A propósito de las fuentes de El abisinio y El cerco de Ispahán

Una novela histórica reconstruye los momentos culminantes de la Historia, es decir, pone en escena lo que aconteció realmente. Colma lo desconocido y dota de realidad (una realidad entre otras posibles) a aquello respecto de lo cual se ignora todo.

A esta segunda categoría pertenecen El abisinio y El cerco de Ispahán. La Historia no brilla por su ausencia, por el contrario, está ahí para establecer unos límites, unos puntos de referencia sólidos, entre los cuales se da rienda suelta a lo imaginario.

De ahí procede para el lector la turbadora impresión de no saber lo que es verdadero. En cuanto novelista, tiendo a responder, cuando me preguntan sobre ese punto, que la verdad más elevada es la que tiene que ver con la imaginación, ya que no se apoya en autoridad alguna y únicamente obtiene su fuerza de la convicción que origina en el lector. Ahora bien, esta verdad novelesca no satisface a todo el mundo. Algunos se consideran engañados y quieren serlo con pleno conocimiento de causa, es decir, sabiendo lo que es histórico y lo que no lo es.

Esta revelación suele decepcionar y nunca deja de producir asombro, pues lo que en El abisinio, por ejemplo, parece más novelesco, con frecuencia es auténtico: los espejos deformantes, las orejas enmohecidas de elefante, el cocinero armenio nombrado embajador…

Como contrapartida, Poncet es un ser híbrido, verídico por lo que respecta a algunos aspectos de su vida (boticario, enviado a Abisinia en compañía de un jesuita, juzgado en París por embustero, etc.) e imaginario en lo tocante a muchas otras facetas de su personalidad (lo cual explica que haya conservado su apellido pero se le haya cambiado el nombre, que era Charles-Jacques). El verdadero Poncet no rompió con los jesuitas, más bien se convirtió en su instrumento. La idea de un personaje solar, soberano, que protege y cierra tras de sí el país que ha descubierto, pertenece en puridad al proyecto novelesco de El abisinio, y no a la historia verídica.

En cuanto a Alix, no existió. Al escribir esto, tengo la sensación de mentir, hasta tal punto ese personaje me parece vivo, necesariamente vivo, y poner en duda su realidad tiene algo de mentira, incluso de crimen. Con todo, esta idea pertenece únicamente al novelista, y por desagradable que resulte, mi confesión sigue siendo cierta: Alix no existe.

El señor De Maillet, su padre, no tuvo hijos. Ese mero detalle distingue la novela de la vida de dicho personaje, pues por lo demás, Benoist de Maillet fue tal como se le representa. Entró en la historia gracias a dos fuentes distintas: por una parte los archivos diplomáticos, que dan cuenta de su actividad al servicio del rey de Francia, y por otra sus obras filosóficas, publicadas casi de manera clandestina y que le valieron abundantes críticas. El abisinio dibuja a un Maillet fiel a sus despachos consulares. El cerco de Ispahán insiste en el autor de Telliamed. Esta obra apareció realmente en 1725, precedida de una poética dedicatoria a… Cyrano de Bergerac. Gracias al doctor Marcel Châtillon tuve conocimiento de esta obra y pude consultar un ejemplar. Es tal su importancia que en los tratados consagrados a la historia de las ideas se cita al señor De Maillet como el precursor europeo de las ideas evolucionistas. Antes de Buffon, antes de Darwin, Maillet planteó la idea de una transformación de las especies, en un diálogo filosófico tan audaz que fue publicado originalmente en Ámsterdam con objeto de evitar la censura. El segundo Maillet, el de El cerco de Ispahán, aunque muy libre en la descripción de sus actos, resulta fiel a esta parte desconocida del destino de tan singular personaje.

El cerco de Ispahán, que produce sin duda una impresión de mayor libertad en relación con la Historia, se nutre de ella tanto como El abisinio. El cardenal Alberoni, el rey de Persia y el nazir, los suecos deportados a los Urales o la venta de esclavos en Jiva, han salido directamente de testimonios históricos. La caída de Ispahán, incluida la asombrosa acción del elefante Garou, está tomada, entre otras fuentes, de las crónicas del padre Kruzinski, al que vemos tomando notas por la ciudad en el penúltimo capítulo. Con frecuencia se han llevado a cabo transposiciones de fechas, que por ejemplo sitúan a Israel Orii algo antes del período en que fue embajador ruso ante el rey de Persia.

Tanto para uno como para otro de los dos libros que componen el ciclo novelesco de El abisinio, he bebido ampliamente en el magnífico fondo que suponen las crónicas de los viajeros de los siglos XVII y XVIII: Bruce, Chardin, Toumefort, lady Montaigu, Tavemier, Potocki, Arminius Vamberi y muchos otros. Revisitar esa literatura de época, poblarla de pasiones contemporáneas y armarla de intrigas novelescas constituye un doble placer para el autor: el de caminar en compañía de portentosos viajeros y, quizá mayor todavía, el de dotar de nueva vida en el presente a esas fuentes ocultas, siempre frescas y nutridas de mundos vírgenes que ya solo existen en ellas.