El embajador de Moscovia, llamada en lo sucesivo imperio ruso, a quien Jean-Baptiste no conocía personalmente, era célebre por no saber hacer nada con sencillez. A imagen y semejanza del gobierno que representaba en Persia, afectaba modales occidentales sin tener por el momento, ni él ni sus sirvientes, la tradición. Esto convertía al diplomático en un temible anfitrión, y siempre resultaba peligroso ser recibido en su casa.
Poncet tuvo ocasión de sufrir esa experiencia. Apenas se había instalado en un diván, cuando un criado ruso, un gigante salido de los bosques, qué vestía una absurda librea roja demasiado estrecha y que, a pesar del calor, no se había quitado las botas forradas de piel de borrego, tropezó en una alfombra y derramó sobre las rodillas del invitado una taza de té y una compotera llena de sorbete.
—¡Maldito asno! —vociferó Israel Orii, el embajador, al tiempo que descargaba bastonazos sobre el desdichado mujik.
Jean-Baptiste roció su traje azul con un agua turbia que otro moscovita le presentó en un recipiente de plata. La calma volvió por fin. El embajador, que acababa de exhibir la más indecente expresión de cólera, recuperó el aire satisfecho y benevolente que siempre afectaba, con la cabeza apoyada en el alto respaldo de su sillón esculpido, que enmarcaban dos águilas de madera.
—Iré directamente a los hechos, excelencia —dijo precipitadamente Jean-Baptiste, temeroso de que volvieran a embadurnarle las rodillas con un nuevo manjar—. Se trata de uno de mis buenos amigos, el más caro a mi corazón y al de mi esposa. En El Cairo era mi colaborador en el arte de curar mediante las plantas. Su destreza para componer los remedios no conoce parangón, y sin él mis cuidados no tienen la mitad del valor que podrían tener.
Israel Orii guiñaba los ojos para subrayar su aprobación. Aquella mímica para denotar serenidad se le antojaba sin duda adecuada a la idea que tenía de la majestad. Sin embargo, incapaz de contener su natural impaciencia, daba la medida de la misma con repetidas pataditas en el suelo.
—Ese amigo querido que la vida nos arrebató se encuentra en estos momentos en su país, en las tierras de su emperador, según acabo de saber.
—Esa es una excelente noticia —dijo el embajador en francés, con su voz nasal y cantarina—. Saber que los mejores hombres del mundo del arte, los artesanos, los sabios, los artistas convergen en la actualidad hacia nuestro país me regocija el corazón.
—El caso es que… —añadió Jean-Baptiste con cierta vacilación—, ciertamente converge, pero… ¿cómo explicarlo? Más bien podríamos decir que está convergido.
Israel Orii esbozó una mueca que ponía de manifiesto su asombro. Llevaba el rostro lampiño, acorde con la nueva moda impuesta por Pedro el Grande, que deseaba dar a su pueblo una apariencia de modernidad. Sus facciones cambiantes y sus grandes ojos brillantes exageraban sus diferentes expresiones, a la manera de un mimo.
—Lo que quiero decir —precisó Jean-Baptiste— es que el honor de ir a Rusia, que sin duda alguna experimenta, no ha sido fruto del ejercicio de su voluntad. Fue hecho prisionero en condiciones desafortunadas. En resumidas cuentas, y tal es la razón de mi visita, ese hombre es objeto de una espantosa equivocación.
Entonces, a la atención del embajador, que de nuevo había recostado la cabeza en su nido de águila y tenía los ojos entornados, se puso a contar, bajo una luz favorable, la epopeya de Juremi. En resumen, el protestante solo había pretendido reunirse de manera pacífica con sus amigos de Persia. Los suecos lo habían reclutado contra su voluntad y se había dejado capturar de muy buen grado por los rusos, sabedor de que en torno al zar encontraría una civilización clemente, así como la posibilidad de proseguir libremente su camino.
—¿Qué espera de mí? —dijo por último Israel Orii con una sutil sonrisa.
