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Küyük, el mongol, siempre había caminado a pie, trotando tras las mulas, hasta que Daud Bajá obsequió a sus amos con tres hermosos caballos. Jean-Baptiste incluso había llegado a preguntarse si el pequeño tártaro sabría mantenerse en la silla. En cuanto le vio a lomos de su cabalgadura, comprendió que el caballo era para Küyük no solo una montura familiar, sino su complemento, su doble, sin el cual se veía reducido a la condición de larva reptante. Küyük montaba a la perfección, si bien de una manera poco ortodoxa: mantenía las piernas rígidas en los estribos, separadas como los fusiles en el vivac, y situaba las manos muy arriba frente a sí. El animal obedecía tan bien que resultaba imposible averiguar mediante qué movimientos lograba que le entendiera.

Mientras sus amos pasaban por diversas vicisitudes y fortunas variables ante sus ojos, el rostro de Küyük jamás exhibió la menor expresión, pero desde que se encontraba a lomos del caballo estaba radiante. Durante el galope mantenía los ojos, por lo general entrecerrados, abiertos de par en par, así como la boca. Parecía una vieja y árida tierra que se embebe con un diluvio.

Solo se detuvieron una noche, en Tiflis. Pese a todos los atractivos de aquella capital, deseaban abandonar Georgia lo antes posible. Un incidente estuvo a punto de retenerlos en ella. La tarde de su llegada, en uno de esos establecimientos que servían café y tabaco, George sintió la curiosidad de probar la fuerte bebida que elaboraban con jugo de adormidera. Aquella pócima le hizo visitar, a lo largo de toda la noche, extraños mundos, y tras haber reído mucho, gritado de terror y gemido de placer, había amanecido en muy mal estado. Jean-Baptiste le administró un antídoto y a mediodía se hallaban de nuevo en camino.

Hacia septentrión, por la llanura de Georgia, el terreno ascendía primero con suavidad, ondulado en pequeñas colinas, y luego se hacía francamente abrupto. Los mosquitos que les acribillaban todas las noches desde que salieran de Ereván desaparecieron debido a la altitud. Por fin, en la bruma caliginosa que enturbiaba el horizonte, vieron aparecer la alta y nítida masa del Cáucaso. Se trataba de una muralla continua, sin auténticas fisuras. Una línea de nieves perpetuas coronaba el relieve de las cimas. El camino para alcanzar Moscovia a través de aquella fortificación era único y poco frecuentado; mal mantenido, corría a gran altitud. Durante los tres primeros días no se cruzaron ni con una docena de caravanas. Llegados arriba, hasta el punto de poder distinguir ya la aterradora costra de los hielos que la helada había fijado sobre las cumbres, todavía percibían, más abajo, a su espalda, el verde nebuloso de los pinos marítimos, las altas copas de los cipreses y las huellas de peine que las vides dibujaban en la nuca rapada de las colinas georgianas.

Todo cambió en el primer puerto. En pocos metros les abandonó el aire todavía tibio y perfumado de aquella remota Provenza y fueron engullidos por un viento frío procedente del norte, uno de esos cierzos de tierra, atenuados por las estepas y los desiertos, que muerde cuanto encuentra a su paso y se nutre hasta de la última nube.

Küyük, erguido en su silla, apuntaba su nariz chata hacia el viento y lo absorbía profundamente, sin duda para extraer de él lejanas y deliciosas partículas familiares. Su caballo, es decir, él mismo, trotaba alegre en el sitio, hacía cabriolas, caminaba de lado, agitaba el cuello.

Tras todos aquellos infortunios, George se mostraba más natural y amigable con Jean-Baptiste, al que había empezado a tutear, aunque sin renunciar en modo alguno a sus convicciones. De igual manera que expresaba mejor sus sentimientos, se atrevía a formular contradicciones y argumentarlas.

Poncet contemplaba la metamorfosis del mongol con una curiosidad llena de respeto.

—Nuestro chamán ha reencontrado a los espíritus de la estepa —afirmaba.

George se encogía de hombros y se lanzaba a una erudita explicación a propósito del clima, de su influencia en el estado de ánimo y en los fluidos animales que irrigan los tubos nerviosos. Jean-Baptiste le dejaba hablar, con el convencimiento de que la naturaleza se encargaría de revelarle algún día no solo leyes y sistemas, sino también bellezas y misterios.

