8

La audiencia de Françoise ante el rey de Persia se había fijado para el día siguiente. Debía acudir a ella en compañía del nazir, que de ese modo, al figurar en la presentación, obtenía la certeza de ver cómo se reconocían sus méritos. Aparte de él, solo el primer ministro asistiría a dicha entrevista, puesto que la identidad de la famosa concubina debía seguir siendo un secreto. No obstante, cuando los dos oficiales enviados por el nazir entraron en casa de Poncet, anunciaron que tenían el encargo de conducir a palacio no solo a Françoise, sino también a su anfitrión, el médico franco, a quien el rey deseaba conocer. Este último cambio armó un revuelo en la casa. Hubo que despertar a Jean-Baptiste, que había regresado muy tarde de su visita a casa del patriarca y que dormía tras las pesadas cortinas de seda salvaje de su pabellón. Cuando llegaron por fin a casa del nazir, este se mostró vivamente contrariado por el retraso, y no porque los persas tuvieran unas normas demasiado estrictas en lo tocante a la hora pues para ellos el tiempo no es una mercancía y a nadie se le ocurriría ahorrarlo. Sin embargo, en aquellas circunstancias, una dilación excesiva podía acarrear molestas consecuencias. El nazir se lo explicó de mal talante mientras se dirigían al palacio.

—La cuestión estriba en saber si el soberano habrá bebido ya o no —dijo en voz queda—. Con este tiempo bonancible y tan seco, y dado que por su culpa son casi las once de la mañana, es de temer que haya tomado ya algo.

—¿Teme que eso le adormezca? —preguntó con prudencia Jean-Baptiste.

—¿Adormecerle? Muy al contrario —aclaró el nazir, al tiempo que apoyaba un grueso y amenazador dedo en el pecho de Jean-Baptiste—. Nunca está tan furioso como cuando se encuentra en ese estado, y eso en proporción de lo que haya absorbido. En tal caso nos exponemos a que la emprenda con el primer ministro. El pobre Hootfi Ali Kan es un hombre en extremo piadoso, como sabe, y se juró no probar jamás una gota de alcohol. El rey le aprecia, y cuando no está bebido reconoce sus inmensas cualidades. Sin embargo, en caso contrario, no puede soportar que su primer ministro permanezca sobrio.

Iluminados de ese modo sobre los arcanos del poder, los visitantes fueron anunciados en palacio. Jean-Baptiste había entrado en él varias veces pues el rey de Persia no era muy amigo de ocultarse y abundaban las ocasiones en que se dejaba ver. Sin embargo, tales visitas siempre se habían producido en el anonimato de las grandes recepciones.

Instruido por la experiencia, en Ispahán Jean-Baptiste había tenido cuidado de mantenerse a prudente distancia de los grandes personajes, a excepción de unos pocos. Siempre había confiado en que la providencia le evitaría tener que prodigar sus atenciones al rey en persona. Los excesos de aquel monarca le hacían imprevisible, tanto en sus favores como en sus castigos. Poncet conocía a dos músicos a los que, por haber tenido la desgracia de tocar para el soberano melodías que no le complacieron, les habían cortado las manos.

A primera vista, el palacio real no tenía nada de impresionante. Los persas no conciben la majestad en el orden de lo vertical; sus edificios rara vez se yerguen hacia el cielo, más bien conservan una altura modesta. Como contrapartida, conceden suma importancia a la extensión; los palacios deben ser vastos, y cuanto mayor espacio ocupan, más afirma su poder el que allí reside. Se componen de recintos y jardines; cada recinto encierra otro más pequeño, en sucesión hasta llegar a la residencia del rey. Los arquitectos parecen haber tomado prestado el plano a la naturaleza, pues imitan la cebolla o, más poéticamente, la rosa, cuyo precioso corazón se halla protegido por capas concéntricas de pétalos. A decir verdad, en el palacio, el auténtico corazón, el lugar más inaccesible y mejor protegido lo ocupan las mujeres, puesto que en el seno mismo de la residencia real se inscriben todavía los círculos concéntricos del harén.

