7

Al extremo del amplio espacio oscuro que constituían los jardines del chahar bagh, los treinta y tres arcos del puente que salvaba el Zayandeh estaban iluminados por el reflejo de la luna sobre el río. La mayor parte de las casetas construidas sobre el puente, y que servían de tenderetes durante el día, se hallaban cerradas. Solo en algunos puestos relucía la tensa piel de sus hermosos frutos bajo la luz de los quinqués colgados. Eran más de las diez cuando, a lo largo del lado más oscuro del puente, una sombra lo atravesó en silencio. Su elevada estatura permitía adivinar que se trataba de un hombre, y las botas flexibles que calzaba eran de confección extranjera. Por lo demás, el viandante no dejaba ver nada, pues se envolvía en una capa de paño que incluso le cubría la cabeza. Los mercaderes persas no le prestaron la menor atención. Una vez franqueado el puente, la silueta giró a la derecha y se adentró por un dédalo de estrechas callejuelas, el barrio armenio de Julfa.

El hombre se movía con soltura pese a la oscuridad. Caminó durante casi diez minutos sin cruzarse con nadie. Por fin se detuvo ante un elevado muro, por encima del cual asomaban las ramas de una gran morera y en el que se abría una pequeña puerta tachonada de clavos, que el viandante golpeó tres veces con el pomo de su espada. A través de la verja de un jardín, una voz temblorosa preguntó en un susurro:

—¿Está seguro de que no le han seguido?

—Totalmente, monseñor.

—¡Chist! No mencione esa palabra, se lo ruego.

Se entreabrió la puerta y el desconocido penetró en una sala sumida en la más completa oscuridad, al fondo de la cual se perfilaba un rectángulo de luz mortecina. El anfitrión y su visitante se adentraron por esa abertura y desembocaron en un amplio patio interior en el que había cuatro limoneros. En derredor se abrían estancias en las que se entreveían sombras en movimiento y de las que llegaban lloriqueos infantiles. Una única sala se hallaba iluminada, pero el apagado resplandor de una lámpara de aceite a duras penas alejaba las tinieblas. Una alfombra roja y una bandeja de cobre yacían en el suelo. El visitante fue invitado a tomar asiento. Su anfitrión, que se acomodó en la posición del loto frente a él, era un hombre de edad, casi un anciano. Iba vestido con una raída sotana de dril azul. Llevaba los cabellos trenzados en corona alrededor de la cabeza y adornaba su rostro una barbita triangular. En cuanto a su semblante, tenía finas facciones de ave, una nariz larga y puntiaguda y, como rasgo destacado, unos ojillos inquietos, ávidos y temerosos.

—Créame —dijo—, de no haberse tratado de usted, Poncet, que me ha salvado la vida en dos ocasiones con sus remedios, no habría corrido este riesgo.

Jean-Baptiste, que apenas hubo entrado se quitó el chal de paño y dejó su rostro al descubierto, inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Gracias, monseñor.

—¡Chist! Abandone la costumbre de llamarme así.

—¿Acaso no es usted Nersés, el patriarca de los armenios?

—¡Silencio, le digo! Claro que lo soy, y por eso me veo obligado a esconderme como un miserable.

—Después de tanto tiempo sin verle, mon… señor, no esperaba encontrarle en tal estado. ¿Qué ha ocurrido?

—Lo que ha ocurrido, amigo mío… ah, sin duda es usted el último en saberlo —dijo el anciano, al tiempo que se pellizcaba con nerviosismo el puente de la nariz—. Lo que ha ocurrido es que nuestra desdichada Iglesia está pagando el precio de verse aislada entre unas gentes que conspiran por destruirla. Los turcos de Estambul nos exigen dinero, y como no podemos pagarles, los persas se han encargado de imponer un impuesto a nuestros fieles para permitirnos reembolsar esa deuda. Pero por cada diez que recaudan esos monstruos, a nosotros solo nos dejan uno. De modo que todo el mundo está descontento: los turcos porque les debemos grandes sumas; los persas porque hemos contraído deudas con los turcos, y nuestros hermanos porque al fin y al cabo es a ellos a quienes se roba. No imagina las amenazas que se formulan contra mí, lo que me obliga a esconderme de esta guisa.

