No puedo relatar coherentemente los acontecimientos de las veinticuatro horas siguientes.
Recuerdo que Joanna regresó a casa muy pálida y afligida, y cuando traté de animarla diciéndole:
—¿Y ahora quién es el ángel de la guarda?
Me respondió sonriendo tristemente:
—Dice que no se casará conmigo, Jerry. ¡Es muy orgulloso y altanero!
—Megan tampoco me quiere —le contesté.
Permanecimos en silencio unos instantes y Joanna dijo al fin:
—¡Los Burton no tienen gran demanda en estos momentos!
—No importa, querida, nos tenemos el uno al otro —le dije.
—¿Sabes, Jerry? Eso no me consuela gran cosa ahora…
Owen vino al día siguiente y me estuvo hablando magníficamente de Joanna. ¡Era maravillosa, maravillosa! Que había acudido a su lado dispuesta a casarse con él… en seguida, si él quería, pero no iba a consentir que lo hiciera. No, Joanna era demasiado buena, demasiado refinada para tener nada que ver con el lodo que le mancharía en cuanto los periódicos publicaran la noticia.
Apreciaba a Joanna y sabía que era de las que soportaban los contratiempos, pero a mí me molestó tanta palabrería, y le dije irritado que no fuera tan noble.
Me fui a la calle Alta, donde nadie daba descanso a la lengua. Emily Barton decía que ella nunca había tenido confianza en Aimée Griffith, y la mujer del tendero que siempre le había parecido ver una mirada extraña en los ojos de la señorita Griffith…
Habían completado los cargos contra Aimée, según me enteré por Nash. Un registro de su casa descubrió las páginas cortadas del libro de la señorita Emily… en el armario de debajo de la escalera y envueltas en un rollo de papel de empapelar.
—Buen escondite —dijo Nash—. Nunca se sabe si una criada curiosa abrirá este cajón o el otro aunque estén cerrados con llave…, pero esos armarios llenos de pelotas de tenis, rollos de papel y cachivaches no se abren nunca como no sea para meter más cosas.
—Esa señorita parece tener una predilección especial por ese escondite —comenté.
—Sí. La mentalidad de un criminal no tiene gran variedad. A propósito, hablando de la muerta, tenemos un nuevo factor en qué basarnos: falta la mano de un almirez muy pesado del dispensario del doctor, y apuesto a que la golpearon con eso.
—Es una cosa bastante difícil de esconder —objeté.
—No para la señorita Griffith. Aquella tarde iba a la reunión de exploradores, pero de paso pensaba llevar flores y verduras al puesto de la Cruz Roja, y por ello llevaba consigo una gran cesta.
—¿Encontraron la broqueta?
—No. La pobrecilla puede que esté loca, pero no lo bastante como para conservar un hierro manchado de sangre que nos facilitaría las cosas, pues todo lo que necesitaba hacer era lavarlo y volverlo a colocar en el cajón del armario de la cocina.
—Supongo —concedí—, que no puede usted encontrarlo todo.
En la casa del pastor fueron los últimos en enterarse de la noticia. La señorita Marple tuvo un gran disgusto y me habló de ello con gran pesar.
——No es cierto, señor Burton. Estoy segura de que no es verdad.
—Me temo que es bien cierto. Ya sabe que estaban vigilando y la vieron escribir esa carta.
—Sí… sí, tal vez la vieran. Sí, eso lo comprendo.
—Y las páginas impresas con que componían las cartas fueron encontradas escondidas en su casa.
La señorita Marple me miró más estupefacta y dijo en voz muy baja:
—Pero eso es horrible… realmente perverso.
La señora Calthrop vino a reunirse con nosotros y dijo:
—¿Qué ocurre, Jane?
La señorita Marple murmuraba:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué puede hacer una?
—¿Qué es lo que te preocupa, Jane?
—Tiene que haber algo —replicó la anciana—. Pero yo soy tan vieja, ignorante y tan tonta…
Me sentí bastante violento y me alegré de que la señora Calthrop se llevara a su amiga.
Sin embargo, aquella tarde volví a ver a la señorita Marple cuando iba de regreso a casa.
Estaba de pie junto al puentecito del final del pueblo, cerca de la casa de la señora Cleat, hablando con Megan precisamente.
Yo deseaba ver a Megan. Había esperado verla durante todo el día y apresuré el paso, mas en cuanto me vio, dio media vuelta y se alejó en dirección contraria.
