Mientras yo contemplaba al señor Pye se abrió la puerta de la iglesia dando paso al reverendo Caleb Dane Calthrop. Me sonrió.
—Buenos… buenos días, señor…
Le ayudé.
—Burton.
—Claro, claro, no crea que no le recuerdo. Sólo es que de momento su nombre no me acudía a la memoria. ¡Qué hermoso día!
—Sí —repuse.
Me miró fijamente.
—Pero ha ocurrido algo… algo… ah, sí, esa infortunada joven que trabaja en casa de los Symmington. Debo confesar que me resisto a creer que haya un asesino entre nosotros, señor… eh… Burton.
—Resulta algo fantástico —observé.
—Ha llegado algo más a mis oídos —Se inclinó hacia mí—. He sabido que se han estado recibiendo anónimos. ¿Sabía usted algo de ese rumor?
—Sí, eso he oído.
—Qué cosa más cobarde y malvada —hizo una pausa y recitó una larga retahíla en latín—. Estas palabras de Horacio vienen muy bien, ¿no le parece?
—Desde luego —contesté.
Como no viera a nadie más con quien hablar, emprendí el regreso a casa, deteniéndome para comprar tabaco y una botella de jerez y de paso obtener algunas impresiones más sobre el crimen.
—Una trampa infame —parecía ser el veredicto.
—Se llegan hasta la puerta, y piden dinero, cuando hay una joven sola en la casa se ponen desagradables. Mi hermana Dora tuvo una experiencia desagradable en cierta ocasión… estaba bebido y vendía esos libritos de poesías…
La historia continuó, terminando cuando la intrépida Dora cerró la puerta en las narices de aquel hombre, yendo a atrincherarse en algún lugar que no precisó, yo supongo que por delicadeza, aunque imaginé que debía ser el cuarto de baño.
—¡Allí se quedó hasta que regresó su señora!
Llegué a Little Furze pocos minutos antes de la hora de la comida. Joanna estaba de pie ante la ventana del salón y por su aspecto comprendí que sus pensamientos se hallaban a miles de kilómetros de distancia.
—¿Qué has estado haciendo? —le pregunté.
—Oh, no sé. Nada de particular.
Salí al porche, donde había dos sillas junto a la mesa de hierro y dos copas de jerez vacías. Encima de otra silla vi un objeto que me tuvo asombrado durante un buen rato.
—¿Qué diablos es esto?
—Oh —repuso Joanna—, creo que la fotografía de un bazo diseccionado o algo por el estilo. El doctor Griffith pensó que me interesaría.
Contemplé la fotografía con cierto interés. Cada hombre tiene su sistema para cortejar a una mujer. Yo, desde luego, no hubiera escogido para ello fotografías de bazos, diseccionados o no. ¡Sin embargo, no me cabe duda de que Joanna se lo había buscado!
—Tiene un aspecto muy desagradable —comenté.
Joanna convino que bastante.
—¿Qué tal está Griffith?
—Parecía cansado y triste. Creo que tiene alguna preocupación.
—¿Algún bazo que no responde al tratamiento?
—No seas tonto. Me refiero a algo real.
—Yo diría que la preocupación de ese hombre eres tú. Quisiera que le dejases en paz, Joanna.
—Oh, cállate: Yo no he hecho nada.
—Las mujeres siempre decís eso.
Joanna se marchó enfadada.
El bazo diseccionado empezaba a curvarse bajo los rayos del sol y cogiéndolo por una esquina lo entré en la casa. No es que a mí me interesara gran cosa, pero imaginé que sería uno de los tesoros del doctor Griffith.
Una vez en el salón, me agaché para coger un libro pesado de uno de los estantes de la librería con el propósito de colocar la fotografía entre sus hojas para que se estirara. Cogí un grueso volumen que contenía los sermones de no sé quién.
El libro se abrió entre mis manos con una facilidad sorprendente, y en el acto comprendí el porqué. De su centro habían sido cortadas cuidadosamente un buen número de páginas.
Me quedé estupefacto. Miré la página de la portada, viendo que había sido publicado en mil ochocientos cuarenta.
No cabía la menor duda. Estaba contemplando el libro con cuyas páginas se habían redactado los anónimos. ¿Quién las habría cortado?
Bueno, para empezar, podría haber sido la propia Emily Barton. O quizá Partridge.
Pero también cabían otras posibilidades. Aquellas páginas pudieron ser cortadas por alguna persona que quedó a solas en aquella habitación, por ejemplo, cualquier visita, que hubiera estado esperando a la señorita Emily, o ido allí por cuestión de negocios.
