Nadie podía presentir la inminencia de un escándalo. El caravasar real de Kashan se hallaba todavía en esa época, la mejor que conocieran aquellos inmensos albergues, en que los viajeros, sus sirvientes y sus monturas podían encontrar seguridad y reposo en las duras rutas de Oriente. Había sido construido cien años antes por orden del gran rey Abbás, libertador de Persia. Cuenta la tradición que al visitar las cocinas del caravasar, al sah Abbás le cupo la satisfacción de ver que las tapaderas de las ollas, puestas al fuego, se alzaban un par de pulgadas a su paso para testimoniarle la sumisión de los objetos inanimados en igual medida que la de los hombres. Desde entonces, el establecimiento no había dejado de deslumbrar con su esplendor a los viajeros que penetraban en él. Se respiraba paz y, en aquellos primeros días de agosto de 1721, nada hacía presagiar que esta iba a verse brutalmente turbada.
La tarde anterior todo el mundo había sonreído al observar la llegada de un franco miserable y de aspecto singular. Resultaba difícil imaginar un séquito más reducido; aparte de su propia persona, el viajero solo contaba para almohazar a su vieja mula con un único servidor, un mongol patituerto y minúsculo. Su rostro de facciones planas, horripilante para los persas, a quienes el mero paso de Tamerlán había puesto en guardia contra las tribus de las estepas, estaba surcado por profundas arrugas y adornado en el mentón con tres o cuatro pelos grises, gruesos y retorcidos como cabos de sisal. Rodeaban sus pantorrillas sendas vainas formadas por trapos que sujetaba con feas tiras de cuero de vaca. El amo no tenía un aspecto mucho más presentable. La primera noche solo le habían visto a la luz de las candelas, y se las ingenio para no mostrar en exceso sus rasgos. Mantenía la cabeza hundida en el cuello subido de su traje, y un amplio fieltro dejaba su rostro en sombras. Sus ropas se veían raídas y muy sucias, pero no parecía impaciente por quitárselas. Por lo demás, a juzgar por el escaso volumen de su equipaje, probablemente no estaba en condiciones de sustituirlas por otras. Hacia las diez, sin que nadie hubiera oído aún su voz, le vieron atravesar el patio en silencio. Para llegar a su aposento había tomado la precaución de rodear la escalinata central, que los persas llaman mah-tâb, es decir, miraluna, pues tienen por costumbre sentarse en ella por la noche para contemplar la plateada luz del astro. Los ociosos del atardecer hicieron algunos comentarios sobre aquella extraña silueta, pues el extranjero exhibía unas caderas curiosamente abultadas y sus calzones, que los francos suelen llevar ceñidos, eran de corte abolsado. No obstante, la mayoría de los persas se resignan a las peculiaridades de los extranjeros. Sus deformidades atestiguan la corrupción que producen en el hombre las carnes impuras que el Profeta tuvo la sabiduría de prohibir, y con las que esos infieles se regalan de manera ignominiosa.
A nadie le había pasado tampoco inadvertida la llegada esa misma tarde de dos mercaderes persas que regresaban a la capital con una recua de mulos, los cuales acarreaban abultados fardos atados con cuerdas. Los parroquianos del caravasar los conocían al menos de vista, sobre todo al más joven, que llevaba el nombre bendito de Ali. Aquel mocetón en la flor de la vida había recorrido Persia de un extremo a otro, hacia Kandahar y Herat en el país de los afganos, hacia el kanato de Jiva, donde se venden los esclavos, al oeste hacia Basora, en el Éufrates, y al este hasta la India y las tierras del gran mogol. Había estado muy cerca de alcanzar La Meca, y aquel celoso musulmán se prometía visitarla de nuevo en el futuro.
Ali y su compañero de más edad habían cenado tranquilamente, sin dejar de lanzar breves miradas en dirección al extranjero, que había tomado asiento en un aparte. Pero nada había de ocurrir hasta el día siguiente, y en ello estaban cuando, a la hora de la siesta, se presentó la ocasión propicia.