Eso me puso furioso y la hubiera seguido de no haberme interceptado el paso la señorita Marple.
—Quiero hablar con usted —me dijo—. No, no vaya ahora detrás de Megan. No sería aconsejable.
Iba a contestarle de mala manera cuando me desarmó diciendo:
—Esa jovencita tiene un gran valor… un valor francamente enorme.
Yo seguía queriendo marchar en pos de Megan, pero la señorita Marple continuó:
—No intenté verla ahora. Sé lo que me digo. Debe conservar intacto su valor.
Hubo algo en las palabras de la anciana que me inquietó… como si ella supiera algo que yo ignoraba.
Tenía miedo sin saber por qué.
No volví a casa, sino que regresando a la calle Alta comencé a pasear como un autómata. Ignoro lo que esperaba, o lo que iba pensando…
Me detuvo el coronel Appleby… aquel hombre tan pesado, y después de preguntarme por mi hermana, como de costumbre, continuó:
—¿Qué es eso de que la hermana de Griffith está loca de remate? ¡Dicen que ella es la autora de esos anónimos que tanto trastorno causan a todo el mundo! Al principio yo no lo creía, pero dicen que es bien cierto.
Yo le respondí afirmativamente.
—Bien, bien…, debo confesar que nuestra policía es bastante buena. Hay que darle tiempo, eso es todo, darle tiempo. Qué cosa más extraña eso de las cartas anónimas…, aunque la Griffith no es mal parecida a pesar de tener la lengua demasiado larga. Pero en esta parte del mundo no hay chicas bonitas…, excepto la institutriz de los Symmington… Vale la pena mirarla. Y además es muy simpática, y agradece cualquier cosilla que se haga por ella.
»No hace mucho me la encontré en el campo. Había ido de excursión con los niños, que corrían por allí mientras ella tejía una labor de punto… hasta que se le terminó la lana. «Bueno —le dije—, ¿quiere que la lleve a Lymstock? Tengo que ir a buscar mi bastón y no tardaré ni diez minutos en regresar». Ella dudaba en dejar a los niños. «No les pasará nada —le aseguré—. ¿Quién va a hacerles daño? ¡No tenga miedo que nadie se los llevará!». De modo que la traje, la dejé en la mercería, luego la recogí, y eso fue todo. Y me dio las gracias con gran gentileza. Es muy agradecida. Una chica simpática.
Yo procuré librarme de él.
Y fue entonces cuando vi a la señorita Marple por tercera vez. Ahora salía de la comisaría.
¿De dónde vienen los temores? ¿Cómo toman forma? ¿Dónde se esconden antes de salir al exterior?
Y todo por una simple frase que una vez oída no pude apartar del todo de mi pensamiento:
«Lléveme de aquí… Es horrible vivir aquí… sintiéndome tan malvada…».
¿Por qué Megan había dicho eso? ¿Qué es lo que le hacía sentirse malvada?
En la muerte de la señora Symmington no podía haber nada que se relacionase con Megan.
¿Por qué se sentía malvada? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Podría ser que se considerase responsable en algún sentido?
¿Megan? ¡Imposible! Megan no podía haber tenido nada que ver con aquellas cartas… con aquellas horribles y groseras cartas.
Owen Griffith conocía un caso ocurrido en el norte… una colegiala…
¿Qué había dicho el inspector Graves?
Algo de una mentalidad de adolescente…
Solteras inocentes en las mesas de operaciones balbuceaban palabras que apenas sabían.
Y niños pequeños escriben ciertas cosas en las paredes…
Pero no, no, Megan no.
¿Herencia? ¿Sangre mala? ¿Algo anormal en su subconsciente? ¿Una maldición que recaía en ella a través de sus generaciones pasadas?
«No soy la esposa que le conviene. Sirvo más para odiar que para querer».
¡Oh, mi Megan, mi pequeña! ¡Eso no! Cualquier cosa menos eso. Y esa anciana solterona te persigue… ella sospecha. Dice que tienes valor. ¿Valor para qué?
Sólo fue una pesadilla y pasó. Pero yo quería ver a Megan… lo necesitaba.
A las nueve y media de la noche salí de casa y bajé al pueblo a casa de los Symmington.
Y fue entonces cuando una idea nueva acudió a mi mente. Se me ocurrió pensar en otra mujer a quien nadie había considerado sospechosa ni por un momento. ¿Acaso Nash, sí?
Parecía imposible y hasta entonces hubiera dicho que casi imposible también. Pero no era así. No, no, imposible no.
