Vida y obras

Hume es el único filósofo cuyas ideas nos parecen plausibles todavía hoy. Se puede leer a los antiguos griegos como se lee la gran literatura, pero su filosofía se nos asemeja a brillantes cuentos de hadas; los medievalismos de Agustín y de Aquino son ajenos a la sensibilidad moderna; Descartes y los racionalistas nos hacen ver que la condición humana no es racional; los primeros empiristas son, o bien obvios, o bien contumaces, o simplemente absurdos; todos los filósofos posteriores a Hume caen dentro de una de las dos últimas categorías.

Lo que yo estaba ahora tratando de hacer, esto es, reducir la filosofía a ruinas, Hume lo llevó a cabo con éxito. Hume dio un paso más por delante de Berkeley y condujo el empirismo hasta su conclusión lógica; negó la existencia de todo salvo nuestras percepciones, colocándonos así en una posición difícil, es decir, en el solipsismo: Sólo yo existo y el mundo no es más que parte de mi conciencia. Llegamos así al movimiento final en la partida de la filosofía, un movimiento que no permite escapatoria. Jaque mate.

Pero, de pronto, nos damos cuenta de que esto no importa tanto; el mundo permanece ahí, sin interesarle lo que digan los filósofos; estamos, pues, como antes. Y esto es lo que hizo Hume, cuya contextura gargantuesca y su ágil ingenio estaban lejos de un perplejo solipsista al estilo de Becket, pensándose a si mismo hasta despedazarse. Lo que Hume pretendía expresar era el estado de nuestro conocimiento del mundo, que consiste en que ni la religión ni la ciencia son ciertas; podemos elegir creer en la religión, si queremos, pero no lo hacemos fundados en una evidencia cierta, o podemos elegir hacer deducciones científicas con el fin de imponer nuestra voluntad sobre el mundo, pero ni la religión ni la ciencia existen en sí mismas, sino que son simplemente nuestra reacción ante la experiencia, una de las muchas reacciones posibles.

Hume descendía de una antigua familia escocesa, tan vieja, que su biógrafo E. C. Mossner muestra un árbol genealógico que llega hasta el Home de Home, que murió en 1424. Posteriores antepasados del filósofo respondían a poco atractivos, aunque quizá distinguidos, nombres escoceses, tales como Belcher of Tofts (Eructador de Tofts), Home of Blackadder (Home de la Víbora Negra) o Norvell of Boghall (Norvell de la Casa de la Ciénaga). (A una de las ramas de la familia pertenecía el primer ministro británico más ridículo de la posguerra).

David Hume nació el 24 de abril de 1711 en Edimburgo. Su padre murió cuando él tenía tres años; una proporción notablemente alta de los grandes filósofos perdieron a sus padres a una edad temprana, lo cual ha dado lugar a las acostumbradas teorías psicológicas, basadas en que la ausencia de una figura paterna produce una profunda necesidad de certeza, lo que a su vez hace que el afligido hijo cree un sistema abstracto que ocupe el lugar del «abstraído» padre. Tales teorías psicológicas pueden ser extremadamente brillantes, divertidas y hasta posiblemente informativas (no sé bien de qué) aunque, dicho con otras palabras, su parecido con los filósofos que describen es extraordinario en muchos aspectos, salvo en el del rigor intelectual.

Cuando David Hume aparece en escena, su rama del distinguido árbol familiar había descendido hasta el punto de que estaban viviendo en la fría y pequeña propiedad en Ninewells, catorce kilómetros al oeste de Berwick-upon-Tweed, cerca de la aldea de Chirnside, en la frontera escocesa. No existe ya la casa original donde se crió el filósofo, pero al crédulo turista filosófico se le muestra la «cueva del Filósofo», bajando la colina, al sureste de la casa actual; se dice que en esta inhóspita y húmeda oquedad había meditado Hume cuando era un muchacho, y también años más tarde, cuando las dimensiones se habrían quedado estrechas para sus amplias hechuras. Si es verdad que el entorno afecta nuestros pensamientos, esperaríamos que las meditaciones de Hume en aquel lugar producirían algo así como una filosofía neolítica con tendencias claustrofóbicas, y así es como los grandes filósofos alemanes de los cien años siguientes llegaron a considerar la obra de Hume; esto era inevitable, pues los alemanes se dedicaron a construir vastos sistemas filosóficos —palacios barrocos de metafísica, nada menos— y no tenían ningún deseo de ocupar la primitiva cueva filosófica que les había legado Hume. Pero ¡cuidado!, no se debiera confundir la filosofía con la aspiración a grandes construcciones arquitectónicas.

Hume fue criado por su tío, párroco local, que había sucedido al padre del filósofo como señor de Ninewells. Las condiciones de vida en Ninewells eran las del ambiente rural, austeras desde el punto de vista moderno: criados descalzos, gallinero y establo de invierno en la planta baja, una dieta basada casi exclusivamente en harina de avena, gachas y kale (caldo típico muy nutritivo, o repugnante sopa aguada de repollo, según los gustos de cada cual); pero Hume no pensó, ni en su momento ni después, que su infancia estuviera llena de privaciones. Recibió educación en la casa del maestro local, junto con los niños de la aldea vecina, según la tradición igualitaria escocesa, que, por mucho tiempo, aventajó a la que prevalecía al sur de la frontera; después, desde los doce a los quince años, fue a la Universidad de Edimburgo. (Tan temprana edad de entrada a la universidad era normal en la época). La idea era que Hume estudiara leyes después, pero él ya tenía otras inclinaciones, y se puso a leer vorazmente sobre toda clase de temas; sólo con mucha desgana dedicaba algún tiempo al estudio del derecho, de manera que vivió en un conflicto de intereses durante tres años, en los que, gradualmente, sus lecturas se iban concentrando más y más en temas filosóficos, hasta que, un día, «pareció que se me abría un Nuevo Escenario de Pensamientos». Sus ideas filosóficas comenzaban a cristalizar a la vez que el propósito de componer un sistema. Por entonces, «el derecho me producía náuseas», así que decidió abandonarlo.

