Algunos hombres, aunque dotados de grandes cualidades, están destinados a ser destruidos por ese enemigo viperino que llevan en la boca, tan decididamente mortal para ellos como para los demás: su propia lengua.
El marqués D’Ombreval había pagado muy cara esa maldición de los decidores de buenas palabras. Durante toda su vida enseguida había caído simpático a sus semejantes para acto seguido, tras ceder al placer supremo de tomarlos como tema de sus epigramas, herirlos de modo tanto más irreparable cuanto que se habían descubierto por completo.
Benjamín de una excelente familia de Lorena, se había incorporado al ejército al servicio de Luis XIV, distinguiéndose por su bravura e inteligencia. Por desgracia respondió a la reprimenda de un ministro con una insolencia que le valió ocho días de arresto. El mismo día que dejaba la prisión abandonó Francia. Tras pasar por Venecia, donde Poncet lo había conocido, ofreció sus servicios al príncipe Eugenio, quien tuvo ocasión de apreciar sus cualidades. Sin embargo, aquella brillante carrera emprendida junto al emperador llegó a su fin tras un malévolo retruécano, revelado ante la persona menos conveniente, y que ocasionó la degradación del marqués. De regreso en Francia, país al que acababa de combatir por espacio de cuatro años, obtuvo no obstante su perdón, antes de volver a pecar como tenía por costumbre. Perseguido por odios mortales de antiguos amigos convertidos todos ellos en enemigos, pronto no le quedó otro recurso que poner su bravura al servicio de los turcos, que le confiaron la organización de sus ejércitos. Fue así como se convirtió en Daud Bajá. Al principió, la escasa práctica que tenía de la lengua otomana le obligó a hacer buen uso de ella. Pero en cuanto dominó el idioma lo suficiente, volvió a las andadas y calumnió al gran visir. El sultán dio muestras de clemencia y se limitó a exiliarlo hacia el este, confiándole el cuidado de administrar Armenia, recientemente conquistada.
La aparición de Jean-Baptiste, a quien en Venecia consideraba un amigo, procuraba a D’Ombreval un doble placer; en primer lugar le proporcionaba compañía en aquella provincia remota; luego, y sobre todo, puesto que dicha amistad se remontaba a más de veinte años, venía a desmentir y a vengar la imposibilidad en que siempre se había visto el marqués de invocar relaciones cordiales que rebasaran los quince días.
Sentados en alfombras en torno a una bandeja de cobre, en el primer piso del fortín donde Daud Bajá tenía su residencia de campaña, celebraron su reencuentro llenando copas de porcelana con el contenido de un frasco opaco sobre el que estaba escrito: Agua mineral de Carbonnieux. Se trataba de un vino de Les Graves blanco y muy seco que el viaje no había alterado.
—Aquí hay que andarse con cuidado —dijo D’Ombreval mientras señalaba el recipiente—. Los turcos no son los persas y no se muestran indulgentes con esto. A decir verdad, lo único que quieren es que se guarden las apariencias.
—Así que ahora es mahometano… —dijo Jean-Baptiste, que no recordaba al marqués como un hombre excesivamente propenso a observar los principios de una religión.
—No era un gran cristiano, y tampoco soy un gran islamita. Lo cierto es que se exagera el rigor de todo esto… Mi oficio es servir, y adopto el uniforme de mis jefes. Ah, Poncet, qué pena que no nos hayamos encontrado en Estambul; habría visto mi palacio, uno de los más hermosos de Tophane. Al amanecer, cuando el sol da sobre las aguas del Cuerno de Oro, con todos los minaretes que, enfrente, asoman del dosel que componen las alamedas y el reflejo gris de las cúpulas de plomo, es un espectáculo como para vender el alma.
Apuró la copa de un trago y añadió:
—Por lo demás, eso es lo que hago.
Animó a Jean-Baptiste a que le contara en detalle sus peripecias y la razón de su viaje. D’Ombreval recordaba vagamente que se había cruzado con Juremi en Venecia, más o menos por la época en que se había asociado con Poncet en el oficio de boticario. Evocaron aquellos días con nostalgia y Daud Bajá interpelaba a menudo a George diciéndole: ¡Ah, pequeño, qué época aquella! ¡Qué grande era Europa!, y se enjugaba una lágrima. Aparecieron dos sirvientes con una fuente de brochetas humeantes, que fueron tomando con la mano.