Apresuré el paso porque ahora era aún más necesario que viera a Megan inmediatamente.
Atravesé la verja de los Symmington enfilando el camino de la casa. Era una noche muy oscura y empezaba a lloviznar. La visibilidad era escasa.
Vi un rayo de luz procedente de una de las ventanas. ¿Tal vez del pequeño saloncito de estar?
Vacilé unos instantes, y en vez de dirigirme a la puerta principal, me fui aproximando a la ventana sin hacer ruido y me oculté detrás de un gran arbusto.
La luz salía a través de las cortinas que no estaban corridas del todo, y me fue fácil ver a través de ellas.
Ante mis ojos apareció una apacible escena doméstica. Symmington hallábase sentado en un gran sillón, y Elsie Holland con la cabeza inclinada, remendaba una camisa de los niños.
Podía oír lo mismo que ver, ya que la ventana estaba entreabierta.
Elsie Holland decía:
—Pero yo creo, señor Symmington, que los niños son ya bastante mayorcitos para quedarse a toda pensión en el colegio. No es que yo no vaya a echarles de menos…, les quiero tanto a los dos.
—Creo que tiene usted razón en lo que se refiere a Brian, señorita Holland —le contestó Symmington—. Y he decidido llevarle a Winhays el próximo curso… mi antigua escuela preparatoria. Pero Colin es demasiado pequeño todavía. Prefiero que espere otro año.
—Sí, comprendo. Colin es tal vez un poco pequeño para la edad que tiene…
Una conversación doméstica… una escena encantadora…, y una cabeza dorada inclinada sobre la costura.
Entonces se abrió la puerta y entró Megan.
Se quedó muy erguida en la entrada y en el acto me di cuenta de su nerviosismo. Tenía la piel del rostro tirante y en sus ojos brillaba la decisión. Aquella noche no tenía nada de infantil.
Se dirigió a Symmington sin darle ningún título particular (De pronto me di cuenta de que nunca me había fijado. ¿Le llamaba padre, Dick, o qué?).
—Quisiera hablar contigo a solas, por favor.
Symmington pareció sorprendido y creo que un tanto contrariado. Frunció el ceño, pero Megan se salió con la suya, con una determinación desacostumbrada.
Volviéndose hacia Elsie Holland le dijo:
—¿No le importa, Elsie?
—Oh, claro que no —Elsie se apresuró a levantarse extrañada y un poco confundida.
Se dirigió a la puerta y Megan se apartó a un lado para dejarle paso.
Elsie se detuvo un momento mirando por encima de su hombro con los labios apretados, una mano extendida y con la otra sujetando contra sí su labor.
Yo contuve el aliento impresionado por su belleza.
Cuando ahora pienso en ella siempre la recuerdo así… inmóvil y con aquella perfección intachable perteneciente a la antigua Grecia.
Al fin cerró la puerta, y Symmington dijo en tono frío:
—Bien, Megan, ¿qué es lo que quieres?
Megan se había acercado a la mesa y desde allí miró a Symmington. Yo estaba sorprendido por la súbita resolución que denotaba su rostro y por algo más… una dureza nueva para mí.
Cuando abrió los labios sus palabras me sorprendieron aún más.
—Quiero dinero —dijo.
La petición no mejoró el humor de Symmington, que dijo crispado:
—¿No podías haber esperado hasta mañana por la mañana? ¿Qué ocurre, es que tu asignación no te parece suficiente?
Un hombre justo, pensé incluso entonces, abierto a la razón, aunque no a las emociones.
—Quiero una buena cantidad de dinero —dijo enérgicamente Megan.
Symmington se irguió en su sillón y dijo fríamente:
—Dentro de pocos meses serás mayor de edad, y entonces el dinero que te dejó tu abuela pasará a tus manos.
Megan dijo:
—No comprendes. Quiero que ese dinero me lo des tú —y continuó hablando más de prisa—: Nadie me ha hablado mucho de mi padre. No querían que supiera de él. Pero sé que estuvo en la cárcel y por qué. ¡Por chantajista!
Hizo una pausa.
—Bien, soy su hija, y tal vez me parezca a él. De todas maneras te pido que me des dinero porque… si no… —Se detuvo y luego fue agregando lenta y decididamente—: si no… diré que te vi manipulando la cápsula aquel día en la habitación de mamá.
Hubo una pausa y luego Symmington dijo con voz completamente inexpresiva:
—No sé a qué te refieres.
