Epílogo

—¿Eso es todo, Pozzi?

—Sí —dijo con voz untuosa el secretario—, su eminencia puede partir tranquilo. No ha dejado ni correo sin respuesta ni asuntos pendientes.

—¡Bien, perfecto! —exclamó el cardenal Alberoni, mientras contemplaba, acaso por última vez, el fresco de Rafael.

—Me olvidaba —agregó Pozzi, con mayor expresión de repugnancia de lo habitual—. Una persona… singular… ha dejado esta carta a su atención.

Y le tendió un pliego de papel barato, con el sello agrietado.

—¿Qué quiere decir con… singular? —preguntó el cardenal cuando hubo cogido el mensaje.

—Su eminencia me evitará faltar al decoro si no me obliga a describirla. Permítaseme simplemente decir que, de no ser por la intervención de su cochero suizo, que ha obtenido la complicidad de los guardias, jamás hubiera debido entrar en estos patios. Por fortuna, ha vuelto a salir con prontitud.

El prelado recorría las líneas de la carta entre murmullos.

—¡El buen hombre! —exclamó—. Y yo que estaba a punto de olvidarle…

Pozzi se puso de puntillas con discreción para tratar de echar una ojeada a la letra.

—El tal Maillet, ¿lo recuerda? —dijo el cardenal—. El antiguo cónsul. Usted mismo insistió en que le recibiera.

Pozzi ladeó la cabeza con la expresión de quien se arrepiente de un gesto desconsiderado.

—¿Acaso se mostró ingrato? —preguntó Alberoni con sonrisa maliciosa, con la que daba a entender que no ignoraba nada respecto a los tejemanejes de su secretario.

Pozzi se pellizcó la nariz.

—En cualquier caso —añadió el prelado—, ese pobre hombre me ha servido lealmente. Escuche su conclusión: Si vuestra eminencia recibe esta carta, significará que he puesto al descubierto la impostura de que es víctima. Por desgracia, circunstancias adversas me habrán impedido contarle en persona los detalles. Sin embargo, emplearé las fuerzas que me resten en desenmascarar las infamias que han pretendido burlar a su sagrada persona. ¡Pobre desdichado! Habrá pasado algún mal trago por mi causa. En cualquier caso, al fin me siento tranquilo, y ya no tengo por qué temer pillarme los dedos en este asunto ahora que el sumo pontífice me confía de nuevo un arzobispado.

Por el ventanal abierto, el cielo otoñal, salpicado de nubecillas redondas, colmaba la estancia de elevado techo con su suprema paz.

—Ahora que lo pienso —dijo con vivacidad el nuevo arzobispo—, ¿ha devuelto ya los sellos del Santo Padre?

—No, eminencia, debo entregarlos dentro de un rato en secretaría.

—Bien, pues redacte a toda prisa una memoria para rehabilitar la obra de ese buen hombre. ¿Cómo se titulaba?

Volvió a coger la carta y, tras una rápida ojeada, dio con el pasaje.

—Ah, sí, Telliamed, publicado en Holanda y vendido en París por Duchesne, librero de la calle Saint-Jacques, más abajo de la fuente Saint-Benoît.

El secretario desapareció.

Con un trotecillo, el cardenal se dirigió a su caja de caudales, la abrió y depositó su contenido en una gruesa cartera de cuero negro que había sobre su escritorio. Dio una última vuelta por la estancia, acarició su sillón con las yemas de sus bien cuidados dedos y atesoró por última vez con la mirada la escena pintada del techo y la gran Adoración de los pastores de Rafael. Tras regresar frente a la chimenea, impulsó el pequeño péndulo del reloj de porcelana y enderezó la mecha de una vela.

El secretario regresó con la hoja en que había escrito las escuetas líneas que salvaban el Telliamed, bajo las cuales Alberoni estampó su rúbrica.

—Lleve esto de inmediato al departamento de registro con miras a su publicación.

—Sí, eminencia.

—Me siento muy dichoso de partir, al tiempo que envío a alguien al cielo —dijo el prelado—, a menos que ya se encuentre allí.

Dio a besar su anillo al clérigo, agarró su cartera y salió.

La carroza le aguardaba en el patio de las grandes galerías, completamente iluminadas por el soleado verdor. Un muelle chirrió en respuesta a su subida al estribo. Los dos caballos emprendieron un trote largo, el paso más danzarín y alegre. Tras abandonar el patio de San Pedro, tomaron las callejuelas que conducían al Tíber. El cardenal posó los brazos, tal como gustaba hacer, en el hueco de su prominente estómago.

Al pasar por delante de un palacio, frente al puente de Sant’Angelo, divisó a una joven que hacía lo mismo con las redondeces de su vientre de madre. Con los ojos cuajados de lágrimas de alegría, sujetaba una carta en la mano y releía: Marcelina, amor mío…

Hasta el púrpura de las sotanas parecía gozoso bajo aquella luz de octubre. Las fachadas de tonos ocre desfilaban con parsimonia, casi monótonas en sus delicias. De vez en cuando, el espolón negro de un ciprés, al incidir en la mirada, la despertaba a nuevas bellezas. Un humor apacible invadió el corazón del cardenal y ya no lo abandonó en todo el camino hasta Parma.