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Entre los clientes más destacados de Jean-Baptiste Poncet figuraba un noble persa. Era el nazir, cargo que correspondía más o menos al de gran superintendente en una corte occidental, y que le elevaba al rango de príncipe. Estaba al cuidado de cuanto pertenecía al rey, que era considerable. Disponía por ejemplo de unas trescientas casas que el monarca poseía en la capital, las cuales adjudicaba, a tenor de los favores recibidos, a tal o cual cortesano; recaudaba los impuestos reales y velaba por que se pagara cuanto se debía a la Corona en materia de comercio, multas u obligaciones. Huelga decir que el nazir sacaba tajada de tales fondos, siempre que podía hacerlo sin llamar la atención. Solo el temor al rey le impedía convertirse en el mayor concusionario del mundo. Así y todo, era muy rico y en extremo poderoso.

Aquella mañana Poncet se dirigió a casa del nazir a pie, pues nada le agradaba tanto como atravesar el chahar bagh al alba. La sombra de los grandes arces alineados a lo largo de la avenida teñía de verde el agua del estrecho canal que corría por su centro. Se oía el murmullo de las pequeñas cascadas que dividían aquel curso de agua en otros tantos estanques trémulos y oscuros. A aquella temprana hora en que piaban los pajarillos y brazos medio dormidos abrían con un golpe seco las persianas, era como si una ciudad y un bosque se despertasen al mismo tiempo, tras la tierna noche que los había mantenido entrelazados.

El médico iba balanceando su sempiterno maletín, lleno de frascos de remedios, que no le abandonaba desde El Cairo. El cabello, que llevaba largo, seguía siendo ensortijado y casi tan negro como antaño. La larga práctica en Oriente le había enseñado una cortesía en los modales que no hacía mella alguna en su libertad de conducta y de pensamiento.

Cuando llegó a la entrada del palacio, percibió en el aire ya tibio de aquel amanecer los aromas delicados y quejumbrosos de jazmín procedentes del jardín. Una resplandeciente carroza se hallaba estacionada ante los establos, y una decena de sirvientes ricamente ataviados deambulaban en silencio a su alrededor.

—El primer ministro está en conciliábulo con mi amo —dijo el guardia que recibió a Jean-Baptiste en la verja.

—Muy bien, pues volveré mañana.

Contemplaba con placer la perspectiva que se le presentaba de gozar de tiempo libre y dar un largo paseo.

—No, no, ha insistido mucho en que entrase.

Sin aguardar respuesta, el criado condujo al médico hasta un pequeño pabellón apartado, en el jardín; un estanque bordeado de rocalla y jacintos rodeaba casi todo su contorno. Jean-Baptiste, al que habían obsequiado con té y bizcochos, permaneció allí cerca de una hora, contemplando cómo se ondulaba el dorso negro de las carpas en el agua verdosa del estanque.

Por fin le llevaron a una estancia baja, en una entreplanta, donde el nazir le esperaba sentado en una alfombra de seda. Una barba corta le cubría las mejillas y el mentón; los mostachos en cambio eran tan largos, al estilo en boga entre los persas de Georgia, que hubiera podido recogérselos detrás de las orejas. Su amplia túnica de brocado no lograba ocultar una considerable gordura, aunque parecía componerse tanto de músculo como de grasa, en proporción con una complexión robusta de montañés. Las manos, enormes y de anchas muñecas, yacían sobre las rodillas como herramientas abandonadas al borde de un campo. Entre los campesinos, muchos solo logran ascender en el seno de la sociedad gracias al esfuerzo de varias generaciones. Sin embargo, algunos llegan por sí mismos a la cima mediante el uso de las mismas cualidades sencillas que les permitían domar a los toros y ayudar a traer al mundo a los terneros. En todas las cortes y todas las épocas se encuentran ejemplos de semejante mezcla de rudeza y lisonjas, de tosquedad y refinamiento. En el principio de esta alianza subyace por lo general la astucia, y el nazir, de haberse visto obligado a vender algo, habría podido sacar partido de la suya sin temor a agotarla.

—Mi querido amigo —empezó el nazir tan pronto como Jean-Baptiste se acomodó—, el primer ministro acaba de dejarme y hemos conferenciado sobre una noticia en extremo singular.

A Jean-Baptiste no le sorprendió demasiado que el nazir le consultase sobre una cuestión política. Desde que le atendía y se había ganado su confianza, aquel personaje se abría a él con frecuencia, no ya sobre preocupaciones personales, sino respecto a cuestiones que a veces concernían al Estado.

—Bien, se trata sencillamente de usted, mi querido Mirza Poncet.

—¡De mí! Pero ¿en qué sentido puede preocupar mi persona al gran visir?