—Yo creo que sí lo sabes —dijo Megan con una sonrisa nada agradable.
Symmington se levantó, yendo hasta su escritorio. Sacó un librito de su bolsillo y extendió un cheque que secó cuidadosamente antes de entregárselo a Megan.
—Has crecido mucho —le dijo—. Comprendo que quieras comprarte otros trajes. No sé de qué estás hablando, ni te he prestado atención, pero aquí tienes un cheque.
Megan lo miró y luego dijo:
—Gracias. Esto me servirá de momento.
Y dando media vuelta salió de la habitación. Symmington se quedó contemplando la puerta cerrada y cuando vi su rostro no pude evitar el abalanzarme hacia delante, pero me detuvieron del modo más extraordinario. Del gran arbusto que había junto a la pared salió el primer inspector Nash, que me sujetó mientras susurraba en mi oído:
—Quieto Burton. Por lo que más quiera.
Y luego, con infinitas precauciones inició la retirada llevándome consigo.
Cuando estuvimos al otro lado de la casa se enderezó y me dijo enjugándose la frente:
—¡Naturalmente tenía usted que entrometerse!
—Megan no está segura —dije nervioso—. ¿Vio usted el rostro de Symmington? Tenemos que sacarla de aquí.
Nash me sujetó con fuerza por el brazo.
—Escúcheme, señor Burton, ahora tiene que escucharme.
Y le escuché.
No me agradaba el plan…, pero tuve que someterme.
Insistí en estar presente y juré obedecer sus órdenes sin discusión.
Así es como entré en la casa por la puerta posterior, que ya había abierto, acompañado de Nash y Parkins.
Y aguardé con Nash en el descansillo de la escalera, detrás de una cortina de terciopelo que disimulaba la ventana, hasta que el reloj de la casa dio las dos y se abrió la puerta de la habitación de Symmington y éste dirigióse al dormitorio de Megan.
No hice el menor movimiento porque sabía que el sargento Perkins estaba dentro, escondido detrás de la puerta, que era un buen hombre y que podía confiar en él. En cambio, yo no hubiera sido capaz de estarme quieto.
Y mientras esperaba allí con el corazón encogido, vi a Symmington que salía con Megan en brazos y la llevaba a la planta baja, seguido a una distancia prudencial por Nash y yo.
La llevó a la cocina y acababa de acomodarla con la cabeza encima del fogón de gas y abierto la espita, cuando Nash y yo entramos encendiendo la luz.
Y aquél fue el fin de Richard Symmington. Estaba vencido. Incluso mientras me apresuraba a levantar a Megan y a cerrar el gas le vi derrotado. Ni siquiera intentó luchar. Sabía que había jugado y perdido.
En el piso de arriba me senté junto a la cama de Megan en espera de que volviera en sí, y maldiciendo a Nash de cuando en cuando.
—¿Cómo sabe que está bien? Ha sido demasiado arriesgado.
Nash trató de consolarme.
—Sólo ha tomado un somnífero con la leche antes de acostarse. Nada más. Eso es de razón, él no podía arriesgarse a envenenarla. Por lo que a él respecta todo el asunto terminó con la detención de la señorita Griffith, y no podía permitirse ninguna muerte misteriosa. Nada de violencia, ni de venenos. Pero si una jovencita de carácter retraído se desespera por la muerte de su madre, y al fin pone la cabeza en el fogón del gas…, pues la gente dirá que nunca fue una chica normal y que el suicidio de su madre ha terminado de trastornarle el juicio.
—Tarda mucho en volver en sí —dije observando a Megan.
—¿No oyó lo que dijo el doctor Griffith? El corazón y el pulso son normales…, dormirá hasta despertar, naturalmente. Dice que esa droga la toman muchos de sus pacientes.
Megan se movió murmurando unas palabras ininteligibles.
El primer inspector Nash, muy discreto, salió de la habitación.
—Jerry.
—Hola, cariño.
—¿Lo hice bien?
—¡Como si te hubieras dedicado a chantajista desde que naciste!
Megan cerró los ojos de nuevo y luego murmuró:
—Anoche… te escribí… por si algo… salía mal. Pero tenía demasiado sueño y no pude terminar. Está ahí.
Fui hasta el escritorio donde encontré la carta inacabada de Megan.
«Mi querido Jerry —decía.
»Estuve leyendo el soneto de Shakespeare que empieza así:
Así eres tú para mis pensamientos, como el alimento para vivir o como para la tierra, la dulce lluvia de abril.
y veo que al fin y al cabo estoy enamorada de ti, porque eso es lo que siento».
