5

Françoise llegó a media tarde, saludada por el clamor de miles de pájaros que piaban desde el refugio que les ofrecía un gran sicomoro. Toda la familia se había reunido en el patio, con Alix a la cabeza. Las dos mujeres se contemplaron un momento en silencio, dejando atrás sus sueños y plantando bien los pies en el duro suelo del presente. Cuando se hubieron reconocido, trascendiendo el tiempo, las adversidades y las huellas dejadas en la carne, se abrazaron entre sollozos. Durante largo rato todo se redujo a lágrimas de alegría, risas y emociones. Todos se mostraban solícitos con la recién llegada.

Tras la dura prueba que había supuesto su viaje, Françoise no tardó en sentir la necesidad de tomar asiento. La acomodaron en una otomana de bejuco, a la sombra de una terraza que daba al jardín, resguardada por un emparrado de glicinia. Alix quiso presentarle a su hija sin demora.

—Se llama Saba, en recuerdo de Abisinia. Françoise, ¿a que es como yo a los dieciséis años?

Se requería toda la ceguera de una madre para creer tal cosa, y Françoise sonrió con indulgencia. En efecto, cabía en lo posible que existiera cierta semejanza entre los rasgos de la madre y los de la hija. Sin embargo, dicha semejanza resultaba invisible debido a la manera en que se había coloreado el dibujo. El cabello de Alix tenía una tonalidad rubia, con el leve toque de algunos reflejos oscuros. Saba era pelirroja, de un rojo atrevido, que pregonaba su color y apagaba todos los matices. Aquellas brasas rojas, recogidas en una cola de caballo, enmarcaban el rostro dé Saba como una furia. Por muy reservado, grave y tranquilo que fuese su carácter, la joven, con los ojos negros como carbones que había heredado de su padre y aquella cabellera en llamas que derramaba sus ascuas en forma de pequeñas manchas sobre la piel, exhibía ese tipo de belleza que obliga a guardar silencio. Al abrazarla, Françoise sintió que una gran corriente de ternura pasaba entre ella y aquella joven salvaje.

Alix estaba buscando a George, el hijo adoptivo, que poco antes se encontraba en el patio. En el momento de ser presentado a Françoise, se había refugiado en el fondo del jardín. Al descubrirlo, Jean-Baptiste lo condujo hasta el grupo. Tembloroso y colorado como una amapola, el pobre chico hizo un saludo de lo más torpe, dudando de si debía llegar al extremo de arrodillarse. Françoise examinó con benevolencia a aquel muchacho tímido y bien parecido, que llevaba sus dieciocho años en el desorden de un cuerpo a medio camino entre dos edades. Su elevada estatura y su ancho torso eran ya los de un hombre, pero en la proa de esa larga carena apuntaba una carita delgada de delicados rasgos infantiles, enmarcada por cabellos de un rubio claro, y que se estremecía ante la menor zozobra. Una vez hechas las presentaciones, Françoise llamó al criado mongol que la había acompañado y, dándole la mano, lo arrastró hasta el centro del círculo.

—Y este es Küyük, que no habla nuestra lengua pero sí otras muchas. Es un hombre al que tengo en mucha estima y a quien debo la vida.

Dichas estas palabras, Küyük se inclinó sin mostrar la menor expresión; su rostro apagado estaba surcado de finas arrugas, profundas y rectas como cuchilladas. En ese momento trajeron tres grandes fuentes de mayólica llenas de un arroz blanco cocido a fuego lento junto con carne de cordero o pollo; uno estaba condimentado con zumo de granada, otro con limón y el tercero con azafrán. Jean-Baptiste sirvió un vino espumoso de Fars, muy semejante al champán.

Mucho más tarde, en el gran salón, alrededor de un fuego que templaba el aire nocturno, Françoise tuvo al fin la oportunidad de explicarse con calma respecto de su aventura y la suerte que había corrido Juremi.

—Cuando nos separamos en San Juan de Acre, al salir de Egipto, después del rapto de Alix, ¿recuerdan que Juremi y yo nos íbamos a Francia?

—A combatir con los camisards —asintió Jean-Baptiste.

—Fue idea de Juremi. No soportaba ser un proscrito. Regresó junto a sus hermanos protestantes y yo le seguí. Tal vez algún día tenga ocasión de narrarles esos terribles años… Pero todo eso queda lejos y quiero ir directa al asunto. Los camisards fueron aplastados. Nosotros estuvimos a punto de morir. Nos advirtieron a tiempo y salimos hacia España, y de allí a Inglaterra. Juremi conocía tanto el país como su lengua. No nos costó mucho encontrar un apacible trabajo de leñador y un puesto de costurera.

—¿En Londres? —osó preguntar George, y un intenso rubor cubrió su rostro.

—No, mi niño. Es verdad, se trata de tu país. En Surrey. El lugar era verde, muy tranquilo, y aún podríamos estar allí. Pero Juremi, después de todos aquellos años de aventuras, no saboreó esa paz más allá de seis meses. Se volvió melancólico. Ya le conocen, necesita emplear su fuerza, que por lo demás conserva intacta, figúrense. Sigue teniendo el mismo aspecto de armario; no ha perdido un solo cabello ni un pelo de la barba, solo que ahora los tiene completamente grises. Ahora bien, en medio de esas cenizas, sus ojos arden todavía.