La mañana se hallaba ya muy avanzada y para entonces el sol debía de estar bien alto en el cielo. Sin embargo, la sombra del jardín conservaba un frescor exquisito; el mosaico de loza azul y roja que cubría las paredes estaba iluminado por los reflejos del estanque. El nazir hizo una seña a uno de sus sirvientes, que acudió portando una bandeja cincelada con dos copas de vino de Shiraz. Este intermedio dio paso a un breve silencio en la conversación, durante el cual el persa pareció buscar un comienzo conveniente para sus explicaciones.

—Sin duda no ignora que en la actualidad numerosos extranjeros acuden a nuestras tierras y que les reservamos la mejor acogida —prosiguió al fin—. El propio rey ha prohibido que nadie toque uno solo de sus cabellos. Aun cuando profesen otras religiones y tengan costumbres que reprobamos, son nuestros huéspedes y les consideramos sagrados.

A Jean-Baptiste tal comienzo le aterrorizó. ¿Habría ofendido, siquiera mínimamente, las leyes de la hospitalidad persa, él, que después de quince años seguía siendo un extranjero?

—La mayoría de los viajeros se dedican al comercio; algunos, a veces los mismos, pretenden ser portadores de misiones oficiales en nuestra corte, y tratamos de deslindar en sus palabras lo verdadero de lo falso. Por último, otros son religiosos, y en cuanto tales, insisto, pueden residir en esta tierra, por mucho que profesen otra fe. En una palabra, lo aceptamos todo, a excepción de la mentira y el desenfreno desvergonzado.

El nazir bebió un poco de vino, giró con suavidad la copa y contempló con manifiesto placer cómo el líquido dorado se deslizaba lentamente por las paredes de cristal.

—Esto es lo que nos ha pasado —continuó—. Un joven mercader de nuestra nación, en extremo piadoso y muy conocedor de las costumbres del extranjero, albergaba sospechas respecto a un viajero franco al que siguió en dos etapas, hasta el caravasar de Kashan.

Jean-Baptiste, aunque desconcertado por aquel comienzo, asintió cortésmente.

—Decidido a corroborar lo fundado de sus sospechas, nuestro joven mercader acabó por descubrir que el así llamado viajero era en realidad… una viajera.

—¡Una mujer!

—Eso parece —asintió el nazir un tanto turbado, y un súbito rubor apareció en su rudo rostro.

—No obstante, resulta fácil comprobar ese extremo.

—Sin duda, pero no olvide que se trata de una extranjera. Incluso en tales circunstancias y ante la evidencia de la traición, nuestras gentes se limitaron a retenerla. Todo cuanto saben es que tiene un pecho opulento. No han ido más allá en sus constataciones.

—Así pues, un viajero de pecho opulento ha sido detenido en Kashan —resumió Jean-Baptiste, tratando de contener la risa.

—En efecto. Y esa mujer, a menos que se trate de un monstruo semejante a algunos de nuestros eunucos, en quienes la naturaleza parece haberse divertido en desafiar el sentido común y el pudor, esa mujer, repito, está actualmente en nuestras manos.

—¿En Ispahán?

—No, sigue en Kashan, en el cuartel de la guardia real. Se le ha reservado una celda, o mejor sería decir unos aposentos, pues según me han dicho no le falta de nada. Ni siquiera la han privado de su horrible criado mongol.

—¡Un criado mongol! ¡Demonios! —exclamó Jean-Baptiste—. ¿Y qué piensan hacer con esa yunta nada corriente, si me permite preguntarlo?

—A decir verdad, no sabemos qué postura adoptar. El mercader que procedió al arresto, si bien dio muestras de una loable vigilancia, no se ha mostrado tan discreto como hubiéramos deseado. Empiezan a llegar rumores hasta aquí mismo, al bazar, de que una espía disfrazada ha intentado abusar de nuestra indulgencia. Ya conoce el estado actual del reino.

El nazir echó una breve mirada a su alrededor, como para asegurarse de que los criados se hallaban a suficiente distancia para no oírle, e inclinándose hacia el médico susurró:

—El año pasado, los kurdos en rebeldía casi llegaron hasta la capital. Esos perros afganos se han apoderado de Herat y no hay nada capaz de expulsarlos de allí. Otra de sus tribus se agita en Kandahar; se dice que incluso están listos para marchar sobre nosotros. Durante ese tiempo, los turcos han tomado Ereván, en Armenia, y se preguntan, al igual que los rusos, a qué parte de nuestro imperio podrán hincar el diente ahora. Muchos afirman, en especial los chiitas más piadosos, que deberíamos expulsar a todos los extranjeros que viven en nuestro suelo y son cómplices de nuestros vecinos. —Luego, en voz aún más baja, añadió—: Resulta más fácil emprenderla con los demás que reconocer las propias debilidades…

Poncet se llevó la copa a los labios para no tener que mostrar la menor expresión. No ignoraba hasta qué punto la corte de Persia se hallaba sembrada de grandes peligros, entre los cuales el más terrible era sin ninguna duda una confidencia.