En aquel mes de septiembre, los altos pastos olían a hierba corrompida y al estiércol de los rebaños. La noche caía pronto y muy deprisa, precedida por un aliento helado que bajaba rodando de los glaciares. Los viajeros dormían en cabañas de madera que los pastores alquilaban a precio de oro. Los frutos secos que habían llevado consigo al salir de Georgia servían de base para la dieta cotidiana, y mezclaban sus suaves aromas llenos de matices al amargor grisáceo de los quesos comprados en el lugar. A medida que avanzaban por los valles, iban encontrando nuevas lenguas, así como razas humanas que se renovaban sin cesar. Cada campamento, pues no cabía hablar de pueblos, era una nación en sí mismo, con su propia religión y su idioma particular. Odios invisibles saturaban el aire y hacían que todos vivieran inmersos en el terror hacia los demás. Era como si los hombres hubiesen sido creados en aquellas alturas heladas, para ir descendiendo después en busca de la dulce y cálida corrupción de los valles. Los que se habían quedado tan cerca del cielo parecían aún muy cerca de sus orígenes, tuteaban a los dioses y empleaban sus cortas vidas en liquidar las querellas eternas que les atribuían.

La cordillera del Cáucaso es muy ancha, y en su centro, como una torre del homenaje a cuyo lado las otras cimas solo constituyesen los reductos, se eleva la masa inmensa del monte Kazbek. Sus hielos, quebrados en muros y en cuchillas gigantescas, brillan en pleno día y de noche destacan contra el cielo negro. Aquella masa vítrea había absorbido durante el día el cuerpo rollizo y tibio del sol, y en la oscuridad expulsaba el esqueleto frío y azulado.

A medida que se acercaban a las vertientes del Kazbek, los campamentos se volvían más escasos y las praderas más desoladas; el monstruo había despejado todo el espacio circundante para habilitar una morada a sus sortilegios y no a los simples mortales. Quienes allí se aventuraban eran sin duda los más intrépidos a la hora de desafiar a los espíritus, a menos que estuvieran ya completamente poseídos por ellos.

Durante esas últimas etapas Küyük dio muestras de nerviosismo. A lo largo de la jornada iba recogiendo cuanto encontraba en aquellos valles desnudos capaz de alimentar una hoguera. Por la noche la encendía en un lugar descubierto que dominase ligeramente el camino. Mientras sus amos dormían, envueltos en pieles, el mongol velaba con las piernas cruzadas cerca de las brasas y la espalda vuelta hacia la montaña, entornando los párpados para escrutar la oscuridad de los altos pastos.

Aquella vigilancia no fue suficiente para evitar el ataque, que se produjo en la tercera etapa durante el amanecer. Küyük se había adormilado. Cuando oyó relinchar a los caballos fue demasiado tarde. Los doce hombres surgidos de la noche maniataron a los viajeros y se apoderaron de su equipaje y sus animales.

La pequeña banda de salteadores que les había reducido hablaba una lengua tártara que Jean-Baptiste no comprendía, y no podía preguntar al respecto al chamán, pues caminaba separado de él por dos hombres. Por lo demás, los ladrones no se mostraban locuaces, y su jefe, que cerraba la columna, se dirigía a ellos agitando un largo látigo y con expresivos gruñidos. No tuvieron que recorrer mucho trecho porque el grupo tenía su guarida a poca distancia del camino. Esta proximidad resultaba inquietante, pues el lugar se hallaba tan desierto que no cabía esperar socorro alguno.

Cuando llegaron al campamento despuntaba el día. Cuatro de los forajidos se congregaban en torno a los caballos de Jean-Baptiste y de George. Sin duda jamás habían visto animales tan grandes, y se acercaban a ellos llenos de temor. Algunas mujeres, embutidas en pieles de animales, lo que les daba un aspecto semejante al de sus maridos, salieron de la gruta con niños de la mano o en los brazos. De no haber sido por el modo como les condujeron hasta allí, casi hubieran tenido la impresión de llegar, como cada tarde, a un campamento de pastores. Sin quitarles las ataduras que les ligaban las muñecas, los bandidos les rogaron que entrasen en la gruta con ademanes en extremo corteses. Sin embargo, la expresión de desconfianza de Küyük demostraba que aquella amabilidad no era en absoluto incompatible con el proyecto de degollarlos. Jean-Baptiste se puso a mirar con cierto malestar las enormes facas que los montañeses llevaban al cinto.

