En la azotea de la casa de Jean-Baptiste habían construido, según la costumbre vigente en Ispahán, una estructura triangular que los persas denominan bandgeer, «atrapaviento». Gracias a esa especie de chimenea de uso inverso, el menor soplo de aire, venga de donde venga, entra en la casa durante los días de verano y aporta su frescor. El silencioso grupo que aquella tarde se hallaba reunido en el amplio despacho de Jean-Baptiste, todos sentados en actitud de recogimiento, escuchaban, procedentes del atrapaviento, los jadeos del viento del nordeste, agotado tras su recorrido a través de los desiertos del Jurasán.
En la mesa de trabajo del médico descansaban dos cartas lacradas y cubiertas de sellos. Una era del embajador ruso, traída, como le había prometido, por un mensajero a primera hora de la tarde. La otra, una fe de bautismo extendida a nombre de Poncet por el patriarca armenio.
Jean-Baptiste se mecía sobre las patas traseras de un silloncito y no apartaba los ojos de los documentos.
—No falta nada —dijo de mal talante, al tiempo que se levantaba y empezaba a deambular por la habitación—. Y sin embargo, aquí estoy, recluido.
Françoise y Alix, sentadas en un estrecho diván, apoyaban un codo en su correspondiente brazo del mueble y la barbilla en la mano.
—Después de todo, para hablar como los persas, tal vez se trate de una señal —dijo Jean-Baptiste—. Algo en el cielo nos indica el camino y no quiere que Juremi sea salvado.
—¿Así que ahora se libra a la superstición? —preguntó Françoise, en tono no tanto reprobatorio como de sorpresa.
Su prolongado trato con el protestante la había prevenido contra tales prácticas. Con todo, sin habérselo confesado jamás a su terrible compañero, también ella, en los momentos de peligro o de desamparo, buscaba en ocasiones consuelo en la interpretación de los presagios.
—¡Ah! —exclamó Jean-Baptiste, que había entendido la frase como un reproche—, tiene razón, Françoise, desde aquí oigo la formidable risa que soltará Juremi a quien le explique que va a morir porque los astros nos han enviado señales contrarias… —Se sentó de nuevo a su mesa—. Eso no es óbice para que no vea cómo podría sustraerme a la voluntad del rey. Sí, ya sé, es débil y ni siquiera posee los medios necesarios para defender su país contra los extranjeros. Mas lo que le resta de poder bastará con holgura para que me aplaste, a mí, que no puedo contar con ayuda alguna, y me persiga allí adonde yo vaya.
De nuevo el sordo rugido del viento tomó posesión de la estancia.
—Entonces qué… ¿huir? —prosiguió Jean-Baptiste como para sus adentros—. Si se viaja con carga son precisas dos o tres semanas para alcanzar los límites del imperio; más que suficiente para que me atrapen.
Saba estaba sentada en un sillón, cerca de la puerta de entrada, y contemplaba el suelo en silencio. Al mirarla, Jean-Baptiste sonrió con ternura y luego volvió a sus cavilaciones.
En el silencio reinante se oyó entonces una voz grave y algo temblorosa que pronunció lentamente estas palabras:
—La única solución sería morir…
Todos levantaron la cabeza con estupor y buscaron con la mirada a quien así había hablado. George se hallaba de pie cerca de la puerta. Pese a la penumbra en que se refugiaba, vieron que se ruborizaba cuando todas las miradas se volvieron hacia él.
—¿Qué quieres decir, George? —le espetó Alix, furiosa.
El joven inglés, a quien su timidez impedía cualquier intercambio mínimamente tierno, no dejaba a Alix el recurso de mostrarse cariñosa con él; en realidad experimentaba una gran dificultad en comunicarse con aquel ser salvaje.
—Nada… —dijo el muchacho con gran turbación, pues había hablado sin prever que luego le interrogarían.