—Francamente —dijo D’Ombreval, a quien las viandas y el vino despertaban una dulce voluptuosidad—, la vida no tiene maldita la gracia. Aquí está usted, sentado con su trenza en torno a la cabeza, que le confiere el aspecto de una planchadora, a ese le falta la mitad del pelo y yo, con mi gran turbante y mi casulla, ejerzo el mando en nombre del Gran Turco. Hay días en que me pregunto si no estaré soñando. Al menos, en Estambul puedo hacerme alguna ilusión; he amueblado mi casa como mi castillo de Lorena, y recibo a toda una sociedad que le haría dudar de que Constantinopla haya caído. Pero aquí…
—¿Cree que pronto estallará la guerra? —preguntó Jean-Baptiste, a quien aquellos desahogos de anciano no hacían olvidar las necesidades del viaje—. Dejamos a toda la familia en Ispahán.
—¿La guerra? ¿Con los persas? No, al menos no por este lado. Estamos en Ereván porque alguien debe hacerse cargo de esta maldita residencia de Noé. Los persas son demasiado débiles. Sin nuestra presencia, la ocuparían los rusos, o algún otro. Pero ya conoce a los jenízaros, por así decirlo la elite de este ejército: son chiitas. Sí, es una cosa extraña, pero la secta de los bektashi, a la que pertenecen, cree en el dogma de Ali. El Gran Turco, cuya defensa constituyen… cuando no lo degüellan como ocurrió el año pasado… es un suní de lo más ortodoxo. ¡No hay quien los entienda! En cualquier caso, eso no les dota de un exceso de ardor para combatir al rey de Persia, que comparte la misma creencia que ellos. No, se lo aseguro, no iremos más allá.
Al estirar las piernas, Daud Bajá hizo una mueca de dolor.
—A decir verdad, Poncet, no podía haber llegado en mejor momento. Esta gota no me da cuartel y, con este clima de montaña, me somete a verdaderas torturas.
—Nuestros remedios están en un caravasar a la entrada de la ciudad; el sirviente que nos acompaña asegura su custodia.
—Diré que vayan en su busca y se instalarán ustedes aquí. Este fortín esta construido con grandes piedras frías y húmedas, pero dispone de salas más confortables que aquella en la que se les instaló al principio. Un mes de este régimen les pondrá como nuevos, y de aquí a entonces me habrá curado.
—Me llena de alegría haberle reencontrado, querido marqués, y aún nos quedan muchas cosas del pasado por evocar. Sin embargo, puesto que gracias a usted estamos libres, creo que nos marcharemos lo antes posible. Ya le he dicho que debemos encontrar a Juremi antes del invierno.
—Como quiera —dijo D’Ombreval, un tanto decepcionado pero guardándose de insistir.
Aquel encuentro después de tantos años tenía algo de excepcional y de precioso. El marqués se regocijaba por anticipado de poder proclamar en Estambul: Figúrense que en el este me encontré con un amigo al que hacía veinte años que no veía. Era mejor no correr el riesgo de estropear semejante ocasión al prolongarla.
—Sea como fuere, me parece que deberían renunciar a esos disfraces —sugirió—. Incluso aquí les convertirán en sospechosos, y yo no puedo recibir mucho tiempo, sin despertar murmuraciones, a gente disfrazada como lo están ustedes.
—Es que tuve algunos contratiempos en el pasado, en tierra del Turco… en Egipto —añadió Jean-Baptiste tras cierta vacilación—. Lo cierto es que maté a un jenízaro.
—¿Es eso posible? —exclamó Daud Bajá.
—Se trata de un asunto desafortunado, y a decir verdad no tenía otra opción. Me encontraba raptando a la que hoy es mi esposa…
—¡Raptando a su esposa! Ah, ni una palabra más. Ese relato nos alegrará durante la hora de la cena. ¡Raptar a su esposa! Sí, le reconozco en eso… Bien, en cualquier caso, razón de más para que se quite esa ridícula vestimenta, que no se corresponde en absoluto con la dignidad de un hombre tan caballeresco…
—Me convertí en armenio —prosiguió Jean-Baptiste— para evitar ciertos problemas con los turcos, en caso de que este asunto…
—Ya ha dejado de ser armenio, todo el mundo ha podido ver que era usted un franco. Mas eso no debe preocuparle; aquí los turcos soy yo.
—¿Y para proseguir nuestro camino?
