Siempre que abandonaba Ispahán para cabalgar por sus alrededores, Jean-Baptiste experimentaba de nuevo las razones de su amor por aquel país. La similitud entre los paisajes de Persia y los de Abisinia era tan evidente, ejercían sobre él una atracción tan parecida, que ambos debían de satisfacer en tal sentido alguna secreta armonía de su alma. Aquellas provincias de Irán, al igual que Etiopía, que había descubierto en el pasado, se componían de altiplanicies enmarcadas por montañas nevadas, en latitudes donde el sol reina, ilumina y calienta, sin turbar el aire límpido de las tierras altas. La escasa distancia entre las montañas y el mar las preserva de esos vientos cálidos, como el siroco, que vuelven la atmósfera sofocante y malsana. En Ispahán, el clima es tan saludable que el metal pulido más brillante puede quedar expuesto a la intemperie sin verse jamás atacado por la herrumbre.
En aquellas tierras encastilladas en su soberbia altitud, hombres orgullosos habían preservado dinastías milenarias, amenazadas sin cesar, a menudo abatidas pero jamás engullidas, pues constituyen el corazón y la razón de ser de los pueblos que las habitan. Tanto en Abisinia como en Irán, el deseo de profesar una religión universal se ve enturbiado por la negativa a perder la singularidad de sus propios dioses. Tal es sin duda la razón de que esos países solitarios sean también lugares propensos a la herejía. Los persas son musulmanes pero chiitas, al igual que los abisinios son cristianos pero coptos; es su manera de no apartarse por completo del mundo ni integrarse por completo en él. Para entenderlo es preciso haber sentido la familiaridad de esas elevadas mesetas con el cielo.
Jean-Baptiste galopaba a lomos de un caballo turcomano prestado por el nazir, que lo había sacado para la ocasión de los establos reales. La tarde del segundo día entró en Kashan.
Era una ciudad que conocía bien por haber sido llamado a ella con frecuencia a causa de los escorpiones. La abundancia de esos animales en la villa es célebre en todo el país. Sus habitantes pretenden que un talismán preparado en el pasado por los astrólogos habría conjurado un tanto esa maldición y reducido el número de alimañas. A tales conjuros de índole general se suman protecciones particulares, por ejemplo la que se propone a los extranjeros. Todas las mañanas se veía a las puertas de la ciudad a viajeros alineados, que declamaban en alta voz, a la atención de los venenosos invisibles: ¡Escorpiones, soy un extranjero y no me tocaréis ni un pelo! Se decía que semejante fórmula les inmunizaba.
No obstante, pese a todas esas precauciones, dos o tres veces al año Jean-Baptiste era llamado a Kashan a causa de una picadura especialmente grave o porque la víctima era una personalidad.
Al llegar al palacio real, donde se hallaba detenido aquel o aquella a quien debía ver, fue recibido por un digno anciano al que conocía bien, pues había curado a dos de sus hijas, ambas picadas una noche por el mismo escorpión, que se había colado en su dormitorio. El hombre era un ajund, es decir, un erudito encargado de cantar todos los viernes las alabanzas de Mahoma y de sus compañeros. Su avanzada edad, su piedad y una ceguera casi total habían hecho de él la persona ideal para guardar al molesto extranjero sobre cuyo sexo se interrogaba la corte de Persia.
—¡Ah, Poncet! —exclamó el anciano cuando el joven esclavo que le servía de recadero hubo anunciado al médico—. Me satisface mucho que sea a usted a quien hayan designado para esta tarea. Al menos podemos estar seguros de que la llevará a cabo sin el menor escándalo. La verdad es que ese individuo lo es todo salvo un huésped cómodo. Tanto si se trata de un hombre como de una mujer, preferiría no tenerle en mi casa. No quiere comer nada, sin duda por miedo a que le envenenen. Aparte del enviado del nazir, nadie ha conseguido sacarle una sola palabra de explicación.
—¿Se sabe al menos de qué país procede? —preguntó Jean-Baptiste, a quien la cuestión le había tenido preocupado durante el viaje.
—En su equipaje se ha descubierto un libro que tiene todo el aspecto de ser una Biblia y que uno de los doctores de la madrasa ha reconocido como escrito en la lengua de los franceses.
—Un francés, pues —dijo Poncet, pensativo.
—Y que se dirige a nosotros en un árabe de todo punto similar al que se habla en Egipto.
Entonces será alguien a quien conocí en El Cairo, pensó Jean-Baptiste, sin que disminuyera por ello su perplejidad. Durante los cinco años que había pasado en aquella ciudad, había conocido a tal cantidad de gente que resultaba vano interrogar su memoria al respecto.
—Lo mejor es que vea de inmediato al prisionero —afirmó.
—Cuidado —advirtió el ajund—, recuerde que aún no cabe considerarlo tal. Oficialmente le retenemos aquí para protegerle de aquellos que podrían desear tomar venganza en su persona. Por eso le recomiendo encarecidamente que actúe sin violencia alguna.
