CAPÍTULO IV

Debo confesar que estaba contrariado por la repentina marcha de Megan. Tal vez se había molestado con nosotros.

Al fin y al cabo, no era una vida muy divertida para una jovencita. En su casa tenía a los niños y a Elsie Holland.

Oí que Joanna regresaba de la huerta y me apresuré a salirme del césped para que no volviera a compararme a un reloj de sol.

Owen Griffith vino en su automóvil antes de la hora de comer, y el jardinero le esperaba ya con las verduras preparadas.

Mientras el viejo Adams las instalaba en el coche llevé a Owen a la casa para beber un trago. No quiso quedarse a comer.

Cuando regresé con el jerez, vi que Joanna había empezado su conquista.

Ahora no daba muestras de animosidad. Hallábase acurrucada en un extremo del sofá haciendo preguntas a Owen sobre su trabajo… si le gustaba dedicarse a la medicina general… si no preferiría especializarse, en fin, dándole la impresión de que para ella la medicina era la cosa más fascinante del mundo.

Digan lo que quieran, Joanna es una escucha innata y encantadora, y después de haber soportado a tantos posibles genios contándole cómo no supieron comprenderles, el escuchar a Owen Griffith era tarea fácil. Cuando había bebido la tercera copa de jerez, Griffith le estaba contando cierta oscura reacción de cierta enfermedad, en términos tan científicos, que nadie hubiera comprendido una palabra excepto sus colegas médicos.

Joanna le miraba con expresión de inteligencia y gran interés.

Por un momento sentí escrúpulos de conciencia. Joanna era demasiado coqueta y Griffith demasiado bueno para que jugara con él. Las mujeres son el mismísimo diablo.

Luego me fijé en Griffith… en su barbilla estrecha y enérgica y en la dura línea de sus labios, y no estuve tan seguro de que Joanna se saliera con la suya. Y de todas formas un hombre tiene derecho a dejarse engañar por una mujer… y si lo hace es por su propia voluntad.

Joanna decía:

—¿Por qué no se decide a quedarse a comer con nosotros, doctor Griffith? —Y el médico, enrojeciendo ligeramente, dijo que su hermana le estaría esperando…

—La llamaremos para decírselo —replicó Joanna, y uniendo la acción a la palabra, salió al recibidor para telefonear.

Me pareció que Griffith estaba un poco nervioso, y pensé que tal vez tuviera miedo de mi hermana.

Joanna regresó sonriente y diciendo que estaba todo arreglado.

Y Owen Griffith se quedó a comer y pareció disfrutar mucho. Hablamos de libros, comedias, sobre política mundial… música, pintura y arquitectura moderna.

No mencionamos para nada Lymstock, los anónimos, ni el suicidio de la señora Symmington.

Nos olvidamos de todo y creo que Owen se sentía feliz. Su rostro triste y moreno parecía iluminado por una luz interior y nos descubrió una interesante personalidad.

Cuando se hubo marchado dije a mi hermana:

—¿Ese individuo es demasiado bueno para tus trucos?

—¡Eso es lo que tú dices! —replicó Joanna—. ¡Los hombres siempre os ayudáis unos a otros!

—¿Qué es lo que persigues con su conquista, Joanna? ¿Satisfacer tu vanidad herida?

—Tal vez —replicó mi hermana.

Aquella tarde teníamos que ir a tomar el té con la señorita Emily Barton, en las habitaciones que había alquilado en el pueblo.

Fuimos andando porque ya me sentía lo bastante fuerte como para subir la colina.

Debimos tardar menos de lo calculado y llegar antes de la hora convenida, ya que la puerta nos fue abierta por una mujer alta y enjuta, de aspecto fiero, que nos dijo que la señorita Barton no había llegado todavía.

—Pero les espera a ustedes, lo sé, de modo que si quieren subir y aguardarla… hagan el favor de pasar.

Evidentemente aquélla era la fiel Florence.

La seguimos al piso de arriba y luego de abrir una puerta nos introdujo en un cómodo saloncito, tal vez con demasiados muebles. Imaginé que algunas de aquellas cosas habrían salido de Little Furze.

Sin duda aquella mujer sentíase orgullosa de su habitación.

—Es bonita, ¿verdad? —preguntó.

—Muy bonita —replicó Joanna con calor.

—He procurado que resulte lo más cómoda posible. No es que yo haya podido hacer por la señorita Emily lo que quisiera y ella se merece. Debería estar en su propia casa, como Dios manda, y no realquilada.

Florence, que sin duda era una mujer terrible, nos miró con aire de reproche. Por lo visto no era aquél nuestro día de suerte. Joanna había sido despreciada por Aimée Griffith y Partridge y ahora lo estábamos siendo los dos por el dragón de Florence.

