CAPÍTULO V

—Sí —dijo Nash—. Agnes sabía quién escribió esas cartas.

—Pero entonces, ¿por qué no…? —Hice una pausa frunciendo el ceño.

Nash apresuróse a decir:

—A mi modo de ver, ella no cayó en la cuenta de lo que había visto. Por lo menos al principio. Alguien dejó una carta en la casa…, sí…, pero ese alguien era una persona a quien Agnes ni soñó siquiera relacionar con los anónimos. Desde este punto de vista, ese alguien debía estar por encima de toda sospecha.

»Pero cuanto más pensaba en ello, más fue creciendo su intranquilidad. ¿Acaso debía decírselo a alguien? En su incertidumbre se acordó de Partridge, la sirvienta de la señora Barton, quien, imagino, debe poseer una personalidad dominante y cuyo juicio hubiera aceptado sin vacilar. Por consiguiente, decidió pedir consejo a Partridge.

—Sí —repuse pensativo—. Eso concuerda bastante bien y de un modo u otro la Pluma Ponzoñosa lo descubriría. Pero ¿cómo lo supo, inspector?

—Usted no está acostumbrado a vivir en el campo, señor Burton. Es casi milagroso cómo circulan las noticias. En primer lugar tenemos la llamada telefónica. ¿Quién se puso al aparato?

Reflexioné.

—Primero yo, y fui a avisar a Partridge.

—¿Mencionó el nombre de la muchacha?

—Sí… sí, creo que sí.

—¿Le oyó alguien más?

—Mi hermana y la señorita Griffith pudieron oírme.

—Ah, la señorita Griffith. ¿Qué estaba haciendo en su casa?

Se lo expliqué.

—¿Iba a regresar al pueblo?

—Primero tenía que ir a casa del señor Pye.

El inspector Nash suspiró.

—Pues ya tenemos dos medios por los que pudo llegar la noticia al pueblo.

Era increíble.

—¿Quiere usted decir que la señorita Griffith o el señor Pye se molestaron en repetir una insignificancia como ésa?

—Cualquier cosa se considera una noticia en un lugar como éste. No debiera sorprenderse. ¡Si la madre de la modista tiene un callo se entera todo el mundo! Y ya llegamos al fin. La señorita Holland, o Rosa… pudieron oír lo que Agnes dijo por teléfono. Y también Fred Rendell pudo ir diciendo que Agnes había regresado a la casa aquella tarde.

Me estremecí ligeramente. Estaba mirando por la ventana y ante mí se extendía un cuadro de hierba muy cuidada, el camino y la verja baja.

Alguien la había abierto, caminando tranquilamente hacia la casa para echar la carta al buzón de la puerta. En mi imaginación apareció la forma vaga de una mujer con el rostro en blanco… pero aquel rostro no podía serme desconocido…

El inspector Nash estaba diciendo:

—De todas maneras esto reduce el número de sospechosos. Así es como les cogemos siempre al final. Por eliminación lenta y paciente. Ahora ya quedan menos.

—¿Quiere decir…?

—Que quedan descartadas las mujeres de hacer faenas que estuvieron trabajando en diversas casas durante toda la tarde. La maestra, que estuvo dando clase. La enfermera del distrito. Sé dónde estuvo ayer. No es que hubiera pensado que fuera alguna de ellas, pero ahora estoy seguro. Comprenda, señor Burton, ahora tenemos dos tiempos precisos en qué poder concentrarnos… la tarde de ayer y la de la semana anterior. En el día de la muerte de la señora Symmington, pongamos de las tres y cuarto, la hora más justa para que Agnes tuviera tiempo de estar de regreso después de su pelea, a las cuatro, hora en que debió llegar el correo, pero eso puede precisarse aún más preguntando al cartero. Y ayer, desde las tres menos diez, cuando la señorita Megan Hunter salió de la casa, hasta las tres y media, probablemente sólo hasta las tres y cuarto, ya que Agnes no había empezado a cambiarse de ropa.

—¿Qué cree usted que ocurriría ayer?

Nash hizo una mueca.

—¿Que qué creo? Pues que cierta dama anduvo hasta la puerta principal, hizo sonar el timbre y muy sonriente… preguntaría por la señorita Holland, o la señorita Megan, o tal vez entregara un paquete. Sea como fuere, Agnes debió volverse en busca de la bandeja de las tarjetas, o para guardar el paquete, y nuestra visitante la golpeó en la cabeza sin que ella sospechara nada.

—¿Y con qué?

—Aquí las señoras suelen llevar bolsos grandes, y nadie puede predecir lo que esconden —replicó Nash.

—¿Y luego le clavó aquel hierro en la base del cráneo y la escondió dentro del armario? ¿No es un trabajo muy pesado para una mujer?