En el vasto patio cuadrado que enmarcaban las dos hileras de arcadas ojivales, el sol arrancaba vibrantes destellos al suelo de pórfido blanco. A aquella hora temprana de la tarde, una dulce lasitud se había adueñado de hombres y animales. Tumbados en alfombras extendidas sobre las mismas baldosas, a la sombra de las antecámaras, cuyas paredes se hallaban revestidas de madera, los viajeros, silenciosos y soñolientos, no se cansaban de escuchar el sonido cristalino de los surtidores que, en las cuatro esquinas del patio, borboteaban en los estanques de mármol rosa. El mismo cielo, vacío de nubes y de aves, había dejado de ser cómplice del que quemaba como un horno en el exterior para convertirse en una lejana y deliciosa tapadera de refrescante loza.
En ese momento, el extranjero, abandonando un tanto su prudencia, se atrevió a asomarse en el primer piso, con la cabeza descubierta y en camisa, para tomar el aire. Acodado en el balcón de balaustres que dominaba el patio, ofrecía el rostro al sol con voluptuosidad.
Ali, tendido en la alfombra de Ardebil que siempre llevaba en sus viajes, se incorporó sobre un codo y posó la mano en el brazo de su camarada para despertarle.
—¡Mira!
El viajero llevaba el cabello largo, recogido hacia atrás con una lazada, según era moda en las pelucas de la época, aunque no parecía una peluca sino una mata de pelo auténtica, espesa y con el nacimiento situado en el lugar correspondiente. ¿Fue ese detalle lo que captó Ali, o bien llegó a distinguir desde tan lejos las manos regordetas y las finas muñecas?
—Hace dos días que te lo vengo diciendo —susurró Ali a su compañero, medio dormido aún.
El extranjero, que paseaba la mirada por el patio y las arcadas, se encontró con los ojos de Ali, brillantes a través de la penumbra y fijos en él. Sobresaltado, se apartó con rapidez del antepecho y desapareció en el interior de su aposento.
Ali, convencido por tan precipitada huida de que sus sospechas eran fundadas, se puso en pie de un salto y rogó a su amigo que le aguardase. Rodeó las arcadas, subió las escaleras y se detuvo ante la puerta del extranjero. Esta no estaba cerrada, según era costumbre en los caravasares, y se podía penetrar libremente en la antecámara, un pórtico cuadrado de diez pies de espacio cubierto por media cúpula. Los humildes arreos de la mula se hallaban amontonados en un rincón. En el aire viciado flotaba un olor repugnante que procedía de la borra del petral, el olor de sudor concentrado que emana de un viejo y enjuto animal incapaz de transpirar otra cosa que su sangre y el jugo de sus entrañas. El mongol, sentado en un fardo de yute, parecía aturdido por aquella inhalación. Antes de que pudiera esbozar un solo gesto, Ali ya había abierto la segunda puerta. El extranjero, a contraluz, se encontraba de pie, apoyado en la gran chimenea, cerca del fondo de la amplia estancia abovedada que formaba el cuerpo central del aposento.
El mongol, con fuerza inusitada para un cuerpo tan endeble, aferró a Ali por el brazo, pero el extranjero hizo una seña al criado, que retrocedió.
El mercader avanzó dos pasos por la habitación. Ante un nuevo ademán, el mongol se retiró, cerrando la puerta. El extranjero indicó un banco de piedra apoyado en la pared e invitó al persa a sentarse. Ali manifestó su negativa con un gesto y, sin apartar su ardiente mirada del extranjero, le preguntó en parsi:
—¿Entiende nuestra lengua?
El viajero meneó la cabeza.
—¿Y el turco?
—Muy poco —respondió el extranjero en este idioma, con una pronunciación muy defectuosa.
Añadió que dominaba mejor el árabe.
Su voz sonaba a falsete, como si la emoción la alterase, a menos que la estuviera forzando voluntariamente fuera de su registro natural.
—En tal caso —dijo Ali—, hablaremos en árabe.
Su mirada seguía brillando, incandescente. El silencio se prolongó mientras ambos se observaban sin moverse.