—Fui su doncella por espacio de nueve años —agregó con orgullo.

Joanna, dolida por la injusticia, exclamó:

—Bueno, la señorita Barton quiso alquilar su casa y lo comunicó a los corredores de fincas.

—Porque se vio obligada a ello —replicó Florence—. Y vive de un modo tan frugal y austero. ¡Pero incluso así, el Gobierno no quiere dejarla en paz! ¡Tiene que seguir chupándole la sangre!

Meneé la cabeza con pesar.

—En los tiempos de la anciana señora había muchísimo dinero —continuó Florence—. Y luego fueron muriendo todos sus parientes uno tras otro, ¡pobrecillos…!, y ella siempre tan paciente y sufrida. Todo cayó sobre sus espaldas, y luego encima tener que preocuparse por el dinero. Las acciones no producen lo que antes, eso dice ella, aunque a mí me gustaría saber por qué… Debieran avergonzarse. Atosigar a una señora como ella, que no tiene cabeza para los números ni puede ver sus trucos.

—Prácticamente todo el mundo ha sufrido en ese sentido —dije, aunque Florence no se ablandó.

—Eso está bien para las personas que pueden valerse por sí mismas, pero no para ella. Necesita que la cuiden, y mientras esté aquí conmigo procuraré que nadie la engañe ni la moleste en ningún sentido. Haría cualquier cosa por la señorita Emily.

Y mirándonos unos instantes para darnos tiempo a asimilar sus palabras, la indomable Florence abandonó la estancia, cerrando la puerta tras sí.

—¿Te consideras un bebedor de sangre, Jerry? —me preguntó Joanna—. Porque yo sí. ¿Qué es lo que nos pasa?

—Parece que no lo estamos haciendo muy bien —repuse—. Megan se ha cansado de nosotros. Partridge te ha desairado y la fiel Florence nos aborrece a los dos.

Joanna murmuró:

—Quisiera saber por qué se marchó Megan…

—Se aburría.

—No lo creo. Me pregunto… Jerry, ¿tú crees que pudo ser por alguna cosa que le dijera Aimée Griffith?

—¿Te refieres a esta mañana cuando hablaron en el porche?

—Sí. No hubo mucho tiempo, pero…

Terminé la frase:

—¡Pero esa mujer lleva el paso de un elefante asustado! Pudo haberle…

Se abrió la puerta y nos hallamos ante la señorita Emily. Llegaba sonrosada y un poco falta de aliento. Sus ojos, tan azules, brillaban de excitación.

—¡Oh!, cuánto siento llegar tarde —dijo con su voz cantarina—: He estado haciendo unas compras en el pueblo y los pasteles de la Rosa Azul no me parecieron muy frescos y por eso fui a la tienda de la señora Lygon. Siempre me gusta comprar los pasteles a última hora; así se consiguen recién sacados del horno, y no te dan los del día anterior. ¡Pero me contraria tanto haberles hecho esperar…!, es realmente imperdonable…

Joanna intervino:

—Ha sido culpa nuestra, señorita Barton. Llegamos antes de la hora. Hemos venido andando y Jerry va tan de prisa que llegamos demasiado pronto.

—Nunca es demasiado pronto, querida. No diga eso. Lo bueno nunca cansa, ya lo sabe.

Y la anciana señora dio unos golpecitos cariñosos en el hombro de mi hermana.

Joanna se animó. Por fin tenía éxito. Emily Barton me incluyó en su sonrisa con cierta timidez, como el que se acerca a un tigre feroz en un momento en que parece inofensivo.

—Ha sido usted muy amable al aceptar un refrigerio tan femenino como lo es el té, señor Burton.

Supongo que Emily Barton consideraba a los hombres como consumidores incansables de whisky y cigarrillos, y que en los intervalos seducían a las doncellas de los pueblos o corrían aventuras con mujeres casadas.

Cuando más tarde se lo dije a Joanna, replicó que era muy mal pensado, y que Emily Barton tal vez hubiera querido conocer a un hombre así, pero no lo consiguió nunca, pese a sus deseos.

Entretanto, la señorita Emily iba de un lado a otro de la habitación preparando una pequeña mesita, con bandejas y ceniceros, y pocos minutos más tarde entró Florence trayendo el té y unas finas tacitas que supuse recién compradas por la señorita Barton. El té era chino y delicioso, y había también platos con bocadillos, tostadas con pan y mantequilla y gran cantidad de pastelillos.

Florence ahora estaba resplandeciente y miraba a la señorita Emily con una especie de placer maternal como si su niña preferida estuviera jugando a dar el té a sus hermosas muñecas.

Joanna y yo comimos más de lo que deseábamos, debido a la insistencia de nuestra anfitriona. La anciana disfrutaba con su reunión, y comprendí que para Emily Barton, Joanna y yo éramos una gran aventura… dos personas llegadas del misterioso y sofisticado mundo londinense.