No, aquello no era tan probable. Había observado que un día que vino a verme un empleado del Banco, Partridge le introdujo en el despachito que había en la parte posterior de la casa, y evidentemente aquélla era la costumbre.
¿Entonces una visita? ¿Alguien de «buena posición social»? ¿El señor Pye? ¿Aimée Griffith? ¿La señora Calthrop?
Sonó el gong anunciando la comida. Después, en el salón, mostré a Joanna mi descubrimiento.
Discutimos todos sus aspectos, y luego fui a llevarlo al puesto de policía.
Se mostraron contentísimos por el hallazgo y me dieron unos golpecitos amistosos en la espalda, porque después de todo, aquello era su primer indicio afortunado.
Graves no estaba allí, pero Nash le telefoneó. Pensaban examinar el libro en busca de huellas dactilares, aunque Nash no esperaba encontrar nada. Y debo decir que así fue. Sólo aparecieron las mías y las de Partridge, lo cual demostraba que la mujer limpiaba a conciencia.
Nash vino andando conmigo hasta la cima de la colina, y le pregunté que tal iba el asunto.
—Vamos estrechando el cerco, señor Burton. Hemos eliminado a todas las personas que tienen coartada.
—¡Ah! —exclamé—. ¿Y quiénes quedan?
—La señorita Ginch. Ayer tarde fue a casa de una cliente, que se halla situada lejos de la carretera de Combe Acre…, la que lleva a la casa de los Symmington. Y tuvo también que pasar ante ella a la ida y a la vuelta la semana anterior, el día que la señora Symmington recibió el anónimo y se suicidó, puesto que fue el último día que trabajó en la oficina de Symmington.
»Al principio el señor Symmington pensó que ella no había abandonado la oficina en toda la tarde. Sir Henry Lushington estuvo con él toda la tarde y llamó varias veces a la señorita Ginch. No obstante, he averiguado que ella salió de la oficina entre las tres y las cuatro para agregar más franqueo a una carta para el extranjero. Hubiera podido ir el «botones», pero la señorita Ginch quiso ir en persona, alegando que le dolía la cabeza y le apetecía tomar el aire. No tardó mucho tiempo.
—¿Pero sí lo bastante?
—Sí, lo bastante para llegarse hasta el otro extremo del pueblo, introducir la carta en el buzón y regresar a toda prisa. Sin embargo, he de confesar que no hemos podido encontrar a nadie que la viera cerca de la casa de los Symmington.
—¿Y tuvieron que verla necesariamente?
—Puede que sí, puede que no.
—¿De quién más sospecha?
Nash miró fijamente delante de sí.
—Comprenda que no es posible excluir a nadie… a nadie en absoluto.
—No —dije—. Lo comprendo.
—La señorita Griffith fue a Brenton ayer para asistir a una reunión de exploradoras —dijo en tono grave—. Y llegó bastante tarde.
—¿No pensará usted…?
—No, no pienso nada. Pero no lo sé. La señorita Griffith parece estar muy sana y es una mujer equilibrada… pero ya le digo que no sé.
—¿Y qué hay de la semana pasada? ¿Pudo haber dejado la carta en el buzón?
—Es posible. Aquella tarde estuvo de compras por el pueblo. —Hizo una pausa—. Y lo mismo podemos decir de la señorita Emily Barton. Estuvo de compras a primera hora de la tarde de ayer y la semana anterior fue a ver a unos amigos que viven un poquito más allá de la casa de los Symmington.
Meneé la cabeza con incredulidad. El haber encontrado el libro en Little Furze era natural que dirigiera las sospechas hacia la propietaria de la casa, pero cuando recordaba a la señorita Emily que el día anterior vino tan contenta y excitada…
Maldita sea… excitada… Sí, excitada… con las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes…, pero seguramente no sería por… por…
—¡Este asunto es mala cosa! —dije con pesar—. Uno ve cosas… imagina cosas…
Nash asintió comprensivamente.
—Sí, no es muy agradable contemplar a nuestros semejantes como posibles criminales.
Hizo una breve pausa y luego continuó:
—Luego tenemos al señor Pye…
—¿De modo que también ha pensado en él? —pregunté en tono seco.
Nash sonrió.
—Oh, sí, claro que hemos pensado en él. Un tipo muy curioso… y no muy agradable. No tiene coartada. Estuvo en su jardín en ambas ocasiones.