Jean-Baptiste conocía la habilidad del hombre; todo Ispahán había tenido ocasión de ser testigo y, en ocasiones, de convertirse en víctima de ello. Se trataba del primer embajador digno de recibir tal nombre enviado por los rusos. Antes de él, solo mercaderes más o menos pintorescos se habían camuflado tras esa condición para obtener privilegios y a veces transmitir mensajes. Los persas tenían a bien recibirlos en calidad de embajadores, pero los consideraban gente de poca monta. Una veintena de años atrás se había llegado al colmo. Uno de los diplomáticos se hizo célebre con ocasión de un banquete ofrecido por el rey. El desdichado, que no quería beber menos que los persas y que estaba poco habituado a los licores dulces de Oriente, alivió sus náuseas en su gorro de astracán. Al verlo, el rey lo señaló con el dedo. Desesperado por haber cometido una falta de etiqueta al presentarse con la cabeza descubierta, el así llamado embajador se apresuró a ponerse de nuevo el gorro, sin recordar lo que contenía…
Al enviar a Israel Orii con toda la pompa necesaria, Pedro I había querido romper con ese pasado ridículo. Sin embargo, nadie podía ignorar que un hombre así en un puesto como aquel no se contentaría con representar a su país, sino que tendría la misión de trabajar por sus intereses. Rusia codiciaba territorios en el norte de Persia y tal vez el país entero, lo cual le habría asegurado el acceso a los mares libres del golfo Pérsico. Los franceses veían con inquietud cómo Rusia situaba a sus peones en la región, y habían tenido un golpe de genio tras la llegada de Israel Orii. Varias noches de insomnio hicieron caer en la cuenta al embajador de Francia de que el nombre de aquel ruso de origen georgiano, Israel Orii, era el anagrama, en francés, de Él será rey. El diplomático, radiante, se dirigió a la corte para revelar tan turbadora coincidencia e incitar a la desconfianza contra el enviado del zar. Por desgracia solo consiguió provocar sonrisas y acrecentar el prestigio de Israel Orii, a quien los persas consideraron sin la menor duda destinado a ser rey. Después de todo —decían serenamente—, hay otros muchos lugares sobre la tierra donde puede llegar a serlo.
Un hombre de aquel temple podía conseguirlo todo, con tal que viera en ello algún interés. Tras una larga inspiración, Jean-Baptiste se atrevió a formular su petición.
—He pensado que su excelencia podría transmitir una solicitud a la corte del zar en relación con mi desdichado amigo —dijo—, para hacer valer su inocencia y la justicia que supondría devolverle la libertad.
—Mi querido señor —repuso con parsimonia el embajador tras un instante de reflexión—, solo tengo un deseo, y es el de satisfacerle. Por desgracia, lo que me pide es de todo punto imposible. Las inmensas victorias de mi soberano, Pedro el Grande, han confiado a sus gloriosos ejércitos el cuidado de miles, qué digo, millones de cautivos. En su extrema benevolencia, el emperador no desea privarlos de su libertad. Por consiguiente, hace que los conduzcan a lugares descuidados de nuestro vasto país, donde pueden esforzarse por intensificar la prosperidad general, al tiempo que se ganan la vida. Créame, ninguna administración lleva la cuenta de esos extranjeros. Pasan por allí, eso es todo. Nadie los juzga ni los condena. La obra del Estado se limita a designarles un lugar de residencia y conducirlos hasta allí. La consecuencia de la libertad en que les dejamos es que lo ignoramos todo respecto de la suerte que corren.
Israel Orii se dio cuenta de que aquella respuesta producía en Jean-Baptiste una evidente decepción. En su calidad de hombre bien informado, que mantenía a numerosos espías en la corte, el ruso había sido puesto de inmediato al corriente sobre el asunto de la concubina de Alberoni y sabía que Poncet la había acogido en su casa. Se trataba de una pista que no estaba dispuesto a soltar, pues tal vez le condujese a la conspiración que sin duda Alberoni estaba tramando, allí donde se encontrase. El hombre para el que Jean-Baptiste venía a solicitar gracia probablemente formaba parte de la trama. El embajador debía dejar una puerta abierta.
—Ya veo hasta qué punto le aflige mi impotencia —prosiguió—, y soy consciente de que este asunto resulta en extremo doloroso para usted. Créame, deseo ayudarle. Déjeme reflexionar sobre el particular. Sí, sí, decididamente, veo una manera de ayudarle en sus intentos.
Al pronunciar aquellas frases con la mayor calma del mundo, el embajador intentaba intensificar una tensión que conferiría mayor importancia a su conclusión. Por desgracia, en aquel momento delicado, uno de los corpulentos sirvientes rusos, que sin motivo alguno no cesaban de ir y venir por la estancia, tropezó con una estatua que la hábil penumbra hacía suponer de mármol, pero que al romperse sin gran estrépito reveló ser de yeso. El incidente dio al traste con el efecto perseguido por el diplomático, quien, impaciente por dar un buen escarmiento a su personal, concluyó con rapidez:
—Una única solución, le decía: dirigirse en persona a Rusia en busca de testimonios concernientes a su amigo, dar con él y traerle usted mismo.
—Pero ¿cree que me autorizarían a ello?