Nuestra charla no tardó en versar sobre temas locales. La señorita Barton habló calmosamente del doctor Griffith, y de su habilidad e inteligencia como médico. También el señor Symmington era un abogado inteligente que la había ayudado a recuperar algún dinero de los Impuestos sobre la Renta, cosa que ella nunca hubiera sabido hacer. Era también muy bueno con sus hijos… y su esposa…

Al llegar a ésta exclamó:

—¡Pobre señora Symmington!, es tan triste… que esos niños se hayan quedado sin madre. Nunca fue una mujer muy fuerte… y últimamente su salud había empeorado.

—Debió sufrir una crisis cerebral. He leído acerca de eso en los periódicos, y la gente en esas circunstancias no sabe lo que hace. Y no es posible que supiera lo que hacía, pues de otro modo se hubiera acordado del señor Symmington y los niños.

—Esa carta anónima debió trastornarla —dijo mi hermana.

La señorita Barton enrojeció y dijo con cierto reproche en su tono de voz:

—No es un tema que resulte agradable discutir, ¿no le parece, querida? Sé que se han recibido… cartas, pero no hablemos de ellas. Qué cosa más desagradable. Creo que es mejor hacer caso omiso.

Bueno, a la señorita Barton tal vez le fuera posible ignorarlas, pero para otras personas no era tan sencillo. Sin embargo, me apresuré a cambiar de tema y pasamos a discutir de Aimée Griffith.

—Maravillosa, verdaderamente maravillosa —dijo Emily Barton—. Su energía y su poder organizador son realmente espléndidos. ¡Y es tan buena con las niñas… y tan práctica y moderna en todos los aspectos! Ella es en realidad quien gobierna este lugar, y está tan unida a su hermano… Es agradable ver a unos hermanos que se quieran tanto.

—¿Y a él no le ha parecido nunca un poco dominante? —preguntó Joanna.

Emily Barton la miró con extrañeza.

—Ella se ha sacrificado muchísimo por él —dijo con dignidad.

Vi que Joanna estaba a punto de exclamar: «Oh, ¿sí?», y me apresuré a desviar la conversación hacia el señor Pye.

Repitió una y otra vez que era muy amable… sí, muy amable. Que gozaba de buena posición y que era muy generoso… que algunas veces recibía visitas extrañas, pero claro, como había viajado tanto…

Convinimos en que viajar no sólo ensanchaba la mente, sino que de cuando en cuando proporcionaba extrañas amistades.

—Yo misma he deseado muchas veces poder realizar un crucero —dijo Emily Barton con pesar—. Una lee tantas cosas en los periódicos… y parecen tan atrayentes…

—¿Y por qué no va usted? —preguntó Joanna.

Este volver del sueño a la realidad pareció alarmar a la señorita Emily.

—Oh, no, no, eso sería del todo imposible.

—Pero ¿por qué? Son bastante baratos.

—Oh, no es sólo el gasto. Pero no me gustaría ir sola. El viajar así resultaría bastante extraño, ¿no le parece?

—No —repuso Joanna.

La señorita Emily la contempló pensativa.

—Y no sé cómo me las arreglaría para llevar mi equipaje… y bajar a los puertos en los países extranjeros… y para los cambios de monedas…

Innumerables inconvenientes parecían alzarse ante la mirada asustada de la ancianita y Joanna se apresuró a tranquilizarla preguntándole por una fiesta al aire libre y la tómbola que iban a celebrar. Y claro, esto nos condujo inevitablemente hacia la señora Calthrop.

Un ligero espasmo contrajo por un instante el rostro de la señorita Barton.

—¿Sabe usted, querida? —dijo—. Es una mujer muy extraña. A veces dice unas cosas…

Yo le pregunté qué cosas eran.

—Oh, no lo sé. Cosas inesperadas. Y del modo que la mira a una, como si fuera otra persona… me expreso tan mal que es difícil que comprendan lo que quiero decir. Luego no quiere… bueno, meterse en nada. Hay tantos casos en los que la esposa del pastor podría aconsejar y… tal vez reprender. Levantar a la gente, ¿sabe?, y enderezar sus pasos. Porque la escucharían, estoy segura, todas le tienen miedo. Pero ella insiste en mostrarse altiva y lejana, y tiene la extraña costumbre de sentir compasión de quienes menos lo merecen.

—Eso es interesante —dijo intercambiando una mirada con Joanna.

—No obstante, es una mujer muy bien educada. De soltera se llamaba Farroway de Bellpath, y es de muy buena familia, pero estas familias antiguas a veces son un poco raras, según creo. Pero quiere mucho a su esposo, un hombre de fina inteligencia… que me temo la malgasta en este círculo pueblerino. Un hombre bueno, muy sincero, pero cuya costumbre de recitar largas parrafadas en latín, me resulta un poco desconcertante.

