El monte Ararat, con la forma de gorro de dormir que le confieren su pompón blanco y sus repliegues grisáceos, es un lugar tan triste y desolado que resulta difícil creer —si realmente el arca de Noé se posó en él tras el diluvio— que algún pasajero tuviera ganas de hacer escala en semejante paraje. Pero, en fin, los armenios así lo afirman; también pretenden que el arca sigue intacta en la cima de esa montaña. Según ellos, Dios impide que nadie suba a ella; a medida que uno se acerca a la cima, el suelo se hunde como si fuese líquido.
A Jean-Baptiste y a su reducida tropa, extenuados de fatiga, les traía sin cuidado ir a comprobar allá arriba tales creencias, tanto más cuanto que la presencia del arca era hipotética, pero la de tigres y lobos por aquellos parajes estaba confirmada. Así pues, dejaron el Ararat a distancia y, contorneándolo, atravesaron Najicheván, también en ruinas y de aspecto aterrador. Más allá encontraron algunos pueblos de cristianos romanos, convertidos varios siglos atrás por un dominico italiano que con ello les había hecho un regalo en extremo peligroso; desde entonces, esos desdichados sufrían las persecuciones de todos, cristianos de Armenia y musulmanes. Por fin llegaron a la vista de Ereván. Allí se acababan las ruinas. Pudieron dormir de nuevo a cubierto, en un caravasar de piedra de enormes paredes pero desprovisto de toda comodidad. Simplemente había que pagar por ese derecho que denominan sercolfe, es decir, candado, cuyo importe habían convertido en exorbitante los acontecimientos en curso. Salvo por esos detalles, la guerra apenas resultaba perceptible. ¿Cabía siquiera hablar de guerra? Dos imperios sin aliento se habían intercambiado de nuevo aquella provincia inaccesible; para llegar a ella con facilidad era necesario un diluvio. Ni a los persas ni a los turcos parecía gustarles mucho aquellos paisajes austeros, cuando unos y otros tenían a su disposición costas hospitalarias y llanuras fértiles. Al entrar en Ereván, los viajeros no vieron ninguna huella de estragos recientes que pudieran hacer pensar que allí se habían producido combates. El ejército turco más parecía llevar a cabo una trashumancia que una campaña. Por doquier se veían carretas cargadas de heno y de forraje, tiradas por bueyes de cuernos serrados que no tenían el menor aspecto marcial. Viendo la expresión sombría de los recién llegados, cabía preguntarse quién era el vencedor. Al abandonar la ciudad, los persas se sentían sin duda muy contentos de correr a refugiarse en sus dulces tierras. Dejaban de muy buen grado, como regalo a los recién llegados, las brumas heladas de un interminable invierno y a aquellos insoportables cristianos que allí se consideraban en su casa. Hacia el centro de la ciudad, en las inmediaciones del fortín y de la ciudadela que protegía, la actividad militar resultaba un poco más aparente. Aquella fortaleza se hallaba rodeada de tres murallas de ladrillo de barro cocido, provistas de almenas, que formaban una fortificación estrecha e irregular, a la manera oriental. Tras ser abandonada por los persas que se habían apropiado de sus ochocientas casas, había pasado a manos de los turcos. Todo alrededor, el inmenso dédalo que componían los bazares y las miserables viviendas de los armenios, extendía su tela continua hasta una colina en la que se alzaban el obispado y la gran catedral llamada Katoghike. Vista de frente, desde lo alto de aquella colina, la fortaleza parecía no ser otra cosa que el estrecho gueto donde los armenios confinaban a aquellos persas o turcos, tanto daba, que eran lo bastante ingenuos para creer que los habían conquistado.
El disfraz de los viajeros les aseguró un perfecto anonimato en la ciudad. Nadie les preguntó por sus intenciones, y los armenios, ocupados en frenéticas actividades comerciales, no mostraban la menor curiosidad por todo aquel que no tuviese aspecto solvente o incluso rico. La llegada de los turcos suponía sin duda una estupenda ocasión; un ejército que se instala precisa de todo, y los armenios estaban acostumbrados desde hacía tiempo a sacar partido tanto de las derrotas como de las victorias.
Dejaron al mongol en el caravasar al cuidado de los equipajes mientras Jean-Baptiste y George se dirigían a la ciudad en busca de informaciones provechosas. ¿Por dónde debían proseguir su camino? ¿Con qué identidad y bajo qué pretexto? ¿Había rumores de guerra más al norte, hacia el Cáucaso, que les separaba del imperio ruso? Como no podían interrogar a ningún armenio, por no conocer la lengua, fueron a merodear por la zona de los turcos, a la fortaleza y a las casas de té que frecuentaban. George aprovechó que entendía bastante el turco para espiar también él útiles conversaciones. Propuso a Jean-Baptiste que se separasen para llamar menos la atención y tener más posibilidades de enterarse de algo interesante. Quedaron en encontrarse a última hora de la tarde en la escalinata de la Katoghike.
