4

A todo galope por el camino de Ispahán, Poncet ya no era el mismo. En la plenitud de la madurez, recuperaba de pronto una exaltación propia de la juventud. Françoise había regresado. Estaba prisionera, en peligro, condenada quizá. Y Juremi, vivo pero perdido en alguna parte, necesitaba su ayuda. Había que socorrerles.

Jean-Baptiste estaba seguro de que Alix se entusiasmaría, al igual que él, al oír semejantes noticias. Temía incluso que fuera capaz de emprender alguna acción audaz si sabía que Françoise se hallaba cautiva tan cerca de ellos. Por eso decidió que en cuanto llegara, sin descansar ni cambiarse de ropa, iría directamente a casa del nazir. Jean-Baptiste se presentó ante la verja a lomos de su caballo empapado en sudor y que cabrioleaba en el sitio como si no lograse detener su galope. El viajero, manchado de barro y con el rostro enmarcado por una barba de tres días, fue conducido a un salón y se dejó caer sobre una alfombra cubierta de almohadones rosa. El nazir no tardó en aparecer.

Puso una rodilla en tierra, luego la otra, despacio, y acabó de desplomarse, sentado en la posición del loto, con un gemido.

—¿Y bien? —dijo—. ¿Qué ha descubierto? ¿Se trata de una mujer?

—Señoría, sobre ello no cabe la menor duda.

—¡Magnífico! El primer ministro se sentirá feliz al saber que existe la perspectiva de un suplicio. En el punto en que se encuentra, pobre hombre, le hace mucha falta.

—Por desgracia, ciertas circunstancias harán imposible esa ejecución.

—¡Imposible! ¿Quién es esa mujer?

—Ante todo, ¿está seguro de que nadie puede oírnos?

Los dos hombres estaban sentados cerca de una de las columnas que sostenían las arcadas del patio. Los criados iban y venían por las baldosas de barro cocido. El nazir conservaba aún en la memoria la ejecución de uno de los favoritos del rey, un conspirador, a quien uno de sus esclavos había traicionado. A despecho del esfuerzo que aquel movimiento implicaba, se puso de pie y llevó a Jean-Baptiste cerca de la fuente que borboteaba en el centro del jardín. Sentados en el murete de mármol, podían vigilar en todas direcciones, y el sordo chapoteo de los surtidores apagaba el sonido de sus voces.

—Ahora puede hablar con toda libertad. Sobre todo, no me oculte nada. Se trata de una orden, Poncet.

Por el camino, Jean-Baptiste se había preparado para aquella delicada confesión. Era consciente de que resultaba imposible revelar la verdadera identidad de Françoise sin condenarla. Una antigua criada sin un diñar, y mujer de un proscrito por añadidura, tendría muy poco peso frente a las razones de Estado que exigían su ejecución. La recomendación del médico, por sí sola, no conseguiría evitarlo, y la desdichada, carente de defensa, sería el sujeto ideal para un tormento. Había que encontrar algo, pero ¿qué? No cabía convertir a Françoise en un personaje oficial procedente de Francia, o de cualquier otro país europeo; sin duda consultarían al embajador del país en cuestión y este se apresuraría a desmentirlo. ¿Entonces? A lo largo del viaje, Jean-Baptiste había dado vueltas y más vueltas al asunto, en vano. Afortunadamente, en el último momento, justo cuando franqueaba las puertas de Ispahán, se le ocurrió una idea. Al principio le pareció descabellada, mas luego se dijo que la suerte estaba echada. Rebosante de coraje, se sumió de lleno en su fábula.

—Me conoce de sobra, monseñor, para saber que no deseo ocultarle nada. Y sin embargo, la verdad resulta terrible, casi increíble. En cualquier caso, le hago entrega de ella sin cambiar una sola palabra. Esto es lo que he averiguado. Esa mujer es… la concubina del cardenal Alberoni.

Tras espetar tales palabras, para bien o para mal, una deliciosa sensación invadió a Jean-Baptiste. ¡Una mentira! Hacía mucho tiempo que no cedía a tamaño placer.