—¿De modo que no sospecha únicamente de las mujeres?
—No creo que fuese un hombre quien escribiera esas cartas…, en realidad estoy seguro de ello… y también Graves…, pero exceptuando a nuestro señor Pye porque tiene un carácter anormal y afeminado. Pero hemos comprobado las actividades de todo el mundo durante la tarde de ayer. Comprenda, se trata de un crimen. Usted queda descartado —sonrió—, y también su hermana, y el señor Symmington no salió de su oficina desde que llegó y el doctor Griffith estuvo trabajando en dirección contraria, y he comprobado todas sus visitas.
Hizo una pausa, volvió a sonreír y dijo:
—Comprenda, trabajamos a conciencia.
—¿De modo que ahora los sospechosos han quedado reducidos a tres? —dije despacio—. El señor Pye, la señorita Griffith y la señorita Barton.
—Oh, no, no tenemos un par más…, aparte de la esposa del pastor.
—¿También ella?
—No hemos olvidado a nadie, pero la señora Calthrop es demasiado loca, no sé si me entenderá lo que quiero decir. No obstante, pudo haberlo hecho. Ayer tarde estaba en los bosques observando a los pájaros… y ellos no pueden declarar en su favor.
Se volvió bruscamente, pues Owen Griffith acababa de entrar en la comisaría.
—Hola, Nash. He oído decir que esta mañana me andaba buscando. ¿Algo importante?
—La encuesta judicial se celebrará el viernes, si a usted le va bien, doctor Griffith.
—Bien. Moresby y yo haremos la autopsia esta noche.
—Hay otra cosa, doctor Griffith —agregó Nash—. La señora Symmington estaba tomando ciertos polvos que usted le recetó…
Hizo una pausa y Owen Griffith dijo:
—Sí, es cierto.
—¿Una dosis excesiva de esos polvos hubiera podido ser fatal?
—Desde luego que no —replicó Griffith—. ¡A menos que hubiera tomado unos veinticinco paquetes!
—Pero según me dijo la señorita Holland, una vez le advirtió usted que no excediera la dosis.
—Oh, eso sí. La señora Symmington era de esas mujeres que hubiera doblado la dosis de cualquier medicamento que se le recetara… aunque de haber tomado el doble de estos polvos le hubiera hecho doble bien, pero nadie debe excederse ni abusar de la fenacetina ni de las aspirinas… perjudican el corazón. Y de todas formas, no existe la menor duda en cuanto a la causa de su muerte. Fue cianuro.
—Oh, ya lo sé…, no me ha entendido usted. Sólo pensaba que cuando uno está dispuesto a suicidarse debe preferir tomar una dosis masiva de cualquier soporífero, que beber ácido prúsico.
—Oh, desde luego. Por otro lado, el ácido prúsico es más dramático y no falla. Con otros venenos, por ejemplo, puede salvarse a la víctima si no ha transcurrido mucho tiempo.
—Ya, gracias, doctor Griffith.
Griffith se marchó y yo me despedí de Nash y fui ascendiendo despacio por la colina hasta la casa. Joanna había salido… o por lo menos no había rastro de ella y en la libreta de notas del teléfono había escrito un mensaje enigmático seguramente para Partridge o para mí.
«Si telefonea el doctor Griffith, díganle que no puedo continuar yendo el martes, pero que podría arreglarlo para el miércoles o jueves».
Enarcando las cejas entré en el salón y sentándome en la butaca más cómoda… (ninguna lo era mucho, pues tenían los respaldos muy rectos y recordaban a la última señora Barton)… y estirando las piernas me puse a pensar en todo aquello.
Con repentina contrariedad recordé que la llegada de Owen había interrumpido mi conversación con el inspector, que en aquel momento hablaba de otro par de sospechosos.
¿Quiénes serían?
¿Tal vez Partridge fue uno de ellos? Al fin y al cabo, el libro había sido encontrado en aquella casa y Agnes pudo ser atacada inesperadamente por su guía y directora. No, no podíamos eliminar a Partridge.
Pero ¿cuál sería la otra?
¿Quizá alguien a quien yo no conociera? ¿La señora Cleat? ¿La primera sospechosa del pueblo?