—Ya ve que estuve acertada al llamar a un perito —me dijo la señora Calthrop.
La miré fijamente. Nos encontrábamos en su casa mientras la lluvia caía mansamente en el exterior y un alegre fuego ardía en la chimenea. La señora Calthrop iba de un lado a otro, y cogiendo un almohadón lo colocó encima del piano de cola, por alguna razón desconocida.
—¿Pero lo hizo usted? —exclamé sorprendido—. ¿Quién es ese perito, y qué es lo que ha hecho?
—Es esta señorita —replicó la señora Calthrop, que con un gesto me indicó a la señorita Marple, que habiendo terminado su labor de punto había comenzado otra muy complicada de ganchillo.
—Ella es el perito que traje —explicó la esposa del pastor—. Mírela usted bien. Le aseguro que ella sabe más que nadie de las distintas clases de maldad humana.
—No creo que debas hablar así, querida —murmuró la señorita Marple.
—Pero es así.
—Se llega a conocer muy bien la naturaleza humana viviendo todo el año en un pueblecito —dijo la señorita Marple en tono plácido.
Y a continuación, como si comprendiera que era eso lo que se esperaba de ella, dejó su labor de ganchillo, y nos dedicó una disertación sobre el crimen.
—Lo mejor en estos casos es conservar una mentalidad amplia. La mayoría de crímenes… son tan sencillos. Éste lo era. Completamente cuerdo, natural… y comprensible… en cierto sentido muy desagradable desde luego.
—¡Muy desagradable!
—La verdad era evidente. Usted la vio, señor Burton.
—¿Yo? En absoluto.
—Claro que sí. Usted me dio la clave del asunto. Vio perfectamente la relación que había entre unas cosas y otras, pero no tenía la suficiente confianza en sí mismo para comprender el significado de esos sentimientos. Para empezar, le irritaba aquella insistente frase: «No hay humo sin fuego», pero usted supo ver lo que significaba una cortina de humo. Para desviar la vista del objetivo principal…, todos se fijaron en un punto errado…, los anónimos, cuando en realidad no hubo ninguno.
—Pero mi querida señorita Marple, le aseguro que los hubo. Yo mismo recibí uno.
—Oh, sí, pero no eran auténticos. Mi querida Maud, aquí presente cayó en ello. Incluso en un pueblo apacible como Lymstock hay muchos escándalos, y le aseguro que cualquier mujer que habite en el lugar, los hubiera conocido y hubiese hecho uso de ellos, pero a los hombres no les interesan los chismes de la misma manera… especialmente a un hombre tan sensato como el señor Symmington. Pero si las cartas hubieran sido escritas por una mujer hubiesen sido también más acertadas.
»De modo que dejando el humo y pasando al fuego sabemos dónde nos encontramos, e iremos viendo los hechos que ocurrieron en realidad. Y aparte de las cartas sólo ocurrió una cosa…, que desgraciadamente murió la buena señora Symmington.
«Entonces, es natural que una se pregunte quién pudo haber deseado la muerte de la señora Symmington, y la primera persona que se le ocurre a cualquiera de estos casos, es el marido. Y se dice si existe alguna razón… algún motivo… por ejemplo, otra mujer.
»Y lo primero que he sabido es que en la casa hay una institutriz muy atractiva. De modo que está bien claro, ¿no? El señor Symmington es un hombre seco y poco emotivo ligado a una persona neurótica y quejicosa, y de pronto aparece en su casa esa radiante criatura.
»¿Saben una cosa? Cuando los caballeros de cierta edad se enamoran les da muy fuerte. Es casi una locura, y el señor Symmington, por lo que he podido averiguar, nunca fue un buen hombre…, ni muy amable, ni cariñoso, ni siquiera simpático…, todas sus cualidades son negativas…, y por eso no tuvo fuerza para luchar contra esa locura. Y en un lugar como éste sólo la muerte de su esposa podría solucionar el problema. Comprendan, él quería casarse con esa joven. Ella es respetable y él lo mismo. Además quiere mucho a sus hijos y no desea abandonarlos. Lo quiere todo, su casa, sus hijos, su respetabilidad, y Elsie, y el precio que ha de pagar por ello es un crimen.
»Creo que escogió un medio muy inteligente. Sabía muy bien, por su experiencia en casos criminales, lo pronto que las sospechas recaen sobre el marido si la esposa muere inesperadamente… y la posibilidad de exhumación del cadáver en caso de envenenamiento.