—No es mi costumbre atropellar a aquellos cuyo cuidado se me confía.
—Bien, pero ¿y si se niega a someterse a su examen? —apuntó con perspicacia el anciano.
—Ya veremos. Me corresponde persuadirle de que todo redundará en su beneficio. ¿Puedo empezar ya?
—No veo ningún inconveniente —dijo el anciano—, aunque por desgracia se ha hecho tarde y el sol se ha puesto ya.
—Bueno, supongo que tendrá alguna lámpara…
—¡Pues ahí está la cosa, que no soporta ninguna en su aposento! Ese monstruo ni hombre ni mujer, la maldición de Dios caiga sobre él, solo se alumbra con el resplandor de la luna, lo que en mi opinión hace presagiar alguna hechicería. No querría que le ocurriese nada malo.
—No tema. Ordene que me conduzcan hasta él; yo respondo de todo.
A regañadientes, el ajund dio una palmada para llamar a su esclavo. El muchacho apareció al instante.
—Dariush; busca un candil y conduce a este agá hasta el viajero. —Luego se volvió hacia Poncet y agregó—: ¿Necesita algún instrumento?
Ante la mera evocación del inminente examen, el rubor cubrió el rostro del piadoso anciano por encima de las mejillas, ocultas por una barba gris. Se supone a los persas mayor libertad de costumbres que la que gozan en realidad, y ello porque pueden casarse con varias mujeres e incluso contraer matrimonios temporales. Sin embargo, ni el número ni la frecuencia modifican el misterio que encierran los asuntos del sexo. El hombre que impone a sus esposas la clausura se convierte a su vez en el más ajeno a su mundo y aquel a quien menos se permite compartir ninguno de sus secretos.
Jean-Baptiste dio unos golpecitos en el maletín que había depositado a su lado, indicó con un ademán que dejara el asunto en sus manos, e insistió en ser conducido en el acto a los aposentos del viajero.
El anciano le dejó partir en compañía del esclavo. Atravesaron varios patios y subieron dos escaleras: una, monumental, conducía a las estancias del rey; la otra, oculta y de dimensiones modestas, llevaba al piso superior en el ala correspondiente a los establos.
En un largo corredor se alineaban pesadas puertas, todas ellas cerradas.
Aquella ala se hallaba desierta. El esclavo se detuvo por fin ante dos puertas situadas frente por frente.
—Encontrará al criado en este lado —dijo.
—Llévame de inmediato a presencia del viajero.
—Entonces es aquí.
El esclavo maniobró con dificultad una gran cerradura y descorrió un largo cerrojo; la puerta, bien engrasada, se abrió en silencio al frescor de una amplia sala donde reinaba la oscuridad más absoluta.
—Dame el candil y aguárdame fuera —ordenó Poncet.
Con la pesada lámpara de metal al extremo del brazo extendido, se adentró unos pasos en la vasta estancia. La viva luz de la llama no lograba incidir sobre objeto alguno en la densa oscuridad. En lugar de alumbrar lo que fuese, más bien cegaba a Jean-Baptiste, que sin embargo sujetaba la lámpara en alto, frente a sí. Oyó que se cerraba la puerta y el esclavo echaba el cerrojo.
—¿Dónde se ha metido? —dijo en francés, al tiempo que daba media vuelta.
Una voz susurró desde el rincón más oscuro del cuarto:
—Apague esa luz si quiere verme, y deje que sus ojos se acostumbren a la penumbra.
Poncet apagó la mecha de un soplo. Unos instantes después la luna, que se distinguía claramente a través de un tragaluz redondo, bañó el espacio con una claridad azulada que dejaba adivinar los muebles y la silueta del viajero.
—Siéntese aquí.
Jean-Baptiste vio que el ajund había tenido el buen gusto de proveer la celda de muebles europeos. Buscó una silla y el viajero tomó asiento frente a él, al otro lado de la mesa.
—¿Es usted francés? —dijo el desconocido en voz alta, y Jean-Baptiste se sobresaltó al oírle.
—En efecto.
—Yo también.
Dios, ¿era posible? En aquella entonación a Jean-Baptiste le pareció reconocer, surgida de la distancia de tantos años…
—¿Conoce al doctor Poncet? —añadió el desconocido.
Jean-Baptiste se puso en pie de un brinco. Estaba sumamente pálido y se sentía paralizado por una intensa emoción.
—Pero si… —vaciló el médico— ¡soy yo!
Entonces la desconocida, de pie a su vez, experimentó un leve estremecimiento y luego se echó a sus brazos mientras exclamaba:
—¡Oh, qué feliz soy!
—¡Françoise! ¡Françoise! —murmuró Jean-Baptiste, al tiempo que la estrechaba contra su pecho.
