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Lejos de las tormentas que la influencia de los paisajes inspiraba en la mente de los viajeros, en Ispahán todo se hallaba en absoluta calma. El nazir, el primer ministro y el propio rey habían sido informados al día siguiente de la desaparición de Jean-Baptiste Poncet. Sin embargo en aquella tragedia no se vio otra cosa que la auténtica mano del destino.

Por lo demás, por aquellos días el soberano dejó por completo la bebida durante una breve semana, de resultas de una decisión matinal que en un primer momento proclamó como definitiva. Los días siguientes lloró copiosamente y se le vio muy abatido. Hubo escenas conmovedoras, que los culom-sah, es decir, esclavos del rey, que vienen a ser nuestros gentilhombres de la corte, ocultaron en la medida que les fue posible. Pese a ello, el relato se propagó en el exterior. Hussein pidió perdón a su primer ministro mientras le besaba los pies e hizo la solemne promesa de reventar mil toneles de vino en la capital. Al segundo día, su celo cayó. El rey notificó con discreción al jefe de su guardia personal que por el momento bastaría con perforar las barricas por arriba, y no por abajo. El holocausto se redujo a difundir por el aire el aroma de los vinos, pero no a verter el líquido.

Al prolongarse, la abstinencia acrecentó la extrema irritación del monarca, que distribuía ampliamente las condenas a muerte sin que ello le reportase el menor solaz. Consultaba a sus adivinos y astrólogos diez veces al día. El favorito entre ellos, un mago llamado Yahia Beg, aprovechó la ocasión para tomar una vil venganza contra el general en jefe de los ejércitos, que era su cuñado y a quien detestaba. Persuadió al rey de que aquel militar, pese a ser leal, tramaba una conspiración cuya marca resultaba en extremo visible en los astros. El rey envió correos para que llevasen al traidor a la capital y le diesen muerte.

En los días siguientes, el soberano pasó de la furia a un abatimiento total. El primer ministro no tardó en creer que resultaría fácil hacerle firmar el decreto para expulsar a los religiosos cristianos y limitar la libertad de los extranjeros, extremo con el que soñaba desde hacía tanto tiempo. Por desgracia, cuando entraba en el palacio con el texto en la mano, el primer ministro oyó los tamboriles y los cascabeles de las danzarinas y comprendió que llegaba demasiado tarde. El vino corría a raudales, y el rey, con las mejillas rojas y los ojos brillantes, arrojó una babucha al ministro entre las carcajadas de los cortesanos.

La velada fue tan encantadora que nadie osó comunicar al monarca las dos noticias que llegaron esa noche a la capital: en ejecución de sus órdenes, su mejor y cabe decir único general ya no tenía la cabeza sobre los hombros. Por otra parte, Mahmud, el jefe de los afganos rebeldes, había cruzado la frontera oriental al frente de cuarenta mil hombres.

Durante ese tiempo, Alix cumplía con coraje su quehacer de viuda reciente. Los primeros días no le costó el menor esfuerzo poner cara de alma en pena. La partida tan brutal de Jean-Baptiste la había trastornado. La ausencia de su marido era menos dolorosa que la sensación de no haber hecho suficiente acopio de esos alimentos del recuerdo que constituyen las postreras confidencias y los prolongados susurros de adiós.

Las lágrimas que vertió en presencia de sus innumerables visitantes fueron por tanto sinceras. Su antesala reunía a mujeres de mundo, con velo o sin él, diplomáticos, toda una procesión de persas de diferente origen e incluso a religiosos. Aquel desfile mezclaba su llanto fingido con el auténtico de la falsa viuda, a la que Françoise y Saba se turnaban para atender.

Transcurrida la primera semana, el tiempo experimentó una de esas subidas de temperatura tan habituales en Ispahán; el viento del desierto lo secó todo, hasta las lágrimas de Alix. Por la noche hubo que sacar los catres de tijera al jardín para poder respirar. Aquellas veladas bajo el cielo estrellado de la altiplanicie no tardaron en adoptar un tono tan alegre en aquella compañía de mujeres que pronto las risas cantarinas reemplazaron por completo a las lágrimas.

En comparación, las mañanas resultaban insoportables. Alix regresaba a su luto como el galeote a su banco. Hizo correr la voz de que recibiría durante dos días más y que luego observaría un recogimiento solitario. La tarde del segundo día, agotada por las condolencias, se había quitado ya el uniforme de viuda cuando le anunciaron a una última y repentina visitante.

Alix aceptó de mala gana y vio entrar a una mujer menuda cubierta con dos velos que la ocultaban hasta los tobillos. Solo le permitían ver el mundo a través de una rejilla de encaje de trama casi tan apretada como una tela tupida. Las persas, incluso veladas, por lo general dejaban ver cuanto podían de sus manos, sus tobillos y sus hermosos ojos. Aquella debía de ser de un pudor extraordinario.

