13

En la Roma de aquella época, la plaza Navona, construida sobre las ruinas del estadio de Domiciano, se libraba al desorden y al hedor de un inmenso mercado de vituallas. Los grupos esculpidos por Bernini habían renunciado a purificar aquel lugar con sus aguas abundantes; con los brazos enroscados, los ojos pasmados e intensos sobresaltos del torso, los gigantes de pietra serena parecían más bien resistir a un naufragio y escapar, en horrible mezcolanza, de la marea ascendente de los cítricos y las carnes desolladas.

A lo largo de los siglos, la humanidad parecía condenada a celebrar en aquel lugar una turbadora orgía de instinto y entrañas. Las rigurosas fachadas de Bernini servían de escenario a los alimentos más crudos del animal humano, al igual que antaño los emperadores, acomodados en suntuosas gradas de mármol, contemplaban las luchas sangrientas entre gladiadores y fieras.

No lejos de aquella plaza, y como si quisiera prolongar la ignominia, la calle Dell’Orso se hallaba ocupada por hoteles en los que se ofrecía a los viajeros todos los placeres, salvo quizás el del descanso. A lo largo de cinco plantas irregulares se alzaba uno de aquellos establecimientos, que llevaba el nombre misterioso y ridículo de albergue del Toro que Ríe.

Puesto que solo la mediocridad resulta odiosa, aquel hotel, a su manera, podía enorgullecerse de merecer varios superlativos: era el peor conservado, el más insalubre y el peor frecuentado de toda la ciudad de Roma, a la que no le faltaban candidatos para tales distinciones. Aparte de eso, ofrecía la comodidad de hallarse casi frente al castillo de Sant’Angelo, ese elegante índice con que el Vaticano apunta con reprobación cómplice en dirección a la ciudad y a sus corrupciones.

El gerente de aquel antro, un tal Paolo, sin duda había considerado prudente no llevarse consigo su cerebro al abandonar sus tierras natales; sus ensortijados cabellos negros arrancaban directamente de la línea de las cejas; hubiera sido imposible pasar un dedo entre ambos. Su barba, de la misma cerda, trataba de unirse a las otras pelambreras alcanzando incluso los párpados inferiores. Por lo demás, el pobre hombre era de carácter muy dulce y parecía sufrir por culpa de su despiadado físico. Por las mañanas, ante el espejo, cada encuentro consigo mismo adoptaba, sin duda por espanto, el salvajismo de una pelea callejera. Paolo salía de ella lleno de costurones, y la sangre aún no había empezado a secarse cuando el pelo ya brotaba de nuevo.

Pese a aquel grado de hirsutismo, lo cierto es que ya no asustaba. Los clientes no pagaban, y los ladridos del gerente solo provocaban sonrisas. Más de uno había sentido deseos de palmearle la cabeza para apaciguarle. Tonina, la sirvienta de la casa, que era lo bastante joven y vivaracha para brincar a tiempo y evitar las patadas, era la única que en ocasiones se entregaba a ello. Por lo demás, la indulgencia de que gozaba tenía otro motivo. A algunos clientes no les atraía la modicidad del hotel, sino más bien los encantos de la joven. Tonina mostraba un gran parecido con la Madona de los Peregrinos, y se sentía muy feliz de repartir en la tierra algo de esas beatitudes que el Caravaggio había hecho desear en su fresco. Estaba conchabada con el sacristán de Sant’Agostino, que abría a los visitantes más exaltados la vía de esta inmediata y onerosa encarnación.

Paolo se pasaba los días en una hornacina al pie de la escalera. En la pared, a su espalda, se hallaban dispuestas dos hileras de llaves marcadas con números. Sin embargo, ningún inquilino hubiera cometido la imprudencia de dejar allí su llave.

El calor ya era intenso en aquella mañana de septiembre, y allí estaba él, desplomado sobre su pequeño mostrador de pino, cuando un hombre entró furtivamente en el hotel.

—Eh, Paolo, ¿ya te has acostado?

—Imbécil, te crees muy gracioso, ¿no?

El hombre se acercó al mostrador y se acodó en él. Por su acento se veía que también procedía del sur. Mas en él las generaciones, al cabo de innumerables vendimias de sangre, habían producido finalmente aquel blanquito flacucho, de piel ambarina, con una sonrisa cargada de miel pero de regusto ácido y, para decirlo todo, nada franco.

—¿Está arriba?

—Desde luego.

—¡Responde! —dijo el visitante al tiempo que descargaba con firmeza una palmada en el mostrador.

—Escucha, Mazucchetti, no soy tu soplón, ¿comprendes? Sí, está arriba. Y ahora, déjame en paz.