El inspector Nash me miró con extraña expresión.

—La mujer que andamos buscando no es normal… ni mucho menos… y ese tipo de desequilibrio mental proporciona una fuerza extraordinaria. ¡Agnes no era una muchacha robusta! —Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Qué es lo que impulsaría a la señorita Megan a mirar dentro de ese armario?

—Pues el instinto —dije, y luego pregunté—: ¿Por qué esconderla? ¿Con qué objeto?

—Cuanto más se tardase en encontrar el cadáver, más difícil sería precisar la hora de su muerte. Si, por ejemplo, la señorita Holland hubiera tropezado con el cadáver al llegar, el médico hubiera podido calcular la hora casi exacta… cosa que hubiese resultado muy embarazosa para nuestra dama.

—Pero si Agnes sospechaba de esa persona… —dije con el ceño fruncido.

Nash me interrumpió:

—No hasta ese punto. Ella nada más lo encontró «extraño», podríamos decir. Imagino que era una muchacha de mentalidad lenta y sólo recelaba vagamente que había algo raro. Desde luego no sospechó que tenía que habérselas con una mujer capaz de llegar al crimen.

—¿Y usted lo sospechaba? —quise saber.

Nash meneó la cabeza diciendo con pesar:

—Debiera haberlo sabido. El suicidio asustó a Pluma Ponzoñosa. El miedo, señor Burton, es algo incalculable.

Sí, el miedo. Es lo que debiéramos haber previsto. El miedo… en el cerebro de la lunática…

—¿Sabe? —dijo el primer inspector Nash, y el tono de sus palabras hicieron que aquello pareciera horrible—, nos hallamos ante una asesina que es respetada y considerada por todos… alguien, en resumen, que goza de buena posición social.

Nash anunció que iba a interrogar a Rosa una vez más; le pregunté si me permitía acompañarle, viendo con sorpresa que aceptaba con toda cordialidad.

—Me agrada su cooperación, señor Burton.

—Eso me resulta sospechoso —repuse—. En las novelas, cuando el detective acepta la ayuda de alguien, ese alguien suele ser siempre el asesino.

—Nash lanzó una carcajada breve y dijo:

—Usted no pertenece al tipo que escribe cartas anónimas, señor Burton. —Y agregó—: Con franqueza, usted puede sernos útil.

—Lo celebro, pero no veo cómo.

—Usted es un forastero aquí, ésa es la razón, y no tiene ideas preconcebidas acerca de las personas que viven en el lugar, y al mismo tiempo tiene oportunidad de enterarse de muchas cosas por lo que podríamos llamar «medio social».

—El asesino es una persona que goza de buena posición —murmuré.

—Exacto.

—¿Y yo tengo que actuar como espía?

—¿Tiene algo que objetar?

—No —dijo tras breve reflexión—. Con franqueza. Si por ahí anda suelta una lunática peligrosa que lleva al suicidio a mujeres inocentes y golpea en la cabeza a doncellas indefensas, no siento la menor repulsión por actuar como espía con tal de poner a esa lunática a buen recaudo.

—Es usted muy razonable, señor. Y permítame que le diga que la persona que buscamos es peligrosa. Casi tan peligrosa como una serpiente de cascabel, una cobra y una viuda negra, todas en una pieza.

Me estremecí y dije:

—En resumen, ¿hemos de darnos prisa?

—Eso es. No crea que nosotros permanezcamos inactivos. Estamos trabajando en diversas pistas.

Y yo tuve la visión de una fina y extensa tela de araña…

Nash quiso oír de nuevo la historia de Rosa, según me explicó, porque le había dado ya dos versiones distintas, y cuantas más recibiera de ella, más probabilidades tenía de que fuera añadiendo algunos granitos de verdad.

Encontramos a Rosa fregando los utensilios del desayuno, y dejando en el acto su tarea, abriendo mucho los ojos y con la mano sobre el corazón, nos explicó lo extraña que se sentía aquella mañana.

Nash se mantuvo paciente, pero firme. La primera vez trató de consolarla; según me dijo, la segunda se limitó a soportarla, y ahora empleó una mezcla de las dos cosas.

Rosa se apresuró complacida a ampliar los detalles de la semana pasada, contando que Agnes había demostrado un creciente temor contestando: «No me preguntes», y estremeciéndose cuando Rosa la apremió para que le dijera de qué se trataba. «Que sería su muerte si me lo decía», eso es lo que dijo, terminó Rosa mirándonos satisfecha.

—¿No hizo alguna insinuación del motivo de sus preocupaciones?

—No, excepto que temía por su vida.

El inspector Nash abandonó el tema con un suspiro, contentándose con un resumen de las actividades de Rosa durante la tarde anterior.