—No existe identidad menos adecuada. Esos armenios son unos bribones y sus vecinos los detestan. Además, ¿ha visto su religión? Todos esos santos que nadie conoce… ¿Había oído hablar de santa Caiana o de santa Ripsimea antes de venir a este país? Pues bien, vaya al monasterio de las tres iglesias[3], a dos horas de aquí, y le mostrarán las reliquias de esas desdichadas; el brazo de una y el muslo de la otra, solo eso. Si quiere, también hay una costilla de Santiago, un dedo de san Pedro y dos de san Juan Bautista… No, francamente, no cabe conceder el menor crédito a gentes que se dedican a descuartizar lo sagrado.
—Entonces, ¿qué nos aconseja?
—Sean lo que son: francos, sencillamente. ¿Tienen documentos?
—Una carta del embajador ruso para su gobierno.
—¡Se guardará mucho de mostrarla antes de llegar allí! En estas regiones, si uno es embajador, siempre a condición de que vaya debidamente acreditado, le respetan; si uno es mercader, le dejan libre. Sin embargo, nada detestan tanto como a la gente que queda entre ambos. ¿Tienen algo de dinero?
—Lo suficiente.
—¿En qué moneda?
—En tomanes de Persia.
—Vaya al mercado y cámbielo todo por cequíes de Venecia, que están en curso en todas partes. Luego, compre algunas piezas de tela de bonito damasco, ese tipo de cosas que suelen llevarse los francos. Dirá que viene de Persia, donde vendió joyas. En el mismo mercado encontrará a una costurera que en un solo día le confeccionará un jubón siguiendo el modelo de uno de los míos. Los armenios son muy hábiles en estas tareas. En cuanto se hallen en Georgia, podrá ver cómo esos mocetones respetan a todo aquel que lleva un bonito sombrero y un traje al gusto europeo. No existe pueblo más sencillo que los georgianos. Allí, el mayor signo de nobleza consiste en recibir en herencia el cargo de verdugo.
—Fascinante.
—No, no, hágame caso, le brindarán una soberbia acogida. Por lo demás, desprecian por completo el dinero. Para obtener de usted uno de esos collares con los que sus mujeres se dan cinco o seis vueltas alrededor del cuello, le darán cuanto quiera.
—Se dice que son muy hermosas —aventuró Jean-Baptiste, que no renunciaba a dar con un tema sobre el que D’Ombreval no tuviera opiniones destructoras.
—En Ispahán no lo pongo en duda —respondió el terrible lorenés—. A las georgianas que tienen allí las raptan a propósito a la edad de cinco o seis años. Para ese uso se elige a las mejores, y los padres se dejan convencer con facilidad. A las que quedan resulta imposible mirarlas sin lastimar la vista, y uno solo se acerca a ellas por su cuenta y riesgo.
—¿Acaso son celosos?
—Al contrario. Sin embargo, esas señoritas se aplican un repugnante afeite en las mejillas que las hace desprender un inconfundible aroma a bosta de vaca.
—Por cierto… ¿dónde podremos encontrar caballos? —preguntó George, siempre práctico, y por añadidura ansioso de abandonar un tema en el que su pudor podía salir malparado.
—Por lo que respecta a las monturas, yo me ocuparé —replicó Daud Bajá—. No tendrán la menor queja. Me consta que los extranjeros admiran los pequeños caballos que hay por aquí. Tanto es así que los turcos creen que ya no nos quedan, puesto que todo el mundo los compra para llevárselos. Pues bien, en lo que a mí concierne, su trote me resulta muy seco y me produce dolor de espalda. He hecho que me envíen bretones de Francia y los he cruzado con sus pequeños caballos árabes. Ya verán el resultado; en su silla uno se siente como si estuviera cómodamente arrellanado en un cabriolé. Indicaré a mi palafrenero que prepare dos para ustedes y un turcomano para su criado.
Jean-Baptiste le dio las gracias efusivamente. Saldó la deuda entregando a Daud Bajá un extracto de cólquico para su gota y transmitiendo al cirujano turco una receta de su propia cosecha para renovar el remedio mientras durase el tratamiento. Se quedaron dos días más en Ereván, y les produjo sumo placer pasear por la ciudad con un atuendo que les resultaba más cómodo, gracias a lo cual el sol les pareció más cálido y la población menos austera…
El marqués D’Ombreval pasó en su compañía dos excelentes veladas. Regaló su paladar con carpas y truchas pescadas en el río, que dan fama a Armenia en todo Oriente. Sin interrumpirse ni un solo instante, les relató todas las malévolas historias que conocía relativas a los grandes personajes europeos. La denuncia de esos casos grotescos le había costado tan cara y empleaba tal ingenio en sus relatos que aquella pasión por la anécdota, pagada con toda una vida, le convertía en una especie de mártir de la caricatura, uno de esos profetas inmolados por haber tenido el valor de espetar toda su miserable verdad a los hombres.