»De modo que creó una muerte que parecía producida por otra causa. Inventó a una escritora de anónimos inexistente, y con tal arte que la policía sospechó de una mujer…, y en cierto modo no se equivocaron, ya que todas las cartas fueron escritas por una mujer; él las copió de las de un caso ocurrido el año anterior que le refiriera el doctor Griffith. No quiero decir que llegara al extremo de reproducirlas letra por letra, pero escogió frases y expresiones que fue mezclando, y el resultado fue que las cartas indicaron netamente una mentalidad femenina… y una personalidad un tanto perturbada.
»Conocía todos los trucos que utiliza la policía: comprobación de letras, de las máquinas de escribir, etcétera. Llevaba preparando el crimen desde hacía tiempo. Escribió todos los sobres antes de regalar la máquina al Instituto Femenino y cortó las páginas del libro del Little Furze probablemente mucho tiempo atrás, un día en que estuvo esperando en el salón. ¡Los libros de sermones no suelen abrirse muy a menudo!
»Y finalmente, habiendo creado su Pluma Ponzoñosa, preparó la escena real. Una tarde espléndida, cuando la institutriz, los niños y su hijastra no estaban en casa, y el servicio tenía el día libre. No pudo prever que Agnes, la camarera, luego de pelearse con su novio, regresaría a la casa.
Joanna preguntó:
—Pero ¿qué es lo que vio Agnes? ¿Lo sabe usted?
—No lo sé. Sólo puedo imaginarlo. Y me imagino que no vio nada.
—Entonces, ¿todo fue agua de borrajas?
—No, no, querida. Quiero decir que estuvo toda la tarde junto a la ventana de la despensa esperando que su novio volviera a disculparse… y que no vio nada. Es decir, nadie se acercó a la casa, ni el cartero ni ninguna otra persona.
»Le costó algún tiempo comprender que aquello era muy extraño…, ya que al parecer la señora Symmington había recibido el anónimo aquella misma tarde.
—¿Y lo recibió? —pregunté intrigado.
—¡Claro que no! Como les digo, este crimen es bien sencillo. Su esposo puso el cianuro en la primera cápsula de las que tomaba por las tardes para su ciática, y todo lo que tuvo que hacer después fue llegar a su casa antes, o al mismo tiempo que Elsie Holland, llamar a su esposa, y al no obtener respuesta subir a su habitación, verter unas gotas de cianuro en el vaso de agua que ella había utilizado para tomar la cápsula, arrojar la carta anónima a la chimenea, y poner junto a ella el pedazo de papel con las palabras «No puedo continuar», escritas por ella.
La señorita Marple se volvió hacia mí.
—También en eso acertó usted, señor Burton. «Un pedazo de papel» resulta sospechoso. Las personas no escriben la nota de despedida antes de suicidarse en papel arrancado de cualquier parte. Emplean una hoja de papel… y a menudo también un sobre. Sí, ese papel roto resulta sospechoso y usted lo sabía.
—Usted me confunde —le dije—. Yo no sabía nada.
—Sí que lo sabía usted, señor Burton. De otro modo no le hubiera impresionado el recado que su hermana dejara escrito en la libreta de notas del teléfono…
Repetí despacio:
—«Dígale que no puedo continuar yendo los viernes…» ¡Ya comprendo! «No puedo continuar…».
La señorita Marple me sonrió.
—Exacto. El señor Symmington encontró ese recado escrito y viendo sus posibilidades, arrancó las palabras para cuando llegara la ocasión…, escritas por la propia mano de su esposa.
—¿Y acaso eso representa algún mérito por mi parte? —le pregunté.
—Usted me puso sobre la pista. Usted fue reuniendo esos datos… y encima me dijo lo más importante de todo…, que Elsie Holland no había recibido ningún anónimo.
—¿Sabe usted —le dije—, que anoche pensé que era ella la autora de los anónimos y que por eso no había recibido ninguno?
—Oh, no… La persona que escribe anónimos siempre se envía uno a ella misma. Supongo que eso es parte… bueno, de la emoción del juego. No, me interesó por otra razón muy distinta. Ésa fue una debilidad del señor Symmington. No podía brindarse a escribir una carta tan grosera a la mujer que amaba. Es una faceta muy interesante de la naturaleza humana… que en cierto modo le acredita…, pero ahí es donde se descubrió.
