Al día siguiente me volví loco. Recordándolo ahora es la única explicación posible que se me ocurre.
Debía efectuar mi visita mensual a Marcus Kent… y fui en tren. Ante mi inmensa sorpresa, Joanna prefirió quedarse. Por lo general estaba ansiosa por acompañarme y siempre nos quedábamos un par de días.
Sin embargo, esta vez me propuse regresar el mismo día en el tren de la noche, pero incluso así Joanna no quiso acompañarme, limitándose a decir con aire enigmático que tenía mucho que hacer, y que para qué iba a pasarse las horas metida en un tren cuando hacía un día tan espléndido para gozar del campo.
Eso, desde luego, era una gran verdad, pero muy impropio de mi hermana.
Dijo que no deseaba el coche, de modo que pensé ir en él hasta la estación y dejarlo allí hasta mi regreso.
La estación de Lymstock se halla situada, por alguna razón conocida únicamente por las compañías ferroviarias, a más de una milla de Lymstock. En mitad de la carretera encontré a Megan que caminaba sin rumbo y la recogí.
—Hola, ¿adónde vas?
—De paseo.
—Supongo que a eso no le llamarás pasear. Ibas andando como un cangrejo despistado.
—Bueno, no me dirigía a ninguna parte en particular.
—Entonces será mejor que vengas a despedirme a la estación —Abrí la portezuela y Megan subió.
—¿A donde se marcha? —me preguntó.
—A Londres. Voy a ver a mi médico.
—No estará peor, ¿verdad?
—No, mi espalda está ya casi bien del todo. Espero que me dé pronto de alta.
Megan asintió con la cabeza.
Llegamos a la estación, y luego de aparcar el coche, compré mi billete.
Había algunas personas en el andén, pero nadie conocido.
—¿Le importaría prestarme un penique? —me preguntó Megan—. Así podría sacar una pastilla de chocolate de esa máquina.
—Aquí tienes, pequeña —le dije entregándole la moneda en cuestión—. ¿Estas segura de que no te gustaría también un poco de goma de mascar y unas pastillas para la garganta?
—Prefiero el chocolate —dijo Megan sin acusar mi sarcasmo.
Fue hasta la máquina de chocolate mientras yo la contemplaba con creciente indignación.
Llevaba los zapatos gastados, aquellas medias gruesas y una falda y un jersey deformes. No sé por qué tenía que enfadarme por aquello, pero me dolía.
—¿Por qué llevas esas medias tan horribles? —le dije irritado, cuando regresó.
Megan se las miró sorprendida.
—¿Qué tienen mis medias?
—Muchas cosas. Son horripilantes. ¿Y por qué llevas ese jersey que parece un saco de patatas?
—Está bien, ¿no? Hace años que lo tengo.
—Debí imaginármelo. ¿Y por qué…?
En aquel momento, llegó el tren interrumpiendo mi airado discurso.
Subí a un departamento de primera clase y bajando el cristal de la ventanilla me dispuse a continuar la conversación.
Megan me contemplaba con el rostro levantado hacia mí y me preguntó por qué estaba tan enfadado.
—No estoy enfadado —dije mintiendo—. Es que me disgusta verte tan dejada, sin que te preocupe tu aspecto.
—Yo no soy bonita, de manera que, ¿por qué he de preocuparme?
—¡Basta! —exclamé—. Me gustaría verte vestida como es debido. Quisiera llevarte a Londres y cambiarte de pies a cabeza.
—Ojalá pudiera usted hacerlo —dijo Megan.
El tren empezó a moverse y yo miré el rostro de Megan alzado hacia mí.
Y entonces, como ya he dicho, me volví loco.
Abrí la portezuela y agarrando a Megan por un brazo, la introduje de un tirón en el departamento.
Se oyó el grito de un mozo de estación, pero lo único que pudo hacer fue cerrar la portezuela de un golpe. Yo me apresuré a levantar a Megan del suelo donde mi impetuoso arrebato la había hecho aterrizar.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó frotándose una rodilla.
—Cállate —le dije—. Tú vienes a Londres y cuando haya terminado contigo ni tú misma te reconocerás. Te demostraré lo que podrías ser si quisieras. Estoy cansado de verte hecha una zarrapastrosa.
—¡Oh! —exclamó Megan extasiada.
Cuando vino el revisor compré un billete para Megan, que permaneció sentada en un rincón del departamento, mirándome con respeto.
—Es usted muy impulsivo —dijo cuando se hubo marchado el empleado.