Cerré los ojos y fui considerando a cuatro personas, que tan poco probables me parecían, por turno: La gentil y frágil Emily Barton. ¿Qué tenía ella? ¿Una vida sacrificada? ¿Dominada y obligada a obedecer desde su más tierna infancia? ¿Se le exigieron demasiados sacrificios? ¿Su horror instintivo a no querer hablar de «nada desagradable»? ¿Era aquello una muestra de su preocupación interna precisamente por esos temas? Me estaba poniendo muy freudiano. Recuerdo que una vez un médico me contó que las cosas que decían las solteras de cierta edad, bajo los efectos de la anestesia, eran toda una revelación. «¡Nunca soñaría usted siquiera que supieran semejantes palabras!».
¿Aimée Griffith?
En ella no había el menor yugo ni vivía «cohibida». Alegre, desenvuelta, triunfadora… Su vida era una vida llena… ocupada, y no obstante, la señora Calthrop había dicho: «¡Pobrecilla!».
Y había algo… algún recuerdo… ¡Ah! Di con ello. Owen Griffith había dicho algo así: «Hubo también un alud de cartas anónimas en el norte, donde yo trabajaba».
¿Habría sido también cosa de Aimée Griffith? Sin duda era una coincidencia notable.
Esperen un momento, Griffith dijo que habían encontrado a la autora de aquéllos. Una colegiala.
De pronto sentí frío…, debió ser una ráfaga de viento que entró por la ventana… y me removí inquieto. ¿Por qué de repente me sentía tan extraño e intranquilo?
Seguí pensando… ¿Aimée Griffith? ¿Y si hubiera sido Aimée y no aquella niña? Y ahora había vuelto a poner en práctica su entretenimiento favorito. ¿Era por eso por lo que Owen Griffith parecía tan desmoralizado y abatido? ¿Sospechaba? Sí, sospechaba…
¿El señor Pye? No; en cierto sentido, era un hombre simpático. Y, sin embargo, podía imaginarle preparando el plan y riendo…
Y aquel recado telefónico escrito en la libreta del recibidor… ¿porqué no se apartaba de mi pensamiento? Griffith y Joanna… él se estaba enamorando de ella. No, no era por eso por lo que me preocupaba el mensaje. Era otra cosa…, pero ¿cuál?
Mis sentidos se iban adormeciendo. El sueño se acercaba, y no cesaba de repetirme como un estúpido: «No hay humo sin fuego. No hay humo sin fuego… Eso es…, todo concuerda…».
Y entonces me vi paseando por las calles con Megan y pasó Elsie Holland vestida de novia, mientras la gente murmuraba: «Al fin va a casarse con el doctor Griffith. Claro que llevan años prometidos en secreto…».
Llegamos a la iglesia donde el pastor Calthrop estaba leyendo el servicio en latín.
Y cuando llegaba a la mitad, su esposa gritó con energía:
—«¡Hay que impedirlo, te lo aseguro! ¡Esto hay que impedirlo!».
Por un instante no supe si estaba dormido o despierto. Luego mi cerebro se fue aclarando y comprendí que me encontraba en el salón de Little Furze y que la señora Calthrop acababa de entrar y me decía con voz temblorosa:
«Le digo que hay que impedirlo».
Me levanté de un salto.
—Le ruego me perdone —le dije—. Me había quedado dormido. ¿Qué decía usted?
La señora Calthrop descargó su puño cerrado sobre la palma de la otra mano.
—¡Que hay que impedir… que continúen esas cartas! ¡Un asesinato! ¡Hay que impedir que sigan asesinando a pobres criaturas inocentes como Agnes Woddell!
—Tiene usted muchísima razón —le dije—. Pero ¿qué es lo que se propone?
—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó la esposa del pastor.
Yo me sonreí, tal vez con aire de superioridad.
—¿Y qué sugiere usted que debiéramos hacer?
—¡Aclararlo todo! Dije que éste no era un lugar perverso, y me equivocaba. Lo es.
—Sí, mi querida señora —dije contrariado y sin demasiada cortesía—, pero ¿qué es lo que va a hacer usted?
—Poner fin a todo esto, por supuesto —replicó.
—La policía hace cuanto puede.
—Si Agnes pudo ser asesinada ayer, es señal de que eso no basta.
—¿De modo que usted sabe mejor que ellos lo que debe hacerse?
—De ninguna manera. Yo no sé nada en absoluto. Por eso voy a llamar a un experto.
—Usted no puede hacer eso —dije meneando la cabeza—. Scotland Yard sólo tendría en cuenta la petición del primer inspector del condado, y en realidad ya nos han enviado a Graves.
—Yo no me refiero a esa clase de expertos. Ni a ningún entendido en anónimos o incluso en crímenes. Me refiero a una persona que conozca a la gente. ¿Comprende? ¡Necesitamos a alguien que sepa muchísimo de la perversidad!
