Introducción y antecedentes
de su filosofía

Los filósofos anteriores a Hume fueron frecuentemente acusados de ateísmo, pero Hume fue el primero en admitirlo.

El ser tildado de ateo no era un honor envidiable, ni para los filósofos ni para los que no lo eran; la sociedad tenía sus maneras de tratar a los pensadores heterodoxos, desde la Antigua Grecia (el veneno) hasta la Edad Media (la Inquisición). Los filósofos se esforzaban por tanto en convencer a todo el mundo —y a sí mismos— de que no eran ateos. La aceptación por parte de Hume de la quiebra teológica fue recibida como un escándalo público, pero los intentos que se hicieron por disuadirle lo fueron con argumentos filosóficos y no con el potro de tortura, lo cual dice tanto en favor de la sociedad británica del siglo XVIII como del propio Hume. Ahora bien, si quería ser consistente con su filosofía, Hume no podía adoptar otra posición.

Ya hacía tiempo que la filosofía se estaba acercando a ese punto; varios filósofos del mundo antiguo —algunos Estoicos y unos pocos Cínicos— estuvieron próximos, aunque Sócrates fue sentenciado a muerte por no respetar los dioses; en la Antigua Roma era a menudo imposible no creer en Dios, sobre todo cuando éste era también el emperador, de modo que la fe era esencial, si uno quería seguir pensando…, o simplemente seguir.

Ya en los primeros tiempos de la era cristiana la filosofía fue engullida por la teología; Platón y Aristóteles se convirtieron en los Textos Sagrados de modo que la filosofía consistió mayormente en elaboraciones de esos textos. A esto siguieron elaboraciones de elaboraciones, y mucho trabajo heroico con el fin de conseguir que estas manipulaciones resultaran aceptables para el dogma cristiano; un trabajo paralelo se basaba en un mal uso de la lógica para tratar de demostrar la existencia de Dios. Una parte de esta actividad resultó sumamente ingeniosa y hasta creadora, pero no era original; los supuestos básicos eran siempre los mismos.

Estos supuestos fueron cuestionados seriamente por primera vez en el siglo XVI, por Descartes, a quien se considera hoy como el fundador de la filosofía moderna. Descartes barrió con los viejos supuestos y basó su filosofía en la razón; en un proceso de duda racional, mostró que era posible negar todo, pero con una excepción, esto es, no puedo dudar de todo y al mismo tiempo dudar que estoy pensando; «pienso, luego existo» fue su célebre conclusión, y ésta fue la roca sobre la cual pudo construir la estructura racional de su filosofía.

Apenas medio siglo después, el filósofo británico John Locke dio un paso más con la introducción del empirismo, afirmando que el último fundamento de la filosofía no era la razón, sino la experiencia. Para Locke, todo lo que conocemos procede en última instancia de la experiencia, es decir, no tenemos ideas innatas, sólo sensaciones, y obtenemos las ideas reflexionando sobre estas sensaciones. Parecía como si la filosofía hubiera alcanzado su última frontera.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que alguien diera un paso más. La tradición empirista británica traspasó el borde de la locura con la llegada del irlandés Berkeley. Si nuestro conocimiento del mundo se basa sólo en la experiencia, ¿cómo sabemos si el mundo existe cuando no lo percibimos? El mundo quedaba así reducido a una ficción y la filosofía a un objeto de risa, pero, por suerte para el mundo, Berkeley era obispo y hombre temeroso de Dios. Claro que el mundo existe, declaró, aunque nadie lo esté percibiendo. ¿Cómo puede ser esto? Porque el mundo está siempre siendo percibido por Dios.

Esta prestidigitación filosófica le evitó a Berkeley muchos problemas (y no sólo con su arzobispo y su congregación). El mundo tenía por fin un punto de apoyo. Esta situación había de durar treinta años, hasta que Hume entró en el combate.