—Mucho —repuse—. Es cosa de familia.
¿Cómo explicar a Megan lo que había pasado por mí?… Me pareció un perro ansioso al que abandonan, y ahora resplandecía en su rostro el incrédulo placer del perrito al que al fin se le permite acompañarnos.
—Supongo que no conocerás Londres muy bien —dije.
—Sí, lo conozco —replicó Megan—. Iba allí al colegio, y me llevaban al dentista y una vez fui a ver una función de teatro.
—Éste será un Londres muy distinto —le dije con voz grave.
Llegamos media hora antes de mi cita en la calle Harley.
Tomamos un taxi, y fuimos directamente a Mirotin, la modista de Joanna. Mirotin es, en carne y hueso, una mujer de unos cuarenta y cinco años, sin prejuicios ni amiga de los chismes, llamada Mary Grey, que siempre me gustó.
Le dije a Megan:
—Eres mi prima.
—¿Por qué?
—No discutas.
Mary Grey estaba atendiendo a una cliente robusta que se había enamorado de un vestido de noche azul muy ceñido, a la que intentaba disuadir, y me la llevé aparte.
—Escuche —le dije—. Le he traído a mi primita que vive en el campo. Joanna pensaba venir, pero a última hora no ha podido, aunque me dijo que podía dejarlo todo en sus manos. ¿Se da cuenta del aspecto que tiene ahora?
—¡Ya lo creo! —exclamó Grey, con expresión de pesar.
—Bien, pues quiero que la transforme de pies a cabeza. Le doy carte blanche. Medias, zapatos, ropa interior, ¡todo! A propósito, el peluquero de Joanna está por aquí, ¿verdad?
—¿Antoine? En la esquina. También cuidaré de eso.
—Es usted una mujer entre mil.
—Oh, será divertido…, aparte del dinero…, cosa que no es de despreciar en estos días…, la mitad de mis clientes nunca pagan sus cuentas. Pero como le digo, me divertiré —Dirigió una mirada profesional a Megan, que estaba un poco más alejada—. Tiene una bonita figura.
—Debe usted tener ojos de rayos X —le dije—. A mí me parece una masa informe.
Mary Green echóse a reír.
—Son esos colegios —me dijo—. Parecen tener a gala que las jovencitas tengan un aspecto insignificante. Dicen que así son más dulces y naturales, pero algunas veces se necesita toda una temporada para lograr que una de esas jovencitas parezca un ser humano. No se preocupe y déjelo en mis manos.
—De acuerdo —repliqué—. Volveré a buscarla a eso de las seis.
Marcus Kent estuvo muy satisfecho con mi aspecto y me dijo que había superado sus mejores esperanzas.
—Debe usted tener la constitución de un elefante para haberse recuperado tan pronto. Oh, claro que ese maravilloso aire del campo y el no tener excitaciones son muy convenientes para el hombre que se someta a ello.
—Estoy de acuerdo con usted en las dos primeras cosas —le dije—, pero no crea que en el campo se está libre de excitaciones. En Lymstock tenemos muchísimas.
—¿Qué clase de excitaciones?
—Un crimen.
Marcus Kent lanzó un silbido.
—¿Alguna tragedia bucólica de amor? ¿El campesino que mata a su amada?
—Nada de eso. Tenemos un asesino lunático.
—¡No he leído nada de eso! ¿Cuándo le detuvieron?
—¡No le han detenido y se trata de una mujer!
—¡Diantre! No estoy muy seguro de que Lymstock sea el lugar más conveniente para usted, amigo mío.
—Sí, lo es —repliqué con firmeza—. Y usted no podrá sacarme de allí.
Marcus Kent tenía una mentalidad muy especial y dijo en el acto:
—¡Vaya! ¿Encontró usted su rubia?
—Nada de eso —dije, sintiéndome culpable al recordar a Elsie Holland—. Únicamente que la psicología del crimen me interesa muchísimo.
—Oh, está bien. Desde luego, hasta ahora no le ha hecho ningún mal, pero debe asegurarse de que esa asesina lunática no le haga desaparecer.
—No hay miedo.
—¿Qué le parece si cenáramos juntos esta noche? Así podrá contarme todo lo referente a esa asesina revolucionaria.
—Lo siento. Tengo un compromiso.
—Una cita con una dama…, ¡eh! Sí, está usted definitivamente en vías de recuperación.
—Supongo que puede considerarlo así —Y me sobresalté al pensar en Megan.