Ésta no era una decisión fácil, pues con ella eliminaba la posibilidad de ganarse la vida con una profesión; tuvo una larga lucha interior que le hizo sufrir mucho y que le puso al borde de una crisis nerviosa.

Hume regresó a Ninewells; su recuperación era sólo intermitente aunque, entre episodios depresivos, prosiguió excitadamente con sus nuevas ideas. Varias veces se llamó al médico del lugar, quien diagnosticó que Hume sufría de «la enfermedad de los instruidos» y prescribió «un régimen a base de cerveza y píldoras anti histéricas». También aconsejó a Hume tomar «una pinta inglesa de clarete al día» y hacer ejercicio regularmente con largas marchas a caballo.

Hume había sido hasta entonces alto y delgado, un tipo desgarbado y algo torpe, pero comenzó a engordar, a pesar del régimen de ejercicio. Las cabalgatas diarias en las colinas desnudas de los campos vecinos iban adelgazando al caballo, a la vez que el caballero se expandía y alcanzaba la figura corpulenta que mantuvo toda su vida, lo cual sugiere que los problemas de Hume en ese tiempo pueden, al menos en parte, haber tenido un origen glandular.

La recuperación de Hume fue paulatina y quizá no llegó a ser del todo completa, pues algunos episodios posteriores apuntan a una recurrente inestabilidad mental.

Hume no tenía ningún deseo de permanecer con su madre en Ninewells. En 1734, un amigo de la familia le encontró un trabajo como oficinista con un agente marítimo en Bristol. Tenía varios motivos para aceptar el puesto; en primer lugar, necesitaba el dinero, pero, además, creyó que el trabajo implicaba viajes al extranjero, lo que atraía a sus deseos de aventura a la par que, pensaba, sería beneficioso para su salud mental.

Hay evidencias de que la estabilidad de sus nervios le continuó preocupando. Hume pasó en su camino hacia Bristol por Londres y estando allí compuso una larga carta dirigida al Dr. Arbuthnott, quien era uno de los más destacados médicos de entonces. En la carta, Hume trata de describir su enfermedad, aunque la descripción adolece del conocimiento limitado y de los conceptos inadecuados de la época; describe su mal como «esta destemplanza» y se refiere a sus «inflamadas imaginaciones». Dice: «Trato continuamente de fortalecerme con reflexiones contra la muerte, la pobreza, la vergüenza, el dolor y todas las demás calamidades de la vida». Después de enumerar los remedios prescritos por su médico, pasa, sin solución de continuidad, a hacer algunas consideraciones filosóficas: «Creo que es un hecho cierto que la mayoría de los filósofos del pasado resultaron en última instancia derribados precisamente por la grandeza de su genio, y que para tener éxito en este estudio se requiere poco más que dejar de lado todos los prejuicios, tanto de la propia opinión como de la ajena». Hume termina haciendo algunas preguntas sobre su mal («¿Puedo tener esperanza en una recuperación?») a las que se responde («seguramente sí»). Y esto pareció ser el remedio; Hume nunca envió la carta, aunque la conservó durante toda su vida; es como si el haberla escrito fuera en sí mismo una curación o, al menos, la curación que cabía esperar.

Hume se dispuso a trabajar en Bristol, pero pronto descubrió que era improbable que su trabajo de oficinista implicara viajes al extranjero. Las relaciones con su patrón se fueron deteriorando paulatinamente y terminó por renunciar; al cumplir veinticuatro años estaba de regreso en Ninewells, donde comenzó a hacerse mala fama por sus «modos superiores e irreligiosos». Por ese tiempo, Hume había heredado el reducido ingreso de cuarenta libras al año, lo que le permitirla vivir frugalmente sin trabajar.

Se dispuso entonces a escribir sus observaciones filosóficas, con la intención de crear una nueva filosofía que le haría famoso. (A todo lo largo de su vida no hizo secreto de su propósito último: «mi amor por la fama literaria, mi pasión directriz». De hecho, Hume habría de alcanzar la fama más como figura literaria que como filósofo; más tarde, Boswell se referiría a él como «el mejor escritor británico» y hoy mismo, en el catálogo de la Biblioteca Británica aparece como «David Hume, historiador»). Después de unos pocos meses, Hume decidió partir hacia Francia, donde podría vivir bien son sus reducidos ingresos y podría concentrarse, en aislamiento, en su nueva filosofía, sin interrupciones ni especulaciones de naturaleza más práctica. (En Ninewells estaban siempre Madre y su tío, ninguno de los dos entusiasta de la filosofía).