Era un extraño punto de vista, pero en cierto modo resultaba estimulante.
Antes de que yo pudiera añadir nada, la señora Calthrop me dijo en tono confidencial:
—Voy a hacer que venga en seguida.
Y volvió a salir por el ventanal.
Creo que la semana siguiente fue una de las más singulares que he vivido y tuvo una extraña sensación de irregularidad…, como si todo lo que ocurriera en ella fuera mentira.
Se llevó a cabo la encuesta judicial por la muerte de Agnes Woddell y el pueblo de Lymstock asistió en masse. No salió a relucir ningún dato nuevo y el veredicto fue: «Asesinato por persona desconocida o personas desconocidas».
Así que la pobre Agnes Woddell, después de haber tenido su hora de popularidad, fue enterrada tristemente en el tranquilo cementerio de la parroquia y la vida en Lymstock continuó como antes.
No, esto último no es cierto.
Como antes no…
En todos los ojos había un brillo, mezcla de temor y nerviosismo. Unos se miraban a otros. Una cosa había quedado bien sentada en la encuesta, y era que ningún extraño había matado a Agnes Woddell. No se habían visto mendigos ni vagabundos desconocidos por el pueblo. Y, por consiguiente, alguno de los habitantes de Lymstock que paseaban por la calle Alta, iban de compras o pasaban el rato tranquilamente, era la persona que había golpeado a la indefensa muchacha en el cráneo para clavarle luego una afilada broqueta casera en la nuca.
Y nadie sabía quién era esa persona.
Como digo, los días transcurrían en una especie de pesadilla, y yo miraba a todo el mundo bajo un prisma nuevo…, como posible asesino. ¡No era una sensación precisamente agradable!
Y por las noches, con las cortinas echadas, Joanna y yo charlábamos y discutíamos las diversas posibilidades que seguían pareciéndonos fantásticas e increíbles.
Joanna se inclinaba por el señor Pye. Yo, tras alguna vacilación, había vuelto a mi primera sospecha, a la señorita Ginch…, pero seguíamos insistiendo una y otra vez sobre los otros sospechosos.
¿El señor Pye?
¿La señorita Ginch?
¿Aimée Griffith?
¿La señora Calthrop?
¿Emily Barton?
¿Partridge?
Y nerviosos y recelando de todos, esperábamos que ocurriera algo.
Pero nada ocurría, ni nadie, que yo sepa, recibió más cartas. Nash aparecía periódicamente por el pueblo, pero no tenía idea de lo que estaba haciendo, ni qué trampas estaba tendiendo la policía. Graves se había vuelto a marchar.
Emily Barton vino un día a tomar el té. Megan a comer. Owen Griffith seguía practicando su profesión. Fuimos a tomar una copa de jerez con el señor Pye y el té a casa del pastor.
Me alegró de ver que la señora Calthrop no desplegaba las ansias combativas de nuestro último encuentro y creí que lo habría olvidado.
Ahora su principal interés parecía ser la destrucción de las mariposas blancas, con el fin de proteger a las coles y coliflores.
Aquella tarde fue una de las más apacibles que pasamos en Lymstock. La casa del pastor era antigua, atractiva y tenía un gran salón muy confortable decorado con cretona color rosa desvaído. Los señores Calthrop tenían un huésped en su casa: una anciana señora muy agradable que tejía una labor de punto con lana blanca y esponjosa. Nos dieron unos bollitos calientes bonísimos y cuando llegó el pastor nos saludó con aire plácido regalándonos con su conversación erudita. Lo pasamos muy bien.
No quiero decir que por ello nos apartáramos del tópico del crimen, porque, a decir verdad, no fue así.
La señorita Marple, la invitada, sintió gran interés por el tema y dijo, disculpándose:
—¡Tenemos tan poco de que hablar en el campo!
Y estaba convencida de que la víctima debía parecerse mucho a su Edith.
—Era una chica muy servicial, aunque a veces un poco lenta para servir las cosas.
La señorita Marple también tenía una prima cuya nuera estaba muy disgustada por ciertos anónimos recibidos, y por consiguiente, aquello le interesó sobremanera.
—Pero dime, querida —dijo a la señora Calthrop—. ¿Qué dice la gente del pueblo…, quiero decir la de la villa…? ¿Cuál es su opinión?
—Pues supongo que siguen sospechando de la señora Cleat —dijo mi hermana.
—¡Oh, no! —replicó la esposa del pastor—. Ahora no.