Jean-Baptiste y Françoise no deseaban penetrar tan profundamente. Mientras atravesaban cada nuevo recinto, experimentaban incluso una punzada de angustia.

El refinamiento de las galerías y los jardines iba aumentando a medida que avanzaban. El último, lindante con la residencia real, se hallaba plantado de rosales casi en su totalidad. El clima de Ispahán les era tan favorable, y la habilidad y número de los jardineros resultaba tan notable, que destacaban por su tamaño, variedad y esplendor. Los había de todas clases, trepadores, en arcos de bóveda, formando macizos, en alfombra, en cascada; unas rosas prietas y sedosas como pompones, otras grandes, carnosas, entreabiertas sobre intimidades de raso. Su perfume, en aquel recinto cerrado, era tan intenso que por sí solo hubiera bastado para embriagar a un soberano más morigerado.

Desde que la dinastía safávida expulsara a los turcos del país, cien años atrás, la primitiva raza de rudos guerreros había ido dando paso a una corte delicada, a la que apenas preocupaba otra cosa que una conquista, la de los placeres siempre renovados y los goces inéditos. Los reyes habían acumulado en su palacio cuanto de más hermoso producían los países vecinos, y el propio Irán, en materia de orfebrería, sedas, alfombras o música. La mera vista de aquellos templos del buen gusto tranquilizaba a los soberanos; les parecía poco probable que algún día los bárbaros pudieran franquear las murallas de la capital sin caer de hinojos, en un arranque de admiración, antes de alcanzar la última. Y sin embargo, las tribus afganas empezaban a bajar de las montañas…

—¡Ay! —gimió el nazir al oído de Jean-Baptiste—, nos conducen al pabellón del vino.

La mayoría de los palacios, sobre todo el del rey, incluían un pabellón reservado especialmente al consumo de alcohol, lo que no impedía en absoluto ingerirlo en las demás estancias. Persia producía gran cantidad de vino, y de excelente calidad; pese a la prohibición impuesta por sus creencias religiosas, se consumía en grandes cantidades. Los persas justificaban esa pasión con su amor a la poesía; afirmaban obtener con este una inspiración adecuada para degustar mejor los vinos místicos de Hafiz y de Saadi.

Cuando llegaron a la entrada del pabellón, los visitantes fueron anunciados por el jefe de la guardia personal del rey, un joven oficial de noble aspecto y grave continente, impecablemente vestido con su uniforme blanco guarnecido de trencilla de oro. El rey les aguardaba en la amplia estancia con la sola compañía del primer ministro. Este digno anciano, que lucía una espesa barba, muy poblada, y el bigote corto, según la moda de los mulás rigoristas, se hallaba sentado en una alfombra a un nivel más bajo que el estrado real. Tenía aspecto afligido y posaba la mirada en el vacío. A su alrededor, entre almohadones en desorden, restos de libaciones salpicaban el suelo: copas aún medio llenas, frascos coloreados, fruteros. Sin duda a los cortesanos y los bailarines se les había rogado poco antes que abandonasen la estancia para asegurar la discreción de aquella audiencia. Pero, no cabía albergar ninguna duda: los temores del nazir eran fundados, el rey no estaba sobrio y eso saltaba a la vista.