—Me hago cargo —dije con fervor.

—Jerry ha recibido una costosa educación en la escuela pública, y por eso no reconoce ni siquiera el latín cuando lo oye —bromeó mi hermana.

Esto ofreció un nuevo tópico a la señorita Barton.

—La maestra es una joven muy desagradable —dijo—. Completamente roja —Bajó la voz al pronunciar la última palabra.

Más tarde, mientras subíamos a la colina, Joanna me dijo:

—Es bastante simpática.

Durante la cena de aquella noche Joanna dijo a Partridge que esperaba que el té con su amiga hubiera sido un éxito completo.

Partridge se puso roja y replicó con gran dignidad:

—Gracias, señorita; pero Agnes no se ha presentado.

—Oh, lo siento.

—A mí no me importa —replicó Partridge.

Estaba tan contrariada que condescendió hasta el punto de decirnos:

—¡No fui yo quien la invitó! Telefoneó ella misma diciendo que estaba preocupada y si podía venir aquí, puesto que tenía el día libre. Y yo le dije que sí después de haber obtenido su permiso. ¡Y no he vuelto a saber de ella! Ni una palabra de disculpa, aunque supongo que mañana recibiré una tarjeta suya. Estas chicas de hoy en día… no saben cuál es su lugar… ni tienen la menor idea de cómo deben portarse.

Joanna trató de calmar el disgusto de Partridge.

—Tal vez no se encontró bien. ¿No la telefoneó usted para averiguar lo que le había ocurrido?

Partridge volvió a erguirse.

—¡No, no lo hice, señorita! Desde luego que no. Si a Agnes le gusta comportarse tan groseramente es cosa suya, pero ya le diré yo lo que pienso en cuanto la vea.

Partridge salió de la habitación indignada y Joanna y yo nos echamos a reír.

—Probablemente se trata de un caso digno del consultorio de «tía Nancy» —dije yo—. «Mi novio está muy frío conmigo, ¿qué es lo que puedo hacer?». Pero en vez de acudir a tía Nancy solicitó el consejo de Partridge, pero en eso llegó la reconciliación y supongo que en estos momentos Agnes y su novio forman una de esas parejas silenciosas con que se tropieza uno en los parajes oscuros y nos violenta tanto, mientras ellos se quedan tan frescos.

Joanna, echándose a reír, dijo que ella suponía lo mismo. Nos pusimos a hablar de los anónimos y nos preguntamos qué tal les iría a Nash y al melancólico Graves.

—Hoy hace exactamente una semana del suicidio de la señora Symmington —dijo Joanna—. Yo creo que a estas alturas debían haber averiguado algo… por las huellas dactilares, la escritura, o algo.

Yo le contesté distraído. En mi subconsciente iba creciendo una extraña inquietud relacionada en cierto modo con la frase que empleara Joanna: «exactamente una semana».

Me atrevo a asegurar que debiera haber atado cabos más pronto, y tal vez, inconscientemente, tuviera ya ciertas sospechas.

De todas formas la levadura iba obrando y mi intranquilidad creciente fue saliendo al exterior.

Joanna observó de pronto que yo no escuchaba su animado relato de un encuentro que tuvo en el pueblo.

—¿Qué te ocurre, Jerry?

Yo no respondí porque estaba muy ocupado tratando de atar cabos.

El suicidio de la señora Symmington… Aquella tarde ella estaba sola en la casa… Sola en la casa porque las sirvientas tenían el día libre… Y hoy hacía exactamente una semana…

—Jerry, ¿qué…?

La interrumpí:

—Joanna, las muchachas de servicio salen una vez por semana, ¿no es así?

—Y alternan los domingos —replicó mi hermana—. ¿Qué es lo…?

—No me importan los domingos. ¿Salen el mismo día todas las semanas?

—Sí. Es lo más corriente.

Joanna me miraba con curiosidad y sus pensamientos no tomaron el mismo derrotero que los míos.

Atravesé la habitación para tocar el timbre.

Partridge acudió en seguida.

—Dígame —le dije—. ¿Trabaja esa Agnes Woddell?

—Sí, señor. En casa de la señora Symmington. Bueno, creo que ahora debiera decir en casa del señor Symmington.

Aspiré el aire con fuerza mientras miraba el reloj. Eran las diez y media.

—¿Cree usted que ahora estará ya de regreso?

Partridge exclamó con aire desaprobador:

—Sí, señor. En esas casas exigen que se llegue antes de las diez. Son muy anticuados.

Yo dije:

—Voy a telefonear.

Y salí del recibidor seguido de Joanna y Partridge, que evidentemente estaba furiosa.

