El criado mongol de Françoise había llevado a la salida de Ispahán dos mulas que acarreaban la exigua impedimenta indispensable para los viajeros. Los tres ocultaron bajo su túnica el suficiente oro para hacer frente a los gastos del viaje y completar su bagaje, en caso necesario. En cuanto al maletín de remedios, Jean-Baptiste se había pasado el resto de la noche preparándolo. Lo ató con cordeles a los fardos de yute con que cargaba su montura.
La miserable comitiva se puso en camino a primera hora de la mañana. En la dirección que habían de seguir, la primera etapa era Kashan, de donde Jean-Baptiste había traído a Françoise. Todavía conservaba en la memoria la velocidad del caballo que le había conducido hasta allí, rápido como el célebre Bucéfalo de Alejandro, del que, según contaba el nazir, descienden las monturas persas; en comparación con él, el paso de las mulas parecía más lento todavía. La libertad, cuya música ligera y gozosa había escuchado aquellos últimos días, recuperaba su verdadero rostro, que había olvidado, el de un prolongado y árido esfuerzo en la inmensidad.
Miles de manantiales brotaban de las montañas, regando la fértil llanura cubierta de viñas y de viviendas. En el pasado, el sah Abbás el Grande había hecho construir un gigantesco muro entre dos escarpas para retener las aguas. Ascendieron con lentitud hasta las apacibles riberas de aquel lago. Vistas desde abajo, las montañas parecían acompañar con sus lágrimas el alma triste de los viajeros. Pero tan pronto como alcanzaron las aguas verdes donde se reflejaba, bajo un cielo sin nubes, el malva de los brezos y los cardos, única alfombra de aquellos pastos montañosos, una vibrante alegría se adueñó de ellos. Jean-Baptiste, acostumbrado ya a la lentitud, se sentía emocionado y presa de delicioso asombro ante aquel reencuentro con la tierra, sus maravillas inesperadas y el lento despliegue de sorpresas que reserva a quienes la aman.
George solo había salido de Inglaterra en compañía de sus padres para aquel austero viaje hacia Persia, vestido con un siniestro riding coat, también llamado redingote, palabra que por sí sola basta para alegrar un tanto tan siniestra prenda. ¿Era la turbación de llevar, por primera vez en su vida, un disfraz? ¿La embriaguez de abandonar las viviendas de los hombres, todavía visibles en el valle, para ganar la morada de los vientos y del inmenso azul? ¿O simplemente el orgullo de estar a solas con Jean-Baptiste, convertido en su igual por añadidura? En cualquier caso, el muchacho experimentaba una emoción que otro menos avisado hubiera llamado felicidad.
En Qom, el décimo día, habían completado su impedimenta. La ciudad santa adonde Musa llevara antaño los dogmas de Ali era el centro de innumerables santuarios, donde todos, desde humildes mendigos hasta eruditos del chiismo, de los reyes de Persia a los simples peregrinos, se dedicaban a celebrar al Profeta y a su yerno. Sin duda tales acciones de gracias resultaban insuficientes, pues la ciudad había sido destruida repetidas veces por invasiones, inundaciones y temblores de tierra.
Cuando los viajeros llegaron, habían reconstruido la ciudad con toda magnificencia y gozaba de renombrada fama por su industria, en especial sus excelentes jabones y su alfarería blanca. Se proveyeron de tales artículos para acreditar su identidad de viajeros armenios, pues hubiera resultado sospechoso que se abstuviesen de comerciar con ellos. En cuanto a las cimitarras, las más sólidas de toda Persia, eligieron tres de buena calidad, ligeras y bien afiladas, y las ocultaron entre sus bultos para su propio uso, en caso de que tuviesen algún mal encuentro.
A decir verdad, tal prudencia todavía no era de rigor, pues por los caminos y ciudades solo se cruzaban con gentes de buena ley. Mientras se hallasen cerca de la capital, el peligro real consistía más bien en que fueran descubiertos y se les reconociese. En varias ocasiones tuvieron la impresión de que les observaban con demasiada insistencia.
—Ese criado mongol ya pasó por aquí cuando vino en compañía de Françoise —dijo un día George—. Es él quien levanta sospechas.