Llegué a Mirotin a las seis, hora del cierre oficial del establecimiento, y Mary Grey salió a recibirme al pie de la escalera del salón de exhibiciones llevándose un dedo a los labios.
—¡Va a llevarse una sorpresa! Tengo que decir en mi favor que mi trabajo me ha costado.
Penetré en el gran salón de exhibiciones donde Megan se estaba contemplando delante de un espejo. Les doy mi palabra de que apenas pude reconocerla. Y por un momento me quedé sin respiración. Parecía un sauce alto y esbelto, y sus tobillos y pies quedaban delicadamente realzados por las medias de seda y los zapatos de buen corte. Sí, tenía unas manos y unos pies adorables: huesos menudos… y calidad y distinción en todas sus líneas. Llevaba el cabello ondulado y modelando su cabecita, y resplandeciendo como la madera de castaño. Habían tenido el buen gusto de no retocar su rostro. No iba maquillado o, en caso contrario, con tal delicadeza y discreción que no lo parecía. Sus labios no necesitaban carmín.
Además había algo en ella que no viera antes: un aire de orgullo inocente en la curva de su cuello cuando me miró con una sonrisa tímida.
—Parezco… casi bonita, ¿no? —me dijo.
—¿Bonita? —exclamé—. ¡Bonita no es la palabra! Vámonos a cenar y si hay algún hombre que no se vuelva a mirarte, quedaré sorprendido. Harás que todas las damas queden ridículas a tu lado.
Megan no era hermosa, pero tenía un atractivo poco corriente y personalidad. Cuando avanzó delante de mí para entrar en el restaurante y el maitre se apresuró a atendernos, sentí el orgullo tonto que experimenta todo hombre al ir acompañado de una mujer excepcional.
Tomamos unos combinados y luego cenamos. Más tarde estuvimos bailando. Megan deseaba bailar y yo no quise decepcionarla, aunque por alguna razón desconocida había imaginado que no sabría. Pero bailaba muy bien. La sentí ligera entre mis brazos y su cuerpo y sus pies seguían perfectamente el compás.
—¡Cielos! —exclamé—. ¡Si sabes bailar!
Me miró un tanto sorprendida.
—Pues claro que sé bailar. En el colegio teníamos clase de baile todas las semanas.
—Se necesita algo más que haber tomado clases para ser una buena bailarina —le dije.
Regresamos a nuestra mesa.
—¿No encuentra deliciosa la comida? ¡Y todo! —dijo exhalando un suspiro de satisfacción.
—Es exactamente lo que pienso —le contesté.
Fue una noche de delirio. Seguía estando loco, y Megan me volvió a la realidad, al decirme pensativa:
—¿No debiéramos regresar ya a casa?
Me quedé boquiabierto. Sí, definitivamente estaba loco. ¡Lo había olvidado todo! Me encontraba en un mundo alejado de la realidad en compañía de la criatura tan fácilmente creada por mí.
—¡Cielo santo! —exclamé al darme cuenta de que habíamos perdido el último tren—. Quédate aquí —le dije—. Voy a telefonear.
Telefoneé a la casa Llewenllyn de autos de alquiler y ordené que me enviaran el automóvil más rápido que tuvieran y lo más pronto posible.
Luego volví junto a Megan.
—Ya ha salido el último tren —le dije—. De modo que regresamos en coche.
—¿Sí? ¡Qué divertido!
Qué niña era, pensé. Se contentaba con todo, sin hacer preguntas…, aceptando todas mis sugerencias sin la menor discusión.
Llegó el automóvil, que era grande y rápido, mas a pesar de todo llegamos a Lymstock bastante tarde, a una hora de veras abusiva.
—¡Deben haber enviado patrullas de salvamento en tu busca! —le dije, presa de remordimiento.
Pero Megan parecía muy tranquila.
—Oh, no lo creo —dijo distraída—. Muchas veces me marcho y no vuelvo a casa para comer.
—Sí, pequeña, pero es que hoy tampoco has vuelto para cenar.
Sin embargo, la buena suerte de Megan iba en aumento. La casa estaba oscura y silenciosa, y siguiendo su consejo dimos la vuelta para ir a la parte posterior y arrojamos piedras a la ventana de Rosa.
A su debido tiempo la cocinera se asomó, y entre exclamaciones de sorpresa y palpitaciones, bajó a abrirnos la puerta.