Hay una historia que asegura que Hume tuvo que abandonar Ninewells a toda prisa; poco después de su partida para Francia, una joven del lugar, de nombre Agnes, de quien se decía que tenía «un mal historial en tal género de Asuntos», anunció que estaba encinta. En aquellos tiempos, la actitud en Escocia respecto de esta clase de cosas era muy cristiana; la pobre y abandonada Agnes fue exhibida en la iglesia, donde el párroco (el tío de Hume) hizo la acostumbrada denuncia pública, que terminaba con la piadosa esperanza de que muriera en el parto. Por si estas muestras de compasión y amor cristiano no fueran suficientes, Agnes fue llevada ante el capítulo local, donde seguramente recibiría algún castigo, que probablemente incluiría algún tipo de humillación pública, modo de justicia favorito de una sociedad hipócrita. (Me dicen que esto es debido a un masoquismo inconsciente, esto es, al estremecimiento que produce el hecho de que a ti no te han pillado todavía). En el curso del examen de Agnes en el capítulo, ésta llegó a dar el nombre del ausente Hume como padre de la aún no nacida criatura, probablemente para proteger al padre auténtico. Ésta fue, en todo caso, la convicción de la asamblea, aunque nunca conoceremos la verdad.

Aparte de ésta, la única referencia que tenemos de las inclinaciones sexuales de Hume es la debida a Mossner, quien nos dice que «más tarde en su vida, se mostró como un hombre con deseos sexuales normales en Italia, Francia y Escocia». Como no se detallan nada más estos deseos sexuales normales, se puede suponer que fueron satisfechos por la hospitalidad de entusiastas criadas y exigentes camareras. Y puesto que Hume es uno de los pocos literatos de la época que no se contagió de viruelas, no es probable que esta hospitalidad fuera muy frecuente o que anduviera con prostitutas, que a la sazón eran más baratas que botellas de agua caliente. (Esta última frase debe entenderse como una observación puramente socio-económica, sin ninguna connotación sexista; estas botellas de agua caliente humanas, plagadas de enfermedades, llegaban casi siempre a su condición después de sufrir el mismo destino que Agnes, víctimas de la hipocresía, tan necesaria a una sociedad recta de masoquistas encubiertos).

Hume fue primero a vivir a Reims, pero se trasladó enseguida a La Flèche, seguramente por su asociación inspiradora con Descartes, que fue educado allí en el Colegio de los Jesuitas.

Hume terminó su Tratado de la Naturaleza Humana en tres años; más tarde habló con desdén de esta obra, a la que achacaba ser una extravagancia juvenil, pero no repudió su filosofía, que contiene casi todas las ideas filosóficas originales por las que él es todavía recordado. Bertrand Russell, en su Historia de la Filosofía Occidental, piensa incluso que esta obra contiene la mejor parte de la filosofía de Hume, una hazaña para alguien que no había cumplido todavía los treinta.

En el Tratado de la Naturaleza Humana Hume intentó definir los principios básicos del conocimiento humano. ¿Cómo podemos conocer algo con certeza? y ¿qué es exactamente eso que conocemos con certeza? Al tratar de contestar estas preguntas se mantuvo dentro de la tradición empirista, que afirma que todo nuestro conocimiento está en última instancia basado en la experiencia. Para Hume, la experiencia consiste en percepciones, de las cuales hay dos tipos: impresiones e ideas. «A aquellas percepciones que entran con más fuerza y violencia las podemos llamar impresiones; bajo este nombre se engloban todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones, tal como aparecen por primera vez en el alma. Llamo ideas a sus tenues imágenes en el pensar y razonar».

Explica: «A toda idea simple corresponde una impresión simple, que se le asemeja». También podemos formar ideas complejas, que se derivan de las impresiones a través de ideas simples, pero que no están necesariamente en conformidad con una impresión; por ejemplo, podemos imaginar una sirena combinando la idea de pez con la idea de mujer. Por su adhesión estricta a esta noción de impresiones e ideas como única base cierta para nuestro conocimiento, Hume llega a a1gunas conclusiones sorprendentes: los objetos, la continuidad, la identidad, incluso causa y efecto son nociones erróneas; nunca tenemos la experiencia real de un objeto, sólo impresiones de color, forma, consistencia, gusto, etc., de la misma manera que no tenemos una impresión real que corresponda a la continuidad —las cosas simplemente suceden una después de otra. Ni siquiera podemos decir que una cosa sea causa de que otra ocurra; podemos observar que una cosa sigue constantemente a otra (pólvora encendida, explosión) pero no hay conexión lógica entre las dos, ni razón lógica por la cual deba suceder esa secuencia en el futuro. «No tenemos noción de causa y efecto, sino la de ciertos objetos que han ocurrido siempre juntos». La inducción es un proceso de mera enumeración y no tiene ninguna fuerza lógica; todos los cisnes habían sido blancos antes del descubrimiento de cisnes negros en Australia, en tiempos de Hume. Los cisnes no habían sido necesariamente blancos, al igual que la llama no causa necesariamente que la pólvora explote. Hay muchas limitaciones en la visión de Hume, y no sólo las que chocan con el sentido común. ¿Cómo podemos seguir viviendo, si esto es lo único que sabemos con certeza? Hume conocía esta objeción a su filosofía. «Tan pronto como salimos de nuestro gabinete y nos ocupamos de los asuntos comentes de la vida, se desvanecen las conclusiones a las que habíamos llegado con tanta dificultad, como fantasmas nocturnos a la luz del alba, de manera que nos es difícil mantener aquella convicción». Hume se estaba refiriendo aquí a la extrema precariedad de la condición humana respecto del conocimiento; creemos que sabemos mucho, pero en realidad mucho de lo que creemos saber es mera suposición, confiable, pero suposición, después de todo.

Esta posición es curiosamente similar al estado actual del conocimiento, cuando las últimas verdades de la ciencia hace mucho tiempo que se han alejado de los dominios de la credibilidad o del sentido común; aceptamos de mala gana las verdades de la ciencia, que pretenden hacernos creer que un torrente de partículas subatómicas atraviesa nuestra sólida tierra, sombras de antimateria nos acechan a cada paso y una pelota-curva del espacio puede trasladarnos al pasado, y, sin embargo, seguimos viviendo nuestras vidas en un universo newtoniano, con manzanas maduras que caen por gravedad en las confortables praderas de la realidad. Hoy, lo que se nos asegura es la más alta verdad no es menos sinsentido que la filosofía de Hume pero, como siempre, nos siguen bastando las nociones ridículamente inadecuadas del sentido común.