Hussein, soberano de la Persia milenaria, no respondía en absoluto a cuanto cabía esperar de un descendiente de Ciro el Grande. De pie en su estrado, observaba a los visitantes con aspecto malhumorado. No obstante, su baja estatura no impresionaba lo más mínimo, y menos aún su rostro alargado, devorado por unos grandes ojos verdes y al que una barba raquítica y vellosa proporcionaba un pobre marco. Aquella naturaleza insuficiente servía de perchero a una túnica de brocado de extraordinaria riqueza, cubierta en el frente por una quíntuple hilera de alamares de seda incrustados de perlas. Un turbante sabiamente enrollado, beige ocelado de negro, doblaba el volumen de su cabeza y elevaba desesperadamente hacia el cielo, como el brazo de un ahogado, un airón de reflejos azulados. Aquella elegancia no lograba cumplir su cometido; al contrario, el contraste entre las ricas telas y la pobre fisonomía que envolvían resultaba insoportable a la vista. Por lo demás, el monarca parecía darse cuenta y lucía tales riquezas con desaliño. Resultaba casi enternecedor constatar los esfuerzos desesperados de aquel hombre por afirmar su libertad de la única manera que tenía a su alcance: manchando gorrinamente su túnica y enjugándose las manos llenas de grasa en el borde del turbante.

Ante semejante espectáculo, el nazir se vio obligado a dar ejemplo a fin de que los visitantes se dieran cuenta de que no era momento de sentir conmiseración sino de prosternarse.

—Majestad —empezó el nazir con la soltura del cumplido cortesano—, permitid al más insignificante de vuestros esclavos arrodillarse ante vos. Puesto que vuestra majestad ha tenido a bien acordarse de nuestro siervo al honrarle con la confidencia de uno de sus preciosos deseos, he aquí, prosternados como es de rigor, a dos extranjeros que se hacen eco de la inmensa gloria de vuestra majestad, una gloria tal que a diario se expande por el universo entero.

Jean-Baptiste dirigió al nazir una mirada admirativa. Eran unas palabras sobrias y bien elegidas. Lo más sorprendente era que aquellos agasajos, recitados con unción, salieran con toda naturalidad de un individuo al que resultaba más fácil imaginar cortando leña en lo más recóndito de las montañas.

El rey inclinó la cabeza y, ante esa señal, el nazir se permitió continuar.

—He aquí, rindiendo pleitesía y homenaje a vuestra majestad, a la begum Françoise, muy adorable favorita principal de su santidad el cardenal Alberoni, primer ministro de España, en la actualidad fuera de ese país, y que dondequiera que vaya testimonia su sumisión y fidelidad a vuestra majestad.

Terminó su perorata sin aliento y recuperó el resuello ruidosamente. A Françoise, que no entendía el persa, no le costó demasiado mantener la seriedad, e hizo un saludo con la mayor gracia de que fue capaz. Jean-Baptiste reparó con ternura en que, a pesar de la edad, hacía conmovedores esfuerzos por agradar. Incluso le pareció discernir en su expresión cierta voluptuosidad por llevar el precioso vestido de tafetán que Alix le había prestado y al que ella misma había hecho los necesarios retoques durante los últimos días.

—Y aquí, oh venerable lugarteniente del verdadero Profeta, que goza de las bienaventuranzas del paraíso, osando comparecer ante vuestra majestad, el señor Poncet, medico europeo, a todas luces la flor de los médicos y de los europeos, que se arroja a vuestros pies sublimes con la esperanza de aproximarse a vuestra magnificencia. —Luego, vuelto hacia Poncet, susurró—: Bueno, adelante, ¿a qué espera?

Jean-Baptiste estudió los susodichos pies sublimes, ceñidos por unas babuchas manchadas de confitura y de licores. Por un momento se preguntó si debía llegar al extremo de rozarlos con los labios. Su larga práctica en Oriente le había enseñado que esas gimnasias mundanas, humillantes en Europa, eran en realidad del todo compatibles con el hecho de mantener la propia dignidad. Por extrañas o incómodas que pareciesen, no constituían sino modales de conveniencia, como llevar sombrero o bigote. En Persia, desde el momento en que el rey era el rey, todo el mundo aceptaba de buen grado lamerle los pies, si tal era la regla. Huelga decir que esas mismas gentes podían rebanarle la garganta al día siguiente, dando muestras de idéntico respeto.