Mi hermana, sólo intrigada, me dijo mientras yo buscaba el número: —¿Qué es lo que vas a hacer, Jerry?

—Me gustaría asegurarme de que esa muchacha ha llegado sin novedad.

Partridge pegó un respingo, pero nada dijo, aunque a mí me tenía sin cuidado lo que Partridge pudiera pensar. Elsie Holland fue quien atendió a mi llamada.

—Siento molestarles —dije—. Soy Jerry Burton.

Hasta que lo hube dicho no me di cuenta de que había cometido una torpeza. Porque si la chica había regresado ya, ¿cómo diablos iba a explicar mi llamada? Hubiera sido mejor dejar que fuera Joanna quien telefoneara, aunque también hubiese tenido que dar alguna explicación, y presentí un nuevo motivo de chismorreo en Lymstock del que seríamos protagonistas yo y la desconocida Agnes Woddell.

Elsie Holland pareció muy sorprendida, cosa que no es de extrañar.

—¿Agnes? Oh, seguramente ya debe estar en casa.

Me sentía muy torpe, pero continué:

—¿Le importaría ir a asegurarse de si ha llegado ya, señorita Holland? Las institutrices tienen una buena cualidad: que están acostumbradas a obedecer sin preguntar el porqué de la orden. Elsie Holland, dejando el teléfono, fue a hacer lo que le había dicho. Dos minutos más tarde volví a oír su voz.

—Oiga, señor Burton…

—Dígame.

Entonces comprendí que mi corazonada era cierta.

—Agnes no ha regresado todavía.

Oí un lejano rumor de voces en el otro extremo del hilo, y luego se puso al aparato el propio señor Symmington.

—Hola, Burton, ¿qué ocurre?

—¿Su doncella Agnes no ha regresado todavía?

—No. La señorita Holland acaba de ir a comprobarlo. ¿Qué ocurre? ¿No habrá sufrido un accidente, señor?

—No se trata de un accidente —repliqué.

—¿Quiere usted decir que tiene motivos para creer que le haya podido ocurrir algo?

—No me extrañaría —repliqué en tono grave.

Aquella noche dormí mal.

Yo creo que incluso entonces las piezas de aquel rompecabezas danzaban en mi mente, y que si me hubiera entregado a ello, hubiese podido solucionar el problema entonces. Y si no, ¿por qué no se apartaba de mi imaginación?

¿Cuántas cosas sabemos en cualquier ocasión? ¡Muchísimas más de las que nos imaginamos! Pero no podemos sacar a la superficie ese conocimiento subterráneo. Está allí, pero no podemos alcanzarlo.

Permanecí en la cama removiéndome intranquilo, pues aquellas piezas sueltas del rompecabezas me torturaban lo indecible.

Tenía que haber un dibujo… ¡Si consiguiera dar con él! Tenía que saber quién escribió aquellas condenadas cartas. Y en alguna parte habría de haber una pista… ¡Si pudiera encontrarla…!

Cuando me dispuse a dormir, algunas palabras danzaron en mi mente con persistencia.

«No hay humo sin fuego». «No hay fuego sin humo». «Humo…». ¿Humo? Una cortina de humo… No, eso era en la guerra… una frase de guerra. Guerra. Un pedazo de papel… sólo un pedazo de papel. Bélgica… Alemania…

Me quedé dormido y soñé que llevaba de paseo a la señora Calthrop convertida en un galgo, con un collar y una cadena.

Fue el timbre del teléfono el que me despertó. Sonaba con mucha insistencia.

Luego de sentarme en la cama miré el reloj. Eran las siete y media y no me habían llamado todavía. El timbre del teléfono seguía sonando en el recibidor.

Salté de la cama y echándome el batín, corrí abajo. Gané por muy poco a Partridge, que salía por la puerta de la cocina, y cogí el aparato.

—¿Diga?

—Oh… —Fue una exclamación de alivio—. ¡Es usted! —Era la voz de Megan terriblemente asustada y abatida—. ¡Oh… venga, por favor… venga! ¡Oh, se lo ruego! ¿Vendrá?

—Iré en seguida —le dije—. ¿Me oyes? En seguida.

Subí la escalera de dos en dos y entré como un ciclón en el dormitorio de Joanna.

—Escucha, Jo, me voy a casa de los Symmington.

Joanna alzó su rubia cabeza ensortijada de la almohada, frotándose los ojos como una niña pequeña.

—¿Por qué…? ¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé. Era esa niña Megan. Parecía muy afectada.

—¿Qué crees tú que será?

—Pues esa chica, Agnes… a menos que esté muy equivocado.

Cuando me disponía a marcharme, Joanna me gritó:

—Espera. Me vestiré y te llevaré en el coche.

—No es necesario. Conduciré yo mismo.