Finalmente franquearon el umbral de la cueva y se adentraron en su oscuridad tras haber lanzado cada uno de ellos una última mirada atrás, hacia la ladera verdeante del Kazbek, por la que se hallaban diseminadas enormes rocas blancas, tan insignificantes desde allí que parecían diminutos guijarros. Pudieron ver que el cielo se había encapotado durante las últimas horas de la noche. El tiempo cambia deprisa en esas montañas, pues la abrupta barrera del Cáucaso hace de muralla a las tormentas que suben del mar Negro. En cuanto las nubes se elevan unos cuantos pies por encima de las crestas, en menos de una hora se forma una tormenta que desborda, como la leche cuando hierve.

La caverna era poco profunda y mucho más amplia que su abertura. Formaba una auténtica sala, donde los tártaros habían dispuesto sus magras riquezas. Un fuego de ramitas y hierbas secas se suponía que debía calentar, secar e iluminar la vivienda, pero solo lograba oscurecerla con su humo gris, que hacía toser a los niños.

Cuando todos estuvieron sentados en torno al fuego, después de trabar a los caballos y depositar el equipaje a la entrada de la gruta, todo el mundo se sintió un tanto violento. A Jean-Baptiste le pareció que los bandoleros no eran los menos indecisos.

Tal vez el aspecto de los viajeros que habían capturado les despistara sobremanera. Por lo general, solo los indígenas se aventuraban por aquellos caminos en tan reducida compañía. Los rusos, que en aquellos últimos tiempos apenas pasaban por allí, tenían buen cuidado de ir armados, viajar en grupo y disponer de exploradores y escolta. Aquellos apuestos gentilhombres, con sus trajes azul y rojo, sus finas botas, sus equipajes llenos de oro, ocultaban sin duda otra cosa. Quizá precedieran a otra tropa más numerosa, o tal vez se dispusieran a utilizar armas ocultas, o incluso algún maleficio. El elemento que más familiar les resultaba entre aquellos rehenes era Küyük. El jefe, en una lengua áspera y sembrada de sonidos guturales, le dirigió rudamente la palabra.

Por desgracia, Küyük parecía no entenderle, y meneaba la cabeza sin dejar de contemplar la hoguera. Al fracaso de aquel diálogo siguió un largo silencio. Por la abertura de la cueva se veía ahora que el cielo estaba completamente negro y que una espesa lluvia caía sobre la abundante capa de hierba. El fulgor de un relámpago iluminó por un instante la cortina de lluvia. Küyük levantó la cabeza y aguzó el oído como si tratara de calcular la distancia del trueno lejano que retumbó acto seguido.

La tormenta, espectáculo completo, con sus colores, sus ruidos y los olores que saturan el aire húmedo, fue bienvenida; alivió la tensión surgida de la incómoda y desigual alianza entre aquellos ladrones demasiado modestos y sus rehenes demasiado bien nacidos. Küyük eligió el momento en que todo el mundo había fijado de manera bien estúpida su atención en la tormenta. Con una prontitud que dejó helados a los presentes, lanzó un grito profundo y agudo, surgido del fondo de sus entrañas, que resonó en las paredes ennegrecidas de la caverna.

Aquel grito alzaba el telón sobre una escena mucho más extraordinaria todavía. Primero Küyük moduló su aullido en prolongadas ondulaciones, y luego cayó, postrado y hecho un ovillo, presa de silenciosos espasmos. Cuando por fin levantó la cabeza, fue para ofrecer a la aterrorizada concurrencia un rostro extasiado que ya no poseía nada de humano. Tenía los ojos en blanco, y por las rendijas desmesuradamente abiertas de sus párpados oblicuos se veían dos globos azulados, con ese matiz de nácar lívido que tapiza las entrañas de los corderos recién despanzurrados. Se puso en pie de un brinco, con los miembros tensos como si las prendas acolchadas que cubrían su cuerpo se hubiesen congelado de pronto, y empezó a estremecerse con violencia. El entrechocar de sus dientes resultaba claramente audible.

En el exterior, la tormenta se había ido acercando. Los relámpagos, más frecuentes, franqueaban la oscura abertura de la gruta y rebotaban en sus paredes, haciéndola relucir como una gigantesca ampolla de ópalo. Truenos estentóreos los seguían muy de cerca y retumbaban contra la roca. Con cada explosión, Küyük saltaba literalmente en el aire sin esfuerzo alguno. Los elementos parecían haberlo convertido en su juguete, y a decir verdad, le había abandonado toda apariencia de ser humano. Era la criatura de la cólera celeste, el espíritu del rayo y del viento manifestado ante espectadores pasmados.