—¿Qué quiere de mí? —dijo por fin el franco.
—¿Qué quiero? —contestó Ali con una inquietante sonrisa—. Quiero… sencillamente proponerle que venga al hammam conmigo.
El extranjero se estremeció.
—El baño de este caravasar es uno de los más agradables del país. Allí estaremos a nuestras anchas para hablar, mientras un esclavo nos da masaje y las mujeres nos aplican leche de rosas.
—Le agradezco su invitación —dijo al fin el viajero, dando muestras de extrema turbación—. Me conmueve sobremanera y me convierte en su rendido servidor. Sin embargo…
—¿Sin embargo?
La sonrisa de Ali era cada vez más amenazadora y malévola, y sin parpadear ni apartar la mirada se iba acercando al viajero, que hablaba entrecortadamente.
—Sin embargo me resulta imposible. En primer lugar, debo confesarlo, soy pobre. La costumbre exige que, en reciprocidad, se honre a quien os obsequia con semejante invitación mediante un presente… Por desgracia, no tengo recursos para hacerlo.
—Dejemos eso. Insisto: es usted mi huésped. Todo el placer y el honor serán para mí, y si cabe hablar de una deuda, basta para saldarla con que un extranjero nos gratifique con su presencia.
—No, no, le aseguro que es imposible. He… he hecho un voto.
—¿De no volver a lavarse? —dijo Ali con fingida amabilidad, sin dejar de sonreír.
Se hallaba ahora muy cerca del extranjero. A medida que examinaba a placer aquella fina nariz, la textura delicada de la tez, surcada por la multitud de finas arrugas propias de la edad, las sedosas mejillas, la convicción de Ali se iba afirmando y, con ella, la turbación de su interlocutor.
—Pero vamos a ver, señor —dijo este, en un intento de adoptar una postrera apariencia de rebeldía, lo cual hizo que su voz sonase estridente y falsa—, ¿por qué insiste tanto en llevarme al hammam?
—¿Por qué? —bramó Ali, dando un último paso—. ¿Por qué?
El viajero, blanco como el papel, petrificado, vio entonces que el mercader levantaba las manos y aferraba con fuerza el cuello de su camisa de batista. Cualquier otra persona hubiera creído que su agresor estaba a punto de echarle las manos al cuello para estrangularle, pero el desconocido tuvo un presentimiento y se limitó a cerrar los ojos, mientras se decía: Todo está perdido.
—¿Por qué? —repitió Ali, que hablaba pegado a su rostro.
Entonces, con un fuerte ruido de tela rasgada, apartó con violencia los bordes de la camisa del viajero y dejó al descubierto unos pechos plenos y provistos de grandes pezones.
—¡Pues para tener la absoluta certeza de que es una mujer! —gritó con una voz capaz de alertar a todo el caravasar.
Las ciudades europeas se componen ante todo de espacios, verdes o no, calles, plazas, aceras, de donde emerge la masa de los edificios, más o menos agrupados. Una ciudad de Oriente, por el contrario, constituye un compacto entramado de construcciones, continuo y tan denso que apenas se distingue en él la estrecha cuchillada de las callejuelas. En algunos lugares esta trama se perfora y aparece, cercado, circunscrito, el espacio de un jardín o una plaza sembrados de elevados árboles. Ispahán, a la sazón la capital de Persia, parecía participar a partes iguales de ambas tradiciones. El centro de la ciudad lo ocupaba el chahar bagh[1], un inmenso espacio de verdor que recordaba Europa. Los persas imaginan el Paraíso como un jardín, y así era el chahar bagh, un paraíso sobre la tierra ofrecido a aquellos que habían demostrado la suficiente virtud para que Dios los hiciera ricos. En el Paraíso del cielo, dicen, dos corrientes de agua fresca se cruzan en un estanque central y delimitan cuatro jardines, que representan los cuatro confines del mundo. De manera similar, el chahar bagh se hallaba dividido en cuatro por el cruce en ángulo recto del río Zayandeh y de una avenida rectilínea que lo salvaba mediante un puente de treinta y tres arcos. Desde dicho puente, el chahar bagh solo dejaba ver una armonía de verdor tan densa como la de los parques europeos, un almocárabe de jardines y saucedales en el que dominaban los álamos y los tilos. Los más hermosos palacios de Persia, construidos en el siglo anterior por los reyes safávidas, se ocultaban en él, no entre patio y jardín, como en París, sino entre dos jardines, de manera encantadora. El conjunto producía una impresión de elegante desorden y sencillez. Aquel elemento natural no tenía otro parangón que el inmenso y perpetuo esfuerzo que realizaban a diario los jardineros para obtenerlo.