—Puedo… entregarle una carta de recomendación para nuestra corte. Eso le permitiría llegar hasta un alto funcionario o incluso, si está disponible, hasta el propio ministro. Lo único que no podría garantizarle, huelga decirlo, es la seguridad. Para llegar a nuestro país, se verá obligado a atravesar comarcas en modo alguno apacibles…
Jean-Baptiste no esperaba semejante proposición. No obstante, resultaba previsible y lógica. Ya contaba con que se vería obligado a remover cielo y tierra en Persia, enviar correos, convencer a diplomáticos o a ministros. Pero ir él mismo en busca de Juremi… Durante aquellos años sedentarios había acabado por borrar poco a poco de su ánimo la idea de viajar, de correr aventuras arriesgadas. Las palabras del embajador le producían cierto vértigo, que no resultaba en absoluto desagradable.
—Bien —dijo en tono vacilante—, y por qué no, si en efecto se trata de la única solución…
—La única —confirmó Israel Orii—. Con todo, no carece de riesgos.
Jean-Baptiste sentía el corazón golpeándole sordamente en el pecho, y los golpes de aquel fantasma encerrado en su interior le decían bien a las claras cuál era su deseo secreto.
—Excelencia, prepáreme esa carta, por favor. Voy a ver qué medidas puedo tomar…
—Al momento —dijo el embajador, y se dirigió en busca de un secretario.
—¡No! —exclamó Jean-Baptiste, tan impaciente que no hubiera podido permanecer diez minutos más en aquella silla—. Me es imposible esperar… Los enfermos, ya sabe… visitas urgentes…
—Comprendo. En ese caso, envíeme a alguien a recoger esa misiva dentro de un rato, o mañana, cuando guste.
Jean-Baptiste le dio las gracias efusivamente y esta vez fue él quien, al alejarse a grandes zancadas, tropezó con una alfombra.
Satisfecho de su propia habilidad, Israel Orii regresó a su gabinete silbando una cancioncilla de pescadores que se cantaba en el mar del Norte. Tomó una pluma y, todavía en el calor de su inspiración, redactó dos cartas. La primera era el salvoconducto solicitado por Poncet, que le presentaba como un médico de Ispahán. La segunda, más larga, detallaba su historia, sus costumbres y el asunto Alberoni. La selló, puso el nombre del destinatario, Sr. jefe de la policía del zar, y la echó en un cofrecillo donde se acumulaba el correo secreto destinado a Moscú.
Jean-Baptiste fue directamente a su casa, con la cabeza gacha, estrujando semillas secas, las llaves y algunos trozos de papel que solía dejar olvidados en los bolsillos del traje.
Cruzó el jardín sin prestar atención ni siquiera a Françoise, que se hallaba tendida a la sombra en compañía de Saba. La joven, a su manera silenciosa y discreta, había prodigado sus cuidados a Françoise y en pocos días ocupó ante ella el lugar de confidente que su madre había ocupado antaño en El Cairo. Al ver el aspecto preocupado de Jean-Baptiste, ambas comprendieron que era mejor no interrumpir sus sombrías cavilaciones y no le dijeron nada.
Se dirigió en primer lugar a su laboratorio. George trabajaba en una destilación. El muchacho había recibido de sus primeros padres rudimentos de botánica, que profundizaba con el material de Jean-Baptiste. Poseía verdaderos dones para esa ciencia. Con todo, era tan serio, rebosaba tan ingenua confianza en las ciencias y en los progresos de la razón que Jean-Baptiste hacía agotadores esfuerzos por oponer a la suya una concepción poética del mundo de las plantas y de sus relaciones secretas con los seres humanos. Sea como fuere, aquel día Jean-Baptiste no estaba de humor para considerar la posibilidad de su compañía. Cerró la puerta y ganó la parte del jardín que quedaba detrás de la casa. Uno de sus lados estaba reservado a las plantas medicinales, y el otro a los rosales. Jean-Baptiste tomó una podadera que colgaba cerca de la puerta y entró en el bancal de las plantas medicinales, con estrechas hileras de matas aromáticas, unas tiernas y otras sarmentosas. Pasó revista a aquel pequeño ejército sin descubrir nada sospechoso para cortar, arrancar o partir. Por lo demás, el pobre jardín no había hecho mal a nadie. Al cabo de unos minutos arrojó la podadera junto a un semillero y fue a sentarse en un mojón de piedra que servía para depositar los cubos. Allí estaba, con los brazos cruzados y aspecto furioso, cuando Alix entró en el bancal.
—Te estaba buscando —le dijo.
Llevaba un vestido azul de algodón asargado, suelto a partir de la cintura, que ceñía con las manos para no engancharse al pasar por la estrecha avenida.
—Bueno —dijo cuando se halló a su lado—, ¿qué te ha dicho el embajador?
—No puede hacer nada.