A pesar de la destrucción que hizo Hume de las bases de toda ciencia, tenía la más alta estima por Newton y sus métodos experimentales; de hecho, la noción de las impresiones de Hume puede haber sido inspirada por un pasaje de la Óptica de Newton sobre los rayos de luz y los objetos. «En ellos no hay nada más que un cierto poder y disposición para excitar sensaciones de tal o cual color». (Con otras palabras, no experimentamos el objeto en sí mismo). Hume admiraba profundamente la ciencia, en particular por el rigor de sus métodos; estaba seguro de que ése era el camino hacia un futuro mejor pero, paradójicamente, la filosofía de Hume arroja la humanidad al pasado, a una posición que no había ocupado desde la Edad Media. Copérnico había desplazado la humanidad y la tierra fuera del centro del Universo mientras que el empirismo solipsista de Hume restablecía a la humanidad en el centro de los acontecimientos, cualesquiera que fuesen, si bien éstos no incluían la tierra y, menos aún, el Universo.

La posición de Hume no deja de presentar algunas anomalías interesantes. Berkeley había confiado a Dios la tarea de sostener el mundo cuando no estamos mirándolo, mientras que con Hume no hay mundo que sostener, y si no hay cosas tales como cuerpos, continuidad, o causa y efecto, apenas hay espacio para Dios. Puede que Hume no creyera en Dios, pero su filosofía nos reduce a una situación notablemente próxima a la de ciertos místicos budistas. Allí donde Berkeley había reducido la filosofía a un chiste, Hume explicó el chiste, deshaciéndolo, aunque esto probablemente no induciría a la gente a tomar la filosofía más en serio.

Hume regresó a Gran Bretaña en 1739 para publicar su Tratado; se sentó a esperar los ataques salvajes y vitriólicos que inevitablemente le harían los críticos, a los que él respondería con brillantez consumada, garantizándose así fama, dinero, notoriedad pública, la aprobación generalizada de poetas y financieros, el amor de hermosas mujeres y viudas ricas y demás señales de reconocimiento a que aspira todo filósofo novato. Esto no ocurriría así, tristemente; la obra maestra de Hume «nació muerta para la prensa», según escribió él; su obra sufrió el peor destino de todos: nadie notó su existencia.

¿Cómo reaccionó Hume? «Siendo de temperamento natural alegre y sanguíneo, me recuperé muy pronto del golpe». Regresó a Edimburgo y comenzó a escribir ensayos sobre tópicos morales y políticos, consiguiendo así algún reconocimiento, de modo que en 1744 se postuló como candidato a la Cátedra de Filosofía Moral en la Universidad de Edimburgo. Por desgracia, resultó que al menos una persona había leído su Tratado de la Naturaleza Humana, después de todo, y formuló una vehemente objeción contra la candidatura de Hume, citando su Tratado y afirmando que era una obra en favor de la herejía y el ateísmo; no era fácil negar estos cargos ante alguien que evidentemente había leído el libro. (La intención primera de Hume de deslumbrar con réplicas brillantes a los críticos resentidos quizá se había basado en la suposición de que los críticos no darían el paso de leer el libro, algo que no tenía precedentes). No dieron a Hume el puesto en la universidad donde había estudiado y abandonó, disgustado, Edimburgo.

Hume decidió buscar un trabajo más acorde con sus capacidades; le ofrecieron el empleo de tutor del Marqués de Anandale, que estaba loco, en su casa cerca de St. Albans, con no mal sueldo y Hume aceptó. El estudio de la filosofía había sido recomendado como último recurso, pero, durante largos periodos, su excelencia se encontraba no apto ni para la instrucción filosófica, de modo que Hume pudo empezar a escribir una Historia de Inglaterra, pero se desanimó pronto y abandonó, prometiéndose a sí mismo que volverla al proyecto más adelante.

También el país se veía por entonces poseído por su propia locura, con la rebelión Jacobita de 1745. Un ejército escocés de 5.000 hombres invadió Inglaterra con éxito, para retirarse después desconcertado y ser finalmente masacrado en la Batalla de Culloden. Por suerte para Hume, se encontraba en Inglaterra durante la rebelión y pudo observarla así con objetividad; muchos de sus amigos en Edimburgo se habían visto obligados a tomar partido, con desagradables consecuencias; el seco comentario de Hume sobre todo el asunto fue «ocho millones de personas pudieron haber sido sojuzgadas y reducidas a la esclavitud por cinco mil, los más valientes, pero también los más despreciables, de entre ellos».

Este episodio surtió un profundo efecto en Hume. Había visto la historia desplegándose a su alrededor, si bien él no había estado involucrado directamente. Esta deficiencia se corregiría pronto al ser despedido de su trabajo como tutor de un lunático y obligado a bajar todavía más sus aspiraciones, convirtiéndose en secretario de un general.

El general James St. Clair estaba listo para lanzarse a una expedición militar contra los franceses en Canadá, cuando recibió a su nuevo secretario. Los barcos y el ejército dispuestos para esta expedición llevaban varios meses reunidos en Portsmouth, pero el Secretario de Estado, el Duque de Newcastle, no lograba decidir qué hacer con ellos. Éste era el hombre de quien se decía que perdía media hora cada mañana y pasaba el resto de la jornada buscándola. Se considera frecuentemente este periodo, en reñida competición, como el de mayor incompetencia en la historia militar británica, tema ideal para nuestro historiador filosófico en ciernes, que podía ahora ser testigo de las maravillas de la mente militar en acción.