—¡La concubina del cardenal Alberoni! —repitió el nazir, paralizado como si un rayo hubiera caído sobre él.

—La misma —murmuró Jean-Baptiste con un parpadeo, cual si una aparición le hubiese conmocionado.

Que aquella mujer fuese la concubina de un cardenal no era, obviamente, algo que pudiera sorprender a un persa. Dicho pueblo no consideraba que la castidad fuese una virtud, sino más bien una quimera, una de esas entidades fabulosas que uno evoca a pesar de saber a ciencia cierta que no existen. Pero que el tal cardenal fuese Alberoni, eso sí resultaba en extremo singular. ¡Alberoni! El hombre que había dominado la política europea a lo largo de los últimos cinco años. Italiano de nacimiento, ese hábil prelado había llegado a ser consejero y, más tarde, primer ministro del rey de España, al que había forzado a contraer matrimonio con una hija de su primer señor, el duque de Parma. Una vez bien seguro de su poder, Alberoni había lanzado a todas sus fuerzas contra Austria, con el propósito de liberar Italia del yugo imperial. Bajo sus órdenes, las tropas españolas desembarcaron en Sicilia. Francia, Inglaterra y Holanda se habían aliado contra dicha invasión. Asimismo, los turcos, los escoceses partidarios de los Estuardo y los suecos, todos ellos hostiles a Austria y a Inglaterra, prestaron su apoyo al cardenal, para seguirle finalmente en la derrota. Los escoceses rechazados de Inglaterra, los suecos derrotados por los rusos, los turcos vencidos por el príncipe Eugenio habían acompañado a los españoles en su derrota en tierras italianas. A partir de ese momento, la caída del cardenal Alberoni fue inevitable, y el rey de España lo expulsó al año siguiente.

Ese folletín había tenido al mundo en vilo hasta su desenlace. En el vacío dejado por la muerte de Luis XIV, Alberoni, gracias a su audacia, había ocupado por espacio de cinco años la escena gloriosa de la historia. En ese momento el gran hombre era un proscrito. Se ocultaba en alguna parte, vagaba no se sabía por dónde, de nuevo convertido en el simple hijo de jardinero que era, a menos que estuviese preparando su revancha juntamente con alguna hazaña. Sus favoritos, aliados y sirvientes debían de haberse visto reducidos a la misma condición de clandestinos y emigrados. En cuanto a sus concubinas, si las tenía —¿y cómo, siendo tan poderoso, no iba a tenerlas?—, no resultaba en absoluto sorprendente que acudiesen en busca de refugio al otro confín de la tierra, y tratasen de mantenerse ocultas.

—¿Le ha dado alguna prueba? —dijo el nazir, no tanto con objeto de subrayar su incredulidad como para corroborar la convicción que se había forjado de inmediato.

—Vuestra excelencia no ignora que viajé por Francia y por Italia.

Del asunto de Abisinia, cuando se supo en Ispahán, los persas habían retenido sobre todo que Jean-Baptiste había acudido a Versalles para entrevistarse con el rey de Francia. Tal antecedente le confería un crédito de autoridad del que jamás había abusado pero del que en esta ocasión le pareció oportuno sacar provecho.

—¿Conoció al cardenal?

—Sí, en Parma, cuando pasé por ese ducado.

—¿Le acompañaba su concubina?

—A decir verdad, monseñor, estamos tocando un tema que reviste un carácter sagrado, puesto que se trata de confidencias hechas a un médico. No obstante, me veo obligado a revelar ese secreto profesional para proteger otro, en este caso un secreto de Estado, a saber, la presencia de dicha persona en este reino. Pues bien, sí, le diré que fue precisamente para curar a esa concubina, que a la sazón no intentaba en absoluto ocultar su sexo sino tan solo su estado, para lo que su eminencia me convocó.

—No me diga, Poncet, que fue usted culpable de ese innoble atentado contra Dios que supone un aborto.

—Entonces no se lo diré, y dejo en manos de monseñor el gobierno de su imaginación.