Y éste fue que Rosa había tomado el ómnibus de las dos treinta y que pasó la tarde en compañía de su familia, regresando de Neter Micfor en el de las ocho cuarenta. El relato fue amenizado por los extraordinarios presentimientos malignos que Rosa había tenido durante toda la tarde y que comentó con su hermana, siendo incapaz de comer ni un solo pedazo del pastel que había preparado para ella.

De la cocina salimos en busca de Elsie Holland, que estaba repasando las lecciones a los niños.

Como siempre, la institutriz se mostró competente y amable. Poniéndose en pie, dijo:

—Ahora, Colín, tú y Brian haréis esas tres sumas que tienen que estar terminadas cuando yo regrese.

Y nos condujo a la habitación contigua, que era el dormitorio de los pequeños.

—¿Les parece bien aquí? Consideré conveniente que no hablásemos delante de los niños.

—Gracias, señorita Holland. Dígame una vez más, ¿está usted bien segura de que Agnes no le dijo que estaba preocupada… después de la muerte de la señora Symmington?

—No, nunca me decía nada. Era una chica muy callada, ¿sabe?, y apenas hablaba.

—¡Qué distinta de la otra, entonces!

—Sí. Rosa habla demasiado. Algunas veces tengo que decirle que no sea impertinente.

—Ahora, ¿quiere decirme exactamente lo que ocurrió ayer tarde? Todo lo que recuerde.

—Pues comimos como siempre… a la una, y bastante de prisa. No quiero que los niños se entretengan. Déjeme que piense. El señor Symmington volvió a la oficina y yo ayudé a Agnes a preparar la mesa para la cena…, los niños corrieron por el jardín hasta que yo fui a recogerlos.

—¿Adónde fueron?

—Hacia Combe Acre, por el camino del bosque… los niños querían pescar. Yo olvidé los anzuelos y tuve que volver a buscarlos.

—¿A qué hora fue eso?

—Veamos… salimos a eso de las tres menos veinte… o poco después. Megan iba a venir con nosotros, pero cambió de opinión y salió en su bicicleta. Le encanta montar en ella.

—Me refiero a qué hora era cuando usted volvió a buscar los anzuelos. ¿Entró en la casa?

—No. Estaban en el cobertizo de la parte de atrás. No sé qué hora sería entonces… tal vez hacia las tres menos diez…

—¿Vio usted a Megan o a Agnes?

—Megan creo que ya se había marchado. No, no vi a Agnes… ni a nadie. —¿Y después de esto fueron de pesca?

—Sí, seguimos la corriente, pero no pescamos nada. Casi nunca logramos sacar nada, pero a los niños les divierte. Brian se mojó bastante y cuando llegamos, tuve que cambiarle.

—¿Usted sirve el té los miércoles?

—Sí. Está todo preparado en el salón para el señor Symmington, y yo sólo tengo que calentar el agua cuando llega. Los niños y yo, lo tomamos en la habitación donde juegan… y Megan también, desde luego. Allí tengo yo un servicio de té y todo lo necesario.

—¿A qué hora volvieron?

—A las cinco menos diez. Llevé a los niños arriba y me dispuse a preparar el té. Luego, cuando el señor Symmington llegó a las cinco, bajé para preparar el suyo, pero dijo que lo tomaría con nosotros. Los niños estaban encantados y después jugamos… Ahora me resulta horrible pensarlo… y esa pobre chica estuvo todo el tiempo en el armario sin atinar nadie en ello.

—¿Normalmente se utiliza a menudo?

—Oh, no, sólo sirve para guardar los trastos inútiles. Los abrigos y sombreros se cuelgan en el pequeño guardarropa que hay a la derecha de la puerta principal junto a la entrada. Es posible que nadie hubiera abierto ese armario durante meses.

—Ya. ¿Y no observó nada anormal o desacostumbrado cuando bajó?

Sus ojos azules se abrieron hasta el máximo.

—Oh, no, inspector, nada en absoluto. Todo estaba como siempre. Eso es lo que resulta más terrible.

—¿Y la semana anterior?

—¿Se refiere al día que la señora Symmington…?

—Sí.

—¡Oh, eso fue terrible… terrible!

—Sí, sí. Lo sé. ¿También estuvo usted fuera toda la tarde aquel día?

—Oh, sí, siempre saco a los niños por la tarde… cuando hace buen tiempo. Por la mañana damos clase. Recuerdo que subimos a la colina… y fuimos muy lejos. Tenía miedo de que llegáramos tarde porque cuando alcanzamos la verja vi que el señor Symmington llegaba de la oficina por el otro extremo de la calle, y todavía no había puesto el agua a calentar… pero eran las cinco menos diez.

—¿No subió usted a ver a la señora Symmington?

