo?
—Afortunadamente, y fui yo quien lo elegí. De hecho, no es un mal tipo. Si mantiene este empleo es para alimentar a sus tres hijos…
—¡Sus tres hijos!
—En efecto, y sin embargo es eunuco desde la infancia, al menos eso es lo que afirma. No sé muy bien cómo se practican tales operaciones, quién los reduce a su condición, pero de vez en cuando resultan incompletas. Y puedo afirmar que este no está tan inerme como pretende.
Alix echó una mirada llena de curiosidad por encima del hombro al joven que encerraba tales secretos bajo su inofensivo uniforme.
—En cualquier caso, ese es un detalle que únicamente yo conozco —prosiguió Nur Al-Huda—, lo cual nos convierte en cómplices. Mientras yo actúe con discreción, solo desea guardar silencio.
Con su deambular aparentemente ocioso, Nur Al-Huda les había conducido como por casualidad hasta una plaza cuadrada, situada en el centro de un barrio que ocupaban los más venerables edificios de la ciudad. Minaretes turcos y mongoles sobresalían de los tejados, y se distinguía el frontón ojival y la cúpula azul ultramarino de la mezquita del Viernes. La tradición exigía que en aquella plaza de armas un oficial de la guardia del palacio real se pusiera todos los días a la cabeza del destacamento que aseguraba el relevo y lo condujera hasta el palacio.
Desembocaron en la plaza precisamente cuando concluía dicha ceremonia, y Alix tuvo la sensación de que aquella coincidencia no era fortuita. El pelotón iba a caballo y avanzaba en su dirección. Tuvieron que pegarse al muro para dejarlo pasar. Nada parecía poder cubrir el estruendo ensordecedor de los cascos, cuyo eco devolvían las paredes que circundaban la plaza; pese a ello, también se distinguía claramente el ruido seco de las barbadas de metal y los anillos de sables. En cabeza, a lomos de un caballo bayo que alzaba nervioso el cuello, venía el oficial que comandaba la guardia. Llevaba el uniforme blanco y rodeaban su esbelta cintura seis vueltas de un ancho fajín verde. La tradición exigía que hubiera reproducido idéntico número de vueltas en su turbante azul pálido, que iba rematado por un airón.
Pasó por delante de las dos mujeres, invisibles bajo sus velos, sin dirigirles una sola mirada. Alix entrevió desde abajo el rostro del oficial y solo alcanzó a distinguir dos cosas: los vivos ángulos de sus mandíbulas rasuradas, pues no llevaba barba, y su juventud. En su rostro se mezclaban los rasgos efímeros de la infancia y el perfil eterno de los antiguos partos, cuya imagen se conservaba en las estelas de Persépolis. El conjunto le confería una belleza milenaria y palpitante, a un tiempo grave y placentera.
Aquella visión solo duró un momento. Aún no se habían liberado de la emoción resultante, cuando la plaza se hallaba ya vacía, si bien todavía flotaba en ella el olor a crines y a cuero.
—¿Le ha visto? —quiso saber Nur Al-Huda.
Alix comprendió, y la dicha por su amiga así como un vago malestar sobre cuyo origen se prohibió interrogarse inundaron su ánimo.
A continuación los hechos se desarrollaron como estaba previsto. Descendieron lentamente hasta el palacio real siguiendo el mismo camino que los jinetes. La dama de rojo condujo a la dama de azul hasta la puerta por donde circulaba la guardia y, tras tender una esquela a un soldado, este la dejó entrar con su paquete de remedios en la mano.
Luego la dama de rojo prosiguió su paseo, escoltada por el eunuco, hasta que el muecín llamó a la oración. Entonces regresó al palacio.