Ante aquella evocación, dos lágrimas resbalaron en silencio por el rostro de la mujer hasta colgar de las aletas de la nariz, de donde las retiró con la yema del índice.

—En fin, como les decía —prosiguió—, en Inglaterra tuve mucho miedo por él. Se negaba a probar bocado, languidecía, hablaba del pasado, él, que nunca mira atrás. Le echaba mucho de menos, Jean-Baptiste, y eso podía comprenderlo, pues también yo ardía en deseos de tener noticias de ustedes. Pero a él, el recuerdo le llevaba a rumiar sin descanso. Con su extrema suavidad de bruto, me parecía muy capaz de maquinar en silencio algún acto desesperado.

—¿Por qué no nos escribió? —intervino Jean-Baptiste.

—¿Y adónde? Ignorábamos dónde estaban. Las pesquisas que había llevado a cabo en Francia para averiguar algo habían resultado infructuosas. Estaba claro que ya no se encontraban entre los turcos, pero ¿dónde, entonces? ¿En Rusia, en China, en las Indias? ¿Cómo saberlo? No; teníamos que arreglárnoslas solos. Entonces se me ocurrió una desafortunada idea. Una de mis clientes era la esposa de un financiero sueco. La valiente mujer me mantenía al corriente de las desdichas de su pobre patria. Ya saben que en tiempos de Carlos XII Suecia había sido un país muy próspero e incluso conquistador. En tanto se enredaron con sus pequeños vecinos de Polonia, Dinamarca o Curlandia, los suecos solo conocieron victorias. Sin embargo, un día se atrevieron con Rusia y ante semejante adversario quedaron extenuados. Desde entonces, Carlos XII había muerto y todos se habían ensañado con la espalda de los vencidos. Le conté todo esto a Juremi, para interesarle en otra cosa que no fuese su desesperación. Le dije que quizá pronto ya no existiría Suecia. Eso le enardeció. Aquellos protestantes sumidos en el desamparo le trastornaron. El hecho de que se tratase de protestantes le convenció de que no le echarían si corría en su ayuda, pero su gran preocupación era que se hallasen en peligro. Ama las causas desesperadas. Así es él. Y no entiendo por qué le gusta tanto pelear, a él, que jamás acepta ser vencido pero tampoco soporta encontrarse entre los vencedores…

—Así que se fueron a Suecia —dijo Alix—. Fue una locura. ¿No podía impedírselo?

—Mi querida Alix —repuso con tristeza Françoise—, sabe muy bien que las mujeres no debemos permitirnos expresar nuestros negros presentimientos. Solo rara vez hemos evitado las tragedias, y en cambio constantemente se nos culpa de haberlas provocado con nuestra alarma. Por lo demás, ¿cómo iba a encontrar el coraje suficiente para obstaculizar los planes de Juremi cuando le veía tan alegre y entusiasmado ante la perspectiva de abandonar la compañía de los corderos para volver a encontrar la fraternidad y la acción? Tan pronto como llegó a Estocolmo, los suecos, cuyo ejército estaba hecho trizas, le confiaron un regimiento.

—Pero si no hablaba su lengua… —objetó Jean-Baptiste.

—Ni una palabra, y de hecho se trata de un idioma que no es posible adquirir si tus padres no te han modelado la garganta a propósito. Pero, según parece, para hacer la guerra no es necesario explicarse muy a fondo. Gritaba sus órdenes en árabe para el ataque, en turco para las maniobras y en italiano para el descanso. Los soldados le adoraban.

Se echaron a reír aunque muy quedo para no despertar a Küyük, que se había quedado traspuesto junto al fuego.

—Yo me quedé en Estocolmo —prosiguió Françoise—, y jamás he visto tanta negrura. El cielo estaba oscuro veinte horas al día, al igual que el agua del puerto que contemplaba desde mi ventana. Y también las noticias que me llegaban eran muy negras, pues la guerra proseguía por todas partes y contra multitud de enemigos. Aquella paz que lo invadía todo a mi alrededor había acabado por derramarse sobre mi ánimo, y casi me sentí aliviada cuando vinieron a comunicarme la noticia…

—¿Está herido? —exclamó Jean-Baptiste, presa de gran inquietud.

—No lo creo. Pero esto es todo lo que sé. A Juremi le habían confiado la misión de conducir a su regimiento contra los rusos. Su mal carácter, que otros llaman bravura, le había designado para ese frente desesperado donde los combates tenían lugar a razón de diez contra uno. En diciembre entraron en contacto con los rusos, y el cinco de enero…

—¿De este año?