La señorita Marple preguntó quién era la señora Cleat.
Joanna dijo que era la bruja del pueblo.
—¿No es cierto, señora Calthrop?
El pastor lanzó una larga perorata en latín, según imagino sobre el poder malvado de las brujas, que todos escuchamos respetuosamente y en silencio…, pero sin comprender palabra.
—Es una mujer muy tonta —dijo su esposa—. Le gusta hacer alarde de sus brujerías. Sale a recoger hierbas las noches de luna llena y procura que todo el mundo se entere.
—Y supongo que las jóvenes estúpidas irán a consultarla… —observó la señorita Marple.
Vi que el pastor se disponía a soltar más latines y me apresuré a decir:
—Pero ¿por qué ahora la gente no sospecha que haya podido cometer el crimen? Ellos creían que las cartas eran obra suya.
La señorita Marple intervino:
—¡Oh! Pero esa chica fue asesinada con una broqueta, o por lo menos eso oí decir, y eso, naturalmente, aleja toda sospecha de la señora Cleat. Porque ella hubiera podido echarle mal de ojo para que la muchacha decayera y muriese por causas naturales y no asesinada.
—Es curioso cómo perduran esas antiguas creencias —dijo el pastor— En los primeros años del cristianismo, las supersticiones locales se incorporaron sabiamente a las doctrinas cristianas y sus atributos más desagradables se fueron eliminando gradualmente.
—Aquí no se trata de supersticiones —dijo su esposa—, sino de hechos.
—Y muy desagradables, por cierto —dije yo.
—Y que usted lo diga, señor Burton —exclamó la señorita Marple—. Usted, y perdóneme si soy demasiado personal…, es forastero y conoce el mundo y diversos aspectos de la vida, y me parece que debiera hallar la solución para este problema.
Sonreí.
—La mejor solución que he encontrado fue en sueños. En sueños todo se soluciona satisfactoriamente y por desgracia cuando desperté vi que todo era una tontería.
—A pesar de ello resulta interesante. Cuénteme lo que soñó.
—Oh, todo empezó con la frase «No hay humo sin fuego». La gente había estado diciéndola hasta la saciedad. Y luego se fue mezclando con términos de guerra. Cortina de humo, pedazo de papel, mensajes telefónicos…, no; eso fue otro sueño.
—Cuéntemelo…
La anciana señora parecía tan interesada que la supuse aficionada a leer el Libro de los Sueños de Napoleón, que fue el preferido de mi vieja niñera.
—¡Oh! Vi a Elsie Holland… la institutriz de los Symmington… que iba a casarse con el doctor Griffith, y el pastor estaba leyendo el servicio en latín… («Muy apropiado, querido», murmuró la señora Calthrop a su esposo), y luego su esposa empezó a gritar diciendo que había que impedirlo.
—Pero esto era verdad —dije con una sonrisa—. Al despertar vi que lo estaba diciendo.
—¿Y cuándo aparece el mensaje telefónico? —preguntó la señorita Marple alzando las cejas.
—Creo que me he confundido tontamente. Eso no forma parte del sueño. Eso fue antes. Al llegar al recibidor vi que Joanna había escrito un recado para transmitirlo si llamaban preguntando.
La señorita Marple inclinóse hacia delante con las mejillas sonrosadas.
—¿Me considerará usted muy curiosa y entrometida si le pregunto cuál era ese mensaje? —Miró a mi hermana—. Perdóneme, querida.
Joanna, no obstante, parecía divertida.
—Oh, no me importa —aseguró a la anciana—. Yo apenas lo recuerdo, pero tal vez Jerry se acuerde. Debía tratarse de algo muy trivial.
Con toda solemnidad repetí el mensaje lo mejor que pude recordar, animado por la repentina atención de la anciana.
Temía que aquellas palabras la decepcionaran, pero tal vez le sugirieran algún romance sentimental, ya que hizo un gesto de asentimiento y sonrió complacida.
—Ya —exclamó—. Suponía que debía ser algo por el estilo.
—¿Cómo qué, Jane? —le preguntó la señora Calthrop.
—Pues algo completamente vulgar —replicó la señorita Marple.
Y luego de mirarme unos momentos pensativa, dijo inesperadamente:
—Veo que es usted muy joven y muy inteligente…, pero no tiene suficiente confianza en sí mismo. ¡Y debiera tenerla!
—Por amor de Dios, no le diga eso —exclamó mi hermana—. Ya tiene bastante buena opinión de sí mismo.