—Vamos, y yo diciendo que estabas ya acostada. El señor y la señorita Holland… —pegó un respingo al pronunciar el nombre de la institutriz— cenaron temprano y salieron de paseo en el coche. Yo dije que cuidaría de los niños, y cuando estaba en el cuarto de los pequeños tranquilizando a Colin me pareció oírte entrar, pero cuando bajé no te vi y pensé que te habrías acostado. Y eso es lo que dije cuando el señor me preguntó por ti.
Corté la conversación diciendo que ya era hora de que Megan se acostase.
—Buenas noches —me dijo Megan—, y muchísimas gracias. Ha sido el día más maravilloso de mi vida.
Me dirigí a mi casa algo más tranquilo y luego de ofrecerle una cama al chófer le di una espléndida propina. Prefirió volverse a Londres.
La puerta del recibidor se había abierto mientras le despedía y cuando se hubo marchado se abrió de par en par y Joanna me dijo:
—¿Eres tú por fin?
—¿Estabas preocupada por mí? —le pregunté entrando en la casa. Joanna fue hasta el salón y yo la seguí. Había una cafetera preparada y Joanna se sirvió una taza de café, mientras yo preferí tomar un whisky con sifón.
—¿Preocupada por ti? No, claro que no. Creí que habrías decidido quedarte en la ciudad y echar una cana al aire.
—Pues eso he hecho yo… en cierto modo.
Sonreí y luego no pude contener la risa.
Joanna me preguntó de qué me reía y entonces se lo expliqué.
—¡Pero Jerry, debes haberte vuelto loco… loco de remate!
—Supongo que sí.
—Pero, querido hermano, no puedes hacer esas cosas… y menos en un sitio como éste. Mañana lo sabrá todo Lymstock.
—Me lo figuro, pero al fin y al cabo Megan es sólo una chiquilla.
—No lo es. Tiene veinte años, y no puedes llevarte a una joven de veinte años a Londres y comprarle ropa sin que se arme un escándalo. Dios nos asista, Jerry; probablemente tendrás que casarte con ella.
Joanna lo dijo medio en broma, medio en serio.
Y fue en aquel preciso momento cuando hice un descubrimiento muy importante.
—Maldita sea —exclamé—. No me importaría tener que hacerlo… en realidad… me gustaría.
En el rostro de mi hermana apareció una expresión extraña, y poniéndose en pie dijo secamente mientras se dirigía a la puerta:
—Sí, ya hace tiempo que lo vengo sospechando…
Y me dejó con el vaso en la mano y asombrado por mi nuevo descubrimiento.
No sé cuál será la reacción normal de un hombre que se dispone a pedir a una muchacha en matrimonio.
En las novelas se le seca la garganta, le aprieta el cuello de la camisa y está en un deplorable estado de nervios.
Yo no me sentía así. Una vez resuelto a ello, deseaba ponerlo en práctica cuanto antes, y no veía la necesidad de violentarme.
A eso de las once fui a casa de los Symmington. Hice sonar el timbre y cuando Rosa me abrió la puerta le pregunté por la señorita Megan.
Y fue la mirada de Rosa lo primero que me hizo sentirme algo tímido.
Me introduje en el saloncito de estar, y mientras esperaba, deseé ardientemente que no hubieran reñido a Megan.
Cuando al fin se abrió la puerta me tranquilicé instantáneamente. Megan no parecía ni tímida ni disgustada. Sus cabellos seguían lustrosos, y continuaba teniendo aquel aire de orgullo adquirido el día anterior. Había vuelto a ponerse sus ropas viejas, aunque ahora tenían un aspecto distinto. Es maravilloso lo que puede en una jovencita el saberse atractiva. De pronto me di cuenta de que Megan había crecido.
Supongo que en realidad debía estar bastante nervioso, o de lo contrario no hubiera iniciado la conversación exclamando en tono cariñoso:
—¡Hola carita de gato! —cosa que, dadas las circunstancias, no resultaba muy apropiada.
Pero pareció agradar a Megan, que, sonriendo, me dijo:
—¡Hola!
—Escucha —le dije—. No te riñeron por lo de ayer.
—¡Oh, no! —replicó, pero luego, parpadeando, dijo con voz insegura—: Sí, creo que sí. Quiero decir que dijeron un montón de cosas y les pareció muy extraño…, pero ya sabe cómo es la gente y el alboroto que arman por nada.
Me alivió ver que la reprimenda había resbalado sobre Megan como el agua por las plumas de un pato.