—¿Y él mató a Agnes? —preguntó Joanna—. Pero si no era necesario.
—Tal vez no, pero usted no comprende, querida, ya que no ha matado a nadie, que cuando uno pierde el juicio todo le parece exagerado. Sin duda él la oiría hablar por teléfono con Partridge, diciéndole que estaba preocupada desde la muerte de la señora Symmington, y que había algo que no comprendía. Él no podía correr riesgos… si aquella chica había visto algo, o sabía algo…
—¿Y él estuvo realmente toda la tarde en su oficina?
—Imagino que la asesinó antes de marcharse. La señorita Holland andaba por el comedor y la cocina. Él bajó al recibidor y abrió y cerró la puerta principal como si saliera, yendo a esconderse en el armario de debajo de la escalera.
»Cuando en la casa sólo quedó Agnes, probablemente haría sonar el timbre de la puerta, volviendo a esconderse dentro del armario; luego salió para golpearla en la cabeza por la espalda mientras ella abría la puerta, y luego de arrastrarla hasta el armario de debajo de la escalera, corrió a su despacho, llegando tan sólo con un ligero retraso que nadie tuvo en cuenta…, si es que se fijaron en ello, cosa poco probable. Comprenda que nadie sospechaba de un hombre.
—¡Qué hombre más abominable! —exclamó la señora Calthrop.
—¿Ya no le compadece usted, señora Calthrop? —quise saber.
—En absoluto. ¿Por qué?
—Celebro saberlo, eso es todo.
Joanna preguntó:
—Pero ¿por qué Aimée Griffith? Sé que la policía ha encontrado la mano del almirez que cogieron del dispensario de Owen… y también la broqueta. Imagino que no es tan sencillo para un hombre devolver algo al cajón de la cocina. ¡Y adivinen dónde estaban! El primer inspector Nash acaba de decírmelo cuando me lo encontré al venir aquí. En una de esas cajas de su oficina donde se guardan escrituras. En la de sir Jasper Harrington-West, ya fallecido.
—Pobre Jasper —exclamó la señorita Calthrop—. Era primo mío. Era un muchacho tan correcto. ¡Qué disgusto hubiera tenido!
—¿No fue una gran locura conservarlos? —pregunté.
—Probablemente hubiera sido mejor tirarlos —dijo la señora Calthrop—. Nadie sospechaba de Symmington.
—No la golpeó con la mano del almirez —explicó Joanna—. Había también la pesa de un reloj manchada de sangre de la muerta el día que detuvieron a Aimée y la escondió en su casa con las páginas del libro. Y eso me llevo de nuevo a mi pregunta original. ¿Qué hay de Aimée Griffith? La policía la vio escribir esa carta.
—Sí, desde luego, ella escribió esa carta —dijo la señorita Marple.
—Pero ¿por qué?
—Oh, sin duda se habrán dado cuenta de que la señorita Griffith había estado enamorada de Symmington durante toda su vida…
—¡Pobrecilla! —replicó la señora Calthrop ingenuamente.
—Siempre fueron buenos amigos, y me atrevo a decir que pensó, después de la muerte de la señora Symmington, que tal vez algún día… bueno… —La señorita Marple carraspeó con delicadeza—. Y luego comenzó a correr el rumor de Elsie Holland y supongo que debió trastornarla mucho y le hizo considerar a esa joven como una intrigante que se interponía en su camino para ganar el afecto de Symmington sin ser digna de él. Y creo que por eso sucumbió a la tentación. ¿Por qué no agregar una carta más y asustar a la joven para que abandonara su puesto? Debió creer que no corría peligro y creyó tomar todas las precauciones posibles.
—Bueno —dijo mi hermana—. Termine la historia.
—Me imagino —continuó la señorita Marple—, que cuando la señorita Holland enseñó la carta a Symmington éste comprendió en seguida quién la había escrito, viendo la oportunidad de dar por terminado aquel asunto, y ponerse a salvo. No era nada digno, desde luego, pero estaba asustado, compréndalo. La policía no iba a darse por satisfecha hasta descubrir al autor de los anónimos, y cuando llevó la carta a la policía y supo que habían visto a Aimée escribiéndola, creyó haber encontrado la oportunidad entre un millón, para terminar aquel asunto del todo.