Poncet adoptó un continente afligido, mientras reprimía una sonrisa. Conocía muy bien el origen de tales infortunios. La Iglesia armenia de Persia se hallaba en una situación en extremo singular. El patriarca debía su empleo al rey mahometano, al cual pagaba su cargo a un elevado precio, cantidad que se reembolsaba al vender, en su propio provecho, los cargos inferiores, desde los vertabiet, que vienen a ser como los obispos cristianos, hasta los derder, clérigos que cumplen las funciones de sacerdotes seculares. Los fieles, en el extremo de la cadena, eran los que en definitiva pagaban las gracias y los oficios de tan oneroso clero. Ninguna Iglesia practicaba la simonía con tamaña desvergüenza. Todo estaba en venta: las reliquias, las bendiciones, los sacramentos e incluso las gestiones para concertar un matrimonio, cuando no un adulterio. Los óleos benditos, que el pueblo utilizaba con holgura como amuletos y medicamentos y que los sacerdotes vendían a precios exorbitantes, eran el artículo más lucrativo entre todos los subproductos de la fe.

—Perdóneme —dijo Jean-Baptiste—, pero creo haber oído decir que tal vez precipitase usted su ruina al acudir a los turcos en busca de…

—¿Y qué hay de malo en ello? —cortó el patriarca—. En efecto, fui a visitar al gran señor para clamar justicia. Mi hermano… me veo obligado a llamar así a ese perro capaz de devorar a su propia madre… mi hermano, decía, el patriarca armenio de Jerusalén, nos hacía una competencia descarada al bendecir los santos óleos por la mitad de precio. Fui a exigir de los turcos que reconocieran nuestros derechos, los de los armenios que vivimos en Persia y a quienes corresponde por tradición la custodia de todos los grandes santuarios de Armenia. Por esta razón sería legítimo que tuviéramos la exclusiva para vender a los fieles de nuestro pueblo, residan donde residan, óleos de una calidad espiritual incuestionable, y que por consiguiente deben pagarse a un precio más elevado.

Jean-Baptiste ya había tenido la experiencia en El Cairo, con los coptos, de ese tráfico de óleos sagrados. Por lo demás, no le asombraba demasiado. Lo único que le dejaba estupefacto era la ingenua confesión que aquel prelado hacía de su insaciable avidez de ganancias.

—¿Y para conseguir que el sultán tomase esa decisión se ha arruinado de este modo?

—Compréndalo, Poncet, se trataba de una inversión. Al obtener el monopolio de los óleos, me habrían bastado seis meses para devolverlo todo, e incluso habría sobrado.

El patriarca guardó silencio unos instantes, como si siguiera en la penumbra al convoy cargado de riquezas que había imaginado. Después pareció volver en sí, y su rostro adquirió una expresión de extrema contrariedad.

—¿Acaso podía sospechar que los turcos tomarían mi oro, accediendo a todas mis demandas, y que al día siguiente de mi partida, tras prestar oídos a mi falso hermano de Jerusalén, anularían el firmán que me habían concedido?

A aquel estallido de cólera siguió tal abatimiento que el anciano se derrumbó en su almohadón.

—¿Qué hacer, Poncet, qué hacer? —jadeó.

—No tengo ni idea… Eleve sus plegarias.

—Oh, por favor, estamos hablando en serio…

La lámpara crepitaba, y aquel ruidito líquido recordó a Jean-Baptiste que tenía sed. Lamentó que la ruina del anciano, que había venido en socorro de su avaricia, no le permitiese ofrecer bebida a sus invitados.

—¡Qué calor! —exclamó Jean-Baptiste, al tiempo que se quitaba la túnica y se abría el cuello de la camisa—. Tengo la boca seca.

Pero aquel demonio de viejo, seco a su vez como un haz de leña, no parecía darse por aludido.

—A decir verdad, sus sacerdotes católicos son los únicos que me han apoyado un tanto —comentó en tono sombrío.

En Ispahán, Jean-Baptiste, a quien sus pasadas experiencias con los jesuitas y los capuchinos habían vuelto prudente, se había guardado muy mucho de frecuentar las congregaciones. Por lo que sabía, en Persia estas se hallaban divididas entre los capuchinos italianos y los agustinos portugueses.

—¿Y realmente su actitud es del todo desinteresada? —aventuró Jean-Baptiste.