—He venido a verte porque deseo hacerte una proposición —le dije—. Me gustas mucho y creo que yo también te soy simpático…
—Muchísimo —dijo Megan con un furor inquietante.
—Y como lo pasamos tan bien juntos he pensado que sería una buena idea que nos casáramos.
—¡Oh! —exclamó Megan.
Pareció sorprendida. Sólo eso. Ni emocionada, ni extrañada. Un poco sorprendida… y nada más.
—¿Quiere decir que desea casarse conmigo? —me preguntó como para dejar la cosa bien clara.
—Más que todo lo del mundo —repliqué… sintiéndolo.
—¿Quiere decir… que está enamorado de mí?
—Estoy enamorado de ti.
Sus ojos se fijaron en los míos firmes y graves.
—Es lo mejor del mundo…, pero no estoy enamorada.
—Yo haré que me quieras.
—Sería inútil. No quiero que me obligue a quererle —hizo una pausa y luego agregó muy seria—: No soy de la clase de esposa que le conviene. Sirvo más para odiar que para querer.
Y lo dijo con extraño apasionamiento.
—El odio no perdura —le contesté—. El amor, sí.
—¿Es cierto?
—Es lo que yo creo.
Hubo otro silencio y al fin pregunté:
—¿Entonces tu respuesta es «no»?
—Sí, es «no».
—¿Y no me das siquiera una esperanza?
—¿Para qué?
—Para nada —convine—. En realidad es una tontería el preguntarlo, porque seguiré esperando tanto si quieres, como si no.
Bueno, eso fue todo.
Me alejé de la casa ligeramente aturdido, pero consciente de la mirada de Rosa, llena de apasionado interés.
Rosa se despachó a su gusto antes de que yo lograra escapar.
¡Que no se había vuelto a sentir bien desde aquel aciago día! ¡Que no se hubiera quedado de no haber sido por los niños y la pena que le daba el señor Symmington! ¡Que no pensaba quedarse a menos que pusieran en seguida otra camarera… y no iba a resultar fácil después del crimen! Y que la señorita Holland se había portado muy bien ofreciéndose a ayudarla en la casa entretanto.
Era muy dulce y servicial… ¡oh, sí, pero aspiraba a convertirse en la dueña de la casa algún día! El señor Symmington, pobre, nunca veía nada…, pero ya se sabe lo que son los viudos, criaturas indefensas dispuestos a caer en manos de cualquier mujer calculadora… ¡y si la señorita Holland no se calzaba al fin los zapatos de su amor, no sería por falta de intentarlo!
Asentí automáticamente a todo, deseando marcharme y sin poder hacerlo, ya que Rosa tenía mi sombrero en sus manos y no me lo entregó hasta haber terminado su discurso.
Me preguntaba si habría algo de verdad en sus palabras. ¿Acaso Elsie Holland habría vislumbrado la posibilidad de convertirse en la segunda esposa de Symmington? ¿O era simplemente una joven decente y de buen corazón que hacía lo posible por levantar aquella casa desolada?
El resultado probablemente sería el mismo en ambos casos. ¿Y por qué no? Los niños de Symmington necesitaban una madre… Elsie era una chica decente… además de endiabladamente bonita… detalle que los hombres saben apreciar… aunque sean tan atontados como Symmington.
Sé que pensaba todo esto para tratar de alejar a Megan de mi pensamiento.
Ustedes pueden decir que había ido a pedir a Megan que se casara conmigo completamente convencido de mi éxito y que me merecía el resultado… pero no era eso en realidad. Estaba tan seguro, tan cierto, de que Megan me pertenecía…, que era cosa mía, que me correspondía cuidarla y hacerla feliz, y que el apartarla de todo mal era un derecho natural de mi vida…, que había esperado que ella también hubiera comprendido…, que ella y yo… nos pertenecíamos mutuamente.
Pero no pensaba darme por vencido. ¡Oh, no! Megan era mi compañera y tenía que conseguirla.
Tras un momento de reflexión me fui a la oficina de Symmington. Megan tal vez no prestara atención al modo de comportarse, pero yo quería hacer bien las cosas.
El señor Symmington no estaba ocupado en aquel momento y me hicieron pasar a su despacho.
Por la expresión de su rostro y la tirantez de su saludo me imaginé que no llegaba en un buen momento.