Con sus cabellos negros recogidos en corona en torno a la cabeza, la barba crecida durante el viaje que le ocultaba las mejillas, el bronceado de la piel adquirido durante sus marchas por las montañas, Jean-Baptiste podía pasar sin lugar a dudas por un auténtico armenio. No percibía la menor curiosidad a su alrededor. Tras comprar dos pollos en el mercado, que sujetaba por las patas mientras los animales aleteaban, recorrió las callejuelas del bazar ofreciendo aquella ruidosa mercancía pero sin la menor intención de venderla. Al llegar a la fortaleza, vio que durante el día dejaban entrar a los mercaderes y franqueó el umbral. En las callejuelas, Jean-Baptiste se cruzó con numerosos soldados turcos, que vestían guerreras azules acolchadas y, pese al buen tiempo y a la ausencia de combates, se tocaban con el pesado casco en forma de pera que se prolongaba en la nuca con una cortinilla de cota de malla. Como todos los ejércitos del imperio otomano, este mezclaba a los pueblos más diversos, reclutados al capricho de las conquistas y las capturas, del tártaro al eslavo, del asiático al fenicio, todos reunidos en el mismo contoneo satisfecho de los hombres que caminan llevando armas.
Jean-Baptiste llegó a una gran plaza y allí, sentado en un banco de piedra, dejó que sus pollos pusieran pie a tierra y picoteasen apaciblemente ante él en los intersticios de las losas. Vio pasar un pesado cañón, arrastrado sobre una carreta y con destino a las murallas. Durante las primeras horas de la tarde, varios grupos de jenízaros, la mayoría a caballo, desfilaron con su gorro blanco y su aspecto feroz. Aunque a todas luces albergaban el deseo de parecer importantes y apresurados, no se les veía menos ociosos que a sus soldados.
Al hilo de las conversaciones que conseguía captar entre sus vecinos, turcos que, al igual que él, se limitaban a disfrutar de su ociosidad y de la suave tibieza del lugar, Jean-Baptiste se enteró de dos cuestiones: en primer lugar, los preparativos militares que el ejército otomano llevaba a cabo con tal parsimonia no iban dirigidos contra los persas, a quienes todos consideraban extremadamente débiles. Era del norte, y a causa de los rusos, de donde procedían para los turcos los mayores temores, lo cual no era nada alentador. La otra noticia era la llegada, la víspera, de un gran jefe enviado por el sultán para comandar las operaciones. El tal Daud Bajá era un franco renegado que se había hecho turco y acumulaba triunfos por cuenta de la Puerta. A las cinco, satisfecho de su pesca, Jean-Baptiste salió de la ciudadela, regaló los pollos a un chicuelo descalzo y mocoso que puso pies en polvorosa, y se encaminó a la catedral.
Apenas había dado cincuenta pasos cuando divisó a George. El muchacho caminaba con la cabeza descubierta, la capucha caída sobre los hombros y la vista clavada en el suelo. Jean-Baptiste tardó un momento en comprender que tenía las manos atadas a la espalda, que los dos turcos que lo acompañaban eran sus guardianes, en fin, que estaba preso. Siguió al grupo a distancia prudencial hasta el fortín de Queutchy-cala, que constituye un puesto avanzado respecto de la ciudadela y donde los jenízaros y sus jefes habían instalado sus cuarteles. Cuando se aseguró de que sus carceleros introducían allí a George, el médico corrió al caravasar, buscó la carta del patriarca armenio y regresó a toda carrera al fortín.
—¿Qué quieres? —le espetó con rudeza el centinela turco que aferraba la lanza con sus manos de gigante.
—Ver a mi amigo, que acaba de ser detenido por error.
—¿El espía ruso?
—No, no, no es ruso, y mucho menos espía. Somos pobres peregrinos armenios que nos dirigimos a Van; aquí tengo los documentos…
El inmenso turco se encogió de hombros, y de mala gana se hizo a un lado para franquearle la entrada.
—Ve a explicárselo a los jenízaros.
Jean-Baptiste entró. El patio estaba descuidado y atestado de caballos. Bajo sus arreos adamascados, de colores vivos, los animales estaban manchados de barro y pisoteaban una escasa pajaza transformada en estiércol. Los oficiales con los que se cruzó le dirigieron aviesas miradas. Afortunadamente, no tuvo que buscar mucho tiempo, pues vio a George encadenado a una columnita de piedra. Frente a él había tres hombres que parecían estar interrogándole.
—No responderá —dijo vivamente Jean-Baptiste mientras se acercaba.
Los tres hombres se dieron la vuelta y su jefe exclamó:
—¡Qué querrá este!
Poncet se estremeció al ver a aquel hombre. No era de imponente estatura sino más bien pequeño, pero su barba, rala y pelirroja, enmarcaba un rostro venenoso del que colgaba, como el seno de un cíclope, un bocio enorme y tenso. Se trataba sin duda de uno de aquellos montañeses capturados de niños en los confines de los Alpes por los ejércitos turcos y criados con dureza, alimentados con nabos en la vida diaria, y en la guerra con botín; llenos de temor hacia sus amos, de rencor hacia sus padres y de odio hacia la paz y la felicidad, y que habían hecho la fuerza de aquel imperio antes de que este se convirtiera en presa.