La explicación entraba dentro de lo probable. Küyük tenía una cara difícil de olvidar. En tanto no se descubriera nada en Ispahán, podían estar tranquilos. Ahora bien, si alguien emprendía su persecución, todo disfraz resultaría inútil con un compañero que les señalaba con tal nitidez. Por prudencia, decidieron caminar de noche. En Qazvín, la primera ciudad que encontraron, durmieron en los inmensos sótanos de donde los habitantes sacaban el agua que largos canales subterráneos traían de las montañas circundantes.
Pasaron sin tropiezos por el país de los medos, con sus pastos de un verde brillante y sus cursos de agua. El último lugar donde la autoridad del rey de Persia alcanzaba lo suficiente para suponer una amenaza era la gran ciudad de Tabriz, que los francos llaman Tauris.
Para llegar allí tuvieron que salvar primero un caudaloso río y luego una montaña donde en invierno el barro dificultaba el paso. Dadas las circunstancias, se habían construido amplias calzadas de piedra, las únicas en todo el país, para evitar que los viajeros se despeñaran. En aquellas montañas y en los bosques situados más abajo, vieron cantidad de gamos y urogallos, cuya caza no practican los persas en absoluto, al contrario de lo que ocurre con las águilas, que los campesinos de la región capturan con la ayuda de gavilanes amaestrados y de las que vieron varias parejas. No podían gozar del placer de la conversación, por cuanto el camino era escarpado y les dejaba sin aliento. Al principio Jean-Baptiste lo lamentó, mas en los escasos momentos en que quiso compartir una emoción, constató con desagrado el abismo que le separaba de su serio hijo. Cuando llegaron a lo alto del último desfiladero, surgieron ante sus ojos los tejados planos y los minaretes de Tabriz, y a lo lejos, entre una bruma verdosa, la línea pura del lago Urmía. Jean-Baptiste lanzó un grito de admiración y oyó con desánimo este solo comentario de George, por lo demás rojo como la grana:
—Si tuviese un anemómetro, podría medir la velocidad de este viento.
Tras sus largas jornadas en la naturaleza u ocultos, cual aves nocturnas, en las anfractuosidades de las poblaciones, sentían la necesidad de un albergue más humano. En Tabriz, decidieron pedir hospitalidad a unos monjes portugueses, alojamiento menos peligroso, a su entender, que un caravasar de armenios. Por lo demás, era frecuente que los peregrinos de ese pueblo, sujeto a las divisiones, las querellas y los celos de los mercaderes, prefiriesen la compañía de otra comunidad. Los portugueses los acogieron sobriamente pero con afabilidad. Por la noche les sirvieron una copiosa cena compuesta de huevos, productos lácteos, un excelente pescado lacustre y viandas de cordero, cuya tierna carne restituía el perfume de las flores y las hierbas aromáticas que los animales habían pastado a lo largo de su breve y apacible vida. Todo ello regado con ese vino denso, delicioso, acaso el más fuerte del mundo, que elaboran con una uva pequeña y dorada llamada shahoni, es decir, real.
Cuando hubieron terminado, tres agustinos muy corpulentos y de semblante grave se sentaron con ellos a comer pistachos.
—¿Les ha gustado la cena? —preguntó con cortesía el mayor de aquellos buenos monjes.
—¡Desde luego que sí, por Nersés, nuestro patriarca! —exclamó Jean-Baptiste, un tanto animado por el vino y feliz de mostrar a George que no le habían pillado en falta en la representación de su papel—. Ojalá a san Gregorio, allá en su fosa, le hubieran alimentado con tales manjares; aún seguiría entre nosotros.
—Ciertamente —dijeron los monjes, al tiempo que asentían con la cabeza—. Sin embargo, si ese gran santo profesara en la actualidad la doctrina que usted supone, sin duda no hubiese cenado en su compañía esta noche.
—¿Y eso por qué? —preguntó Poncet, mirando a su alrededor como para tomar por testigos a sus dos compañeros, uno supuestamente mudo y el otro decididamente mongol, y en consecuencia también incapaz de opinar.
—¡La Asunción! —dijo de repente el monje de más edad, mientras señalaba con el dedo una Virgen que colgaba en la pared por encima de sus cabezas.
—¿La Asunción? —repitió Jean-Baptiste, con el miedo en el cuerpo.