—Buenos días —le dije—. Vengo a verle como amigo personal, no como cliente. Le hablaré sin rodeos. Me atrevo a asegurar que se ha dado usted cuenta de que estoy enamorado de Megan. Le he pedido que se case conmigo y me ha rechazado, pero no pienso considerar su respuesta como definitiva.
Vi que la expresión de Symmington variaba y pude leer en su pensamiento con asombrosa facilidad. Megan era un elemento perturbador en su casa. Pero estaba convencido de que era un hombre justo y amable, que nunca hubiera dejado sin casa a la hija de su esposa. Pero si se casaba conmigo representaría un gran alivio. Su frialdad se ablandó y me dedicó una sonrisa prudente.
—Con franqueza, señor Burton, no tenía la menor idea de todo esto. Sé que se ha preocupado mucho por ella, pero nosotros la hemos considerado siempre una niña.
—Ya no lo es —repliqué brevemente.
—No, no por sus años.
—Y representará la edad que tiene en cuanto se lo permitan —dije ligeramente irritado—. No es mayor de edad, lo sé, pero lo será dentro de un par de meses. Le daré todos los informes míos que desee. Gozo de buena posición económica y llevo una vida decente. Cuidaré de ella y procuraré hacerla feliz.
—Bien… bien. No obstante, eso debe decidirlo Megan.
—Ya la convenceré a su debido tiempo —le dije—. Pero he pensado que usted debía conocer mis intenciones.
Vi que lo apreciaba y nos separamos amigablemente.
En la calle tropecé con la señorita Emily Barton, que llevaba la cesta de la compra colgada del brazo.
—Buenos días, señor Burton. He oído decir que ayer fue usted a Londres.
—Sí, ha oído usted bien.
Me pareció que sus ojos estaban también llenos de curiosidad.
—Fui a ver a mi médico —le expliqué.
La señorita Emily sonrió.
Y esa sonrisa decía muy poco en favor de Marcus Kent.
—He oído decir que Megan casi pierde el tren —murmuró—. Y que lo cogió cuando ya arrancaba.
—Ayudada por mí —repliqué—. La subí en volandas.
—Qué suerte que estuviera usted allí. De lo contrario hubiera podido ocurrir un accidente.
¡Es extraordinario lo tonto que puede hacerle sentirse a uno una anciana entrometida!
Me salvó la llegada de la señora Calthrop, que, aunque tenía muchos de los inconvenientes de las ancianas solteronas, por lo menos no se andaba con indirectas.
—Buenos días —me dijo—. He oído decir que ha conseguido que Megan se compre ropa decente. Es usted muy sensato. Se necesita ser hombre para tener sentido práctico. Hace tiempo que me preocupaba esa muchacha… las que son inteligentes corren el peligro de volverse introvertidas, ¿no le parece?
Y con semejante declaración se metió en la pescadería.
La señorita Barton, que seguía a mi lado, parpadeando dijo:
—La señora Calthrop es una mujer muy notable y casi siempre tiene razón.
—Me resulta alarmante —dije.
—La sinceridad produce ese efecto —me contestó la señorita Barton.
La esposa del pastor volvió a salir de la pescadería, reuniéndose con nosotros. Traía una gran langosta encarnada y muy apetitosa.
—¿Han visto ustedes algo más distinto del señor Pye? —exclamó—. Es un ejemplar hermoso y varonil, ¿no les parece?
Sentía cierto nerviosismo al pensar en mi encuentro con Joanna, pero cuando llegué a casa descubrí que no necesitaba haberme preocupado. Había salido y no vino a comer. Esto contrarió a Partridge en gran manera, la cual, al servir las dos chuletas, me dijo:
—La señorita Burton me aseguró que vendría a comer.
Yo me comí las dos raciones para tratar de remediar el olvido de Joanna, preguntándome al mismo tiempo dónde estaría. Últimamente se había vuelto muy misteriosa en cuanto a sus andanzas.
Eran más de las tres y media cuando Joanna apareció en el salón. Había oído detenerse un coche ante la puerta, y casi esperaba ver a Griffith, pero Joanna iba sola y el automóvil se alejó.
Traía el rostro sonrosado y parecía inquieta. Comprendí que algo había ocurrido.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
Joanna abrió la boca, volvió a cerrarla, suspiró y dejándose caer en una butaca fijó su mirada en la lejanía.
—He tenido un día terrible —dijo al fin.
—¿Qué ha ocurrido?
—He hecho las cosas más increíbles. Fue espantoso…
—Pero ¿qué…?