Cada pueblo coloca donde le place sus enternecimientos y sus aversiones. A los persas, a quienes el infanticidio, con tal que fuese discreto, no impresionaba demasiado, los medios empleados para poner término a un embarazo les producían vivo disgusto. Sin duda el orden del mundo no les parecía tan amenazado por la desaparición, en el fondo habitual, de un ser ya nacido como por una intrusión sacrílega en el misterio femenino de la generación.

—¿Y la ha reconocido usted en toda regla?

—¿No fue usted mismo, monseñor, quien me hizo el honor de confiarme que esa persona se había encomendado a mí? En efecto, la reconocí y ella me reconoció a su vez.

Con objeto de ocultar su perplejidad, el nazir levantó su gruesa mano y empezó a rascarse la nuca. El roce de sus largas uñas contra la piel sugería el ruido de la sierra al cortar un leño. Además de activar sin duda sus pensamientos en un momento en que se ponía a prueba su ingenio, aquel gesto tenía la virtud de avivar la sensibilidad de la zona sobre la que se abatiría el hacha si, con ocasión de un asunto delicado y arriesgado, tomaba una decisión que acarreara su desgracia.

A Jean-Baptiste, ante cuyos ojos su mentira cobraba vida, empezaba a asustarle un tanto haberse convertido en su creador. Sin embargo, ya no le era posible retroceder. Se limitaba a anticipar los pensamientos del nazir a fin de dirigirle por el derrotero más conveniente.

—Por supuesto —dijo de pronto—, habría que evitar a toda costa que a alguien se le ocurriese divulgar la identidad de esa desdichada.

—Sin embargo, al embajador de Francia le interesaría sobremanera semejante prisionera, y solo Dios sabe la suma que estaría dispuesto a pagar para que se la devolvieran —apuntó con perspicacia el nazir.

—Perdone que disienta de vuestra señoría. Me da la impresión de que entre los franceses este asunto ya no despierta excesivo interés. El esencial era Alberoni, y ha sido vencido. No emprenderán venganza alguna contra su concubina a menos que quieran convertirse en el hazmerreír de todos. Por el contrario, en cuanto ustedes den a conocer oficialmente la presencia de esa mujer en su país, serán sus vecinos los que quizá saquen mayor partido del asunto.

—¿Qué quiere decir?

—Pues… me parece que, dada la delicada posición en que se encuentra el reino en nuestros días, rusos y turcos solo buscan un pretexto para atacarles. Los rusos pedirán que les entreguen a esa mujer. Si se niegan, fingirán ver en ello un acto hostil y argüirán que tratan de proteger una conjura, puesto que Alberoni era aliado de sus enemigos suecos.

—¿Y si se la entregamos?

—Entonces serán los turcos quienes sostengan que los persas hacen causa común con Austria y Rusia. A Ibrahim Bajá le haría muy feliz redorar su escudo a su costa. En suma, toda la prudente política de neutralidad del primer ministro se vendría abajo. En lugar de tener que combatir únicamente con los afganos, se verían atrapados entre dos o tres fuegos.

Tras abandonar la nuca, la poderosa mano del nazir cayó sobre el hombro de Poncet, que a punto estuvo de ir a parar al estanque.

—Su razonamiento es muy certero y coincide punto por punto con mis propias conclusiones —manifestó el persa.

No obstante, en el silencio que siguió, Jean-Baptiste captó aún demasiada melancolía en el ánimo de su interlocutor para sentirse del todo confiado. El persa no se decidía a interrumpir el curso de los acontecimientos si su interés no había de verse recompensado. Para conseguir que liberasen a Françoise, era preciso sugerir que la gestión daría sus frutos en un futuro.

—Según dicen, Alberoni no salió de España con las manos vacías —insinuó con suavidad.

—¿De veras?

—El rey de España solo se decidió a provocar su desgracia para ceder a las exigencias de los vencedores, pero ama a su ministro y sin duda no le desposeyó.

—¿Y dónde habría metido todo ese oro, si se dio a la fuga?

—Para un italiano, la banca y el crédito carecen de secretos. Alberoni puede viajar por donde quiera vestido con una simple túnica, que ya se ocuparán los cambistas florentinos de pagarle, allí donde se encuentre, la suma que les pida.

