Encontré a Symmington en el pueblo a última hora de la tarde.
—¿Le parece bien que Megan pase una temporadita con nosotros? —le pregunté—. Es una compañía para Joanna… que algunas veces se siente algo sola sin sus amistades.
—Oh… ¿Megan? Oh, sí; es usted muy amable.
En aquel momento le tomé una ojeriza a Symmington que nunca conseguí vencer del todo. Era evidente que había olvidado a Megan por completo. No me hubiera importado que la muchacha le desagradara abiertamente… algunas veces un hombre puede sentirse celoso de la hija del primer matrimonio de su esposa…, pero a él no le desagradaba…, es que ni se fijaba en ella. Sentía por Megan lo mismo que el hombre que no le agradan los perros y tiene uno en su casa…, se fijará en él cuando le haga tropezar, y le acariciará distraído cuando él vaya en busca de una caricia. La absoluta indiferencia que Symmington sentía por su hijastra me contrariaba en gran manera.
Le dije:
—¿Qué piensa hacer con ella?
—¿Con Megan? —Pareció sobresaltarse—. Pues, seguirá viviendo en casa. Quiero decir que desde luego es la suya.
Mi abuela, a quien yo quería mucho, solía cantar antiguas canciones acompañándose a la guitarra, y recuerdo que una de ellas terminaba así:
No estoy aquí, doncella mía,
no tengo espacio ni lugar,
ni mar ni playa donde morar
como no sea tu compañía.
Y me fui a casa tarareándola.
Emily Barton vino a vernos en cuanto terminamos de tomar el té.
Quería hablarme del jardín.
Estuvimos charlando sobre este tema por espacio de media hora, y luego regresamos a la casa.
Fue entonces cuando, bajando la voz, murmuró:
—Espero que esa niña… no haya sufrido demasiado por causa del terrible asunto.
—¿Se refiere a la muerte de su madre?
—Desde luego, pero también a lo… lo desagradable que se esconde tras ella.
Sentí curiosidad y deseé ver cómo reaccionaba.
—¿Qué opina usted de eso? ¿Es cierto?
—Oh, no. Seguro que no. Estoy convencida de que la señora Symmington nunca… pero él no… —la diminuta Emily Barton estaba sonrojada y confusa—. Quiero decir que no es cierto… aunque desde luego alguien pudo pensarlo.
—¿Pensarlo? —exclamé extrañado.
Emily Barton estaba sonrosada como una pastorcita de porcelana de Dresde.
—No puedo dejar de pensar que todas esas terribles cartas, con toda la pena y dolor que han causado, debieron ser enviadas con un propósito.
—Desde luego —repuse.
—No, no, señor Burton, no me comprende usted. No me refiero a la criatura descarriada que las escribiera…, pudo ser cualquier malvado. Quiero decir que fueron cosas de… la Providencia. Para hacernos ver nuestras deficiencias y nuestros pecados.
—Estoy seguro —le dije— de que el todopoderoso hubiera escogido un arma menos desagradable.
La señorita Emily replicó que Dios actúa de modo misterioso.
—No —insistí—. Hay demasiada tendencia a atribuir a Dios los males que el hombre comete por su libre voluntad. Más bien me parece cosa del diablo. Dios no necesita castigarnos, señorita Barton. Ya nos afanamos por castigarnos nosotros mismos.
—Lo que no puedo comprender es por qué ha de querer hacer nadie una cosa así.
Me encogí de hombros.
—Una mentalidad retorcida.
—Me parece muy triste.
—A mí, no; sólo reprobable.
El color había desaparecido de las mejillas de la señorita Barton, que ahora estaba muy pálida.
—Pero ¿por qué, señor Burton? ¿Por qué? ¿Qué placer pueden encontrar en eso?.
—Ninguno que usted y yo podamos comprender, a Dios gracias.
Emily Barton bajó la voz.
—Hasta ahora no había ocurrido nunca una cosa así… que yo recuerde. Éste fue siempre un pueblo feliz. ¿Qué hubiera dicho mi madre? Bueno, tengo que dar gracias de que no haya tenido que vivirlo.