El Duque de Newcastle encontró por fin su media hora perdida y ordenó que la expedición del general St. Clair se hiciera a la mar y atacara a los franceses, pero no en Canadá, sino en Francia. Cuando el general St. Clair preguntó al Duque qué baria con los rastreadores indios que tenían a bordo, especialmente seleccionados y entrenados, la respuesta fue que la pregunta era impertinente. El general inquirió entonces en qué lugar de Francia lanzaría su ataque y se le contestó que cualquier sitio vendría bien. El general St. Clair (junto con su nuevo secretario) montó en la diligencia hacia Portsmouth y subió a bordo del buque insignia, para encontrarse con el primer problema: nadie, en ninguno de los barcos, tenía un mapa de Francia. Hume sugirió que él lo conocía y que podía incluso hacer un dibujo, si el general quería; un oficial bajó por fin a tierra para ver qué encontraba en la librería local y regresó con un libro de segunda mano sobre Francia, con un pequeño mapa al dorso. Hume confirmó que tenía la forma correcta y el general desplegó velas hacia Francia, una vez que se le informó que no tenía pérdida, siempre que navegara con rumbo sur.

La flota británica arribó finalmente a Lorient (cuya situación en la costa sur-oeste de Bretaña, esto es, no enfrentada a Gran Bretaña, sugiere que el general St. Clair casi consigue no tropezarse con Francia). El general desembarcó sus tropas a lo largo de la costa de Lorient, mientras que Hume tomaba ávidamente notas para su proyectada Historia de Inglaterra. El objetivo del general era el de poner sitio al importante puerto de Lorient, con tan mala fortuna que empezó a llover tan pronto como hubo desembarcado; sus 3.000 hombres habían estado encerrados a bordo de los buques durante meses y sufrían calambres al marchar sobre el barro, hasta que finalmente apenas se tenían en pie. (El sentido común sugiere que algo más fuerte que el agua de lluvia ha debido contribuir). Mientras tanto, los franceses de Lorient descubrieron que excedían en número a los invasores británicos en la proporción de siete a uno. Las dos fuerzas en lucha intercambiaron unas pocas salvas de cañonazos y los genios militares de ambos bandos se retiraron a sopesar la situación mientras cenaban.

El alto mando británico llegó a la conclusión de que sus hombres inválidos estaban mejor a bordo y ordenó que se retiraran al abrigo de la oscuridad, mientras que el comandante francés ya había decidido rendirse, por razones que sólo una mente experta en asuntos militares podría llegar a comprender. Cuando la gran fuerza francesa vino a rendirse a la mañana siguiente se encontró con unos pocos artilleros británicos —a quienes, aparentemente, todos habían olvidado—, desconsolados, refugiándose de la lluvia al lado de los cañones goteantes. Los franceses se encontraban ahora con una superioridad de cerca de cinco mil a uno y se dieron cuenta, sabiamente, de que la mera logística de aceptar la rendición de tantos hombres superaría a estos pocos británicos ridículos, así que cambiaron de táctica e hicieron prisioneros a los británicos. Entretanto, la flota británica y su filósofo oficial se perdieron en una tempestad y, tras diversas aventuras, pusieron rumbo a casa, dispuestos a recoger sus medallas.

De resultas de tan gloriosa campaña, el General St. Clair fue recompensado con la jefatura de una importante misión diplomática en Viena y Turín y hacia allí se dirigió, acompañado por su secretario y un estado mayor de consejeros diplomáticos.

Hume reaccionó según las circunstancias en este viaje a través de Europa. «Alemania está llena de gentes industriosas y honestas; si estuviera unida sería la mayor potencia que nunca hubo en este mundo», anotó con perspicacia. «La gente corriente se ve aquí, casi en todas partes, mucho mejor tratada y con más libertad que en Francia y no muy por debajo de los ingleses, a pesar de los aires que éstos se dan». No tuvo tan buena impresión de los austriacos en Estiria: «tanto como tiene de agradable su paisaje agreste, así tiene la apariencia de sus habitantes de salvaje, deforme y monstruosa; muchos de ellos tienen la garganta feamente abultada; idiotas y sordos pululan en cada pueblo y el aspecto de la gente en general es el más chocante que he visto nunca. Uno pensarla que, siendo ésta la gran ruta que los bárbaros usaban para sus irrupciones en el Imperio Romano, dejaban por aquí el desecho de sus ejércitos antes de entrar en territorio enemigo». La reacción de Hume no se debía sólo al fastidio resultante de los rigores de un viaje en diligencia, molesto y enervante, cruzando los Alpes; sus observaciones no eran exageradas, si bien su diagnóstico estaba lejos de la verdad; hoy se sabe que en la dieta de la región faltaba el yodo, con el resultado de que el bocio y la locura estuvieron muy difundidos.

Pero los lugareños no eran los únicos en sufrir trastornos mentales. Hume cayó enfermo a la llegada de la misión a Turín; un miembro de la misión escribió: «Se vio afectado de una fiebre muy violenta, acompañada de sus síntomas naturales, desvaríos y delirio. En el paroxismo de su trastorno hablaba con perturbación evidente del demonio, del infierno y de la condenación, y una noche, aprovechando que su enfermero dormía, se levantó de la cama y se dirigió hacia un pozo que había en el patio, con la supuesta intención de ahogarse pero, al hallar la puerta trasera cerrada, corrió hacia una habitación, donde, sobre un sofá, él sabía que los caballeros de la familia solían dejar sus espadas, y allí le encontraron los criados, despertados por el ruido; había llegado hasta la puerta y se esforzaba en abrirla, cuando fue llevado a su cama por la fuerza».