Entonces se acordó de Murad, el cocinero armenio que había traído de Etiopía y en cuyo modelo se basaba en secreto para desempeñar su papel. Murad anotaba los ayunos que prescribía su religión, para luego limitarse a quejarse de que se condenaría por no observarlos. Los días en que se suponía que debía abstenerse de consumir carne y vino, alimentos a los que su apetito jamás le permitía renunciar, se le oía lanzar dolorosos gemidos. El médico recordó que suspiraba de ese modo los miércoles y viernes de todas las semanas del año, al igual que en otras diez ocasiones litúrgicas: Navidad, Trinidad, Transfiguración, etc. Entre las diez semanas de quejas de Murad figuraba la Asunción.
—¡Dios mío! —exclamó, fingiendo la mayor confusión—. ¿Es hoy la Asunción? ¡Oh, qué desdicha! Como veis, hermanos míos, los viajeros se vuelven unos extraños para sí mismos y pecan por culpable ignorancia.
—Usted no lo ignoraba —dijo con calma el superior de los agustinos—. Cuando han entrado aquí, yo mismo les he dicho: ¡Bienvenidos, y que la fiesta de Nuestra Señora los transfigure!
—¡De modo que eso ha dicho! —dijo Poncet, al tiempo que abría desmesuradamente los ojos y los paseaba en todas direcciones.
George se miraba las rodillas, y el mongol, con aire ausente, tiraba de una de las cuerdas que en su caso cumplían las funciones de barba, lo que hacía resaltar un diminuto cono de piel color de humo en extremo repugnante.
—Escuche —dijo el monje mientras acercaba su banco, y a Jean-Baptiste le pareció que los otros dos cerraban asimismo el círculo—, no deseo instigarle a cometer el pecado de mentira, tan horrible para nosotros como para usted. Admita sencillamente la evidencia.
¡Que le pillasen transcurridos tan pocos días desde su partida, apenas salido de Persia!, se dijo Jean-Baptiste, y entrevió las funestas consecuencias de su regreso a Ispahán, el castigo del rey, la ruina de su familia.
—Vamos, se lo pedimos con absoluta franqueza, confiéselo.
¿Qué podían querer aquellos tres austeros ancianos, con sus barbas ensortijadas, tan mal peinadas que parecían gorros de fieltro encasquetados en la parte inferior de sus rostros? El médico estaba a punto de arrojarse a sus pies y confesarlo todo suplicando misericordia, cuando el monje de rango superior volvió a tomar la palabra.
—Puesto que no quiere decir nada, hablaré yo. Ya no respetan ustedes los ayunos, y déjeme decirle que hacen bien.
Así que solo era eso, pensó Jean-Baptiste con la mirada fija en el monje, sin decidirse a dar crédito a sus palabras.
—Sí, hacen bien —repitió el agustino—, pues tal cúmulo de penitencias no constituyen sino usurpaciones, impuestas por aquellos que se han propuesto desviarles del verdadero mensaje de Jesucristo.
¡Una conversión! A eso se reducía todo, y Jean-Baptiste sintió de pronto el calor de un inmenso alivio, que el vino hizo asomar sin demora a su rostro. Tal vez aquellos católicos romanos hubieran renunciado a convertir a los armenios, como afirmaba el patriarca, pero si la providencia les enviaba a tres, pobres en extremo y de creencias poco sólidas, venidos de remotas provincias y lo bastante débiles para desobedecer a su tradición, la tentación resultaba demasiado grande para aquellos discípulos de la Propaganda Fide.
Durante dos horas los portugueses tomaron el relevo uno tras otro, para exponer con gran ardor las ventajas del papismo.
Poncet, feliz, sin parar de comer pistachos y de beber el vino dulce que los monjes le iban sirviendo para animarle, asintió a todo. A medianoche, con el rostro ardiendo y el paso vacilante, llevó a sus compañeros a acostarse en la más rigurosa ortodoxia, entre bendiciones a Inocencio XIII, la Asunción y Vasco de Gama.
A la mañana siguiente, tras informarse muy seriamente del nombre y el lugar de residencia del beylerbey[2], los dos falsos peregrinos y su escudero mongol hicieron partícipes a los monjes de su intención de dirigirse sin demora a declarar su cambio de confesión a la autoridad mahometana, como les obligaba la ley.