—Sí, sí, da libre curso a tu pensamiento —exclamó Jean-Baptiste, que se había incorporado de un salto y mostraba una gozosa excitación mientras se dirigía hacia el joven. Tomando por testigos a los demás, añadió con fuerte voz—: Sus palabras encierran una gran idea. ¡Morir! ¡Tiene razón, tiene razón!
—¡Haz el favor de explicarte, Jean-Baptiste! —exigió Alix, pálida como la cera.
—Bueno, simplemente habría que fingirlo —farfulló George.
—Así es como lo he entendido —dijo Jean-Baptiste, acercándose al muchacho y dándole una afectuosa palmada en el brazo.
George, muy sensible al menor contacto físico, se puso rígido. Jean-Baptiste regresó al centro de la habitación, cerca del candelabro que reposaba sobre la superficie de cuero del escritorio.
—La idea de George es brillante. A decir verdad, no cabe concebir otra mejor; la emoción por haber visto al rey, ya me entendéis… Y además, ya no soy un niño. El corazón… ¡Lo he decidido, moriré esta noche!
Las mujeres dejaron escapar un grito.
—¡Qué horror! —exclamó Saba.
—No, mujer, no os toméis las cosas a la tremenda. Tan pronto haya muerto renaceré. Heme aquí transformado en… un pobre peregrino armenio que se dirige al país de los turcos para visitar a su familia.
Jean-Baptiste, que se sentía totalmente liberado, reía de buena gana.
—De todos modos —intervino Alix en tono grave al cabo de unos momentos—, ¿no crees que son ya demasiadas mentiras? Françoise y Alberoni; el patriarca armenio y tu falsa identidad; ahora tu muerte… Se supone que volverás. ¿Cómo desharemos todo este embrollo?
—Alberoni no vendrá aquí a buscar a Françoise; al patriarca de Armenia no le viene de una mentira más o menos puesto que sacará provecho de ello. En cuanto a mi muerte, bien, siempre habrá tiempo de reflexionar sobre el problema cuando regrese. Si el rey continúa con ese régimen de vida, mi parecer es que no me sobrevivirá mucho tiempo, y su sucesor no tendrá el menor motivo para preocuparse de saber si estoy vivo o muerto.
—¿Y si sobrevive? —insistió Alix.
—¡Pero bueno, cuántas preguntas! Basta con una preocupación por día. Permitid que hoy muera en paz; más tarde ya veremos cómo puedo resucitar.
Por mucho que la atemorizase aquel proyecto, Alix fue consciente de que no lograría hacerle desistir. Jean-Baptiste persistió en su idea; sin embargo, dado que no debía acudir al palacio del rey hasta dos días después, accedió a permanecer en este mundo veinticuatro horas más. Dispusieron su partida para la noche siguiente.
Durante todo el día se llevaron a cabo discretos preparativos. La familia deambulaba con el pañuelo en la mano, presa de una tristeza infinita. Y aquel a quien lloraban debía contenerse para no cantar de alegría.
A altas horas de esa primera noche, Jean-Baptiste seguía en su despacho, entregado a la tarea de poner sus papeles en orden. La ventana estaba abierta de par en par sobre el jardín, donde lo único que resultaba visible de las plantas en la oscuridad era el reflejo de las estrellas sobre la superficie de las hojas.
El nerviosismo de Jean-Baptiste había remitido. Un talante apacible y gozoso se había adueñado de él, y degustaba aquella paz soñando despierto antes de irse a dormir.
De pronto tuvo un sobresalto. George se hallaba de pie ante él, rígido y crispado por su propia audacia.
—Me has asustado, George, no te he oído entrar.
—Por favor, me gustaría hablarle.
El muchacho nunca llamaba a su padre adoptivo por un nombre propio. Decir padre hubiera significado traicionar el recuerdo de sus verdaderos progenitores, en los que seguía pensando con ternura, incapaz de aceptar que hubieran muerto. Sin embargo, Jean-Baptiste era un nombre demasiado libre, que no armonizaba con el envarado respeto que a George le inspiraba la autoridad. A decir verdad, ni uno ni otro habían dado jamás con el tono justo. El joven respondía a la familiaridad de Jean-Baptiste con la rigidez de un militar ante un llamamiento, y para dirigirse a su padre adoptivo nunca decía otra cosa que por favor.