Hume se recuperó rápidamente y esta «fantástica aventura» sirvió de regocijo entre la comitiva, pero Hume adoptó un punto de Vista más sereno y les reconvino: «¿Pensáis que la filosofía protege de la locura? La organización de mi cerebro se vio debilitada y yo estaba tan loco como cualquier lunático en un manicomio». Hume parece haber sido consciente de su, en gran parte latente, trastorno mental, y lo temía; sólo podemos especular acerca de un posible efecto en su actividad intelectual, pero no deja de ser curioso que un ateo tan concienzudo revelara temores maníacos del demonio, el infierno y la condenación; igualmente puede uno preguntarse si hubo episodios similares que no fueron registrado s; son muchas las preguntas importantes que uno podría hacerse y que probablemente nunca serán contestadas.

El general St. Clair y su secretario cumplieron su misión con éxito, después de viajar por toda Europa sin conseguir nada. (En este campo son los logros los que traen, por lo general, los desastres). Hume estaba ya harto de aprendizajes, después de educar a un loco y de servir como secretario a un general y pensó que ya tenía las cualidades suficientes para volver al combate filosófico, así que regresó a Edimburgo, donde se puso a reescribir su gran fracaso filosófico anterior; convirtió la primera parte en la Investigación sobre el Entendimiento Humano, la obra que habría de expandir sus ideas por Europa, mientras que con la última parte compuso su Investigación sobre los Principios de la Moral, que él tuvo siempre, erróneamente, por su mejor obra.

A muchos les será difícil entender cómo un filósofo solipsista, que había hecho saltar en pedazos las nociones de causa y efecto, de continuidad y hasta de cuerpo, se pudiera embarcar a escribir una filosofía moral, pero en lo concerniente a la ética, Hume prefirió ignorar las conclusiones del empirismo estricto, aunque sí relaciona ética con la estructura de su empirismo; así, las pasiones que observamos en los otros se reciben como impresiones; la compasión, por otra parte, empieza como una idea, pero puede convertirse en impresión si es lo suficientemente intensa y viva. La filosofía moral de Hume es esencialmente humana, como no podía menos que esperarse de su temperamento. La compasión, o simpatía, es la base de todas las cualidades morales y es lo que trae la felicidad personal, a la vez que el beneficio social. Hume estima las cualidades morales según su utilidad o su capacidad de causar agrado, tanto con respecto del individuo como de la sociedad. Estas ideas venían del liberalismo democrático de Locke, que ponía el énfasis sobre un contrato social que garantizara, bajo la ley, los derechos naturales de los ciudadanos. Las ideas de Hume habían de influir en los utilitaristas del siglo XIX, tales como Bentham y Mili, que las condensarían en la fórmula: «la mayor felicidad para el mayor número». No obstante, este encomiable deseo de felicidad social tenía un defecto inherente ¿Qué del chivo expiatorio cuya ejecución pública produce tanto gozo a la mayoría del populacho? Reducir la moralidad pública a una ecuación matemática, con la mayoría decidiendo sobre todos los asuntos, deja a las minorías vulnerables ante la discriminación.

En 1752, Hume fue nombrado archivero de la Biblioteca de los Abogados de Edimburgo, un trabajo, que lejos de ser pesado, le permitió escribir más ensayos filosóficos sobre una variedad de tópicos. El ensayo literario causaba furor como la forma literaria de última moda. Aunque Hume no era tan brillante en el estilo como Addison y Steele, sus ideas eran más profundas. Los temas de sus ensayos van desde asuntos tan dispares como la política y los patrones del gusto público, pasando por cuestiones de índole análoga como el matrimonio y la tragedia, hasta materias tan similares como la poligamia y el estoicismo. Sus ensayos sobre economía incluían muchas ideas formativas para esta seudociencia en embrión; y sus ensayos sobre los milagros (no hay tales), el suicidio (asunto de cada cual) habían de causar sensación cuando fueron finalmente publicados.

De resultas de su empleo con el general St. Clair, Hume babia adquirido conocimientos de primera mano sobre las vicisitudes de que trata la historia y, animado por esas penetrantes visiones, se decidió a embarcarse de nuevo en su Historia de Inglaterra; ésta comienza con la invasión de Julio César en el año 55 a.C. y termina con la Revolución Gloriosa de 1688. Hume dio por acabada su historia en 1762; había progresado al ritmo de un siglo por año, el mismo de Gibbon para escribir su Decadencia y Caida del Imperio Romano, que fue publicada cuatro años más tarde. La Historia de Hume fue considerada como segunda sólo de la obra maestra de Gibbon, pero se vendió siempre mejor y permaneció como la obra más vendida durante casi un siglo, hasta que la Historia de Macaulay se convirtió en el libro principal.

La Historia de Inglaterra de Hume se lee con agrado; fue una de las primeras en ensanchar su campo, al incluir los intereses culturales y científicos del periodo, pero rehusaba subscribir los prejuicios contemporáneos y fue tildada por tanto de demasiado sesgada. Los comentarios de Hume sobre lo cultural me parecen muy justo s; dice que los poetas del siglo anterior habían creado «monumentos de genios pervertidos por la indecencia y el mal gusto, pero ninguno más que Dryden […] tanto por razón de la grandeza de su talento como por el enorme abuso que hizo de él». Sus opiniones filosóficas se imponen a veces con un gran efecto: «Mientras que Newton retiraba el velo de algunos de los misterios de la naturaleza, mostraba a la vez las imperfecciones de la filosofía mecanicista y reconducía así sus últimos secretos a aquella oscuridad en la que siempre estuvieron y en donde siempre permanecerán».