—En efecto. El cinco de enero, hace ahora cinco meses, fue rechazado con sus tropas hasta una hondonada cubierta por la nieve. El fondo de esa hondonada estaba ocupado por un lago helado. El frío era terrible. En los bosques de alrededor, los rusos habían emplazado a un tirador detrás de cada abeto. Era imposible encender hogueras en el lago, so pena de correr el riesgo de que los hombres fueran a parar a las heladas aguas. No había ninguna salida, lo que por otra parte era una suerte, pues Juremi se habría abierto camino por la menor brecha, de haber existido alguna, y habría encontrado la muerte. La segunda tarde se rindió a un general ruso que hablaba francés. En esa guerra absurda para él, en la que entendía mejor a sus enemigos que a sus soldados, por fin pudo mantener una verdadera conversación. Sé todo esto gracias a dos correos suecos. Los rusos les dejaron marchar para que llevasen las malas nuevas a la retaguardia, y de ese modo socavar un poco más la debilitada resistencia de los últimos combatientes.

—Así pues, ha caído en manos de los rusos —dijo Jean-Baptiste, que empezaba a sacar conclusiones obvias en lo tocante a la acción que había que emprender.

—Es la única certeza que tenemos.

—No le habrán…

—¿Fusilado? —dijo Françoise, dando muestras de que tenía el coraje suficiente para pronunciar la palabra que había quedado atascada en los labios de Jean-Baptiste—. No, no es la práctica habitual de los rusos. Me han convencido de ello decenas de testimonios.

—Entonces ¿qué han hecho con él?

—Está prisionero, de eso no cabe la menor duda, aunque ignoro por completo dónde y en qué condiciones. Me dije que no me enteraría de nada más si me quedaba en Estocolmo y por eso me puse en camino. La vida no nos había permitido reunir demasiados ahorros, de modo que me llevé todo cuanto teníamos, que no era gran cosa. Adquirí un reducido equipo, cuya parte más esencial era la mula que han visto y que al final me ha prestado buen servicio.

—¿Y Küyük? —preguntó Saba, que seguía con pasión el relato de Françoise.

—¿Küyük? —repitió esta, con una sonrisa—. Me lo envió el azar. Ya pueden imaginar lo que era Estocolmo tras la derrota. Por doquier pululaban toda clase de fugitivos, heridos, niños extraviados. Ese mongol dormía en una cochera, al pie de la casa que yo habitaba. Durante el día, encendía una pequeña hoguera sobre la nieve y preparaba en ella lo que los cocineros le arrojaban. Supongo que lo habían reclutado en los ejércitos del zar y los suecos lo capturaron en el curso de una campaña precedente. Hablaba un poco su lengua, pero sobre todo la de Rusia y la de las hordas asiáticas. La gente le llamaba el chamán y parecía desconfiar de él. Me dije que podría resultarme de utilidad, y que además sería una buena obra llevarle a casa. Cuando me puse en camino a principios de febrero, me siguió.

—¿Disfrazada de hombre? —preguntó Alix.

—Sí, fue una extraña idea, ¿verdad? Más tarde lo lamenté con frecuencia, sobre todo cuando llegué a esas zonas donde los hombres y las mujeres se diferencian mucho en el aspecto físico. En la Europa del norte en guerra, se trataba de una medida prudente y cómoda, pues los hombres se afeitan y llevan el cabello largo.

—Aquí solo nos llegaron lejanos ecos de esa guerra —dijo Jean-Baptiste—, pero me parece que aún no ha terminado. Los rusos todavía no han firmado la paz con Suecia. ¿Cómo consiguió salir del país?

—Por Polonia. Adopté el aspecto de un peregrino católico y me dirigí hacia Czestochowa para visitar a la Virgen negra. Imaginen lo desesperada que estaría —añadió riendo—, yo, que apenas me dejo llevar por la devoción, para ir a rezar a aquella Santa Madre. Y ella debió de percibir mi desasosiego, pues me concedió su favor.

—¿Le concedió su favor? ¿Y cómo? —quiso saber Saba.

—En primer lugar, al preguntar a los peregrinos llegados del este, comprendí que entrar en Rusia sin un motivo claro y sin papeles entrañaría grandes peligros. En otros tiempos tal vez eso no me hubiera arredrado, pero… ¿cómo explicarlo? No me sentí con fuerzas para afrontar sola tales dificultades. Entonces se produjo otro milagro. A un hombre le había destrozado las piernas una diligencia que había perdido una rueda. El hombre había acudido a Czestochowa en un intento por recuperar el uso de sus extremidades. Lo llevaban en una litera y cinco criados lo cuidaban. Uno de ellos, que hablaba francés, me dijo que su amo era muy rico y que había ganado su fortuna en Persia gracias al comercio de relojes y joyas, al que se dedicaba desde hacía veinte años. El pobre hombre se lamentaba a diario de no poder regresar a ese país, pues allí conocía al único médico que hubiera podido curarle. Le pregunté cuál era su nombre. Era usted.

A todos les conmovió semejante coincidencia. Alix hizo que sirvieran de nuevo vino espumoso. La conversación se dispersó en comentarios, en preguntas, y todos querían dar a conocer su opinión. Solo Jean-Baptiste permanecía silencioso y pensaba en las gestiones que al día siguiente emprendería sin falta.