—Oh, no, nunca lo hacía. Ella siempre descansaba después de las comidas. Sufría fuertes neuralgias… y solían darle después de comer. El doctor Griffith le había recetado unos polvos, y luego de tomarlos se echaba para tratar de dormir.

—¿De modo que nadie le subía el correo? —preguntó Nash en tono casual.

—¿El correo de la tarde? No, yo abría el buzón y dejaba las cartas encima de la mesita del recibidor, cuando regresaba. Pero a menudo la señora Symmington lo recogía ella misma. No dormía toda la tarde; por lo general, se levantaba a eso de las cuatro.

—¿Y no le pareció que ocurría algo extraño al no verla levantada aquella tarde?

—Oh, no, ni se me ocurrió semejante cosa. El señor Symmington estaba colgando el abrigo en el recibidor y yo le dije: «El té no está preparado todavía, pero el agua casi hierve ya»; y luego de asentir con la cabeza, gritó:

«¡Mona, Mona…!» y como la señora Symmington no respondiera, subió a su dormitorio… y debió ser un golpe terrible para él. Me llamó y me dijo en cuanto acudí: «Entretenga a los niños», y luego telefoneó al doctor Griffith y nos olvidamos de la tetera y el agua se salió por completo. ¡Oh, Dios mío!, fue horrible, con lo contenta que había estado durante la comida.

—¿Cuál es su opinión con respecto a la carta que recibió la señora Symmington, señorita Holland? —le preguntó Nash de improviso.

—¡Oh, creo que fue algo perverso… perverso! —exclamó indignada.

—Sí, sí. No me refería a eso. ¿Usted cree que era verdad lo que se decía de ella?

Elsie Holland replicó con firmeza:

—No, por supuesto que no. La señora Symmington era muy sensible… muchísimo. Tenía que tomar toda clase de cosas para los nervios. Y era muy… muy particular —Elsie enrojeció—. Cualquier cosa de esa clase… tan desagradable, quiero decir… le hubiera producido un gran disgusto.

Nash guardó silencio unos instantes y luego le preguntó:

—¿Ha recibido usted alguna de esas cartas, señorita Holland?

—No, no he recibido ninguna.

—¿Está segura? Por favor… —alzó una mano—, no me conteste de prisa. Sé que no son cosas agradables, y algunas veces se niega el haberlas recibido. Pero en este caso es importante que lo sepamos. Estamos convencidos de que lo que en ellas se dice es sólo una sarta de mentiras, de modo que de verdad no necesita violentarse.

—Pero es cierto, inspector. No he recibido ninguna, ni nada parecido.

Estaba indignada, casi llorosa, y sus negativas parecían sinceras.

Cuando regresó junto a los niños, Nash se quedó mirando por la ventana.

—Bueno —dijo—, ¡esto es todo! Dice que no ha recibido ninguna de esas cartas, y parece que no miente.

—Desde luego. Estoy seguro de que dice la verdad.

—¡Hum! —dijo Nash—. Entonces lo que deseo saber es esto: ¿por qué diablos ella no ha recibido ninguna?

Y continuó con tono impaciente mientras yo le miraba:

—Es una chica bonita, ¿verdad?

—Algo más que bonita.

—Exacto. A decir verdad posee un atractivo poco corriente, y es joven. En resumen, es el bocado apetecible para cualquier escritora de anónimos. Entonces, ¿por qué se la ha excluido?

No supe qué contestar.

—¿Sabe?, es interesante. Debo decírselo a Graves. Me preguntó si podíamos indicarle alguien que no hubiera recibido ninguno.

—Ella es la segunda persona —dije—. Recuerde que la otra es Emily Barton.

Nash lanzó una risita ahogada.

—No debiera usted creer todo lo que dicen, señor Burton. La señorita Barton recibió uno… y más de uno.

—¿Cómo lo sabe?

—La fiel sirvienta con quien vive me lo dijo… su última camarera o cocinera, Florence Elford. Y lo indignada que estaba…, hubiera querido matar al autor de la carta…

—¿Por qué la señorita Emily dijo que no había recibido ninguna?

—Por delicadeza. El lenguaje de esas cartas es grosero, y la diminuta señorita Barton ha pasado toda su vida evitando la ordinariez y la grosería.

—¿Qué decía la carta?

—Lo de costumbre, aunque en este caso resulta ridículo. Se insinuaba que había envenenado a su anciana madre y a la mayoría de sus hermanas.

—¿Quiere usted decir que esa lunática anda suelta realmente por ahí y no podemos hacer nada por descubrirla? —dije con incredulidad.

—La descubriremos —dijo Nash con voz grave—. Escribirá una carta de más.

—Pero, cielo santo, no es posible que continúe escribiendo esas cosas… ahora.