Por su vertiente norte, el Cáucaso desciende hacia Rusia en una pendiente interminable, excavada por valles cubiertos de píceas y alerces. En aquel indolente relieve, hasta los torrentes vagan y cambian de dirección sin cesar; para amoldarse a tales caprichos, los senderos que los bordean describen cerradas curvas en las crestas. Durante el descenso, y aun cuando uno podría creerse ya abajo del todo, se descubre con frecuencia, en un recodo del camino, el inmenso panorama de la cadena salvaje, con sus cumbres de hielo, el abandono gris de sus morrenas y, negro, prieto, pertinaz, el asalto testarudo de los bosques de pinos.
Los viajeros realizaron prolongadas etapas sin encontrar un alma. A menudo se veían obligados a caminar llevando a sus monturas de la brida, pues las ramas bajas de las coníferas formaban una bóveda a la altura de un hombre por encima del sendero. El suelo, parcialmente iluminado por el pálido sol que penosamente alcanzaba aquellos fondos, se hallaba tapizado de pinaza y de piñas roídas por las ardillas. En los lugares en que aquel dosel se aclaraba, descubrían arbustos de grosellas, arándanos y frambuesas silvestres. Sin duda Jean-Baptiste y George echaban ya de menos las golosinas de Oriente, pues se daban auténticos festines de aquellas bayas ante la mirada reprobadora de Küyük, que, como riguroso carnívoro, ni siquiera las probaba.
Desde la sesión en que el chamán había revelado sus dotes se había producido un cierto embarazo en el grupo, aunque no a causa del mongol, que seguía comportándose como de costumbre, igual de sombrío y callado. Jean-Baptiste hubiera deseado hacer partícipe a Küyük de su agradecimiento y tal vez entablar con él una verdadera conversación sobre los espíritus de la estepa, sus creencias y su historia, pero nunca se presentó la ocasión para ello. Por lo demás, ¿en qué lengua? Küyük hablaba algo de sueco y ruso, mongol y… tal vez turco.
Por su parte, George, aunque reconocía que el chamán les había salvado la vida, lo consideraba un hábil prestidigitador y rogaba a Jean-Baptiste que le interrogase sobre sus trucos.
—Vi con toda claridad que no se clavaba de verdad la hoja del puñal —decía George entre risas, pues al presente reía con facilidad—. La sujetaba en la mano, así, siempre un poco de espaldas, date cuenta. Cuando simulaba hundírsela en el cuerpo, se contentaba con deslizar el puño de arriba abajo hasta la guarda.
Küyük veía aquellos ademanes por el rabillo del ojo y se daba cuenta de que estaban hablando de él. Jean-Baptiste lo utilizó como pretexto para lograr que el muchacho se callase. Eso le evitó una discusión ridícula que no hubiera convencido a nadie, pues por mucho que Jean-Baptiste conviniese en que aquel chamán era un tunante, por mucho que no creyera tampoco en la existencia de los espíritus, lo que había experimentado en la caverna ilustraba a su parecer la capacidad de la mente humana para crear lo sobrenatural. No le parecía que aquello pudiera explicarse como un simple juego de manos.
A fin de disipar aquellas nubes, más valía que su aislamiento tocara a su fin sin tardanza. Ahora bien, aquellos malditos valles eran interminables. Los días se sucedían. Tuvieron algo de lluvia y de nuevo un hermoso cielo de otoño, con vientos del oeste templados. Por fin, a principios de octubre, los alerces empezaron a escasear y entraron en densos bosques de abedules que se ceñían a los contornos de un suelo arenoso, casi plano, tapizado de helechos y retama. Al pasar cerca de las pequeñas lagunas que acribillaban la región, ahuyentaban patos y cercetas.
Una tarde, en un sotobosque cubierto de avellanos, descubrieron un amplio camino recién abierto en el que el paso de pesadas carretas había excavado profundas rodadas en el barro. Tras seguirlo durante una hora, llegaron a la vista de un pequeño campamento construido con troncos. Allí, entre el humo de la chamicera, campesinos rusos con la chaqueta abotonada hasta el cuello, sucias barbas y gorras redondas, cavaban el suelo con un fusil al hombro.