—Tú no puedes conducir todavía.

—Sí que puedo.

Y lo hice. Me lavé, me afeité, me vestí, saqué el coche y llegué a casa de los Symmington en media hora. No estuvo del todo mal.

Megan debió haberme estado esperando, pues salió de la casa corriendo y se abrazó a mí. Su rostro estaba pálido y contraído.

—Oh, ha venido… ¡ha venido!

—Anímate, carita de mona —le dije—. Sí, ya estoy aquí. Ahora dime de qué se trata…

Empezó a temblar y la rodeé con mi brazo.

—Yo… yo la he encontrado.

—¿Encontraste a Agnes? ¿Dónde?

Su temblor aumentó.

—Debajo de la escalera. Allí hay un armario donde se guardan los aparejos de pesca, palos de golf y cosas…, ya sabe.

Asentí. Era el armario acostumbrado.

Megan continuó:

—Estaba allí… hecha un ovillo… y… fría. Terriblemente fría. Estaba… estaba muerta, ¿sabe?

Pregunté con curiosidad:

—¿Por qué fuiste a mirar allí?

—Yo… no… no lo sé. Usted telefoneó anoche, y todos empezamos a preguntarnos dónde estaría Agnes. Esperamos un rato, pero como no llegaba, al fin nos acostamos. No dormí muy bien y me levanté temprano. Sólo estaba levantada Rosa, la cocinera, ya sabe. Estaba muy enfadada porque Agnes no había regresado todavía, y dijo que había estado en otra casa donde la doncella se marchó de ese modo. Tomé un poco de leche y pan con mantequilla en la cocina… y de pronto Rosa volvió con una expresión muy extraña y diciendo que las ropas de vestir de Agnes seguían en su habitación… las que solía ponerse para salir. Y yo empecé a preguntarme si… si no habría salido de la casa, y me puse a buscar por todas partes, abrí el armario de debajo de la escalera y… y estaba allí…

—Supongo que alguien habrá llamado inmediatamente a la policía.

—Sí, están aquí. Mi padrastro les telefoneó en seguida. Y luego yo… sentí que no podía soportarlo más y le telefoneé a usted. ¿Le ha molestado?

—No —le dije—. No me ha molestado. ¿Te ha dado alguien un poco de coñac, de café o té, después… de que la encontraste?

Megan meneó la cabeza.

Yo maldije todo el menage Symmington. A aquel hombre de camisa almidonada no se le había ocurrido más que llamar a la policía, y ni Elsie Holland ni la cocinera parecían haber pensado en el efecto que aquel terrible hallazgo pudo ocasionar en una jovencita tan sensible.

—Vamos, cara fea —le dije—. Iremos a la cocina.

Dimos la vuelta a la casa y entramos por la puerta posterior. Rosa, una mujer rolliza, de unos cuarenta años, estaba tomando té cargado junto al fogón de la cocina, y nos saludó con un incoherente gran discurso y la mano puesta sobre el corazón.

¡Eran tan terribles las palpitaciones que sentía! Pensar que podía haber sido ella, o cualquiera de los de la casa, los que murieran asesinados en sus camas.

—Prepare una taza de té bien cargado para la señorita Megan —le dije—. Ha sufrido un golpe terrible. Recuerde que fue ella quien encontró el cadáver.

La simple mención del cadáver casi volvió a desatar la lengua de Rosa, pero yo la miré con severidad y se apresuró a servir una taza de oscuro líquido.

—Aquí tienes, jovencita —dije a Megan—. Bébetelo. ¿No tendrá un poco de coñac por casualidad, Rosa?

La cocinera respondió que le parecía quedaba un poquitín del que sobró de los pasteles de Navidad.

—Ése nos servirá —dije, echando un buen chorro en la taza de Megan, y vi por la expresión de Rosa que le parecía una excelente idea.

Le dije a Megan que se quedara con Rosa.

—¿Puedo confiar en usted para que cuide de la señorita Megan?

—Oh, sí, señor —replicó la cocinera, agradecida.

Me introduje en la casa. Conocía bien a las cocineras y sabía que pronto habría de reponer fuerzas comiendo un poco y eso le vendría bien a Megan. Dichosa gente, ¿por qué no se preocupaban de la muchacha?

Maldiciéndoles interiormente tropecé con Elsie Holland en el recibidor. No se sorprendió al verme. Supongo que la enorme excitación producida por el descubrimiento, la había dejado insensible a todas las demás sorpresas. El agente Bert Rundle estaba junto a la puerta principal.

Elsie Holland exclamó:

—Oh, señor Burton, ¿no es terrible? ¿Quién pudo hacer una cosa así?

—Entonces, ¿la asesinaron?