—De modo que irás tú.
El tono de Alix era absolutamente neutro, no expresaba ni pregunta, ni duda, ni reproche alguno. Tal vez simple intuición. Jean-Baptiste le lanzó una breve mirada de sorpresa y curiosidad.
—Qué le vamos a hacer —refunfuñó—. Juremi es ahora un hombre viejo; ni siquiera a él le gustaría que sacáramos las cosas de quicio. Lo he intentado y no hay nada que hacer, de modo que es preciso resignarse.
Alix le miraba con una sutil sonrisa en el rostro, pero él rehuía sus ojos. Le dio la mano y, tras haber vencido su leve resistencia, le arrastró tras ella. Salieron del bancal de las plantas medicinales y se dirigieron a un banco de piedra, en la rosaleda, donde tomaron asiento uno al lado del otro. La mujer retuvo entre sus manos las de Jean-Baptiste, que no abandonaba su expresión enfurruñada.
—Escúchame un momento —dijo con dulzura—. Como sabes muy bien, Jean-Baptiste, los acontecimientos disponen de nosotros a su antojo. Las escasas veces en que está en nuestra mano decidir libremente, no tenemos derecho a desear otra cosa que la felicidad. Pues bien, no podremos ser dichosos si te quedas. Durante toda tu vida te reprocharías no haber socorrido a Juremi y nos culparías por haberte retenido. Detesto la idea de que te marches, Jean-Baptiste, pero tienes que irte.
En la rosaleda, según el estilo persa, no había ninguna avenida; una apretada masa de hierba, que los criados recortaban con tijeras, cubría el suelo hasta el arranque mismo de los rosales. Contra aquel fondo luminoso, el rostro claro de Alix, sus brazos desnudos y sus turgentes pechos que se insinuaban bajo los frunces del escote flotaban entre lo terrestre y lo celeste, lo humano y lo vegetal. Jean-Baptiste, presa de una violenta emoción, la estrechó contra su cuerpo. Solía ser el primero en sacudirse la melancolía, al igual que uno se niega a llevar un color que no le sienta bien. En esta ocasión, Alix había demostrado mayor vigilancia que él; al recordarle la esencia misma de su amor, acababa de devolverle el optimismo y la voluntad. Por supuesto, resultaba indecente mostrar demasiada alegría ante la perspectiva de marcharse. No menos ridículo era ocultar que ya lo había decidido, y ella lo había entendido muy bien. Así pues, iría en busca de Juremi, y a la dicha que implicaba salvarle se sumaría la de regresar a Ispahán.
Sentía ya todos los beneficios que semejante decisión comportaba. Ante todo, al contemplar a Alix, al aspirar su perfume y rozar su suave nuca con los labios, descubría esa disposición de la memoria propia de quienes se disponen a partir, que colma su espíritu de las cosas más insignificantes y que mañana habrán de convertirse en las más preciadas.
Todavía formuló, bien que con talante muy distinto, mil objeciones respecto a los inconvenientes que se derivarían de su ausencia. Algunos eran de orden práctico. ¿Tendría su esposa lo suficiente para vivir? ¿Qué haría si la situación política se complicaba? Alix respondía con seriedad a todos sus interrogantes. Seguiría entregando los remedios a los clientes para los que Jean-Baptiste dejase las recetas pertinentes; controlaría los gastos de la casa y, sin él, las fiestas y todo estipendio excepcional se reducirían a cero. En cuanto a las alteraciones en el clima político de Persia, ¿para qué creía que continuaba su entrenamiento en equitación y esgrima?, fanfarroneó.
Quedaba una última objeción, que él formuló con ternura. ¿No sufriría demasiado por estar separada de él? Ella respondió que le produciría mayor sufrimiento retenerle.
Al reflexionar más tarde sobre ello, Alix se dijo que quizá no había confesado toda la verdad, por no haberla visto todavía con absoluta claridad. Era evidente que para decidirse había pensado ante todo en Jean-Baptiste, en su nostalgia de Abisinia y de los viajes, en su amistad con Juremi, en su libertad. No obstante, más tarde fue experimentando poco a poco la sensación de que el retorno de los tiempos turbulentos, aventureros e inseguros venía a colmar en cierto modo algún deseo secreto que no se atrevía a confesarse. Con la presencia de Françoise, que cuidaba de Saba, y la marcha de Jean-Baptiste, se sintió de pronto liberada como madre y como esposa. ¿Qué mujer, arrebatada tan joven por un amor dichoso y que no había conocido interrupciones, no soñaría con recuperar, por poco que fuese, la emoción de una primera juventud todavía no concluida, y en la que la libertad no consiste tan solo en hacer feliz a otro?