Un año después de la publicación de este libro, Hume recibió el honor de tener todas sus obras en el Índice Católico Romano de Libros Prohibidos. En los siglos anteriores a nosotros, este espaldarazo era como el Premio Nobel; se centraba por lo general en auténticos logros científicos, humanísticos y literarios pero, a veces, por razones políticas, se les extendía a charlatanes o a mediocridades inofensivas.

En 1763 Hume fue nombrado secretario del embajador británico en Francia. (La guerra que había sido tan exitosamente conducida por generales como St. Clair y el comandante de la guarnición de Lorient había sido finalmente detenida por las fuerzas de la cordura). El nombramiento de Hume tuvo un gran éxito en París; se le tenía por el Voltaire británico y fue tratado como una celebridad por la sociedad elegante; el embajador se dio cuenta enseguida de que la presencia en los salones de su secretario valía más para promover los intereses británicos que cualquier otra cosa que él pudiera ofrecer y le animó a acudir a tantas fiestas como le fuera posible.

Por entonces, la figura de Hume era repulsiva; su cara estaba abotargada y roja, comía demasiado, gustaba de la bebida y se movía torpemente, pero, por otra parte, era muy inteligente y tenía mucho y gracioso ingenio. Los franceses no habían visto nada parecido; para ellos la elegancia y el ingenio eran prácticamente sinónimos y el que uno apareciera sin la compañía del otro les parecía una excentricidad británica. Debido a su falta de garbo, se eximió a Hume de hacer reverencias en la Corte y, después de un hilarante desastre, se le permitió retirarse sin tener que retroceder hasta la puerta. Hume fue presentado al Rey y a todos los miembros de su familia, hasta los pequeños nietos, que tuvieron que memorizar un breve discurso en honor de «M’sieur Yum» y decir que estaban ansiosos por leer su Historia de Inglaterra.

A pesar de las apariencias y de su disfrute de la vida social, Hume no era lo que se dice un hombre feliz; en su interior, no soltaba las riendas de sus emociones. Disfrutaba de la compañía de mujeres, pero se caracterizaba a sí mismo como «un hombre galante que no ofende a maridos ni amantes». Pero tanta celebridad le hizo bajar momentáneamente la guardia y, siempre que encontraba una mujer bella e inteligente que le demostrara sentirse atraída por él físicamente, se enamoraba rápidamente.

Pero estaba en Francia, donde estas cosas no son nunca sencillas. La Condesa de Boufflers era la amante del Príncipe de Conti, uno de los personajes políticos más poderosos del país; ella tenía treinta y ocho años y él cincuenta y dos; se hicieron pronto amigos, pero ambos temían compromisos mayores. Se escribieron con las maneras elaboradas de la época, como una máscara sutil, tortuosa y a veces frívola de sus verdaderas emociones. Hume le escribió: «Usted me ha salvado de una total indiferencia hacia todo en la vida humana». Pero a la postre, ambos se temían y se convencieron finalmente de la futilidad de su situación. Nada resultó, y cuando Hume regresó a Inglaterra, en 1765, no se volvieron a encontrar. Continuaron escribiéndose, y la última carta que tenemos de la mano de Hume es una dirigida a la comprensiva condesa.

La Condesa de Boufflers hizo de intermediaria para el encuentro de Hume con Jean-Jacques Rousseau, el gran teórico de la política y filósofo francés. Hoy es costumbre el caracterizar a Rousseau como un loco y un bastardo (en sentido peyorativo), cuyo ideal conducía directamente a males sociales de la peor especie y, no hay que negarlo, Rousseau era mentalmente inestable, entregó al hospicio más próximo, uno tras otro según iban naciendo, los cinco hijos que tuvo con su amante, y sus ideas estimulaban una conducta incivilizada. Creía que la virtud residía en el «noble salvaje», que no había sido corrompido por la civilización. Estaba en contra de un contrato social que garantizara los derechos naturales, y a favor de la dictadura de la «voluntad general»; pensaba que ésta debería tender al bien común y que el individuo, voluntariamente sometido, se vería «obligado a ser libre». No se puede evitar que esto suene ominosamente a los oídos del siglo XX. Las ideas de Rousseau inspirarían la gloria y también los excesos de la Revolución Francesa y desempeñarían un papel similar en el siglo XX. Se puede reconocer sus ideas en el fascismo y el comunismo, tanto como en el impulso subyacente en ellas hacia la autonomía de la persona y el liberalismo.

Pero el Rousseau que conoció Hume era algo más que una bomba de tiempo cargada de ideas explosivas. En cuanto hombre, fue el genio que inspiró el Movimiento Romántico y en lo personal, fue una especie de sensibilidad desnuda andante. Era lo opuesto de Hume, temperamental y filosóficamente y, sin embargo, estaban ambos del mismo lado; ambos luchaban por conseguir reformas. La vieja Europa de las monarquías absolutas y la nobleza terrateniente estaba retrocediendo ante una sociedad urbana más comunitaria, con tendencias liberales y democráticas. Un proceso evolutivo había comenzado con Descartes y progresado con el auge de la novela introspectiva. Europa era testigo de la llegada de una autoconciencia generalizada: el nacimiento de una individualidad que pensaba por sí misma. El interés de Rousseau era la individualidad misma, su expresión y su realización, mientras que el de Hume era la condición del pensar y el tratar de ver el mundo liberado de los viejos prejuicios. Para Hume no existía nada parecido al alma, nadie había percibido jamás una «mente», no tenemos experiencia de la causalidad, ni de Dios. Rousseau, por su parte, no produjo una filosofía coherente, pero será siempre recordado por ideas tan resonantes como «el noble salvaje» y «la voluntad general».