—Oh, sí. La golpearon en la parte posterior de la cabeza. Tiene todo el cabello empapado en sangre… ¡Oh! Es terrible… y metida en ese armario…, ¿cómo puede nadie hacer una cosa tan malvada? ¿Y por qué? Pobre, estoy segura de que nunca hizo mal a nadie.

—No —dije—. Alguien se lo impidió a tiempo.

Me miró con extrañeza. No la consideraba una joven de comprensión rápida, pero tenía buenos nervios. Su color era el acostumbrado, ligeramente acentuado por la excitación, e incluso imaginé que en cierto sentido un tanto macabro, y a pesar de su buen corazón, seguramente disfrutaba con aquel drama.

—Debo subir con los niños —dijo a modo de disculpa—. El señor Symmington quiere evitarles este sobresalto y desea que yo les tenga entretenidos.

—He sabido que Megan la encontró —dije—. Y espero que alguien se habrá preocupado de ella.

Diré en favor de Elsie Holland que demostró cierta inquietud de conciencia.

—Oh, Dios mío —exclamó—. Me había olvidado de ella por completo. Sabe, he estado tan ocupada con la policía y todo esto…, pero ha sido un descuido por mi parte. Pobrecilla, debe sentirse muy mal. Iré a verla en seguida.

Yo la detuve.

—Está perfectamente —le dije—. Rosa cuida de ella. Vaya usted con los niños.

Me dio las gracias con una sonrisa resplandeciente y corrió arriba.

Después de todo los niños eran su trabajo y no Megan… Megan no pertenecía a nadie. A Elsie le pagaban para que cuidara de los traviesos rapaces de Symmington, y nadie podía reprocharle que atendiera esta obligación solamente.

Cuando la miraba subir la escalera contuve el aliento. Por un minuto me pareció una Victoria Alada inmortal e increíblemente bella, en vez de una institutriz consciente de su deber.

En aquel momento se abrió una puerta y el primer inspector Nash salió al recibidor, seguido de Symmington.

—Oh, señor Burton —exclamó—. Ahora iba a telefonearle. Celebro que haya venido.

No me preguntó… entonces… por qué estaba allí.

Y volviendo la cabeza dijo a Symmington:

—Si me lo permite utilizaré unos momentos esta habitación.

Era una pequeña salita de estar con una ventana que daba a la fachada de la casa.

—Desde luego.

La actitud de Symmington era normal, pero parecía muy cansado y el primer inspector Nash le dijo con amabilidad:

—Yo en su lugar desayunaría alguna cosa, señor Symmington. Usted, la señorita Holland y la señorita Megan se sentirán mucho mejor después de tomar café y unos huevos con jamón. Un crimen es algo difícil de soportar con el estómago vacío.

Le habló con la familiaridad que suele usar un médico de cabecera.

Symmington, haciendo un esfuerzo por sonreír, le dijo:

—Gracias, inspector, seguiré su consejo.

Seguí a Nash hasta la salita de estar y él cerró la puerta.

—¡Ha llegado usted muy pronto! —me dijo—. ¿Cómo se enteró?

Le expliqué que Megan me había telefoneado, sintiéndome predispuesto hacia él. Por lo menos no se había olvidado de que también Megan necesitaría desayunar.

—He oído decir que telefoneó usted anoche, señor Burton, preguntando por esa muchacha. ¿Por qué lo hizo?

—Supongo que parecerá extraño —Y pasé a contarle la llamada de Agnes, su conversación con Partridge y que no compareció.

Luego suspiró mientras se rascaba la barbilla.

—Bueno. Ahora está bien claro que se trata de un crimen. La pregunta es: ¿Qué sabía esa joven? ¿Dijo algo a esa Partridge? ¿Algo definitivo?

—No lo creo, pero puede preguntarle a ella.

—Sí, iré a verla en cuanto haya terminado aquí.

—¿Qué ocurrió exactamente? —quise saber—. ¿O todavía no lo saben?

—Sabemos bastante. Era el día libre del servicio…

—¿De las dos sirvientas?

—Sí, parece ser que aquí antes trabajaban dos hermanas que gustaban de salir juntas, de modo que la señora Symmington lo concedió, y luego, cuando entraron estas dos, siguieron haciendo lo mismo. Dejaban la cena fría preparada en el comedor, y la señorita Holland preparaba el té.

—Ya.

—Todo está bastante claro hasta cierto punto. La cocinera, Rosa, es de Neter Micfor, y para poder ir allí en sus días libres tiene que coger el autobús de las dos y media. De modo que Agnes fregaba los platos de la comida, y Rosa, en compensación, los de la cena.

»Eso es lo que ocurrió ayer. Rosa salió a las dos y veinticinco para coger el autobús y Symmington a las tres menos veinticinco, para ir a la oficina. Elsie Holland y los niños a las tres menos cuarto y Megan Hunter cinco minutos más tarde en su bicicleta. Agnes debió quedar entonces sola en la casa, pues por lo que he podido averiguar, normalmente salía de la casa entre las tres y las tres y media.