Dejando aparte aquel lago de verdor, la ciudad respondía a la tradición de Oriente. Por toda ella había bellos edificios, palacios o mezquitas, que en su mayoría databan de los tiempos de la dominación turca y mongola, provistos de vastos patios, y en ocasiones de verdaderos jardines interiores. No obstante, situados en tortuosas callejuelas, volvían con desdén a los viandantes una espalda de ladrillos sin ventanas. Unas cuantas casas, lindantes con el chahar bagh, participaban de ambos mundos, el de los parques abiertos y el de los muros enmarañados. Una de ellas, que no era la más hermosa, ni la de mayor tamaño, ni la más ricamente amueblada, resultaba sobre todo célebre por su excelente jardín y sus fiestas. Los persas la llamaban la casa de Mirza Poncet. El hombre que la ocupaba era un franco cuyos eminentes servicios le granjeaban el respeto y el afecto generales. En la capital nadie ignoraba que el tal Jean-Baptiste Poncet, muy honorable boticario y médico, había llegado a caballo, quince años atrás, casi sin caudal, tras haber atravesado Palestina y el valle del Éufrates. Todos sabían también que había traído consigo a su esposa, o al menos a la mujer que presentaba como tal, y que respondía al nombre de Alix.
Al principio había corrido el rumor de que el médico había raptado a la joven, e incluso que esta se había prestado de muy buen grado al rapto, hasta el punto de convertirse en culpable de un grave delito. Sin embargo, durante aquellos primeros años, ni Poncet ni su mujer hicieron la menor confidencia al respecto y se abstuvieron prudentemente de toda relación con la colonia de los francos. El gran número de extranjeros residentes en Ispahán, en su mayoría ingleses y holandeses, proporcionó la ocasión para otros escándalos y otras averiguaciones. Por consiguiente, los persas no supieron nada más de aquel asunto. Simplemente, las sospechas no hicieron más que aumentar la simpatía que les inspiraba un hombre al que tal vez cabía imputar tamaño ardor amoroso, pues la pasión, así como las lágrimas, los gestos descabellados e incluso los asesinatos que provoca, se contempla en Oriente como lo más hermoso del mundo.
La reputación del médico, la alegría y la hospitalidad de su casa, fueron barriendo poco a poco cualquier recelo.
Alix había tomado parte importante en esta tarea. En un país en el que se confinaba a las mujeres en el harén, gozaba del privilegio de moverse libremente por doquier y tenía su casa abierta a todos.
Poco después de su llegada a Ispahán había traído al mundo a una hija, pero el embarazo no parecía haberla afectado. Conservaba la misma silueta atractiva de los veinte años, los mismos ojos de un límpido azul. Exhibía idéntica elegancia cuando lucía tenues velos, al estilo oriental, que cuando llevaba vestidos europeos, con miriñaque, según los dictados de la moda. Por lo demás, casi siempre vestía con sencillez un atuendo de caza —chaqueta corta, botas y calzones de terciopelo— con el que montaba a caballo como un hombre.
En aquel país en que todas las monedas de oro del mundo, ducados, táleros, escudos, se fundían en las fronteras para acuñarlas con la efigie del rey de Persia, la casa de Alix era la sede de una alquimia contraria: el oro se disolvía apenas entraba para transformarse en exquisitos manjares, vajillas preciosas, fiestas y fuegos artificiales. Nada podía predisponer mejor a los persas en favor de Alix y Jean-Baptiste que verles vivir en armonía con aquel país que se hallaba en el apogeo de su refinamiento, al que se amenazaba por todas partes y que parecía extraer de su progresiva decadencia el acicate para disfrutar de los placeres del momento.