El hombre rubio se dirigió al arranque de la escalera de caracol, echó una ojeada hacia arriba del tramo de escalones y regresó con presteza hacia Paolo.

—Dime —empezó, en el tono más melifluo de que fue capaz—, ¿crees que aún le queda?

—Oh, ya basta, al final yo…

El llamado Mazucchetti, vivo como el rayo, había agarrado al gerente por el pescuezo. Como este no tenía el recurso de enarcar las cejas, manifestó su estupor abriendo la boca.

—Yo… yo no sé nada. Me parece que sí… Tal vez no mucho… Pero la semana pasada recibió un correo de Francia. Fue a casa de un cambista y luego me pagó los atrasos que me debía.

—¿Ves como sí que lo sabes? —dijo Mazucchetti al tiempo que soltaba a su presa—. Bueno, con un poco de mala suerte, aún nos veremos unas cuantas veces.

—Es un placer —dijo Paolo en tono sombrío mientras se arreglaba el cuello del traje.

Pero ya el visitante había ganado la escalera y subía los peldaños de cuatro en cuatro hasta el último piso. Tras adentrarse por un oscuro corredor, tropezó con un cubo maloliente y llamó con suavidad a una fina puerta cuyas ranuras dejaban pasar la luz del día.

—Entre. Ah, es usted, Mazucchetti, ya era hora. Mi reloj marca las diez y cinco.

—Habíamos dicho a las diez.

—Precisamente, las diez no son las diez y cinco. En fin, siéntese.

Mazucchetti tomó asiento en una sillita de mimbre. Su anfitrión prefirió quedarse de pie, acodado en el alféizar de la ventana abierta, por donde llegaban los gritos de Tonina, que regañaba a un aficionado al claroscuro.

—Mazucchetti, vayamos a los hechos. Un hombre de mi rango no puede sustraerse a la contemplación de la verdad, por dolorosa que sea. Bien, llegamos al final de nuestras pesquisas.

El hombre que hablaba era un anciano lleno de energía, o de rabia tal vez, emoción que lo habitaba por completo. Había abandonado lo más superfluo de las grasas, los músculos y los cabellos para quedarse básicamente con muchos huesos y algo de piel. La coquetería ya no tenía cabida en él, pero el corte de su levita y de sus calzones constituía un remoto vestigio de ella. Todo ello, raído por los múltiples lavados, remendado, adelgazado hasta mostrar la trama, vestía a duras penas unos modales de gran señor que el menor de sus gestos ponía de manifiesto.

—Sí, a su final, ciertamente —prosiguió el anciano—. Si ahora no obtengo justicia del papa, me marcharé. He gastado mis últimos recursos, usted lo sabe. Acaso tenga la indulgencia de no creerme en absoluto, pero se equivoca. Le aseguro que no me queda nada.

Una desagradable corneja se posó en el alféizar de la ventana, miró a los dos hombres con pavor y reemprendió el vuelo.

—Vamos, estoy esperando. ¿Cuáles son sus últimas noticias?

—Poca cosa, por desgracia, señor cónsul —manifestó el italiano con una tenue sonrisa en las comisuras de sus delgados labios—. Esta misma semana he visitado a tres secretarios, un protonotario y dos obispos. Eso es mucho. En cada ocasión he evocado con prudencia su obra, que conocen. Todos condenan ese Telliamed

—¡Seguro que no lo han leído! —exclamó el señor De Maillet mientras golpeaba con el pie los baldosines sueltos.

—En cualquier caso, la razón que alegan es siempre la misma. Usted pone en duda la edad de la Tierra, tal como ha sido establecida por la Biblia, y niega que los seres hayan sido creados todos al mismo tiempo.

—Escuche, Mazucchetti —aulló el anciano, indignado pero con una voz rota que inspiraba piedad—. Se lo he demostrado cientos de veces desde el principio: mi libro no es más que la meditación de un hombre honesto. Mientras me paseaba por Egipto, vi un despeñadero alejado de cualquier ribera y pude constatar que en la piedra había incrustadas… caparazones de animales marinos.

—De lo cual dedujo que el mar se había retirado a lo largo del tiempo, lo sé, lo sé —dijo Mazucchetti, al tiempo que daba impacientes golpes con el pie.

—¡Y toda mi teoría procede de ahí! De un hecho incontestable. Pida a esos cardenales que abandonen su palacio y me acompañen a una playa. Me comprometo a asegurar que podrán constatarlo: el mar está retrocediendo.