Nash me miró.

—Oh, claro que sí. ¿No comprende? Ahora no puede parar. Es una sed morbosa. Las cartas continuarán llegando, no le quepa la menor duda.

Antes de abandonar la casa encontré a Megan en el jardín y cuando me saludó alegremente me pareció la misma de siempre.

Le insinué que volviera con nosotros, pero tras una vacilación momentánea, negó con la cabeza.

—Es usted muy amable…, pero creo que debo quedarme aquí. Al fin y al cabo… bueno… supongo que es mi casa. Y tal vez pueda ayudar a cuidar de los niños.

—Bueno —le dije—, como quieras.

—Entonces me quedaré. Podría…, podría…

—¿Sí? —la animé.

—Si… si ocurriese algo malo, ¿podría llamarle para que usted viniera?

Yo estaba conmovido.

—Desde luego. Pero ¿qué es lo que temes que pueda suceder?

—Oh, no lo sé. Pero tengo esa sensación…

—¡No digas tonterías! —le dije—. ¡Y no andes por ahí buscando cadáveres! No te hace ningún bien.

Me dirigió una rápida sonrisa.

—No, no me sienta bien. Me produce náuseas.

No me agradaba tener que dejarla allí, pero al fin y al cabo, como bien dijo ella, era su casa, e imaginé que ahora Elsie Holland se sentiría más responsable de ella.

Nash y yo nos fuimos juntos hacia Little Furze, y mientras yo contaba a Joanna los sucesos de la mañana, Nash habló con Partridge. Luego se reunió con nosotros un tanto desanimado.

—No me ha servido de gran ayuda. Según esta mujer, Agnes sólo dijo que estaba preocupada por algo y no sabiendo qué hacer quería que Partridge la aconsejara.

—¿Y Partridge lo comentó con alguien? —preguntó Joanna al inspector.

Nash asintió con expresión grave.

—Sí, lo dijo a la señora Emory…, la mujer que viene a hacerles la limpieza…, comentando, según imagino, que había algunas jóvenes que estaban dispuestas a pedir consejo a sus mayores sin pensar que ellas podían solucionar sus asuntos por sí mismas. Agnes tal vez no fuera muy inteligente, pero era una muchacha simpática y respetuosa que sabía cómo comportarse.

—En resumen, Partridge estuvo dándose importancia —murmuró Joanna—. ¿Y la señora Emory pudo haber hecho circular la noticia por el pueblo?

—Eso es, señorita Burton.

—Hay una cosa que me intriga —dije—. ¿Por qué nos incluyeron a mi hermana y a mí? Los dos somos forasteros… y nadie podía tenernos ojeriza.

—Usted no tiene en cuenta la mentalidad de Pluma Ponzoñosa…, todo es grano para su molino. Tiene ojeriza, como usted dice, a toda la humanidad.

—Supongo que eso es lo que quiso decir la señora Calthrop —exclamó Joanna, pensativa.

Nash la miró intrigado, pero ella no le dio explicaciones.

—No sé si se fijarían en el sobre de la carta que recibió usted, señorita Burton —dijo el primer inspector—. De ser así, verían que en realidad iba dirigida a la señorita Barton y que luego la a había sido convertida en u.

Esa observación, debidamente interpretada, debiera habernos dado la clave de aquel asunto, pero ninguno de nosotros supo ver su significado.

Nash se marchó y yo quedé a solas con mi hermana, que me dijo:

—¿Crees de veras que esa carta había sido escrita para la señorita Emily?

—No creo que hubiera empezado: «Tu pintarrajeada amiguita» —observé, y mi hermana me dio la razón.

Luego me sugirió que fuese al pueblo.

—Debieras escuchar lo que se dice por ahí. ¡Será el tema del día!

Le pedí que viniera ella también, pero se negó ante mi sorpresa diciendo que pensaba arreglar el jardín.

Me detuve en la puerta y dije bajando la voz:

—Supongo que Partridge es de fiar.

—¡Partridge!

El asombro de Joanna me hizo avergonzar de mi idea, y dije a modo de disculpa:

—Sólo era una suposición. En ciertos aspectos es bastante «extraña»…, una solterona triste…, la clase de persona que pudiera tener manía religiosa.

—No se trata de eso…, o por lo menos eso me dijiste que opina Graves.

—Bueno, manía persecutoria. Son muy parecidas, según tengo entendido. Ella es correcta y respetable y lleva muchos años encerrada aquí con mujeres mayores.

—¿Qué es lo que te hace sospechar de ella?

—Bueno —dije despacio—, sólo tenemos su palabra de lo que dijo Agnes, ¿no es cierto? Supongamos que Agnes preguntara a Partridge por qué había ido a llevar la carta aquel día y Partridge le dijera que aquella tarde iría a verla para explicárselo.