Françoise de El Cairo; Françoise, la fiel criada que había reconfortado a Alix durante el largo viaje de Jean-Baptiste a Abisinia. Françoise, que había ayudado a huir a los amantes y compartido con ellos las fatigas y los peligros de aquella rebelión. Françoise, en fin, que se había marchado a Francia con el maestro Juremi, el amigo tan querido, de cuya pérdida a Jean-Baptiste le era imposible consolarse. Y allí estaba, de regreso al cabo de quince años de silencio, quince largos años de la más completa ausencia.
Mientras tanto, el esclavo había regresado junto al ajund, tal como este le había encarecido.
Al cabo de media hora, el anciano le envió de nuevo para averiguar en qué punto de sus averiguaciones se hallaba el médico. El muchacho descorrió el cerrojo y llamó en la oscuridad.
—¡Mirza!
—Sí, ¿qué ocurre? —dijo Poncet de mal talante.
Se había vuelto a sentar y, sin soltar las manos de Françoise, que mantenía entre las suyas, había entablado con ella una apasionada conversación.
—Mi amo me envía a preguntarle si la operación ha concluido —susurró el joven criado.
—¿La operación?
—Es la palabra que ha utilizado…
—Ah, sí —repuso Jean-Baptiste entre risas—. Pues… voy progresando. Dile eso simplemente, que voy progresando.
El esclavo fue a llevar tan enigmática respuesta al anciano, que daba vueltas por su despacho como un animal enjaulado.
—Es un milagro haberle encontrado por fin —dijo Françoise en cuanto volvieron a hallarse a solas.
—¡Encontrado! Eso quiere decir que me buscaba, que no ha sido el azar lo que la ha conducido hasta aquí.
—Sí y no. En efecto, el azar fue el que hace algunos meses me llevó a descubrir que estaba usted en Ispahán, pero desde entonces no he tenido más que un deseo: reunirme con usted cuanto antes. Por cierto —añadió, presa de una súbita inquietud—, ¿y Alix?
—Está conmigo, tan hermosa como la conoció. Cuide de que no desfallezca de felicidad cuando la vea.
—¡Oh, Jean-Baptiste, qué dichosa me siento y cómo ardo en deseos de verla!
—¿Y… Juremi?
—Es una larga historia…
—Pero dígame sin demora, ¿está… vivo?
—Vivo, desde luego, al menos la última vez que le vi, lo que se remonta a comienzos de este año. Sin embargo, Jean-Baptiste, esto es lo que he venido a decirle: corre un grave peligro y solo usted puede salvarle.
—¡Peligro! Pero ¿cómo es eso, y dónde? Oh, Françoise, cuéntemelo todo desde el principio.
Françoise empezó a explicarse, pero en el curso de su relato fue intercalando mil preguntas relativas a Alix y Jean-Baptiste. Quince años de aquellas cuatro vidas, quince años de aventuras y de júbilo, de infortunios y satisfacciones no podían aflorar apaciblemente. Sus confidencias se entremezclaban. Respondían a una pregunta con otra y salpicaban su relato de lágrimas, sin que de él saliera nada en claro.
Había transcurrido cerca de una hora. Cada vez que enviaba al esclavo, el ajund recibía la misma respuesta.
—Va progresando. ¡Va progresando! Muy bien —gruñía el piadoso erudito, cada vez de peor humor—. Y dices que están a oscuras. Hum… No albergo ninguna duda respecto a Poncet, que me parece un hombre honesto. Pero ¡quién sabe qué sortilegio habrá llevado a cabo ese djinn! Tenemos intención de averiguar si es hombre o mujer; sin embargo, no me sorprendería que en realidad disponga de varios sexos para extraviar a las almas más puras… ¡Dariush, escúchame bien! Vas a volver allí, pero esta vez descorrerás el cerrojo lo más silenciosamente posible y entrarás en el cuarto, ¿comprendes? Ten cuidado de no ceder a seducción alguna, porque te va la vida en ello. Acostúmbrate a la oscuridad y observa. Observa bien. Quiero saber lo que están haciendo.
El esclavo obedeció, tembloroso. Por influencia de su amo, había crecido entre temores mágicos y aquella situación le parecía preñada de maleficios. Invocando a Ali y al imán Reza, se deslizó en el interior de la celda. Seguía temblando cuando regresó junto al ajund.
—¿Y bien?
—Pues… Oh, amo, créame si le digo que nadie puede informarle más fielmente de cuanto me ha sido concedido ver.
—¡Hablarás de una vez!
—A eso voy… Están cogidos de la mano y… lloran.
—¡Y a eso le llama progresar! —replicó el anciano, estupefacto—. ¡Lloran! El pobre médico se halla bajo un encantamiento, de eso no cabe duda. Su razón no habrá podido resistirse. Ese monstruo es peligroso, Dariush, te lo aseguro, y el primer ministro se hallaba en lo cierto: no estaremos tranquilos hasta haberle decapitado.