Yo pensé, por todo lo que había oído, que la señora Barton fue lo bastante fuerte para resistir cualquier cosa, y que probablemente hubiera disfrutado con la novedad.
Pregunté:
—¿Usted… no… eh… no recibió ninguno?
Se puso como la grana.
—Oh, no…, oh, no, desde luego. ¡Oh! Hubiera sido horrible.
Me apresuré a disculparme, pero se marchó todavía contrariada.
Entré en casa. Joanna estaba de pie ante el fuego de la chimenea que acababa de encender, porque por las noches seguía refrescando. En la mano tenía una carta abierta.
Al oírme entrar en la habitación volvió la cabeza rápidamente.
—¡Jerry! Encontré esta carta en el buzón… la trajeron a mano. Empieza así: «Tu pintarrajeada amiguita…».
—¿Qué más dice?
Joanna hizo una mueca.
—Lo mismo que la otra.
Y la arrojó al fuego. Con un gesto rápido que me produjo un agudo dolor en la espalda, me agaché para cogerla antes de que se quemara.
—No —expliqué—. Puede hacernos falta.
—¿Para qué?
—Para llevarla a la policía.
El primer inspector Nash vino a verme a la mañana siguiente. Desde el primer momento me resultó simpático. Era uno de los mejores tipos de policía. Alto, marcial, de ojos reflexivos, y modales agradables y naturales.
—Buenos días, señor Burton —me dijo—. Supongo que adivinará por qué he venido a verle.
—Sí, creo que sí. Por el asunto de los anónimos.
Asintió.
—Tengo entendido que ha recibido uno.
—Sí, poco después de haber llegado aquí.
—¿Qué decía exactamente?
Reflexioné unos segundos, y luego lo fui repitiendo palabra por palabra con la mayor exactitud posible.
El inspector me escuchaba con rostro impasible y sin dar muestras de la menor emoción.
Cuando hube terminado, me dijo:
—Ya. ¿No guardó usted esa carta, señor Burton?
—Lo siento, pero no lo hice. Comprenda, pensé que sería una demostración de odio aislado contra los recién llegados a este lugar.
El primer inspector inclinó la cabeza con aire comprensivo.
—Es una lástima —dijo.
—Sin embargo —continué—, mi hermana recibió otra ayer, y pude evitar que la arrojara al fuego.
—Gracias, señor Burton, obró usted muy cuerdamente.
Fui hasta mi escritorio, y luego de abrir el cajón que tenía cerrado con llave, la saqué. La había guardado allí por considerarla poco indicada para los ojos de Partridge. Después se la entregué a Nash.
La leyó de cabo a rabo y a continuación alzando los ojos me preguntó:
—¿Tiene la misma apariencia que la otra?
—Me parece que sí… que yo recuerde.
—¿Había la misma diferencia entre el sobre y el texto?
—Sí —contesté—. El sobre estaba escrito a máquina, y la carta había sido compuesta pegando letras impresas recortadas de algún libro.
Nash se la guardó en el bolsillo con un gesto de asentimiento y luego dijo:
—Señor Burton, ¿le importaría venir conmigo a la comisaría? Podríamos celebrar allí una especie de conferencia y así ahorraríamos mucho tiempo.
—En absoluto. ¿Quiere que vaya ahora mismo?
—Si no le importa.
Ante la puerta aguardaba un coche de la policía, y subimos a él.
—¿Usted cree que podremos llegar al fondo de la cuestión? —le pregunté.
Nash asintió con firme convencimiento.
—Oh, sí, desde luego que sí. Es cuestión de tiempo y rutina. Estos casos suelen ser lentos, pero seguros. Es cuestión de ir estrechando las cosas.
—¿Por eliminación? —quise saber.
—Sí. Y la rutina general.
—¿Vigilando los buzones, examinando las máquinas de escribir, huellas dactilares, etcétera?
Sonrió.