—Aquí están sus documentos, monseñor —dijo el médico al tiempo que se inclinaba y tendía a aquel bruto la carta con el sello del patriarca—. Este hombre es mi compañero. Es inocente pero no puede proclamarlo porque ha perdido el uso de la palabra. Esa es la razón, por lo demás, de que hayamos emprendido este peregrinaje.
El jenízaro contempló con repugnancia el rollo que le tendía Jean-Baptiste. Como creyó reconocer un pergamino, hizo ademán de alejarlo. Su religión le hacía ver como una mancilla el contacto con las bestias impuras, ya estuviesen vivas o muertas.
—¿Ese documento os autoriza a espiar a nuestro ejército? —dijo con malévola sonrisa.
—En ningún caso, muy noble agá.
—Entonces, ¿por qué este perro, que pronto no necesitará peregrinaje alguno para recuperar el uso de la palabra y una voz sin duda fuerte, por qué este perro se ha permitido seguir a nuestros soldados, tender el oído hacia ellos y mostrarse tan curioso? Por lo demás, mírale. ¿Has visto alguna vez a un armenio con ese pelo y esos ojos?
Al decir eso, arrancó con un golpe seco un mechón de la pelambrera rubia de George, que hizo una mueca de dolor.
Jean-Baptiste inició una penosa refutación, pero el jenízaro no le escuchaba. Desde hacía unos instantes prestaba toda su atención a un rumor procedente de la entrada del fortín y que no tardó en estallar en una gran agitación en el patio. Un destacamento de jinetes tocados con grandes turbantes amarillos y vestidos con cota de malla penetró en el fortín, cuyas murallas resonaron con el enorme y hueco ruido de cascos sin herrar. Los jinetes rodeaban a un personaje hacia el que observaban la mayor deferencia. El dignatario liberó sus pies de los grandes estribos, se apeó del caballo y se adentró en el edificio sin que Poncet hubiera visto de él otra cosa que una gran barba gris y un capote de nanquín amarillo.
Aquella aparición produjo una intensa emoción en los tres jenízaros, que manifestaron la mayor premura en reunirse con el recién llegado. A una orden de su jefe, dos guardias se apoderaron de Jean-Baptiste, soltaron a George de la columna y los condujeron a ambos a un calabozo situado en el sótano.
Los prisioneros pasaron allí una noche nefasta, en completa oscuridad, solos, hambrientos y sedientos, sentados en un suelo lacerante y húmedo, el mismo basalto sobre el que se asentaban los cimientos del reducto. George se contuvo hasta mediada la noche y luego, finalmente, prorrumpió en sollozos.
—Ha sido culpa mía —repetía entre lágrimas—. ¡Ha sido culpa mía!
Jean-Baptiste sentía verdadera lástima por él. Pensaba que desde la partida se había mostrado muy brusco con el muchacho, que apenas le había mostrado consideración ni le había prestado su apoyo. Sin embargo George había sido valeroso, bien dispuesto al esfuerzo, generoso. Después de todo, ¿era culpa suya si sus padres le habían llenado la cabeza con sus ideas sobre la ciencia, aquella ingenua fe en el progreso, lo cual, unido a su carácter tímido y respetuoso, hacía que en ocasiones resultase irritante? Por otra parte, se trataba de un niño.
Lo tomó entre sus brazos y, tal vez a causa de la oscuridad que atenuaba su pudor, George soportó aquel contacto sin ponerse rígido e incluso abandonándose a sollozos todavía más amargos. Puesto que iban a morir, insistía en decir a Jean-Baptiste cuánto le agradecía el que le hubiera recogido. Durante largo rato habló de los días felices pasados en el jardín de Ispahán, las horas transcurridas en el laboratorio, sus juegos con Saba.
—Y además, mire, como esto es el final, debo confiarle un secreto, Jean-Baptiste.
Era la primera vez que osaba llamarle por su nombre. Decididamente, la muerte le impulsaba a realizar progresos.
—Un secreto terrible. Escúcheme.
Diez veces se dispuso a hablar, y diez veces tropezó con un invisible obstáculo.
Jean-Baptiste lo tranquilizó y le dijo que reservase aquella confesión para la mañana, cuando hubiera dormido. ¿Qué será lo que tiene que confesarme?, se preguntaba.
Avanzaba la noche. Tras varios estremecimientos de pavor y un postrer sollozo, George se había dormido apoyado en el hombro de Poncet.
¡Bah! —pensó este—, a esa edad uno se cree culpable de todo. Probablemente la cuestión se reduce a que me rompió un alambique o algo por el estilo.
Y como la pena de otro le había desviado de la suya propia, se durmió plácidamente.