—¿Quiere decir que desean convertirnos? ¡Ah, se trata de una broma! No, mire, de hecho han renunciado a ello. Lo cierto es que les hemos desanimado. Si cien veces lo consiguieron, cien veces los nuestros regresaron a su fe. La cosa va así: nos llevan a Roma, nos postramos ante el papa, añadimos agua al vino de la misa y rezamos el credo. Creen que nos han atrapado. Lo que pasa es que en el fondo de nuestro corazón los armenios somos corteses, nunca contradecimos a la gente del país en que nos encontramos. Ahora bien, apenas de vuelta aquí, enviamos al papa al diablo, olvidamos el credo y bebemos el vino sagrado completamente puro, del color de la sangre de nuestro señor. No, créame, los romanos no conceden la menor credibilidad a la conversión de un armenio. Prefieren tomarnos tal como somos.

—Entonces, ¿por qué les apoyan?

—Sin duda porque hacen frente común con los otros cristianos en este país de musulmanes. Tal vez se propongan utilizar nuestras desgracias para la consecución de sus propios fines, que por lo demás desconozco. ¿Sabe lo que me han aconsejado algunos de ellos últimamente? Que haga un llamamiento al rey de Francia para que amenace a Persia y al gran señor de los turcos con que intervendrá si persisten en estrangularnos como lo hacen.

—¡Desdichado! ¡Sobre todo, no haga nada de eso! —exclamó Jean-Baptiste.

—Es cierto, en el pasado le encomendaron una misión de idéntica naturaleza en relación con los abisinios —dijo el anciano, que de pronto había recordado el asunto.

—Créame —repuso Jean-Baptiste, meneando la cabeza—, he podido ver lo bastante para saber que el rey de Francia no hará nada. En caso de que se decidiera a llevar a cabo alguna gestión respecto de los persas, eso no bastaría para protegerle, antes bien sería algo que habría de perjudicarle seriamente.

—Sí, eso es lo que dicen los agustinos. Creía que era por celos de los capuchinos, de quienes procede esa idea. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! —gimió el patriarca, con cuya exclamación no tanto clamaba al cielo como aliviaba su alma inquieta—. Es usted mi última esperanza, Poncet. ¿Qué socorro me cabe hacer esperar a mis compatriotas? Ya no quieren pagar, y están dispuestos a vengarse mañana mismo en mi persona de las miserias que tienen que soportar por culpa de los persas.

Hasta aquel momento, Jean-Baptiste aún no había aludido al motivo de su visita. Había preferido escuchar al anciano, sabedor de lo que debía pedirle, mas no de cómo le retribuiría sus servicios. Al oír sus quejas, una idea acudió a su mente.

—Monseñor… —empezó.

—Chist —insistió débilmente el patriarca, sin poner la menor energía en aquel resto de prudencia.

—… el rey de Francia no hará nada por usted, como tampoco el zar de Rusia ni el emperador de Austria. Sin embargo, hay un hombre en Europa que puede ver algún interés en el hecho de socorrerle, aun cuando en la actualidad su posición sea delicada…

—¿Quién, Poncet? Vamos, dígamelo —jadeó el viejo, a quien aquel hálito de esperanza había reanimado en un instante.

—Ese hombre era el primer ministro de España, de donde se ha alejado momentáneamente, si bien para regresar con mayor poder todavía.

—¿El primer ministro de España? ¿No querrá decir… Alberoni?

—El mismo.

—¿Acaso la coalición que formó contra Austria no fue vencida?

—Precisamente por eso, monseñor, necesita aliados, en especial en Oriente, desde donde, tengo sobrados motivos para saberlo, quiere llevar a cabo su reconquista.

El patriarca se había incorporado por completo en su asiento. Estaba dominado por una súbita necesidad de ver claro en el asunto.

—¡A ver! —gritó, al tiempo que daba palmadas para llamar a una servidumbre invisible—. Que alimenten esta lámpara que agoniza, deprisa. Y traed té para despabilarnos un poco.

Unas siluetas comenzaron a afanarse en la oscuridad del patio.

—Pero dígame, Poncet —prosiguió, inclinado hacia el médico—, ese cardenal, el tal Alberoni, ¿es rico?

—¿Que si es rico? Más de lo que pueda usted imaginar. Todo su haber se encuentra depositado entre los Médicis y, aunque secretamente, sigue siendo el dueño de España.

Una desagradable criada, de dedos morcillones y sucios y vestida de gitana, depositó dos vasitos ante ellos, que llenó de té. Jean-Baptiste se sentía hasta tal punto sediento que quiso beber demasiado deprisa y se quemó. El anciano aspiró ruidosamente un sorbo y, para gran admiración de Poncet, lo ingirió sin que mostrase ninguna molestia. Sin duda tenía las carnes tan amojamadas por dentro como por fuera.