Los tártaros se habían alejado con presteza de él y se apretaban al otro lado del fuego en un grupo compacto, tras haber empujado a los niños en primera línea. En efecto, esos pueblos tienen la certeza de que en ocasiones la naturaleza puede apaciguarse al recibir la ofrenda de tales inocentes; gusta de alimentarse con ellos a fin de regenerar sus fuerzas, agotadas por el envejecimiento del mundo.

Sin embargo, Küyük no dirigió ni una sola mirada a aquellas presas. Cuando el trueno empezó a espaciar sus descargas, el mongol pareció recuperar una voluntad que seguía sin tener nada de humano pero que le convertía en artífice de verdaderas proezas. Se acercó al fuego, tendió las manos y quemó a su reducida llama las ataduras de cáñamo que mantenían unidas sus muñecas.

Jean-Baptiste echó una mirada a los bandidos para ver si aquella solemne liberación desencadenaba alguna reacción, pero los desdichados estaban demasiado despavoridos. Por lo demás, Küyük, sin dejarles tiempo para hacerse preguntas, estaba ya en otra cosa. Se había quitado con presteza los guiñapos de piel de borrego que le servían de botas y había saltado, con los pies desnudos, sobre las enrojecidas brasas. Sus gritos adoptaban la rítmica modulación de un encantamiento, que acompañaba bailando sobre las cenizas ardientes. Así como su rostro se retorcía de dolor al principio de la escena, ahora la entrada en aquella parrilla había relajado sus rasgos. Tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás, las cejas enarcadas, y mascullaba con los labios protuberantes, con una expresión muy similar a la que adoptaba Daud Bajá al degustar su borgoña. Aquella danza del fuego duró largo rato. Su extraña melopea y la vista de aquellos pies humanos que acariciaban las brasas resultaban hechizantes, como un juego erótico en el que la carne siguiera siendo carne y el deseo se hubiera convertido en fuego. Todos los presentes, con los ojos desmesuradamente abiertos ante aquel espectáculo, parecían contemplar, por encima de sus cabezas, otras imágenes voluptuosas. La caverna entera flotaba en lo sobrenatural. El propio George permanecía boquiabierto y Jean-Baptiste sonreía beatíficamente.

Küyük, transfigurado, regio, santificado, era el amo absoluto de aquel mundo. Durante largos minutos, quizás horas, encadenó invocaciones, dialogó con misteriosos espíritus a los que todos parecían ver tan bien como él. En el apogeo de aquel embrujo, aferró el puñal que el jefe de los malhechores llevaba al cinto, se atravesó con él primero el antebrazo derecho y luego el pecho sin evidenciar otra cosa que una leve mueca de satisfacción.

Cuando todo hubo acabado, la mañana se hallaba muy avanzada. El sol, de nuevo sobre la pradera, daba en la abertura de la cueva y teñía de oro su techo.

Küyük volvió a este mundo justo lo imprescindible para ser consciente de la presencia de los tártaros y darles órdenes terminantes, que ejecutaron con sumisión total. A decir verdad, hablaba una lengua muy parecida a la suya, y Jean-Baptiste comprendió que no les había respondido al principio por puro fingimiento.

El chamán les ordenó que ensillaran y cargaran los caballos, y que aderezaran una pierna de cordero que colgaba en un rincón de la gruta, cuyos trozos embalaron en bolsas de piel; por último, a una indicación suya, ataron dos odres de leche de oveja a la silla de su montura. Jean-Baptiste y George, liberados de sus ataduras, montaron a caballo a una seña de su criado mago. Él les imitó y, sin dirigir a los bandidos arrodillados una última mirada, se puso en cabeza de la reducida columna.

Regresaron al camino y recorrieron todavía una legua al trote. Después de una amplia curva a la derecha, llegaron a un bosquecillo de rododendros silvestres, salpicados del malva de sus postreras flores. En pleno centro de aquel refugio de arbustos descubrieron un claro herboso, donde pusieron pie a tierra. Küyük, que durante el camino había recuperado su aspecto cansado y siniestro, se derrumbó cuan largo era en el suelo apenas hubo bajado del caballo y se quedó dormido hasta la mañana siguiente.