—Hace más de diez años que ejerzo este oficio —replicó Mazucchetti en tono agrio, despreciativo—. No encontrará a nadie que esté más introducido que yo en los asuntos vaticanos; he hecho que divorciasen a príncipes y que bendijesen a herejes. Ahora bien, si se trata de conducir a cardenales a tomar baños de mar, ya puede buscar a otro.

El señor De Maillet pareció afectado por la amenaza que encerraban aquellas palabras. Retrocedió y, tras sentarse en una silla, rebuscó con nerviosismo en su bolsillo para sacar de él un viejo pañuelo de encaje que parecía un estropajo.

—No me abandone, Mazucchetti, reconozco sus méritos. Pero con todo, hace tanto tiempo que me promete una audiencia con el Santo Padre…

—¿Es acaso culpa mía que este año tengamos nuevo papa? —dijo el italiano con arrogancia, plenamente decidido a gozar de su triunfo—. ¿Soy yo el culpable de que haya habido que recomenzar todas las gestiones por el hecho de que Inocencio XIII tenga otra corte y otros favoritos?

—Desde luego que no, pero comprenda que para mí reviste la mayor importancia que supriman esta condena papal antes de mi muerte. Solo espero que me diga si existe todavía una posibilidad, una sola, de llegar hasta el soberano pontífice.

Los intermediarios que operan en los parajes del Vaticano son sin duda los aventureros más faltos de ilusión y de piedad del mundo entero. Por un lado acuden a ellos pecadores hundidos en sus vicios y sus traiciones pero que, asqueados de todas las corrupciones del siglo, han preservado no obstante esa parte de ideal y de pureza que les hace creer en una posible misericordia del cielo. Por otro, sirven a los ministros de Dios, elegidos por toda la eternidad para los favores divinos, que no han renunciado a las voluptuosidades de que rebosan las entrañas del mundo y a quienes se encargan de conseguírselas dentro de la mayor discreción. Se trata de lograr que unos y otros entreguen hasta la menor onza de su oro.

—En efecto —asintió Mazucchetti en tono grave—, todavía queda una posibilidad.

—¡Diantre! —hipó el anciano, que se había puesto de pie—. ¿Me está diciendo la verdad? ¿De veras, Mazucchetti, me permite que recupere la esperanza?

—Grandes esperanzas —replicó el aventurero con falsa despreocupación.

—Hable pues. Vamos, hable.

—No me es posible entrar en detalles; el asunto debe permanecer en secreto. Sepa simplemente que el nuevo papa lo ha trastornado todo y que en su entorno ha aparecido un nuevo personaje con el que, por conocerle algo, cuento bastante. Sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Habrá que poner un precio.

—¿Cuánto? —quiso saber el cónsul, presa de temblores.

—Digamos unos mil escudos.

—¡Horror! —exclamó el señor De Maillet—. ¿Y dónde voy a conseguirlos? No me queda nada, Mazucchetti, absolutamente nada.

El intermediario dejó que se prolongasen aquellos lamentos a la vez que miraba con placidez por la ventana, tal como, tras cerrar una puerta, se espera a que un lactante se duerma.

Era cierto que al señor De Maillet no le quedaba dinero. La suma que había recibido recientemente fue devorada por las deudas apenas hubo llegado. No obstante, todavía esperaba que un cambista romano recibiera el precio de la venta de un bosquecillo que su mujer, fallecida a su regreso de El Cairo, poseía cerca de Metz. Aquella cantidad ascendería a unos mil escudos… El intermediario la había dicho al azar por instinto y había acertado. Después de eso al anciano no le quedaría nada en absoluto. Si quiero regresar a Francia alguna vez, debo ahorrar ese dinero a toda costa. Sin embargo, insinuaba otra parte de sí mismo, ¿de qué serviría ver Francia otra vez si era para abandonarla rumbo al infierno? Tras haber gemido con holgura, dado vueltas por la estancia y debatido en su fuero interno ese dilema, el señor De Maillet se detuvo frente al italiano.

—¿Está usted seguro, seguro por completo, y le pido que se comprometa a ello por su honor, del poder que ese hombre goza ante el Santo Padre?

—Excelencia, él será su último pero sólido apoyo.

—Mil escudos —ratificó el señor De Maillet—, y ni uno más.

Por el tono del anciano, el experto comprendió que había tocado fondo, de modo que aceptó.