—Cállate, Joanna —le dije—. La señorita Marple me comprende.
La señorita Marple había vuelto a reemprender su labor.
—¿Sabe que el cometer un crimen debe ser muy parecido a poner en práctica un juego de manos? —observó pensativa.
—¿En el que la rapidez de la mano engaña la vista?
—No sólo eso. Debe procurarse que el público mire a otro sitio…, que fije la vista en otra dirección.
—Bueno —observé—, hasta ahora parece que todo el mundo se ha sentido inclinado a fijarse en una lunática.
—Pues yo me inclino por alguien bien cuerdo —replicó la anciana.
—Sí —repuse pensativo—, eso es lo que dijo Nash, y también habló de respetabilidad.
—Sí —convino la señorita Marple—. Eso es muy importante.
Y todos le dimos la razón.
—Nash cree que seguirán recibiéndose anónimos —dije dirigiéndome a la señora Calthrop—. ¿Qué opina usted?
—Es posible —dijo despacio.
—Si la policía lo cree así, los habrá, no cabe duda —observó la señorita Marple.
Yo seguí dirigiéndome a la esposa del pastor.
—¿Todavía sigue compadeciéndose del autor de los anónimos?
—¿Por qué no? —dijo enrojeciendo.
—Yo no estoy de acuerdo contigo, querida —intervino la señorita Marple—. En este caso, no.
—¡Han llevado al suicidio a una mujer y han causado incontables desgracias y rencillas! —exclamé con calor.
—¿Ha recibido usted alguno, señorita Burton? —preguntó la señorita Marple a mi hermana.
—¡Oh, sí! Y decía cosas terribles.
—Me temo que todas las personas jóvenes y bonitas son escogidas por los escritores de cartas anónimas —comentó la señorita Marple.
—Por eso encuentro extraño que Elsie Holland no haya recibido ninguna —dije.
—Déjame que piense —dijo la señorita Marple—. ¿Es la institutriz de los Symmington con la que soñó usted, señor Burton?
—Sí.
—Probablemente habrá recibido alguno y no lo habrá dicho —fue la opinión de mi hermana.
—No —exclamé—. Yo la creo. Y también Nash.
—Dios mío —dijo la señorita Marple—. Eso es muy interesante. Es lo más interesante que he oído hasta ahora.
Mientras regresábamos a casa, Joanna me dijo que no debiera haber repetido que Nash esperaba más anónimos.
—¿Por qué no?
—Porque la señora Calthrop podría ser la autora.
—¡No lo dirás en serio!
—No estoy segura. Es una mujer extraña.
Y volvimos a discutir sobre los probables sospechosos.
Dos noches más tarde regresaba de Exhampton en mi coche. Había cenado allí y era ya de noche, mucho antes de que llegara a Lymstock.
Algo le ocurría a la luz de los faros y luego de encenderlos y apagarlos varias veces tuve que apearme para ver si lograba arreglarlos. Estuve manipulando en ellos y al fin conseguí mi propósito.
La carretera estaba desierta. En Lymstock nadie salía después de anochecer, y entre las primeras casas que se presentaban a mi vista hallábase el feo edificio del Instituto Femenino. Resaltaba a la escasa luz de las estrellas y algo indescriptible me impulsó a echarle un vistazo. No sé si me había parecido ver la silueta de una figura cerca de la verja… de ser así, debió ser en forma tan vaga que mi consciente no la registró, mas me sentí repentinamente interesado por aquel lugar.
La verja estaba entreabierta y, empujándola, entré. Un camino corto y cuatro escalones daban acceso a la entrada.
Me detuve un momento indeciso. ¿Qué es lo que estaba haciendo en realidad? No lo sabía, y de pronto, cerca de mí, sentí un rumor… como el revuelo de una falda de mujer.
Volviéndome rápidamente corrí hacia la esquina del edificio por donde creí haber oído el rumor.
No pude ver a nadie. Y continué andando hasta doblar la otra esquina. Ahora me encontraba en la parte posterior de la casa, y de pronto vi, a pocos pasos de distancia, una ventana abierta.
Acercándome a ella, escuché. No se oía nada, pero tuve la certeza de que había alguien en el interior.
Mi espalda no estaba todavía para ejercicios acrobáticos, aunque me las arreglé para subirme y saltar al interior, mas por desgracia sin evitar el hacer ruido.
Quedé inmóvil escuchando, y luego avancé con las manos extendidas. Entonces oí de nuevo aquel rumor a mi derecha.