Rousseau andaba huido después de la publicación del Emilio, en donde negaba el derecho divino de los reyes y abogaba por la democracia; Hume le ofreció su ayuda, pero cuando Rousseau llegó a Inglaterra estaba ya trastornado por las persecuciones, de modo que abrazó a Hume, diciéndole cuánto le estimaba, para enseguida mostrarse convencido de que Hume estaba en liga con sus enemigos y conspiraba contra él. Hume se comportó lo mejor que pudo, y Rousseau lo peor, hasta que, para alivio de todos, Rousseau se refugió finalmente en Francia, donde se dedicó a difundir toda clase de calumnias sobre Hume. El filósofo se había tropezado con el genio, y ninguno de los dos había comprendido al otro; la naturaleza de su encuentro fue ominosamente simbólica, pues la lucha entre las dos posiciones continúa hasta el día de hoy.

En 1769, Hume volvió a instalarse en Edimburgo. Para entonces era ya enorme. «El más gordo entre los cerdos de Epicuro», según Gibbon, que no era él mismo un peso ligero (su comentario sobre Hume pretendía ser un cumplido). Hume se puso a trabajar con tesón, revisando y reescribiendo su Historia y sus obras filosóficas y escribiendo ensayos. Escribió también una breve autobiografía, evasiva y curiosamente objetiva —quizá no quería suministrar munición a sus enemigos, que eran muchos. Seguía siendo anatema para los elementos conservadores de los poderes establecidos: la Iglesia, los profesores ortodoxos, etc. Por otra parte, un panfleto anónimo, seguramente sobre Hume, y casi con certeza de su propia mano, titulado «Carácter de… por él mismo», contiene una profunda visión de su carácter y de su propia valoración. «Un hombre muy bueno, cuyo propósito constante en la vida es hacer travesuras». «Un entusiasta sin religión, un filósofo que no espera alcanzar la verdad». «Exento de los prejuicios vulgares, lleno de los propios».

Así llegó Hume a convertirse en el viejo famoso de Edimburgo. Le encantaban las largas comidas con sus amigos, que eran conocidos como los «Eaterati» (de eat, comer; juego de palabras con Literati [N. del T.]), pero seguía discutiendo con sus iguales intelectuales, tales como su amigo de muchos años Adam Smith, el filósofo social innovador de la teoría económica. Hume y Smith compartían muchas ideas sobre filosofía social; se ha dicho incluso que Hume inspiró a Smith su teoría de que «la mano invisible» de la competencia es la mejor guía para los intereses de la sociedad. Esta mano, que dio forma al siglo XX, parece dispuesta a estrangular el XXI, cuando los recursos para competir serán muy limitados, pero no se debe responsabilizar a Hume o Smith de la ceguera de los economistas del momento actual; vivieron el amanecer de una época de posibilidades que parecían ilimitadas (en muchos campos), una época sobre la que se está poniendo el sol con rapidez.

En otros aspectos, las ideas de Hume están en profundo acuerdo con las del siglo XX. «Cuando tomamos en nuestras manos un libro de teología o metafísica escolar, por ejemplo, preguntemos: ‘¿Contiene razonamientos abstractos que se refieran a cantidad, o número?’. No. ‘¿Contiene razonamientos basados en la experiencia que se refieran a hechos o a su existencia?’. No. Destinadlo a las llamas, pues no contiene otra cosa que sofismas e ilusiones» y: «El mundo todo no ofrece sino la idea de una Naturaleza ciega […] vertiendo desde su seno, sin discernimiento ni cuidado paternal alguno, sus hijos tullidos y abortivos». Tales opiniones eran raras a mediados del siglo XVIII.

La naturaleza física de Hume y su estilo de vida empezaron a pasar factura gradualmente. Caía enfermo cada vez con mayor frecuencia, hasta que dos eminentes cirujanos fueron llamados para examinarle. Uno tras otro metieron sus dedos en su abultado estómago, lo estrujaron, y finalmente concluyeron que sufría de un tumor en el hígado. Atrevido y escéptico buscador de la verdad hasta el fin, Hume metió también sus propios dedos en su estómago y confirmó personalmente el diagnóstico, descubriendo un tumor «del tamaño de un huevo», que era «plano y redondo».

Su salud empeoraba y perdía mucho peso. Se corrió la voz de que Hume se estaba muriendo y acudió gente de todas partes para ver si el gran ateo se arrepentía en su lecho de muerte. Boswell vino y lo encontró «flaco, cadavérico y con una apariencia como de tierra». (Es difícil discernir si esta última observación es inexacta o profunda). Cuando Boswell le preguntó si creía en una vida futura, Hume «respondió que era posible que un trozo de carbón puesto al fuego no ardiera».

Hume murió, después de una larga enfermedad, el 25 de agosto de 1776 (sin arrepentirse). Una muchedumbre considerable se agolpó a su puerta para ver la procesión funeraria del «Ateo»; pero no era una figura impopular entre la gente común, sólo para la Iglesia; a diferencia con los filósofos que le seguirían, su filosofía sigue siendo plausible, con un único obstáculo: Cuando leemos la filosofía de Hume, reconocemos que pensamos así, pero sabemos que no vivimos así. ¿Puede ser que, por una vez, la filosofía está en lo correcto y somos nosotros los equivocados?