Por fin se hallaron preparados. Jean-Baptiste se había soltado el largo cabello ensortijado; George se cortó el suyo, y sobre aquel cepillo rubio se plantó un elegante tricornio de fieltro que su anfitrión le había regalado. Al volver a la vida tras el macabro paréntesis en aquel oscuro calabozo, George parecía haber aprendido a sonreír y, sin llegar a mostrar demasiada familiaridad, su trato con Jean-Baptiste se había hecho más llano. Tras aquella breve muerte, su nuevo nacimiento les había convertido sino en padre e hijo, lo que jamás se habían propuesto, sí en dos hermanos separados por la edad y reunidos por el infortunio. No obstante, el joven no llegó al extremo de confesar aquel secreto que había dejado entrever, y Jean-Baptiste, para no molestarle, tampoco volvió a hablar de ello.
Se dispusieron para la partida hablando de asuntos sin importancia y cantando. Los caballos que D’Ombreval les había preparado eran unos animales extraordinarios, en efecto, nerviosos como los árabes, y robustos y altos como los dedicados a la labranza.
Daud Bajá les acompañó hasta la salida de la ciudad. Los jenízaros les rodeaban con su aspecto perverso y una multitud inmóvil bordeaba las calles para verles pasar. Cosa notable: aquel desfile se desarrollaba en un impresionante silencio. Solo se oía el ruido sordo de los cascos sin herrar sobre la calzada de piedra.
—Ven, esto es algo que me encanta —dijo Daud Bajá—. Entre nosotros, cuando se quiere honrar a alguien, todo son berridos y aplausos, lo cual resulta bastante desagradable. Aquí, la mayor señal de respeto consiste en callarse.
Llegados a los arrabales, el grupo se detuvo y D’Ombreval dio a su inquebrantable amigo un afectuoso abrazo. El anciano no pudo ocultar una intensa emoción al ver alejarse a los tres hombres. Las lágrimas acudieron a sus ojos sin duda ante la idea de que les había devuelto una libertad de la que él mismo carecía.
Mientras se hallaron a la vista de la ciudad, Jean-Baptiste se contuvo y dejó que su montura avanzase a un trotecillo corto. Sin embargo, cuando hubieron dejado muy lejos tras de sí las siniestras escarpaduras que el Ararat exhibe en sus laderas, se sumergieron en los húmedos valles de Georgia. En pocas horas alcanzaron nuevos paisajes; las cigarras cantaban en las altas hierbas de los caminos, el contorno azul oscuro del horizonte seguía las suaves curvas de las colinas, cubiertas de bosquecillos de castaños verde pálido y cipreses oscuros. Los únicos regimientos que venían a su encuentro, inmóviles y dispuestos en línea de batalla, eran las innumerables parras de hojas brillantes y cargadas de grandes racimos color violeta. A su asalto subían entre canciones los primeros vendimiadores.
No era inusual que el nazir, colmado de riquezas y de honores y siempre deseoso de conseguir más, echara de menos la vida sencilla de sus montañas natales cuando caminaba en la noche estrellada y cálida de Ispahán. Aquella noche, envuelto en una sencilla capa negra, con la perspectiva de abandonarse a esa dulce nostalgia, salió de su palacio por una puerta del jardín cuya llave solo él poseía. El chahar bagh estaba oscuro y desierto, pero cuando llegó a las callejas de la ciudad oriental, constató con disgusto que, pese a la hora, se hallaban atestadas de viandantes. Eligió los pasajes más oscuros, y esa preocupación, al privarle de la serenidad del que cede al ensueño, le devolvió a sus cavilaciones.