El nazir conocía bien a aquella ralea. Toda la ruta hacia las Indias, incluso el mismo Ispahán, se hallaba sembrada de esos escurridizos auxiliares del comercio, italianos o judíos, a quienes era preciso recurrir en ocasiones para colmar los agujeros del tesoro del Estado.

—Bien, Alberoni sigue siendo rico…, ¿y entonces?

—Entonces, monseñor —dijo Jean-Baptiste con vehemencia—, muestren el auténtico y adorable rostro de su nación y de su soberano: concedan a esa desgraciada mujer la libertad y el respeto de su anonimato. Autorícenla a residir en Persia y limítense a prohibirle que abandone el país sin su consentimiento. Tengo la certeza de que sabe dónde se encuentra su amante. Le pondrá al corriente de tales favores y le hará saber a quién los debe; él sabrá recompensarlos. Si por ventura está en posición de llamarla a su lado, allí donde haya fijado su residencia, podrán ustedes negociar de manera ventajosa las condiciones de su partida.

El nazir mantuvo sus reservas unos momentos y luego, con una vivacidad excepcional para aquel corpachón, aferró a Jean-Baptiste y anduvo a pasitos cortos con él por la grava de la avenida.

—Dígame, Poncet, dígamelo con sinceridad —le cuchicheó al oído—; comprendo que manifestar una opinión es un asunto delicado puesto que, en definitiva, usted la conoce y es casi un amigo para esa mujer…

Poncet se apartó entre protestas, y el nazir lo atrajo de nuevo hacia sí mientras hacía chasquear la lengua varias veces.

—Bueno, un amigo no, como usted quiera, aunque tanto da. Sea sincero. ¿Sigue siendo… deseable? ¿Cree que Alberoni haría un esfuerzo, un verdadero esfuerzo, ya me entiende, por recuperarla?

Jean-Baptiste se sentía en extremo satisfecho. Aquel enorme mero había mordido con creces el anzuelo que le había echado. Lo único que restaba hacer era no tirar demasiado del sedal. Con toda seguridad, el nazir vería a Françoise en algún momento. La mujer había dejado atrás los sesenta, y si bien Jean-Baptiste la seguía encontrando hermosa, con una belleza de índole bondadosa, que surgía del interior, de lo que sabía de ella y de lo que percibía tras el detalle de sus envejecidos rasgos, era de temer que el persa, por su parte, la juzgase con excesiva crueldad.

—Solo puedo decirle que Alberoni estaba muy unido a ella cuando yo los conocí, y no me ha dado a entender en absoluto que se hubiera malquistado con él.

—Bien, bien, de acuerdo, pero respóndame: ¿sigue siendo una mujer deseable?

Jean-Baptiste no vaciló demasiado. Una idea acudió a su mente, y la cazó al vuelo.

—¿Deseable? —dijo—. Cómo explicárselo… ya sabe, para un cardenal…

—En efecto —repuso el nazir, al tiempo que sacudía su gran cabeza para manifestar su convicción—, tiene razón; es cierto que esa gente carece de sentido común.

Se irguió y, tras soltar a Jean-Baptiste, recuperó el aspecto solemne que por lo común jamás abandonaba. Ya había decidido su línea de conducta.

—Regrese a casa —dijo a Poncet, como si reparase por primera vez en su inmensa fatiga y suciedad—. Intentaré que el primer ministro comparta nuestros puntos de vista.

Llegados a la puerta de los establos, donde esperaba el caballo zaino de Jean-Baptiste, el nazir se permitió unas postreras palabras de inquietud.

—Olvidaba un punto esencial. ¿Qué opinarán esos mulás, que desearían que diéramos un escarmiento, si la liberamos? De ningún modo podemos divulgar la razón de nuestra clemencia.

Jean-Baptiste, que había relajado la atención, buscaba en vano una respuesta, pero fue el nazir quien dio con ella.

—¡Bah! —exclamó, al tiempo que giraba sobre sus talones—, no nos costará encontrar a otro a quien decapitar.