»Aquella tarde llevó a su familia a tomar el té a casa de los Griffith y como salía de su oficina con su cartera de mano pudo esconder fácilmente las páginas arrancadas del libro en el armario de debajo la escalera, en un rollo de papel de empapelar. Aquello fue un detalle hábil que hizo recordar dónde encontraron el cadáver de Agnes, y desde el punto de vista práctico, le fue fácil. Cuando siguió a Aimée y a la policía, le bastó un minuto o dos para realizarlo al pasar por el recibidor.
—De todas maneras —le dije— hay una cosa que no podré perdonarle, señorita Marple…, el engatusar a Megan.
La señorita Marple dejó su labor, que había vuelto a reanudar, y me miró severamente a través de sus lentes.
—Mi querido joven, había que hacer algo. No había la menor prueba contra ese hombre inteligente y sin escrúpulos. Necesitaba que alguien me ayudara… alguien que tuviera valor y un buen cerebro, y encontré a esa persona.
—Fue muy peligroso para ella.
—Sí, lo era, pero no estamos en este mundo, señor Burton, para evitar el peligro cuando se trata de la vida de un inocente. ¿Me comprende?
Y yo la comprendí.
Era por la mañana y me encontraba de paseo en la calle Alta.
La señorita Emily Barton salía de la tienda de comestibles con la cesta de la compra. Tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos brillaban excitados.
—¡Oh, querido señor Burton, estoy tan contenta! ¡Pensar que al fin voy a realizar un crucero!
—Espero que se divierta.
—Oh, estoy segura de ello. Nunca me hubiera atrevido a ir sola. Parece providencial la forma en que se ha resuelto todo. Durante mucho tiempo pensé que tendría que deshacerme de Little Furze, ya que mis medios no me llegaban, pero no podía soportar la idea de tener forasteros en mi casa; pero ahora que usted la ha comprado y va a vivir con Megan… es muy distinto. Y luego la querida Aimée, que no sabía qué hacer después de lo mucho que pasó, y casándose su hermana, ¡qué agradable que ustedes dos se queden con nosotros!, se avino a venirse conmigo. Pensamos estar fuera bastante tiempo. Incluso puede que… —la señorita Emily bajó la voz— ¡demos la vuelta al mundo! Y Aimée es tan espléndida y tan práctica que, la verdad, creo…, ¿no le parece…?, que todo ha salido a pedir de boca.
Esta vez estuvo acertada.
Por un instante pensé en la señora Symmington, y Agnes Woddell que reposaban en sus tumbas, preguntándome si ellas pensarían lo mismo, mas recordé también que el novio de Agnes no la quería mucho, y la señora Symmington tampoco fue muy buena con Megan y…, ¡qué diablos!, ¡todos tenemos que morir algún día! Y estuve de acuerdo con la radiante señorita Emily en que todo había salido a pedir de boca.
Fui caminando por la calle Alta y al llegar ante la verja de los Symmington, Megan salió a recibirme dando brincos como una colegiala.
No fue un encuentro romántico, porque un enorme perro pastor salió al mismo tiempo que ella y casi me tira al suelo con sus caricias intempestivas.
—¿No es adorable? —dijo Megan.
—Un poco avasallador. ¿Es tuyo?
—Sí, es el regalo de boda que me hace Joanna. Tenemos unos regalos muy bonitos, ¿no te parece? Esa cosa de lana esponjosa que no sabemos qué es, de la señorita Marple, y el juego de té del señor Pye, y Elsie me ha enviado un tostador de pan…
—¡Qué típico! —exclamé.
—Ha encontrado trabajo en casa de un dentista y está muy contenta. Y…, ¿dónde estaba?
—Enumerando los regalos de boda. No te olvides que tendrás que devolverlos si cambias de opinión.
—No cambiaré de opinión. ¿Qué más hemos recibido? Oh, sí, la señora Calthrop nos ha enviado un escarabajo egipcio.
—Es una mujer original —comenté.
—¡Oh! ¡Oh! Pero tú no sabes lo mejor. Partridge me ha enviado un regalo. Es la cubretetera más espantosa que has visto en tu vida. Pero creo que ahora le gusto porque dice que la ha bordado con sus propias manos.
—¿Tiene un dibujo de uvas y cardos?
—No, corazones entrelazados.
—¡Dios mío! —exclamé—. Partridge está volviendo en sí.
Megan me había arrastrado hasta la casa, y me dijo como intrigada:
—Hay una cosa que no entiendo. Además del collar y la cadena del perro, Joanna me ha enviado otro collar con su correa correspondiente. ¿Para qué crees que será?
—Eso —repliqué—, es una bromita de Joanna.
FIN.