¡Menudo momento había elegido aquel demonio de Poncet para morirse! Tras depositar un tesoro entre sus manos, no se le había ocurrido otra cosa que largarse al paraíso o al infierno —al infierno sin duda alguna— con la llave. Alberoni había reaparecido en Roma, el propio nuncio del nuevo papa así lo había proclamado. Era el momento de hacer entrar en escena a la concubina, pero ahora resultaba que aquella arpía se negaba a colaborar. El nazir había acudido a visitarla con suma cortesía y ella, en tono melifluo, le salió con que Ispahán era el mejor lugar de residencia que hubiera podido desear. No echaba de menos a su cardenal ni tenía intención de escribirle. Por mucho que el nazir insistió —llegó incluso a amenazar—, no hubo nada que hacer.
Caminaba con la cabeza gacha y, para estimular la meditación, aferraba las guías de su bigote en los puños cerrados. Así estirados, los mostachos le llegaban más abajo del vientre.
Sumido en sus pensamientos, erró el camino, subió sin resuello una escalera y pasó bajo bóvedas hediondas que cubrían las callejuelas.
Jamás se le había visto renunciar ante la perspectiva de sacar una buena tajada, y desde el principio había presentido que aquel asunto era prometedor. Esperaba grandes sumas, desde luego, pero sobre todo, y quizás eso fuera lo más importante, útiles protecciones en el extranjero. ¿Quién podía decir qué sería de Persia el día de mañana, con tantos peligros acechando más allá de sus fronteras y aquel monarca imprevisible? Un hombre razonable debía prepararse para lo peor, es decir, sin la menor duda para huir. Realmente, era necesario que se hallase en juego semejante interés para que el nazir consintiera en visitar una vez más a aquel espantoso Leonardo, y en su casa por añadidura.
¿Era aquella puerta o la otra, la de enfrente? Ambas eran igual de miserables; un arroyo de aguas residuales pasaba bajo cada una de ellas y se unía al albañal, lechoso y repugnante, que corría por el centro del callejón.
Trató de abrir una de las puertas, que resistió, así que tenía que ser la otra. Leonardo no cerraba jamás, por la sencilla razón de que no había nadie para abrir y él no podía desplazarse por sí mismo. El nazir subió al primer piso por una especie de escalera de caracol cuyos travesaños estaban peligrosamente combados.
Leonardo se hallaba sentado ante una mesa cubierta con un tapete de nudos. La luz de una lámpara de aceite bañaba unos cuantos libros en un resplandor amarillo. El nazir lo reconoció por su gorro de encaje y su nariz llena de protuberancias, reluciente y tallada en varias facetas, como un monstruoso diamante de carne de vivas aristas. En suspensión en la misma pez, el nazir, ay, reconoció varios pares de ojos de gato, y no era la menor de las singularidades de Leonardo el haber hecho de esos malditos animales primero los inquilinos y acto seguido los amos de su cloaca.
El único acontecimiento seguro en la vida de Leonardo, pero incluso este quedaba ahora muy lejos, era su nacimiento. Había venido al mundo en la isla de Quíos. A continuación todo se volvía confuso. Pretendía haber sido marino. ¿Habría hecho una plácida carrera en las flotas comerciales? Tal vez, pero también se proclamaba militar e incluso corsario. Nada permitía excluir que más bien hubiera estado en galeras. Por lo demás, podía haber sido todo eso y además filibustero, cimarrón y náufrago. Relataba historias de todos los continentes, pero también un tabernero de Quíos habría podido hacer otro tanto, simplemente limitándose a escuchar a sus clientes. Aquel pasado remoto conservaba por tanto su misterio. Leonardo había aparecido en Persia ya con cierta edad. Los portugueses lo empleaban desde hacía varios años en sus factorías del Golfo. Un día, por razones desconocidas, pasó a Bandar Abbás y pidió entrar al servicio de los persas. Ya tenía los miembros muy deformados, mas todavía no era un completo tullido. Solo puso una condición a su ofrecimiento: que le dejasen llevar consigo a sus dos gatos. Los portugueses lo utilizaban como dragomán, y los persas le confiaron el mismo empleo, puesto que afirmaba conocer todas las lenguas de la tierra.
A medida que su reumatismo iba en aumento, Leonardo fue subiendo de altitud por las planicies del interior, para acabar en Ispahán. Cuando ya casi no podía moverse, conservaba no obstante dos órganos en extremo ágiles: su lengua, cargada de insolencia, y una mano derecha muy deformada. Situaba penosamente en ella un cálamo y acto seguido la dejaba correr durante horas sobre las hojas de papel que ennegrecía con una letra que seguía siendo muy hermosa.