—Bueno, pues siéntate y habla —le invitó Jean-Baptiste en el tono más afectuoso que pudo.
George permaneció de pie.
—¿Se marcha solo mañana? —preguntó.
—No, me llevo a Küyük, el criado de Françoise, que habla las lenguas del país y puede serme útil.
George había calculado con precisión la medida de su escaso coraje. Lo volcó al completo en una sola frase.
—Mañana me iré con usted —declaró en tono inexpresivo.
Jean-Baptiste miró de hito en hito al muchacho, que tenía los ojos desmesuradamente abiertos y clavaba la vista al frente, como si mirase en la oscuridad, más allá de las paredes, hacia un horizonte imaginario. ¡Qué carácter tan extraño! El médico se puso de pie y, dejando a George en su silenciosa atalaya, deambuló por la estancia con las manos a la espalda.
El tono agradaba a Jean-Baptiste: me iré, y no le ruego que me deje ir…. Tanto como le había costado a él calibrar esas palabras en su justo precio… Tuvo que pasearse por Abisinia para llegar al convencimiento de que la libertad no se pide, sino que se toma. Aquel diablo de criatura había dado por instinto con la dirección apropiada. Le embargaba un ardor violento, que mantenía sojuzgado con el látigo de su timidez; se hallaba terminantemente resuelto a partir, pasara lo que pasase. Si Jean-Baptiste no aceptaba, el chico encontraría otro medio, tal vez huiría, pero no renunciaría jamás… Solo por eso, ya daba ganas de aceptar.
Sin embargo —se dijo Jean-Baptiste—, viajar con alguien al que resulta tan difícil dirigir la palabra… Justo en el momento en que tomo impulso, voy y me ato al pie un lastre bien pesado.
En su deambular por la habitación, ahora veía a George de espaldas, siempre inmóvil. ¡Pobrecillo! Sus padres eran dos sabios apasionados y un poco fanáticos que le habían arrastrado en su locura exploratoria. Sin duda albergaba el conmovedor deseo de seguir su ejemplo hasta compartir su mismo destino. Más valía que descubriese el mundo en compañía de un hombre que podía enseñarle su uso y que no intentaba en absoluto abandonarlo.
Es cierto —se dijo Jean-Baptiste, y esa sola idea le puso de buen humor—, ¡no hay muerto más vivo que yo! Bien, acabaremos de una vez para siempre con las rigideces de ese cuero nuevo. El viaje lo desgastará, y si encontramos a Juremi, ese viejo bribón hará el resto.
Dio media vuelta y regresó hasta quedar frente a George.
—No figuras en el pasaporte del patriarca —le dijo en tono grave.
El joven se sentía más a gusto en ese terreno donde los sentimientos no estaban implicados. Por lo demás, tenía las respuestas preparadas.
—Bastará con que me tonsure el cabello en cruz. Diremos que soy un novicio a la espera de profesar. Tendré tal aspecto de sacerdote que no me preguntarán nada; al fin y al cabo, en ese pueblo los pasaportes son para los laicos.
—No hablas armenio —objetó con severidad Jean-Baptiste.
—Cuando preparábamos nuestro viaje, mis padres me hicieron adquirir algunas nociones de este idioma, así como de turco y persa. También sé escribirlo. En cuanto a hablar… diremos que soy mudo. —Acto seguido, bajando los ojos pues aquella réplica se asemejaba sobremanera a un ataque, agregó—: Por lo demás, me parece que usted tampoco lo habla…
El médico abandonó su talante satisfecho y por un momento lamentó haber aceptado llevar consigo a un muchacho cuya mente penetrante solía irritarle. Sus preguntas, siempre pertinentes, manifestaban una lógica y un rigor que a menudo le ponían en evidencia.