—Acababa de salir a dar un paseo, un paseo corriente… Subí a la colina y estuve andando millas y millas…, por lo menos me pareció. Luego bajé a un valle. Había una granja… en un lugar solitario… tenía sed y me pregunté si tendrían un poco de leche o alguna cosa para beber. Entré en el patio y cuando se abrió la puerta fue Owen quien salió.
—¿Sí?
—Creyó que sería la enfermera del distrito, pues la mujer del granjero estaba dando a luz. Él aguardaba a la enfermera, a la que había enviado en busca de otro médico. Creo que… que la cosa no iba del todo bien.
—¿Sí?
—Y me dijo… a mí: «Vamos, usted me ayudará… mejor es usted que nadie». Le contesté que no podía hacer una cosa así, que no sabía nada…
»Me preguntó qué diablos importaba eso y se puso furioso. Me gritó: «Es usted una mujer, ¿no es cierto? Supongo que puede hacer lo posible por ayudar a otra mujer». Y luego continuó diciendo que yo había hablado como si me interesara la medicina y que dije que me gustaría ser enfermera. «¡Supongo que no eran más que palabras! —exclamó—. ¡Y no lo sentía realmente, pero esto es real y va usted a portarse como un ser humano y no como una figura de adorno sin ninguna utilidad!».
»Hice las cosas más increíbles, Jerry. Entregarle el instrumental, hervirlo, ayudarle… Estoy tan cansada que apenas puedo tenerme en pie. Fue espantoso. Pero él la salvó… a ella y al niño. Al principio dudaba de poder salvarla. ¡Oh, Dios mío!
Joanna se cubrió el rostro con las manos.
Yo la contemplé con cierto placer y mentalmente me descubrí ante Owen Griffith. Por una vez había hecho que Joanna se enfrentara con la realidad.
—Hay una carta para ti en el recibidor —le dije—. Creo que es de Paul.
—¿Eh? —hizo una pausa y luego agregó—: Jerry, no tenía idea de lo que los médicos tienen que hacer. ¡La serenidad que se necesita!
Salí al recibidor y le traje la carta. Luego de abrirla y leer su contenido la dejó caer al suelo.
—Estuvo… realmente maravilloso. Cómo luchaba… ¡no podía fracasar! Estuvo rudo y brutal conmigo…, pero es maravilloso.
Observé con satisfacción que había olvidado la carta. Evidentemente Joanna ya estaba curada de Paul.
Las cosas nunca ocurren cuando se esperan.
Estaba absorto en mis asuntos personales y en los de Joanna, cuando a la mañana siguiente me sorprendió la voz de Nash diciéndome por teléfono:
—¡Ya la tenemos, señor Burton!
Quedé tan sorprendido que casi dejo caer el aparato.
—¿Se refiere a…?
Me interrumpió.
—¿Le pueden oír desde donde habla?
—No, no creo… bueno, quizá…
Me pareció que la puerta de la cocina se había entreabierto un poco.
—¿Le importa venir a la comisaría?
—No. Iré en seguida.
Llegué al puesto de policía sin pérdida de tiempo. Nash y el sargento Parkins hallábanse en una habitación interior.
—Ha sido una persecución larga —dijo Nash muy sonriente—. Pero al fin lo conseguimos —me alargó una carta por encima de la mesa.
Esta vez había sido escrita a máquina y decía poco más o menos:
Es inútil que pretenda ocupar el lugar de la muerta. Todo el pueblo se está riendo de usted. Márchese ahora. Luego será demasiado tarde. Esto es un aviso. Recuerde lo que le ocurrió a la otra chica. Márchese y no se meta en esto.
Y terminaba con algunas frases groseras.
—La recibió la señorita Holland esta mañana —dijo Nash.
—Nos pareció extraño que no hubiera recibido ninguna hasta ahora —comentó el sargento Parkins.
—¿Quién la escribió? —pregunté.
Parte de la alegría huyó del rostro de Nash, quien dijo en tono grave:
—Lo siento porque esto va a dolerle a un hombre decente, pero ahí tiene. Tal vez él ya tenga sus sospechas.
—¿Quién la escribió? —insistí.
—La señorita Aimée Griffith.
Nash y Parkins fueron a casa de los Griffith aquella misma tarde con una orden de detención.
Nash me había rogado que les acompañara.
—El doctor —me dijo— le aprecia mucho, y no tiene muchos amigos. Creo, señor Burton, que si no le resulta demasiado molesto venir con nosotros usted podría ayudarle a soportar el golpe.