Cuando dos guardias fueron a sacar a los prisioneros del calabozo, un hermoso sol de verano se había adueñado del cielo. Las piedras del fortín parecían menos negras y la capa isabelina de un caballo, plantado en medio del patio, alegraba la vista como un regalo de la naturaleza. Puestos a morir, más valía que fuera con buen tiempo y que la postrera imagen fuese azul. Eso era lo que pensaba Jean-Baptiste, aturdido por la luz y más bien hambriento, al salir de su encierro. A su lado, George aún se hallaba completamente adormilado. Las pecas de la nariz, la cruz de cabellos desgreñados en su cráneo rasurado y sus grandes ojos azules desmesuradamente abiertos le conferían el aspecto de un maniquí de porcelana.

Los guardias no les habían atado las manos ni los pies, y al pasar por delante de la galería que se abría hacia el exterior del fortín, Jean-Baptiste tuvo por un momento la idea de precipitarse corriendo hacia ella. Sin embargo, la puerta quedaba lejos, el patio bullía de soldados y los dos se sentían muy débiles. Era mejor resignarse a su destino. Los condujeron a otra ala, en la que habían entrado los dignatarios la víspera y que debía de albergar el cuerpo de oficiales. Los guardias se equivocaron de puerta, les hicieron desandar el camino y subir por una escalera. Todo era a un tiempo precipitado y confuso. Soldados y oficiales parecían muy ajetreados, gritaban órdenes, tropezaban unos con otros por los pasillos. Solo los cautivos daban la impresión de hallarse libres de tales alarmas.

Tras haber abierto por error varias puertas, los guardias acabaron por introducirlos en una gran sala, mal iluminada por vidrieras verdes, que un techo de cedro ennegrecido por el humo oscurecía aún más.

Sentado en el centro de la estancia, el dignatario entrevisto la víspera solo dejaba ver por encima de las cabezas su gran turbante blanco. Numerosos grupos, entre los que predominaban los jenízaros, aguardaban sin orden ni concierto, mientras discutían vivamente y en voz alta, a que se sometiera su asunto al arbitrio supremo del gran hombre.

Transcurrió más de una hora antes de que les tocara el turno a los dos falsos armenios. Jean-Baptiste apretaba la mano de George para consolarle y le sorprendió ver sonreír al pobre muchacho, resignado a sufrir tan breve y trágico destino. Por fin, de un empellón, los enviaron a un estrecho claro practicado entre los grupos. Cayeron de rodillas sobre una alfombra, a los pies del anciano que iba a disponer de sus cabezas. Iba vestido con un amplio caftán de seda adornado con dibujos floridos en forma de mandorlas, verde sobre fondo rojo. El resquicio entre los dos hemisferios que formaban su barba gris y su turbante blanco dejaba entrever un rostro carrilludo en el que una nariz estriada de malva, tiesa y larga como un granado, se interponía entre dos ojos móviles y reidores, que despedían fuego.

—¿Qué han hecho estos dos? —dijo en un turco muy incorrecto, con entonaciones de franco.

Jean-Baptiste osó levantar la cabeza y, en la urgencia de aquella situación desesperada, azuzó su memoria como a un tiro de caballos.

—Son espías rusos —dijo un jenízaro que se mantenía erguido al lado del anciano.

—¡A muerte! ¡A muerte! —gritaban las voces.

—¿Rusos, de veras? ¿Tienen documentos?

—Sí, Efendi —replicó el médico, quien había podido conservar consigo el rollo firmado por el patriarca, que ahora tendió al anciano.

Mientras este escrutaba las líneas, Jean-Baptiste le contempló con avidez. El texto estaba escrito en persa. El dignatario meneó la cabeza para poner de manifiesto que no entendía nada.

—Seguían a los soldados y escuchaban a hurtadillas lo que decían —resumió el jenízaro—. Son espías.

—¿Qué tienen que responder a eso? —dijo el anciano, con aspecto cansado.

Saltaba a la vista que ya les había juzgado.

Entonces Poncet, presa de súbita inspiración, se incorporó, miró al magistrado directamente a los ojos y le dijo en francés:

—¿Cómo va su gota, Efendi?

Los jenízaros, que no entendían ni una palabra, guardaron silencio, y el anciano pareció atrapado por una violenta curiosidad.

—Mi gota… —respondió recurriendo al mismo idioma—, pues muy mal. ¿Tiene intención de aliviarme?

—No le fue tan mal la última vez —dijo Jean-Baptiste con una sonrisa. Y luego añadió—: En Venecia.

—En Venecia… Hará unos…

—Oh, veinticinco años más o menos. El tiempo pasa. Entonces éramos jóvenes.

El anciano se puso de pie con toda su mole, tomó a Jean-Baptiste de la mano, lo levantó y, para inmenso estupor de los turcos, le dio un enorme abrazo mientras gritaba:

—¡Poncet!