El amargor del brebaje provocó una mueca en el patriarca, que de nuevo adoptó un aspecto abatido.

—Ya —dijo con languidez—, el problema es cómo acercarse a ese personaje.

Por una vez, fue Jean-Baptiste quien miró a su alrededor con aire inquieto.

—Nadie, me oye, monseñor, nadie debe saberlo, pero a usted se lo puedo contar —dijo en voz baja—: la concubina del cardenal se encuentra en mi casa.

—¡Su concubina! —exclamó el patriarca con indignación.

No le sorprendía por supuesto que aquel prelado católico tuviera una mujer, pero nada podía impedir que le reprochase el no haberla tomado de acuerdo con las normas, como la suya, ante Dios. Con todo, el armenio alejó con presteza aquella idea moral, que quedaba fuera de lugar en la conversación que mantenían, y volvió a los hechos.

—¿Y cree usted que por mediación de esa mujer…?

—Precisamente, monseñor, esa es la razón de que le haya solicitado esta entrevista de manera tan urgente.

El patriarca, que solo tenía en la cabeza sus propios asuntos, había olvidado por completo que la razón de aquel encuentro era Jean-Baptiste.

—Tengo que viajar a Europa en los próximos días —prosiguió Poncet—, para transmitir un mensaje al cardenal.

—¿Usted?

—Sí, yo, porque su concubina, a la que antaño presté mis cuidados, no confía en nadie más para hacer llegar un correo a un personaje tan insigne.

—Entonces, ¿sabe dónde se encuentra?

—Sé cómo llegar hasta él. No obstante, para eso necesito ayuda. —Tras una breve pausa, añadió—: Su ayuda, monseñor.

—¡Mi ayuda! —repitió el patriarca, echándose hacia atrás.

—En efecto. Tranquilícese, es muy sencillo. Se trata de lo siguiente: desearía ser bautizado según sus ritos.

—¿Se ha vuelto loco? ¿Piensa pedirme acaso, a su edad, que le haga la circuncisión?

—No, no, no se trata de que me convierta realmente en un fiel de su Iglesia, me basta con recibir un testimonio escrito de su puño y letra y autentificado con su sello.

—¿Y con qué fin, si puede saberse? —preguntó el patriarca, presa de repentina desconfianza—. Es un hombre libre y puede circular por donde le plazca sin tener que tomar prestada otra identidad.

—Eso es cierto en Persia, pero piense que debo ir mucho más lejos, y en primer lugar atravesar el imperio de los turcos, donde mi nombre, a pesar del tiempo transcurrido, sigue asociado a enojosos incidentes.

—Ya entiendo —asintió el patriarca, y en efecto acababa de concebir los términos del acuerdo que el médico le proponía—. Así, suponiendo que le entregue esos documentos, se comprometería a entregar de mi parte una petición al cardenal, ¿no es eso?

Jean-Baptiste no cedió a la bajeza de manifestar en voz alta su opinión sobre esta última proposición del patriarca, y se limitó a parpadear, un signo de inteligencia que el anciano tomó por un asentimiento. Un breve silencio selló aquel pacto sin palabras.

—Escriba su carta, monseñor, y prepare el certificado —concluyó Jean-Baptiste—. Pasaré a recogerlos mañana por la mañana.

—¡En absoluto! ¿Venir aquí en pleno día? ¿Para que me descubran? No, no, yo mismo le haré llegar esos papeles mediante un mensajero de confianza.

Con ese acuerdo se separaron, satisfechos tanto el uno como el otro. Al visitar al patriarca, Jean-Baptiste no había albergado la menor duda de que obtendría lo que deseaba. No obstante, pensaba que tendría que pagar ese servicio a un precio mucho más elevado y con el retraso pertinente para hacer subir la puja. El asunto se había zanjado de la mejor manera posible. Ahora todo estaba listo. Acababa de conseguir el salvoconducto que le protegería de los turcos, y el mongol, que debía acompañarle, ya había preparado las monturas. Se daba una semana de plazo para ponerlo todo en orden y partir. Eso le dejaría tiempo para llegar a Rusia antes del invierno. Se sentía aliviado y silbaba alegremente por las calles desiertas.

Entretanto, el patriarca, que había ordenado apagar todas las lámparas tan pronto como se hubo ido el visitante, había subido a tenderse en la azotea de su casa. Allí, con los ojos abiertos a la noche estrellada de Ispahán, soñaba con un gran hombre envuelto en púrpura que le sonreía.