Llevaba una linterna en el bolsillo, y la encendí y en el acto una voz crispada me dijo:
—Apague eso.
Obedecí al instante porque había reconocido la voz del primer inspector Nash.
Me cogió de un brazo y me arrastró hasta una habitación que daba al pasillo. Allí, donde no había ventanas que delataran nuestra presencia al exterior, encendió una luz y me miró con más pesar que enfado.
—Tenía que haber entrado usted en este momento preciso, señor Burton.
—Lo siento —me disculpé—. Pero tuve la corazonada de que ocurría algo.
—Y probablemente acertó usted. ¿Vio a alguien?
Vacilé.
—No estoy seguro —dije despacio—. Me pareció que alguien se introducía por la verja del jardín, pero en realidad no vi a nadie. Luego oí un rumor de faldas al lado de la casa.
Nash asintió.
—Es cierto. Alguien entró en la casa antes que usted. Él… o ella… vaciló junto a la ventana y luego salió corriendo…, supongo que le oiría a usted.
Volví a disculparme.
—¿Qué es lo que piensa? —le pregunté.
—Me baso en la necesidad que tiene el autor de los anónimos de seguir escribiéndolos. Debe saber que es peligroso, pero tiene que hacerlo. Es como el ansia dominante de beber o seguir tomando drogas.
Asentí.
—Ahora bien, señor Burton. Imagino que quienquiera que sea, pretenderá que las cartas sigan siendo lo más parecidas posibles. Cortó varias páginas de ese libro y puede seguir usando las letras para formar las palabras. Pero los sobres representan una dificultad. Querrá escribirlos en la misma máquina, no puede arriesgarse a utilizar otra, o hacerlo a mano.
—¿De veras cree usted que continuará el juego? —pregunté con incredulidad.
—Sí. Y le apostaré lo que quiera, a que está llena de confianza. ¡Esas personas son vanidosas como el mismo diablo! Pues bien, supuse que quienquiera que fuese la autora vendría al Instituto después de oscurecer, para utilizar la máquina.
—La señorita Ginch —dije.
—Es posible.
—¿Todavía no lo sabe?
—No lo sé.
—¿Pero lo sospecha?
—Sí. Pero ese alguien es muy astuto, señor Burton, y conoce todos los trucos del juego.
Imaginaba parte de las redes que Nash había ido tendiendo, y tuve el convencimiento de que toda carta escrita por un sospechoso y echada al correo o entregada a mano, era inspeccionada inmediatamente. Más tarde o más temprano, el criminal cometería un desliz…, o andaría más descuidado. Por tercera vez le pedí perdón por mi inoportuna presencia.
—Oh, bueno —dijo Nash filosóficamente—, eso ya no tiene remedio. Más suerte la próxima vez.
Salí a la noche, viendo una figura delgada junto a mi automóvil. Con sorpresa reconocí a Megan.
—¡Hola! —exclamó—. Me pareció que era su coche. ¿Qué ha estado haciendo?
—¿Qué es lo que estás haciendo tú, si puede saberse? —le dije.
—Salí a pasear. Me gusta andar de noche. Nadie te detiene para decirte cuatro tonterías, y me gustan las estrellas, todo huele mejor, y las cosas más insignificantes resultan misteriosas.
—En todo eso te doy la razón —repliqué—. Pero sólo los gatos y las brujas pasean en la oscuridad. En tu casa te echarán de menos.
—No. Nunca se preocupan de mí, ni de lo que pueda hacer.
—¿Qué tal te va? —le pregunté.
—Supongo que muy bien.
—¿Se cuida de ti la señorita Holland?
—Elsie es buena, pero no puede evitar ser tonta.
—Eres poco amable…, pero tal vez tengas razón. Sube y te acompañaré a casa.
Symmington estaba de pie en los escalones del porche cuando entramos.
—Hola, ¿viene Megan con usted? —preguntó escudriñando el coche.
—Sí —dije—. La he traído a casa.
—No debieras marcharte así, sin decirnos nada, Megan —le amonestó Symmington—. La señorita Holland ha estado muy preocupada por ti.
Megan, antes de entrar en casa, murmuró unas palabras que no entendimos.
Symmington suspiró.
—Una jovencita ya crecida es una gran responsabilidad cuando falta la madre para velar por ella. Y me parece que es demasiado mayor para seguir yendo al colegio.
Me miró con cierto recelo.
—¿Supongo que usted la habrá llevado a dar un paseo?
Y dejé que lo creyera así.