Por fortuna, el soberano, adivinando las deliberaciones de Jean-Baptiste, esbozó un pasito hacia atrás, como para prevenirse contra un posible mordisco. Todo terminó con una prudente pero sincera genuflexión.

—Tomen asiento —dijo el monarca con bastante amabilidad.

Decididamente, su mal humor concernía al primer ministro, y no a sus visitantes. Dio unas palmadas y ordenó que sirvieran a sus huéspedes.

Dos esclavos negros de considerable estatura y con el torso desnudo aparecieron con una bandeja cargada de copas de cristal de Venecia de extraordinaria finura y garrafitas de cristal de Baccarat tallado, llenas de líquidos ambarinos, amarillo pálido y rojo vivo.

Françoise, el nazir y por último Poncet, servidos en ese orden, aceptaron con placer degustar aquel surtido de vinos de Fars y de Georgia. El rey siguió el trasvase de la bebida dando muestras de conmovedora ternura. Cuando los esclavos se detuvieron ante el primer ministro, este intentó declinar discretamente su ofrecimiento, pero al darse cuenta el soberano puso de manifiesto su indignación.

—¿Cómo? —exclamó—. Pase que no bebas cuando estamos a solas, incluso tolero que no te unas a mis amigos para hacerlo, pues estropearías su buen humor. Pero con extranjeros… ¡hasta ahí podíamos llegar!

—Majestad —gimió el anciano con una reverencia—, desde mi peregrinaje…

—¿Qué pasa con tu peregrinaje? ¿Dejarás de atormentarnos los oídos con esa historia? ¿Qué habrá aprendido allí? —prosiguió el rey, tomando a los presentes por testigos—, ¿que no se bebe vino en La Meca? Menudo descubrimiento. Como que no tienen. Los desdichados solo pueden echar mano a infames zumos de dátiles. Es comprensible que el Profeta tuviera el buen sentido de prohibir su consumo.

Hizo una seña a los esclavos para que volvieran a la carga.

—Bien, ¿blanco o tinto?

—¡Majestad!

El anciano alzaba las manos a modo de súplica. Los otros invitados se sentían sumamente incómodos. No obstante, incluso ante semejante humillación, conservaba un aspecto tan viperino y dejaba entrever tal odio contra el mundo en general y contra los extranjeros en particular, que solo cabía sentir placer al verle mortificado de aquel modo.

—Un hombre que no bebe es una cosa triste —sentenció el rey—. ¿Les parece que Dios creó a los hombres para que fueran tristes? ¿Creen que le complace tener a diario en su presencia, como me sucede a mí por otra parte, esa cara de vinagre? Afirmo rotundamente que no. No se nos ha ofrecido ese don para que hagamos caso omiso de él.

Así diciendo, alzó frente a sí la hermosa copa y admiró la pureza de sus reflejos. Luego, sumando el placer del gusto al de la vista, dio un sorbo.

El soberano no tardó en parecer fuera de sí, y los presentes, mudos de estupefacción, no osaban esbozar el menor gesto. Tras algunas postreras invectivas dirigidas al primer ministro, una dulce lasitud se adueñó por fortuna de Hussein. El monarca se arrellanó en su almohadón y declaró:

—Una vez más, mi bondad se impone, perro sobrio, a quien hice ministro para mi condenación. De nuevo te escucharé pacientemente mientras turbas con tu machacona frugalidad mi reflexión de hombre inspirado. Y bien, ¿a qué esperas?

En la convicción de que la tormenta había pasado, el primer ministro tomó con parsimonia la palabra. Describió del modo más favorable para él el descubrimiento de la identidad de Françoise, y recordó la decisión que se había tomado de concederle la hospitalidad en Persia a condición de que no tratase de salir del país.

Durante aquella perorata, el monarca fue asintiendo con la cabeza, y dos o tres veces hizo como si saludara cortésmente a Françoise. También el nazir intentó, mediante dos frases alambicadas, destacar su papel en el asunto.