Esta existencia serena se vio brutalmente conmocionada por un lance imprevisto. A la muerte de Luis XIV, todo Ispahán quedó estupefacto al saber que el regente de Francia en persona mantenía correspondencia con Jean-Baptiste Poncet. El embajador lo había descubierto al abrir —cual si se hubiera arrogado este derecho— el correo oficial destinado a sus administrados. De este modo se supo que Poncet era invitado a acudir a Versalles para conversar con el regente acerca de Abisinia, donde antaño fuera embajador. Cuando Poncet regresó de aquella misión, veinte años atrás, el que a la sazón no era más que duque de Chartres no tuvo tiempo de encontrarse con él, mas le habían entusiasmado sus Memorias. Los persas sintieron una viva curiosidad al saber que aquel boticario que tan familiar les resultaba había penetrado hasta el corazón de un reino fabuloso de África, y que a continuación se había entrevistado con Luis XIV. Les enorgullecía además que Poncet, pudiendo establecer comparaciones, hubiese optado finalmente por Ispahán entre todos los destinos posibles.
En cuanto a la colonia franca, al fin descubrió la relación entre el Poncet de Persia y el hombre que veinte años atrás había ultrajado al cuerpo diplomático al raptar a la hija del cónsul de Francia en El Cairo. Afortunadamente el delito era antiguo, y por otra parte el señor De Maillet, que era quien había sufrido el perjuicio, ya no se ocupaba de los asuntos exteriores; algunos años después del enojoso rapto de su hija, el cónsul de Francia en El Cairo había publicado un libro de filosofía, extraño, incomprensible para las gentes razonables y que las autoridades eclesiásticas encontraron tan escandaloso que se apresuraron a condenarlo formalmente. Desde que el rey le revocase el cargo, nadie sabía qué había sido del pobre hombre, ni siquiera si seguía con vida. Tales revelaciones no tuvieron consecuencias desdichadas para Poncet, antes bien se vio obligado a aceptar las invitaciones que le hizo toda la ciudad para que contase la fabulosa historia que durante algún tiempo había hecho de él un abisinio.
Alix y Jean-Baptiste se habían prestado de muy buen grado a aquel ejercicio de la memoria. Todo aquello les devolvía a su juventud, perdida para siempre. Resucitar aquellos momentos, aunque fuese para terceros, suponía sentir de nuevo el ardor de las brasas largo tiempo apagadas. A excepción de ellos, todos los personajes de aquella historia lejana habían desaparecido, lo más probable era que hubiesen muerto. Solo este pensamiento ensombrecía su ánimo cuando procedían a relatar los hechos. Sentían a un tiempo la dicha de estar juntos, de haber compartido tan felices tiempos, de tener la posibilidad de revivir aquellas alegrías, así como la pena por haber perdido la huella de quienes daban vida a tan maravillosas horas.
Más o menos por esa época acogieron en su casa a un joven inglés de trece años, cuyos padres habían muerto mientras exploraban el Asia central. Jean-Baptiste se carteaba desde hacía tiempo con ellos sobre temas de botánica, pues eran miembros de una erudita sociedad de Liverpool. Cuando gracias a los testimonios de varios viajeros tuvo la absoluta certeza de que los habían asesinado, George fue considerado oficialmente en la casa como un nuevo hijo.
Después de tales peripecias, la vida siguió su curso. Sin confesárselo, Alix y Jean-Baptiste temían la perspectiva de ver cómo se extendía ante ellos una época de infinita quietud. No llegaban al extremo de pensar que el bienestar ya no les hacía dichosos, pero sus alegrías, sus penas, sus esperanzas, en una palabra, toda su vida, desde entonces estuvieron indefectiblemente veladas por una persistente nostalgia.
Todo habría podido seguir igual si en un apacible día de verano, en principio similar a cualquier otro, a Jean-Baptiste no le hubieran comunicado una extraña y turbadora noticia.