—¿Y luego despistara preguntándonos a nosotros si podía recibirla aquí?

—Sí.

—Pero ella no salió en toda la tarde.

—Eso no lo sabes. Recuerda que nosotros nos fuimos.

—Sí, es cierto —Joanna reflexionó unos instantes—. Pero de todas maneras, no lo creo. No es posible que Partridge tenga la inteligencia suficiente para cubrir todas sus pistas, borrar sus huellas dactilares, y todo eso. No se requiere sólo astucia… sino conocimiento de la materia. Y no creo que ella lo tenga. ¿Y… —Joanna vaciló antes de decir— están seguros de que es una mujer?

—No creerás que sea un hombre —exclamé con incredulidad.

—No… un hombre corriente, no…, pero cierta clase de hombre. En realidad estoy pensando en el solitario y sosegado señor Pye.

—¿De modo que para ti el más sospechoso es el señor Pye?

—¿No te parece que podría ser? Es la clase de individuo que puede sentirse solo… desgraciado… y lleno de rencor hacia sus semejantes. Casi todo el mundo se ríe de él. ¿No le imaginas con un odio secreto a todas las personas normales y felices y experimentando un placer extraño y perverso en lo que ha hecho?

—Graves dijo que se trataba de una soltera de mediana edad.

—El señor Pye —replicó Joanna— es un solterón de mediana edad.

—Y afeminado —dije despacio.

—Muchísimo. Es rico, pero el dinero no le sirve de ayuda, y puede también que esté desequilibrado. En realidad es un hombrecillo repelente.

—Recuerda que él también recibió una carta.

—Eso no lo sabemos —exclamó mi hermana—. Nos lo imaginamos; de todas maneras pudo representar una comedia.

—¿En nuestro beneficio?

—Sí. Es lo bastante inteligente como para que se le ocurriera… y para ponerlo en práctica.

—Debe ser un actor de primera.

—Pues naturalmente, Jerry, quienquiera que haya escrito esas cartas tiene que ser un actor de primera clase. Eso, en parte, representa ya un placer.

—Por amor de Dios, Joanna, no hables de ese modo. Me hace pensar que tú… que tú comprendes esa mentalidad.

—Creo que sí. Puedo… sólo puedo… ponerme en su lugar. Si yo no fuera Joanna Burton, si no fuese joven y bastante atractiva, y capaz de pasarlo bien, si estuviera…, ¿cómo te diría yo…?, detrás de una reja, viendo cómo los demás disfrutaban de la vida, tal vez se levantara en mi interior un sentimiento negro que me hiciera desear herir, torturar e incluso destruir…

—¡Joanna! —la sacudí cogiéndola por los hombros.

Ella suspiró y me dijo con una sonrisa:

—Te he asustado, ¿verdad, Jerry? Pero tengo el presentimiento de que ése es el camino para resolver este problema. Tienes que situarte en el lugar de esa persona, y sabiendo lo que siente y lo que le impulsa a actuar, entonces… entonces tal vez se te ocurra también lo que va a hacer a continuación.

—¡Diantre! —exclamé—. ¡Y yo que vine aquí para hacer vida vegetativa e interesarme por los escándalos pueblerinos! ¡Difamación, calumnia, lenguaje obsceno y… crimen!

Joanna estaba en lo cierto. La calle Alta estaba llena de grupos interesantes, y me dispuse a observar las reacciones de todo el mundo.

Primero encontré a Griffith, que parecía terriblemente enfermo y cansado…, tanto, que me extrañó. Un crimen no es, desde luego, parte de la labor cotidiana de un médico, pero su profesión le capacita para hacer frente a muchas cosas, incluidos los sufrimientos, el lado malo de la naturaleza humana y la muerte.

—Parece usted agotado —le dije.

—¿Sí? —parecía distraído—. ¡Oh! Últimamente he tenido algunos casos que me han preocupado.

—¿Incluyendo a nuestra lunática?

—Desde luego —Miró al otro lado de la calle y vi que contraía los párpados.

—¿No tiene idea de quién puede ser?

—No. No. Ojalá lo supiera.

Me preguntó bruscamente por Joanna y dijo, tras cierta vacilación, que tenía en su poder unas fotografías que ella deseaba ver.

Me ofrecí a llevárselas.

—Oh, no vale la pena. Tengo que pasar por allí a última hora de la mañana.

Empecé a temer que Griffith se lo hubiera tomado en serio. ¡Esta Joanna! Griffith era demasiado bueno para que jugaran con él.

Le dejé marchar porque vi acercarse a su hermana y por primera vez deseaba hablar con ella.

Aimée Griffith empezó como si estuviéramos en plena conversación:

—¡Completamente inesperado! Oí decir que usted estaba allí…, ¿tan temprano?