—Exactamente.
En la comisaría encontré a Symmington y Griffith, y me presentaron a un hombre alto, de mandíbula cuadrada, vestido de paisano: el inspector Graves.
—El inspector Graves —explicó Nash— ha venido de Londres para ayudarnos. Es un experto en anónimos.
El inspector Graves sonrió con aire triste, cosa que me hizo pensar que una vida dedicada a la persecución de escritores de cartas anónimas debía ser muy deprimente. Sin embargo, Graves mostró cierto entusiasmo melancólico.
—Estos casos son todos iguales —dijo con voz profunda de sabueso amargo—. Es sorprendente. Las palabras y las cosas que dicen esas cartas son por lo general exactamente las mismas.
—Tuvimos un caso semejante hará un par de años —intervino Nash—. Y el inspector Graves también nos ayudó entonces.
Vi que algunas de las cartas estaban abiertas sobre la mesa delante de Graves, quien evidentemente las habría estado examinando.
—La dificultad está en conseguir las cartas —dijo Nash—. O bien las arrojan al fuego, o no quieren admitir haberlas recibido. Por tonterías y por temor de verse mezclados con la policía. Aquí son algo atrasados.
—No obstante, tenemos un buen puñado de ellas —dijo Graves.
Nash sacó de su bolsillo la carta que yo le había dado y la entregó a Graves.
Éste la miró y luego de dejarla junto a las otras, observó en tono aprobador:
—Muy bonita…, sí, muy bonita.
No era ésa la palabra que yo hubiera escogido para describir la epístola en cuestión, pero imagino que los expertos tienen otros puntos de vista, y me alegré de que aquella retahíla de calumnias y groserías pudieran proporcionar satisfacción a alguien.
—Tenemos bastante material para comenzar a trabajar —dijo el comisario Graves—, y yo les pido, caballeros, que si reciben alguna más se apresuren a entregármela. Y también si saben de alguien que las reciba… usted especialmente, doctor, entre sus pacientes… hagan lo posible por hacerse con ellas y traérmelas aquí. Ya tengo —fue levantando por turno las cartas— una del señor Symmington recibida hará cosa de dos meses, otra del doctor Griffith, otra de la señorita Ginch, otra que escribieron a la señora Mudge, la mujer del carnicero, a Pennifer Clark, la camarera de Las Tres Coronas, a la señora Symmington, y ahora ésta de la señorita Burton…, ah, sí, y la del director del Banco. Ya encontraremos más.
—Una colección muy completa —observé.
—¡Y ninguna que no pueda compararse con otros casos! Ésta es casi una copia exacta de la que escribiera aquella sombrerera. Esta otra es igual a la de un caso que tuvimos en Northumberland…, las escribía una colegiala. Les aseguro, caballeros, que me gustaría ver algo nuevo… en vez de siempre lo mismo.
—No hay nada nuevo bajo el sol —murmuré.
—Cierto, señor. Podría comprobarlo si perteneciera a nuestro cuerpo.
Nash, suspirando, dijo:
—Y que lo diga.
Symmington preguntó:
—¿Han formado ya una opinión definitiva en cuanto al autor de los anónimos?
Graves aclaró su garganta antes de lanzar un pequeño discurso.
—Existen ciertas similitudes en todas esas cartas, que iré enumerando por si les sugiere alguna idea, caballeros. El texto de las misivas está compuesto por letras individuales recortadas de un libro impreso. Se trata de un libro antiguo… yo diría que fue editado allá por el año mil ochocientos treinta. Evidentemente se hizo para evitar el riesgo de que la escritura fuera reconocida, cosa que como la mayoría de la gente sabe hoy en día, resulta bastante fácil…, ya que el disfrazar una letra no consigue engañar a un experto. En esas cartas y sobres no hay huellas características. Es decir, fueron tocadas por los empleados de Correos, el receptor, y también se han encontrado algunas otras, pero no coinciden en absoluto, demostrando que quien las escribió tuvo buen cuidado de usar guantes.