Quiso la desgracia que se perdiesen en el camino. Si bien los pobres portugueses habían recorrido cientos de veces, incluso de noche, el camino entre su convento y el palacio del gobernador, tuvieron que conformarse con deplorar la pérdida prematura de sus tres nuevos fieles.
Mientras la capilla de los agustinos resonaba con inconsolables completas, los desventurados condenados volaban al trote más vivo que les permitían sus monturas a través de las montañas, hacia el norte. Deseaban abandonar lo antes posible aquel Azerbaiján que los persas consideran el país del fuego y donde tribus ignícolas llamadas guebros muestran todavía a los viajeros un lugar de donde surge el fuego mineral y subterráneo que adoran. Para Jean-Baptiste, había ido de un pelo que aquellas llamas se convirtieran en las del infierno y, ansioso de librarse de ellas, se sintió en extremo regocijado de alcanzar las frescas aguas del río Araks. En aquella época del año su curso no era muy impetuoso. Tras cruzarlo en una barcaza, atracaron en una ribera donde apenas se reconocía ya la autoridad del rey de Persia.
El sah Abbás, cómo no, en su inmensa sabiduría de conquistador, era consciente de que resultaría difícil someter Armenia. En consecuencia tuvo cuidado de arrasar todos los pueblos situados cerca de la frontera entre esta provincia y el resto de Persia, de tal manera que si bien los turcos podían apoderarse en ocasiones de Ereván y de su provincia, como en efecto acababan de hacer, su avance no amenazaba directamente a Persia, protegida por aquella vasta franja de tierras desoladas.
La reducida tropa de Jean-Baptiste avanzó por la extensión de polvo oscuro y movedizo, fúnebre vestigio de volcanes extintos. También los pueblos destruidos llevaban la marca del fuego, pero esta vez fruto de la mano del hombre. Para conferir un matiz aún más terrible al espectáculo, grandes nubarrones cargados de humedad, procedentes del mar Negro, ensombrecieron el cielo e incluso soltaron algunas gruesas gotas, que se hincaron en la ceniza como si de carne muerta se tratase.
La nostalgia de los lugares amados invadió con tal intensidad al médico que a punto estuvo de decidir el regreso. Después de todo, todavía estaban a tiempo. Pensó en Alix y en Saba con infinita ternura y lacerante melancolía.
Mientras atravesaban uno de aquellos campos de ruinas que antaño fueran pueblos, se les acercaron algunos de sus hirsutos habitantes. Desde que Armenia se hallaba otra vez en manos de los turcos y la guerra se había convertido de nuevo en una posibilidad, pocos eran los viajeros que se aventuraban solos por aquellos caminos, y más raros todavía los diáconos armenios. Los pobres campesinos solicitaron a Poncet el favor de que bendijese los óleos de los que hacían tan corriente uso, en especial para invocar la dicha y la prosperidad, ambiciones que en semejante sitio parecían fuera de lugar. George se sorprendió al ver que su digno padre procedía a ello. Jean-Baptiste, que tanto había sufrido a causa del oscurantismo y que tenía a gala haber contribuido en el pasado, cuando se hallaba en Abisinia, a atenuar sus efectos, empezó a mascullar fórmulas litúrgicas imaginarias con una naturalidad que incluso a él le dejó estupefacto. Los campesinos recibieron las unciones benditas con tal agradecimiento que parecían transfigurados. Insistieron en pagar aquel servicio y, ante la negativa de Jean-Baptiste, le hicieron comprender que la eficacia del tratamiento guardaba proporción con el sacrificio que realizaban para obtenerlo. Los falsos peregrinos acabaron por embolsarse aquel tributo y de ese modo reemprendieron el camino.
Vagamente avergonzado por haberse entregado a aquella artimaña, bien que a su pesar, al médico le irritó verse objeto del mutismo acusador de George.
A falta de dar con las palabras adecuadas para justificarse, alimentó una cólera silenciosa que tuvo el mérito de alejar por completo su melancolía. Cuando el monte Ararat asomó en el horizonte, el deseo de alcanzar Ereván cuanto antes y acercarse a Juremi se había apoderado por entero de Jean-Baptiste.