—¡Ya basta! —le atajó el rey, poniendo de manifiesto su hastío—. Lo he entendido. Los dos me habéis servido bien y seréis debidamente recompensados.

Jean-Baptiste, que lo observaba con atención, no pudo evitar sentir una gran compasión por aquel desdichado soberano. No había hombre en el mundo menos preparado para desempeñar sus funciones. El monarca no sentía hacia sus semejantes ninguna de las ansias de posesión, odio o envidia que constituyen la corriente necesaria para impulsar la rueda del poder. Era débil y desinteresado, y se le pedía que se mostrase fuerte y ávido a la hora de desear y de decidir. Al arroparle con su manto brumoso y suave, el vino era lo único que le permitía aliviar aquella tensión. Merced a ese antídoto, bajo el turbante, que le había resbalado hacia la oreja, su rostro apaciguado adoptaba el aspecto melancólico y privado de cariño que debía de haber tenido en su infancia.

Jean-Baptiste se hallaba en ese punto de sus pensamientos conmiserativos cuando la conversación pasó a versar sobre él. A una pregunta del rey, el nazir respondió que Poncet era médico. En el pasado había viajado a África, para tratar al negus de Abisinia, y luego a Europa, donde el cardenal Alberoni figuró entre sus pacientes.

—¿Y por qué a mí no me ha atendido nunca? —preguntó el monarca, incorporándose.

—Pero majestad —farfulló el nazir—, vuestros médicos…

—¡Son unos asnos! Además, todos están al sueldo de este fisgón —añadió, arrojando un almohadón al rostro del primer ministro. Luego se puso en pie y dijo a Poncet—: Venga conmigo, no tienen por qué oírme hablar de mis debilidades; prefiero que las descubran por sí mismos. Eso me da un cierto respiro antes de que se aprovechen de ello para acabar con mi vida.

Tomó a Jean-Baptiste del brazo y lo arrastró hasta una de las paredes con ventanal del pabellón; una celinda blanca que trepaba por sus guías desprendía un olor dulzón. El conciliábulo duró cinco largos minutos. El rey habló al médico de sus pituitas y de unos dolores previos a las comidas que le atenazaban las entrañas.

—¿Puede aliviarme?

—Creo que sí, majestad.

—¿Por medio de plantas?

—En efecto.

El soberano se volvió un momento hacia los presentes y gritó:

—¡Y esos puercos han permitido que sufriera! —Después, vuelto de nuevo hacia Poncet, le preguntó—: ¿Cuánto tiempo necesita para preparar los remedios que habrán de curarme?

—Pues… quizá dos días.

—¿Y cuánto tiempo tendré que seguir el tratamiento?

—Por lo general, aconsejo unos tres meses.

—Sea —dijo el rey con una mueca—. Con tal que el remedio no sea demasiado amargo… Una cosa más: en su opinión, el vino es…

—¿Peligroso para vos?

—A eso me refería —se apresuró a confirmar el rey.

Su expresión era tan suplicante que de nuevo Jean-Baptiste se sintió enternecido.

—Moderaos si os es posible, majestad, pero resultaría más peligroso todavía que renunciarais a él de golpe.

Una expresión de infinito agradecimiento inundó los rasgos del desdichado monarca. Volvió junto a los otros radiante de alegría, seguido de Jean-Baptiste.

—Este médico es un genio —aseguró—. Recibirás quinientos tomanes de recompensa por habérmelo traído, nazir. Y veinte latigazos de castigo por haber tardado tanto. En cuanto a usted, mi querido doctor, le espero dentro de dos días con mis remedios, tal como hemos convenido. Durante los tres meses siguientes se alojará en el palacio. Traiga sus cosas y cancele las citas con sus demás pacientes. No saldrá usted de aquí, quiero tenerle a mi disposición día y noche. Si sus cuidados me complacen, conservará el cargo de por vida y le cubriré de oro. En caso contrario…