—¿Estamos solas? —preguntó la visitante con voz sofocada por las telas que la encerraban.

Alix sentía calor solo de verla.

—Nadie nos molestará —aseguró tras haber hecho una seña a las sirvientas para que abandonasen la estancia.

Entonces vio agitarse al pequeño fantasma, que deslizó sucesivamente, por encima de la cabeza, sus dos envolturas. Ante los ojos de Alix apareció un espectáculo encantador y del todo inesperado. De la austera silueta había emergido una muchacha muy joven, menuda y graciosa como una miniatura. Sus ojos inmensos, negros como el carbón, sonreían por sí solos, y la extraña manera que tenía de posar la mirada, un tanto sesgada y de soslayo, le confería una maliciosa expresión de complicidad. Llevaba los largos cabellos negros recogidos en trenzas en extremo complicadas y sujetas por una especie de diadema de perlas. Su vestido, cortado con sencillez y con un pronunciado escote, era de seda roja adornada con aves de oro cuyos ojos, así como el pico, eran de balajes y esmeraldas. Alix manifestó su sorpresa con una exclamación.

—No tema —dijo la joven al tiempo que correteaba hacia su anfitriona y le tomaba las manos.

Tenía dedos largos y ligeros, y uno de ellos, el anular izquierdo, lucía un anillo, cuyo peso lo había deslizado hacia la palma; solo resultaba visible el aro de oro blanco.

—Hace varias semanas que quería venir a verla —prosiguió—, pero por desgracia, ese… duelo…

Lo había dicho entornando un poco sus grandes ojos, lo que indicaba sin duda alguna que estaba sonriendo.

—Bien, tome asiento, se lo ruego —dijo Alix una vez recuperada.

La joven se sentó en un diván situado en el centro de la estancia. Se trataba de un mueble estrecho, de dos plazas, construido según la nueva moda de la Regencia, a partir de un diseño de Jean-Baptiste. En lugar de acomodarse frente a ella, como habían hecho todos los visitantes, la muchacha fue a sentarse al lado de Alix, tras recogerse con un lindo gesto el vestido de seda y su dobladillo almidonado, que crujió al arrugarse.

—Verá —dijo vuelta hacia su anfitriona, que se ruborizó al sentirla tan cerca—. Me llamo Nur Al-Huda.

—¡Cómo! ¡No será usted…! —exclamó Alix, levantándose.

Pero la joven la detuvo con gesto firme.

—En efecto, la esposa del primer ministro. La cuarta y última. Sin duda habrá oído hablar de nuestra boda, que se celebró hará cosa de tres meses —continuó la joven con aspecto de niña aplicada—. Pues sí, soy su mujer. Tengo un contrato absolutamente regular, un mut’ah… lo que ustedes llaman un arriendo, creo… de noventa y nueve años. Cuando llegue a su término, veremos si lo renovamos.

Al imaginar a aquel viejo, con su larga barba, su crueldad y su aspecto sibilino, y al ver a la delicada niña que tenía al lado, Alix experimentó por un momento una violenta repugnancia.

Para su gran estupefacción, Nur Al-Huda prorrumpió en carcajadas, lo que dejó al descubierto unos dientes regulares y muy blancos.

—Me imagino lo que está pensando —aventuró inclinándose hacia Alix—. El gran visir, ese viejo siniestro y malvado… conmigo.

—En… absoluto… —tartamudeó Alix.

—¡Cómo que no! Entonces voy a creer que me desea algún mal… ¿Se imagina por un instante sus dedos sarmentosos y de uñas sucias posados sobre esto?

Y esbozó el gesto de acariciarse la piel tersa del pecho, que el vestido hinchaba todavía más al estar sentada. Se echó a reír, con alegres carcajadas infantiles.

—No se inquiete —añadió con sencillez y como para cambiar de tema sin demora—, tardé mucho en ceder a sus avances, como conviene a una persona interesante. Al final, solo le autoricé a tomarme en la más absoluta oscuridad. El pobre obtiene con ello tanto placer que no podría soportarlo si llegara a descubrir que es a una sirvienta nubia, por lo demás muy experta en esas artes, a quien tiene entre sus brazos mientras yo duermo tranquilamente en el piso de arriba…

—Pero ¿no teme que la descubra? —preguntó Alix, tan cautivada que ni siquiera pasaba por su mente la idea de sorprenderse ante una confidencia semejante por parte de una desconocida.