—Es cierto, no hablo armenio —aceptó Jean-Baptiste con impaciencia—. Sin embargo, a diferencia de ti, hablo el persa como un nativo. Entre los cristianos que habitan el este del país, hay armenios que han olvidado su lengua. Afirmaré que procedo de allí.
La observación de George le había puesto de mal humor, pero al mismo tiempo, dada su agudeza, le obligaba a reconocer la utilidad de llevar consigo a una persona tan observadora.
—Bien —dijo con viveza—, ¿qué esperas para correr a Julfa a comprar tela como la que llevan los peregrinos armenios? En ese barrio no te conocen; bastará con que digas a los sastres que es para una fiesta de disfraces.
George permaneció inmóvil, temeroso de no haber entendido bien.
—Encarga dos hábitos, y que el tuyo sea sencillo como conviene a un novicio —continuó Jean-Baptiste, vuelto hacia la ventana para poner fin a la conversación y no tener que soportar alguna torpe explosión de alegría que arrojase a aquel demonio de chico a sus pies.
Jean-Baptiste murió a la noche siguiente. Hacia media tarde, los criados fueron alertados por los gemidos y gritos que lanzaba el médico, tendido en una alfombra a la sombra de una terraza. Para establecer en la mente de quienes le vieran sombrías asociaciones de ideas, se había situado bajo una fucsia en flor, que derramaba sobre él sus gotas malva como sangre emponzoñada. El moribundo se sujetaba el pecho y escupía en un jarrón opaco de largo cuello.
Entre dos gritos señalaba los albarelos alineados en un estante; con grave semblante, Alix vertía de ellos los remedios que le daba a beber. ¿Cómo hubieran podido saber los sirvientes que aquellas vasijas solo contenían tisanas y que el moribundo apaciguaba la sed que le producían sus fingidos gritos mediante calmantes mezclas de verbena y manzanilla? Cuando toda la servidumbre hubo presenciado tales escenas, Alix quiso quedarse sola con su hija y Françoise en compañía del enfermo. Mozas de cocina, criados y palafreneros recibieron el encargo de realizar diversas compras en la ciudad y se confió plenamente en su indiscreción para que la funesta noticia se propagase.
Al caer la noche, su ama, pálida y más que llorosa, les anunció que Jean-Baptiste estaba en las últimas. Durante ese tiempo, en un pabellón apartado, oculto por una enramada, Saba, temblorosa, cortaba cuatro mechones de pelo en forma de cruz en la cabeza de su hermano. Una vez cubierto con la prenda que le habían confeccionado esa misma tarde, un tosco sayo de mangas largas, George se escabulló por una puerta del jardín y, oculto por su amplia capucha, se hizo anunciar en la entrada principal como confesor. Alix le recibió con semblante grave y le condujo hasta el enfermo. Entretanto, Saba trenzaba los negros cabellos de Jean-Baptiste en corona alrededor de su cabeza, según la costumbre armenia. Aquel peinado le hacía irreconocible. A continuación todo sucedió muy deprisa. A la hora en que tan solo velaba un viejo guardia, el grupo celebró una pequeña ceremonia al fondo del jardín, en el recinto de los rosales. Toda la liturgia consistió en cavar un rectángulo de tierra fresca, en medio de la hierba, y colocar encima una cruz de madera.
Cuando se enteraran al día siguiente, a ningún persa le sorprendería que Alix, que llevaba tanto tiempo en Ispahán, hubiera adoptado para sepultar a su marido la costumbre musulmana que exige obrar con prontitud, tal como sus compañeros habían hecho con Mahoma. Del mismo modo, nadie llegaría a saber jamás que el confesor, que había acudido solo, había salido antes del alba en compañía de otro armenio embozado.
Al día siguiente todo estaba en orden; se proclamó oficialmente el luto en la casa. Las apariencias eran tanto más conformes con una defunción auténtica cuanto que la pena de la familia era real. Pocos difuntos, tras haber accedido al sacrificio de abandonar esta tierra, han sido llorados con tal sinceridad como lo fue Jean-Baptiste, quien sin embargo ni siquiera se había tomado esa molestia.