Sus palabras implicaban una pregunta, y sus ojos brillaron al arrastrar la palabra «temprano». No pensaba decirle que Megan me había telefoneado y dije:

—¿Sabe? Anoche estaba un poco intranquilo. Esa muchacha tenía que haber venido a tomar el té a nuestra casa y no apareció.

—¿Y usted pensó lo peor? ¡Qué inteligente!

—Sí —repuse—. Sé olfatear la sangre humana.

—Es el primer crimen que tenemos en Lymstock, es terrible. Espero que la policía pueda aclararlo pronto.

—Yo no me preocuparía —dije—. Son personas muy eficientes.

—Ni siquiera me acuerdo qué cara tenía esa chica, aunque supongo que debió abrirme la puerta docenas de veces. Era callada e insignificante, y la golpearon primero en la cabeza para clavarle una aguja de hierro en la nuca, según me ha contado Owen. A mí me parece cosa de su novio. ¿Qué opina usted?

—¿Ésa es la solución, según usted?

—Pues la más probable. Supongo que se pelearían. Por aquí tienen muy poco dominio… a la mayoría les viene de herencia. —Hizo una pausa y continuó—: He oído decir que Megan Hunter encontró el cadáver. Debió ser un gran golpe para ella.

—Lo fue —repliqué brevemente.

—Debió ser muy desagradable para la pobrecilla, me lo imagino. En mi opinión no tiene la cabeza muy firme… y una cosa así hubiera podido hacerle perder la razón por completo.

Tomé una resolución repentina. Tenía que averiguar una cosa.

—Dígame, señorita Griffith, ¿fue usted quien convenció ayer a Megan para que regresara a su casa?

—Bueno, yo no diría exactamente que la convenciera.

—Pero ¿le habló de eso?

Aimée Griffith, mirándome con fijeza, se puso a la defensiva:

—Es inútil… que esa jovencita evada su responsabilidad. Es joven y no sabe lo que hablan las lenguas, por eso creí mi deber advertirla…

—¿Las lenguas…? —me interrumpí porque estaba demasiado furioso para continuar.

Aimée Griffith prosiguió con aquella confianza y complacencia sumamente enloquecedoras que eran su principal característica:

—Oh, me atrevo a asegurar que usted no se entera de todos los chismes que circulan por ahí. ¡Pero yo sí! y sé lo que dice la gente. Le aseguro que ni por un momento pensé que pudiera haber nada de verdad… Pero ya sabe cómo es la gente…, ¡si pueden decir alguna maldad, la dicen! Y eso perjudica a las jóvenes que han de ganarse el sustento.

—¿El sustento? —repetí extrañado.

—Naturalmente que es una situación difícil para ella, y creo que ella hizo muy bien. Quiero decir que no podía marcharse de improviso dejando a los niños sin que nadie les cuidara. Se ha portado espléndidamente… espléndidamente, se lo digo a todo el mundo, pero está en una situación delicada y la gente habla.

—¿De quién está usted hablando? —quise saber, realmente indignado.

—De Elsie Holland, naturalmente —replicó Aimée Griffith impaciente— En mi opinión es una joven agradabilísima que sólo está cumpliendo con su deber.

—¿Y qué dice la gente?

Mi interlocutora se echó a reír y su risa me resultó muy desagradable.

—Dicen que ya considera la posibilidad de convertirse en la señora Symmington número dos… que está dispuesta a consolar al viudo y a hacerse indispensable.

—¡Pero —exclamé sorprendido—, si la señora Symmington sólo lleva muerta una semana!

Aimée Griffith se encogió de hombros.

—Claro. ¡Es absurdo! Pero ya sabe cómo es la gente. Elsie Holland es joven y bonita… y eso es suficiente. Y permita que le diga, que ser institutriz no es porvenir para una joven, y yo no le reprocharía que quisiera formar un hogar y tener marido, y jugara sus triunfos para lograrlo. ¡Claro que el pobre Dick Symmington no tiene la menor idea de todo esto! —continuó—. Está completamente deshecho por la muerte de Mona. ¡Pero ya sabe lo que son los hombres! Si esa joven está siempre allí, procurando su comodidad, cuidándole, mostrándose cariñosa con los niños…, pues, él llegaría a acostumbrarse a depender de ella.

—¿De modo que usted cree que Elsie Holland es una intrigante? —dije con toda calma.

Aimée Griffith enrojeció.

—De ninguna manera. ¡Yo la compadezco… por esas cosas que la gente dice de ella! Lo que yo dije a Megan poco más o menos es que debía regresar a su casa… que era mejor que Dick Symmington y esa joven no estuvieran solos en la casa.