»Los sobres están escritos con una máquina «Windsor» número siete, muy usada, cuya a y t bailan un poco. La mayoría fueron echadas al correo en la misma localidad, o dejadas en los buzones de las casas, a mano. Por consiguiente, no cabe duda de que su procedencia es local. Fueron escritas por una mujer, y, en mi opinión, por una mujer de mediana edad, y probablemente, aunque no es del todo seguro, se trata de una soltera.
Durante un par de minutos guardamos un silencio respetuoso. Luego, dije:
—La máquina de escribir es su mejor pista, ¿no? Será fácil localizar en un sitio como éste.
Graves replicó, meneando la cabeza con pesar:
—Ahí es donde se equivoca.
—El encontrar la máquina de escribir fue demasiado fácil por desgracia —explicó el primer inspector Nash—. Es una muy vieja que tenía el señor Symmington en su oficina, y que luego regaló al Instituto Femenino, donde me atrevo a asegurar que puede entrar quien lo desee. Todas las señoras de la localidad suelen ir con frecuencia al Instituto.
—¿Y no han podido averiguar nada por… por las pulsaciones…? ¿No se llaman así?
Graves asintió de nuevo.
—Sí, puede hacerse…, pero esos sobres fueron escritos por alguien que utilizó un dedo.
—Entonces fue alguien poco acostumbrado a escribir a máquina…
—No, yo no lo aseguraría. Tal vez fue alguien que sabía escribir a máquina perfectamente, pero no quería que nosotros lo supiéramos.
—Quienquiera que haya escrito esas cartas, ha sido muy astuto —dije despacio.
—Lo es, lo es —replicó Graves—. Empleó todos los trucos del ramo.
—Nunca hubiera dicho que estas pueblerinas fueran tan inteligentes —comenté.
Graves tosió.
—Me temo que no he hablado con bastante claridad. Esas cartas fueron escritas por una mujer educada.
—¿Qué? ¿Por una dama?
La palabra me salió involuntariamente. Hacía años que no la utilizaba y, sin embargo, acudió a mis labios sin darme cuenta, como un eco de tiempos pasados, recordándome cuando mi abuela decía con voz arrogante: «Desde luego que ella no es una dama, querido».
Nash me comprendió en el acto, pues aquella palabra también significaba algo para él.
—No ha de ser precisamente una dama —dijo—. Pero, desde luego, no es una mujer del pueblo. Aquí hay muchas incultas, que no saben ortografía y desde luego no saben expresarse con facilidad.
Guardé silencio porque estaba sorprendido. Inconscientemente había imaginado a la autora de las cartas como una mujer rencorosa, medio chiflada.
Symmington convirtió mis pensamientos en palabras, diciendo:
—Ya oyó usted lo que declaré en el juzgado. En caso de que usted pensara que mi declaración fue movida por el deseo de proteger la memoria de mi esposa, quisiera repetir ahora que estoy firmemente convencido de que lo que se insinúa en la carta que recibió, era absolutamente falso. Sé que era falso. Mi esposa era una mujer muy sensible, y… eh… bueno…, mojigata, en ciertos aspectos. Semejante carta debió ser un gran golpe para ella, y tenía tan poca salud…
Graves respondió casi al instante:
—Es muy probable que sea como usted dice, señor Symmington. Ninguna de esas cartas revela conocimientos íntimos. Son acusaciones lanzadas al azar, y no se intentó el chantaje. Tampoco parece haber ningún fin religioso… como ocurre a veces. ¡Sólo demuestran grosería y despecho! Y ése va a ser el camino que nos lleve hacia el culpable.
Symmington se puso en pie a pesar de ser un hombre seco y poco emotivo, se notaba que le temblaban los labios.
—Espero que descubran pronto a esa endemoniada. Asesinó a mi esposa igual que si la hubiera atravesado con un puñal —Hizo una pausa—. Quisiera saber qué es lo que siente en estos momentos.
—¿Qué debe sentir, Griffith? —pregunté, considerando que él era el más apropiado para contestar.