—En el fondo, el primer ministro, al que acabo de dejar —prosiguió el nazir—, no está descontento de este incidente. Como sabe, desde su peregrinaje a La Meca no hay servidor de la fe que muestre mayor celo que él. Opina que el rey es demasiado débil, y nada le satisfaría tanto como aprovechar la ocasión para obligarle a actuar. Su plan es muy sencillo: quiere que juzguen y condenen a esa mujer como espía, que la decapiten en público. Mediante ese pequeño derramamiento de sangre, el primer ministro espera que muchos extranjeros se echen a temblar y emprendan la huida. Al mismo tiempo serviría para apaciguar a los musulmanes que murmuran contra el régimen y lo acusan de mostrar excesiva debilidad.

El robusto nazir se había incorporado con dificultad, plantando las manazas en el suelo de mármol en busca de un nuevo punto de apoyo para sus nalgas. Cuando se tenía un físico determinado, se dijo Jean-Baptiste, era preferible nacer en el seno de civilizaciones que hubieran adoptado el sillón…

—¿Y en qué puedo contribuir yo a sus designios? —quiso saber.

—Es muy sencillo. Como comprenderá, antes de condenar a esa mujer como espía es indispensable que nos aseguremos de dos cuestiones: ante todo, que se trata sin lugar a dudas de una mujer, pues su delito se basa precisamente en esa mentira. En segundo lugar, que no es una verdadera espía. Estamos dispuestos a dar un escarmiento, pero no al precio de iniciar un conflicto con una de las potencias que comercian con nosotros y a las que intentamos tratar con muchos miramientos.

Poncet reconocía en todo aquello los principios que imperaban en la corte, donde la sutileza llevada al extremo rebasaba el compromiso para caer en la debilidad, con los desastrosos resultados que saltaban a la vista.

—Bien, eso es todo —concluyó el nazir mientras se estiraba con el brazo casi completamente extendido una guía del bigote—. He propuesto su nombre al primer ministro, a quien ya habían llegado los ecos de su celebridad, y que ha aceptado de muy buen grado. Así pues partirá lo antes posible hacia Kashan. Se llega en menos de tres días. Tendrá el encargo oficial de visitar a ese viajero en la intimidad para determinar cuál es su sexo. Es usted un compatriota, de modo que no habrá en ello la menor ofensa.

Jean-Baptiste hizo una reverencia.

—No podría negarme a una petición de vuestra excelencia.

—Perfecto —convino el nazir, y así diciendo empezó a levantarse, lo que consiguió agarrándose con fuerza a la balaustrada.

Una vez en pie, se llevó consigo a Jean-Baptiste al jardín para acompañarle. Unos cuantos pasos después, se detuvo a la sombra de un sagú, le apretó el brazo como para mantenerle inmóvil y añadió en voz baja:

—El primer ministro lo ignora, pero en mi opinión usted podrá decirnos mucho más sobre esa mujer… pues no dudo de que lo sea. Gracias a usted, cuento con estar al corriente de sus proyectos, saber si se le ha confiado alguna misión, de qué naturaleza y por cuenta de quién. Ahora bien, de esto me informará a mí, únicamente a mí. Debo sacar algún provecho del favor que le hago.

Poncet comprendió que aquel encargo sería sin duda generosamente retribuido y que el nazir no dejaría de pescar algo al pasar.

—Agradezco a vuestra excelencia que me haya designado ante el gran visir para semejante misión. Sin embargo, dígame una sola cosa: ¿qué le hace pensar que yo podré averiguar los propósitos de esa mujer, una completa desconocida para mí?

—Escuche, Poncet, mi favor no consiste en lo que está pensando. No recibirá ni un diñar por esta intervención. No obstante, como es usted mi médico desde hace diez años y le tengo en gran estima para tal función, he querido hacerle un buen servicio, simplemente. Dicho servicio no consiste en hablar de usted al gran visir, sino más bien en ocultarle otra cuestión que le concierne y que me parece comprometedora.

Cierto movimiento de los sirvientes, a su espalda, indicaba que estaban quitando la mesa en el pabellón. El nazir echó una ojeada en esa dirección y luego, acercándose todavía más a Jean-Baptiste, hasta el punto de que este sintió los negros pelos del notable mostacho rozándole la nariz, le susurró estas palabras:

—Esa mujer dio el nombre de usted al esclavo que envié para que la interrogase. Afirma que le conoce, cuestión que de momento solo yo conozco. Más vale que yo averigüe sin demora quién es, y si su captura puede comprometerle.