Sus obras más lucrativas, además de las traducciones, eran los falsos documentos, falsos recibos y falsas letras de cambio con los que comerciaba. Cuando le denunciaron y le llevaron ante el nazir para ser juzgado, Leonardo obtuvo su gracia mediante la demostración que hizo a aquel príncipe no de su inocencia, sino de una culpabilidad absoluta, hábil, excepcional, por lo que implicaba de arte y de instrucción, y de la que de muy buen grado proporcionó ejemplos a petición de su juez. Hubiera sido una estupidez privarse de semejante habilidad. El nazir indultó al falsificador y se lo agenció con discreción.
—Monseñor —dijo Leonardo con su voz nasal al recibir a su benefactor—, su correo me ha avisado esta tarde de su visita y, como ve, he hecho cuanto he podido para que mi morada fuese digna de recibirle.
Eso significaba que había despejado la mesa. El nazir tropezó con bultos de ropa depositados en el suelo e invisibles en la oscuridad. Buscó una silla y se instaló en ella sin hacer comentarios. A decir verdad, el olor a orina de gato le reducía siempre al silencio en cuanto cruzaba el umbral de aquella casa. Leonardo llenó gustoso aquel vacío.
—¿En qué puedo ser útil al amo hacia quien todas las mañanas se elevan mis agradecidos pensamientos, cuando mis ojos deslumbrados creen distinguir su imagen en el nuevo sol que aparece en toda su gloria?
A decir verdad, el nazir debía mucho a Leonardo en materia de elocuencia, y sus propias dotes como cortesano se habían desarrollado en contacto con aquel maestro de la lisonja.
El nazir hizo una profunda inspiración, para filtrar el aire a través de su bigote y dijo:
—Te necesito para que escribas una carta de extrema importancia.
—¿En qué lengua, monseñor, será escrita dicha misiva?
—En francés.
—¡Ah, ah! —fue el comentario de Leonardo.
Aquellos dos breves espasmos en tono agudo pretendían ser carcajadas, y significaban que nada resultaba más fácil.
—No te rías. Tendrás que poner empeño, ya que el asunto no es nada corriente.
Leonardo adoptó una expresión muy atenta y deferente.
—Se trata de una mujer que escribe a su amante —dijo el nazir.
El falsificador rio de nuevo y mucho más alto. Por lo que el nazir sabía, Leonardo no parecía haberse interesado jamás por las mujeres, e incluso circulaban rumores que le atribuían gustos completamente opuestos. Con todo, le apasionaban los chismes de alcoba, sobre todo si concernían a la corte. Uno de los gatos, al que la ruidosa risa de su amo había despertado, se desperezó y empezó a caminar lentamente por la mesa, hacia el nazir. Leonardo lo soportaba todo en lo referente a su persona; hubieran podido patearle sin que de él surgiera una sola queja. Ahora bien, era capaz del mayor furor y de una retahíla interminable de protestas si tocaban a uno de sus gatos. Por consiguiente, el nazir dejó que el animal realizase sus lentas evoluciones cerca de su rostro, sin dejar de vigilarle por el rabillo del ojo.
—Sí, pero no se trata de una mujer cualquiera ni de un amante cualquiera —puntualizó en tono autoritario—. Él es cardenal y ella su concubina.
Leonardo se echó a reír a mandíbula batiente.
—¡Un cardenal! Oh, qué dichoso me siento. ¡Ay, monseñor, mis pobres riñones! ¡Diantre, la concubina de un cardenal!
—Presta atención, Leonardo —dijo con paciencia el nazir—, la cosa no resultará fácil. Habrá que poner delicadeza y sentimiento…
—Delicadeza… ¡ja, ja! —repitió el falsificador, desternillándose de risa—. Sí, sí, y sentimiento… Un cardenal… ¡Jo, jo, jo!
El gato miraba a su amo y daba la espalda al visitante con la cola en alto. El nazir cerró con paciencia los ojos para sustraerse a aquella visión del infierno. Seguidamente, sin poder contenerse por más tiempo, dio un golpe seco en la mesa con la palma de la mano.
El gato se alejó de un brinco, y Leonardo devolvió los raigones a su estuche. En el temeroso silencio subsiguiente, retumbó la voz cavernosa del nazir.
—Toma pluma y papel, imbécil, ahora mismo nos vamos a poner manos a la obra. ¡Y no me iré de aquí hasta que me entregues algo en condiciones!