—No, no —repuso al desgaire la muchacha—. Si un día llegara a ver a aquella a quien abraza, le aseguro que ni se le ocurriría desposarla en mi lugar. Y si supiese que le he engañado, eso solo haría que me deseara más. Qué quiere, el pobre hombre me ama.

En efecto, quien viera un rostro tan encantador y la gracia traviesa de aquella sonrisa, no podría evitar amarlos al instante.

Tras aquella extraña entrada en materia, Nur Al-Huda se incorporó de un salto sobre sus menudos pies y dio la vuelta por la estancia, rozando al pasar las cortinas punzó y un gran ramo de lirios, para finalmente plantarse frente a Alix.

—Le gusta el rojo, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí. El rojo… el rosa… —admitió Alix, turbada.

—Pues no puede decirse que sean colores de luto —añadió Nur Al-Huda, mirándola siempre de soslayo pero con intensidad. A Alix le pareció una mirada amenazadora.

Seguía intentando dar con unas palabras de objeción, cuando la joven abandonó aquella pose severa y recuperó su amplia sonrisa y su aire malicioso.

—Vamos, no se inquiete, lo sé todo y la verdad es que no me importa en absoluto.

—¿Todo? ¿Qué quiere decir?

—Pues eso, todo —repuso distraídamente la muchacha, que parecía dedicar toda su atención a un abejorro atraído por la corola de aquellas grandes flores.

—Pero…

Nur Al-Huda volvió a sentarse en el diván, con la cara larga de la niña que imita el enfado de una persona mayor.

—Vamos, vamos —suspiró—, no me obligue a decirle lo que las dos sabemos de sobra. Que su Jean-Baptiste no está muerto, que no hay nadie, y con sobrada razón, en su tumba, que en este momento galopa hacia Rusia disfrazado de armenio… En fin, ¿qué más quiere saber?

Alix estaba muda de asombro.

—Bien, escúcheme, pongamos las cosas en claro. Soy su amiga. Jean-Baptiste me curó cuando era muy niña y nunca quiso recibir nada de mi familia, que era muy pobre. Somos circasianos, y mis abuelos vinieron a Persia con sus caravanas hace medio siglo. Nómadas, músicos, danzarines; sí, eso es lo que son mis padres y lo que yo también era hasta que me uní a mi querido esposo. Ya conoce la costumbre persa: si contraen matrimonio, borran los orígenes; la esclava se convierte en señora y la danzarina en gran dama. Pero ya ve cómo se ceba en mí la desgracia. Hoy la fortuna me ofrece los medios para mostrarme agradecida con el médico que me salvó, y él elige este momento para desaparecer.

—Pero ¿cómo ha sabido…? —preguntó Alix, que empezaba a sentirse más tranquila.

—No se preocupe por eso. Nosotros, los gitanos, somos un poco magos y un poco adivinos. Nuestros hermanos duermen en las calles, por eso ven y oyen muchas cosas. Sin embargo, lo que yo sé no lo sabe ni lo sabrá nadie más que yo, le doy mi palabra.

Pronunció aquellas frases sujetando las manos de Alix entre las suyas, y a decir verdad, era imposible no creer en su sinceridad.

—Querida Alix —prosiguió con pasión—, aunque no la conocía, es usted tal como la imaginaba, y si he de serle franca, ya la quiero. En mi opinión, ambas podremos hacernos grandes servicios la una a la otra.

Nur Al-Huda, inquieta como una gacela, había unido el gesto a la palabra y besado a su amiga en ambas mejillas.

—Sí, grandes servicios —repitió—. Mire, por ejemplo puedo decirle que el famoso cardenal Alberoni, de cuya recomendación se valió su amiga, ha perdido su misterio. El nuncio del nuevo papa, que llegó la semana pasada, ha confirmado que el tal cardenal se había refugiado en Roma, lo que al parecer se sospechaba. Sin duda el nazir tratará de sacar partido de esa resurrección.

—¡Dios mío! —exclamó Alix con aflicción—. ¿No van a dejar a Françoise en paz de una vez por todas con este asunto?

—Tranquilícese, ya tendremos ocasión de averiguar lo que están tramando y usted procurará salir al paso de esas complicaciones. Existen sin duda otros mil peligros de los que puedo tener conocimiento antes que nadie, y de los que la advertiré si es preciso.

Alix, que aún no había salido de su asombro y luchaba contra un último resto de desconfianza, le dio las gracias.

—No crea que con eso estamos en paz —dijo Nur Al-Huda—. También yo la necesito. Mi situación se ha complicado desde que soy una mujer rica. Me vigilan, me siguen. ¿Ha visto al eunuco que aguarda en su zaguán? Me acompaña a todas partes, y a veces resulta muy molesto, créame. Lo cierto es que el matrimonio no impide que uno ame, ¿no está de acuerdo?