Ya empezaba a comprender.

La hermana del doctor Griffith lanzó una alegre carcajada.

—Está usted sorprendido, señor Burton, al oír lo que opina nuestro pueblo. Le diré una cosa… ¡La gente siempre piensa lo peor!

Y riendo continuó su camino.

Me tropecé con el señor Pye delante de la iglesia. Estaba hablando con Emily Barton, que parecía muy excitada.

El señor Pye me saludó con muestras de satisfacción.

—¡Ah, Burton, buenos días! ¡Buenos días! ¿Cómo sigue su encantadora hermana?

Le dije que Joanna estaba bien.

—Pero ¿no ha querido unirse a nuestro Parlamento? Todos estamos locos con la noticia. ¡Un crimen! ¡Un auténtico crimen como los que aparecen en los periódicos! Me temo que no sea de los interesantes… sino brutal. El asesinato de una pobre camarera, no es que se trate de nada nuevo, pero aquí desde luego constituye una gran novedad.

La señorita Barton dijo con voz trémula:

—Es terrible… realmente terrible.

El señor Pye volvióse hacia ella.

—Pero usted disfruta, mi querida amiga, usted disfruta. Confiéselo. Usted lo desaprueba, lo deplora, pero existe la emoción. Insisto, ¡es emocionante!

—Una muchacha tan simpática —dijo Emily Barton—. Vino del Hogar de Santa Clotilde. Apenas sabía nada, pero se dejaba enseñar, y no tardó en convertirse en una doncella correcta. Partridge estaba muy contenta de ella.

—Ayer tarde tenía que venir a tomar el té con Partridge —me apresuré a decir. Luego me volví al señor Pye—: Supongo que Aimée Griffith se lo diría.

Procuré que mi tono fuera casual, y Pye respondió al parecer sin el menor recelo.

—Sí, lo comentó. Recuerdo que dijo que era una novedad que el servicio utilizara el teléfono de los señores.

—Partridge nunca se hubiera atrevido a hacer una cosa así —replicó la señorita Emily—, y realmente me sorprende que Agnes lo hiciera.

—Vive usted muy atrasada, mi querida amiga —dijo el señor Pye—. Mis dos «terrores» usan el teléfono constantemente y fuman por toda la casa hasta que yo me quejo, pero uno no se atreve a decir gran cosa. Prescott es un cocinero estupendo, aunque con algo de genio, y su esposa una camarera admirable.

—Sí, desde luego, todos le consideramos muy afortunado.

Me apresuré a intervenir, puesto que no deseaba que la conversación se redujera a temas domésticos.

—La noticia del crimen ha circulado con gran rapidez —dije.

—Claro, claro —replicó el señor Pye—. El carnicero, el panadero, el cerero… el rumor ha corrido por todas las lenguas. ¡Este Lymstock es terrible! Cartas anónimas, crímenes, y todas las tendencias criminales imaginables.

—¿No creen… no les parece… que… puede existir relación entre las dos cosas? —dijo Emily Barton nerviosa.

—Un comentario interesante —exclamó el señor Pye—. La muchacha sabía algo, y por eso la asesinaron. Sí, sí, muy prometedor. Ha sido muy inteligente al pensarlo.

—No… no puedo soportarlo.

Emily Barton habló inopinadamente y se alejó a toda prisa.

Pye la miraba marchar con su rostro angelical contraído por la curiosidad, y volviéndose hacia mí me dijo:

—Un alma sensible… una criatura encantadora, ¿no le parece? Es una pieza de museo. ¿Sabe? No pertenece a su generación, sino a la anterior. Su madre debió ser una mujer de gran carácter. Conservó a su familia viviendo según el ritmo de mil ochocientos. Toda una familia preservada bajo una campana de cristal. Me gustaría tropezarme con un caso así.

—Yo no deseaba hablar de piezas de museo.

—¿Qué opina usted realmente de todo este asunto? —le pregunté.

—¿A qué se refiere?

—Pues a los anónimos, al crimen…

—¿A nuestra oleada de anónimos? ¿Y usted?

—Le he preguntado yo primero —le dije en tono amable.

—¿Sabe? Yo estudio los casos anormales —repuso el señor Pye—. Me interesan. Tenemos el caso de Lizzie Borden, y no existe una explicación razonable. En éste, mi consejo es que la policía debiera estudiar… el carácter. Dejar a un lado las huellas dactilares, la grafología y los microscopios, y fijarse, en cambio, en lo que la gente hace con sus manos, sus gestos, su modo de comer, y si ríen sin algún motivo aparente.

Alcé las cejas.

—¿Buscar a un loco? —pregunté.

—A un loco de remate —dijo el señor Pye, agregando—: ¡Pero usted debiera saberlo!

—¿Quién es?