Les dije que iría con ellos. No me agradaba mi cometido, pero consideré que tal vez pudiera hacer algún bien.
Cuando preguntamos por la señorita Griffith nos hicieron pasar al salón. Elsie Holland, Megan y Symmington estaban tomando el té.
Nash estuvo muy circunspecto.
Preguntó a Aimée si podía hablarle en privado, y ella se levantó con un ligero temor en su mirada, o por lo menos ésa fue mi impresión, ya que al momento volvió a mostrarse normal y animosa.
—¿Desea hablar conmigo? Espero no haberme equivocado al encender los faros de mi coche…
Y nos condujo a un despachito que había al otro lado del vestíbulo.
Cuando cerramos la puerta del salón vi que Symmington nos miraba con sobresalto. Imagino que por su profesión habría estado en contacto con algunos casos policíacos, y por lo tanto reconoció la actitud de Nash. Casi se levantó para seguirnos.
Esto es todo lo que vi antes de cerrar la puerta y seguir a los otros.
Nash estuvo muy correcto. Le dijo que debía acompañarle… que traía una orden de detención y le leyó los cargos contra ella.
He olvidado cuáles eran exactamente los términos legales, pero se le acusaba únicamente de haber escrito las cartas, no del crimen. Aimée Griffith, echando la cabeza hacia atrás, rompió a reír.
—¡Pero eso es ridículo! Pensar que yo haya podido escribir una serie de indecencias como ésas. Deben de estar locos. Yo no he escrito ni una sola palabra.
Nash sacó la carta que había recibido Elsie Holland y dijo:
—¿Niega usted haber escrito esto, señorita Griffith?
Si vaciló, fue un segundo.
—Claro que lo niego. No la había visto nunca.
Nash no se alteró.
—Debo decirle, señorita Griffith, que la noche antepasada, entre las once y once y media, fue usted vista escribiendo esta carta en el Instituto Femenino. Anoche entró usted en la oficina de Correos con un montón de cartas en la mano…
—Yo no eché esa carta al correo.
—No, usted no. Mientras esperaba que le pegaran los sellos la dejó caer al suelo para que alguien, sin sospechar nada, la cogiera y echara al buzón.
—Yo nunca…
Se abrió la puerta, dando paso a Symmington, que dijo en tono crispado:
—¿Qué es lo que ocurre? Aimée, si ha habido algún error, debieras buscar quien te represente legalmente. Si quieres que yo te…
Entonces ella, cubriéndose el rostro con las manos, gimió.
—Márchate, Dick, márchate. ¡Tú no! ¡Tú no!
—Necesitas un abogado, pequeña.
—Pero tú no… no podría soportarlo. No quiero que te enteres de… todo esto.
Es posible que entonces comprendiera, porque dijo con calma:
—Avisaré a Milday de Exhampton. ¿Te parece bien?
Ella asintió entre sollozos.
Symmington salió de la estancia y en la puerta tropezó con Owen Griffith.
—¿Qué es esto? —preguntó Owen con violencia—. Mi hermana…
—Lo siento, doctor Griffith. Lo siento muchísimo, pero no tengo otra alternativa.
—¿Usted cree que… ella es la responsable de esas cartas?
—Me temo que no cabe la menor duda, señor —dijo Nash. Se volvió a Aimée—. Ahora debe venir con nosotros, señorita Griffith… tendrá toda suerte de facilidades para encargar el asunto a un abogado…
Owen exclamó:
—¡Aimée!
Ella pasó junto a él sin mirarle.
—No me hables —dijo—. No digas nada. ¡Y por amor de Dios, no me mires!
Salieron y Owen permaneció en pie como un sonámbulo. Aguardé un poco y al fin me acerqué a él.
—Si puedo hacer algo por usted, Griffith, dígamelo.
—¿Aimée? No lo creo.
—Puede que haya algún error —sugerí sin gran convencimiento.
—Si fuera culpable no lo habría tomado así —dijo despacio.
Se desplomó en una silla, y yo me apresuré a servirle un whisky, que bebió de un solo trago y le animó.
—Ahora estoy bien —me dijo—. Al principio no podía creerlo. Gracias, Burton, pero usted no puede hacer nada. Nadie puede hacer nada.
Se abrió la puerta y entró mi hermana con el rostro muy pálido. Cuando estuvo junto a Owen me miró.
—Vete, Jerry —me dijo—. Esto es cosa mía.
Al salir vi que se arrodillaba junto a su silla.