—¿Y luego la casa quedaba vacía?

—Oh, aquí nadie se preocupaba de eso. No se acostumbra siquiera a cerrar con llave. Como le digo, a las tres menos diez Agnes estaba sola en la casa, y es evidente que no la abandonó, ya que cuando encontraron su cadáver aún llevaba puestos el delantal y la cofia.

—Supongo que más o menos sabrán a qué hora murió…

—El doctor Griffith no ha querido precisar todavía. Entre las dos y las cuatro y media ha sido su dictamen médico.

—¿Cómo la mataron?

—Primero la golpearon en la cabeza por detrás, y después le clavaron una broqueta, una de esas agujas de cocina que sirven para ensartar pajarillos o pedazos de manjares para asarlos, afiladísima, en la base del cráneo, que le causó la muerte instantánea.

—Con mucha sangre fría —dije.

Encendí un cigarrillo. No era una visión agradable.

—Oh, sí, sí, eso es lo que requiere un crimen semejante.

Aspiré una bocanada de humo.

—¿Quién lo hizo? ¿Y por qué?

—No creo que lleguemos a saber nunca exactamente el porqué —repuso Nash despacio—. Pero podemos imaginarlo.

—¿Sabía algo?

—Así parece.

—Y, ¿no dijo nunca nada que pudiera darnos una pista?

—No, que yo haya podido averiguar. La cocinera dice que estuvo preocupada desde la muerte de la señora Symmington y según ella, cada vez lo estaba más y no cesaba de decir que no sabía qué hacer.

Exhaló un suspiro desesperado.

—Siempre ocurre lo mismo. No confían en nosotros. Tienen ese prejuicio tonto de no «querer verse mezclados con la policía». Si nos hubiera comunicado sus preocupaciones, hoy estaría viva.

—¿Y no le hizo alguna alusión a la cocinera?

—No, o por lo menos eso dice Rosa, y yo me siento inclinado a creerla. Porque de lo contrario se hubiera apresurado a comunicárnoslo adornándolo con toda clase de detalles de su cosecha.

—Es enloquecedor no saber —dije.

—Pero podemos seguir imaginando, señor Burton. Para empezar, no podía tratarse de nada concreto, sino de una de esas cosas que uno empieza a pensar, y pensar, y cuanto más se piensa más crece nuestra intranquilidad. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sí.

—En realidad, creo saber de qué se trataba.

Le miré con respeto.

—Buen trabajo, inspector.

—Bueno, verá, señor Burton, yo sé algo que usted ignora. La tarde en que la señora Symmington se suicidó se supone que las dos sirvientas habían salido. Era su día libre. Pero en realidad Agnes volvió a casa.

—¿Usted lo sabe?

—Sí. Agnes tenía un novio… el joven Rendell de la pescadería. Los miércoles cierran antes y solía venir a encontrarse con Agnes y luego iban de paseo, o al cine cuando llovía. Este miércoles tuvieron una disputa casi en cuanto se encontraron. Nuestro escritor de anónimos se había dado prisa en meter cizaña e insistió que Agnes tenía otro novio y el joven Fred Rendell estaba furioso. Discutieron violentamente y Agnes volvió a casa diciendo que no volvería a salir hasta que Fred se disculpara.

—¿Y bien?

—Señor Burton, la cocina da a la parte posterior de la casa, pero la despensa está situada hacia donde ahora miramos nosotros. La verja sólo tiene una entrada, y hay que pasar por ella, lo mismo para dirigirse a la puerta principal que para seguir el camino que lleva directamente hacia la entrada de la cocina.

Hizo una pausa.

—Ahora voy a decirle una cosa: la carta que recibió aquella tarde la señora Symmington no llegó por correo. Tenía el sello correspondiente y el matasellos simulado con hollín para que diera la impresión de haber sido llevada por el cartero con el correo de la tarde. Pero en realidad no fue echada al correo. ¿Comprende lo que eso significa?

—Significa —dije despacio— que fue depositada a mano en el buzón poco antes de que llegara el cartero para que quedase entre las otras cartas.

—Exacto. El reparto de la tarde se hace a eso de las cuatro menos cuarto. Mi teoría es ésta: la muchacha estaba en la despensa mirando por la ventana, que está disimulada por los arbustos, pero puede verse perfectamente a través de ella, esperando que su novio volviera para ofrecerle sus excusas.

Yo dije:

—¿Y vio al portador de esa nota?

—Eso es lo que imagino, señor Burton. Claro que puedo equivocarme.

—No creo que se equivoque… Es sencillo… convincente… y significa que Agnes supo quién era el autor de los anónimos.