—Sólo Dios lo sabe. Tal vez remordimientos. Por otro lado es posible que disfrute con su poder, y tal vez la muerte de la señora Symmington no haya satisfecho su manía.
—Espero que no —dije yo con un ligero estremecimiento—, porque de ser así…
Vacilé y Nash terminó la frase por mí.
—… ¿volverá a intentarlo? Eso, señor Burton, sería lo mejor que podría ocurrir para nosotros. Recuerde que… tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe… y eso nos facilitaría…
—Estaría loca si continuara escribiendo anónimos —exclamé.
—Pues continuará —replicó Graves—. Siempre lo hacen. Es un vicio, ¿sabe?, y no pueden dejarlo.
Volví a estremecerme, y les pregunté si todavía me necesitaban. Deseaba salir al aire libre, pues aquella atmósfera se me hacía irrespirable.
—De momento no le necesitamos más, señor Burton —dijo Nash—. Sólo le aconsejo que tenga los ojos bien abiertos y haga toda la propaganda que pueda… es decir, apremiando a sus amigos para que nos notifiquen en seguida si reciben otras cartas.
Asentí.
—Yo creo que a estas alturas todos los habitantes de Lymstock han recibido alguna —dije.
—Me pregunto… —dijo Graves ladeando un poco la cabeza antes de decirme—: ¿No sabe de alguien en concreto que no haya recibido ninguna?
—¡Qué pregunta más extraordinaria! No es probable que la población en general me haga partícipe de sus confidencias.
—No, no, señor Burton. No me refería a eso. Quería saber únicamente si usted sabía con certeza de alguien que no hubiera recibido ningún anónimo.
—Pues, a decir verdad —vacilé—, en cierto modo lo sé.
Y repetí mi conversación con Emily Barton y lo que ella me dijera. Graves recibió mi información con cara de palo y me replicó:
—Bueno, eso puede sernos útil. Tomaré nota.
Salí al sol de la tarde con Owen Griffith, y una vez en la calle lancé una exclamación de disgusto.
—Bonito sitio éste para un hombre que viene a tumbarse al sol y curar sus heridas. Destila veneno y parece tan apacible e inocente como el Jardín del Paraíso.
—Incluso allí —replicó Owen— había una serpiente.
—Escuche, Griffith, ¿es que acaso saben algo? ¿Tienen alguna idea de quién puede ser el culpable?
—No lo sé. Emplean una técnica maravillosa esos policías… parecen tan francos y apenas dicen nada.
—Sí, Nash es un sujeto simpático.
—Y muy capaz.
—Si en este pueblo hay algún perturbado, usted debe saberlo —le dije en tono acusador.
Griffith meneó la cabeza con aire desanimado… o tal vez más que eso… me pareció preocupado, cosa que me hizo pensar si tenía alguna sospecha.
Habíamos ido caminando por la calle Alta y yo me detuve ante la puerta del administrador de nuestra casa.
—Creo que el segundo plazo de alquiler debe pagarse… por adelantado. Tengo intención de pagarlo en seguida y marcharme con Joanna, aunque tenga que dar además una indemnización.
—No se marchen —dijo Owen.
—¿Por qué no?
No contestó de momento, pero al cabo de unos minutos me dijo:
—Después de todo… creo que tiene razón. Lymstock no es un lugar saludable en estos momentos. Y pudiera perjudicarle a usted… o a su hermana.
—A mi hermana no hay quien la perjudique —repliqué—. Es muy entera. Yo soy el débil. Este asunto me pone enfermo.
—Y a mí también —repuso Owen.
Empujé la puerta de la casa del administrador, pero sin abrirla del todo.
—Pero no me iré —dije—. La curiosidad es más fuerte que la cobardía, y quiero conocer la solución.
Entré en la casa.
Una mujer que estaba escribiendo a máquina se levantó para recibirme. Tenía los cabellos encrespados y sonreía con afectación; pero, no obstante, la encontré más inteligente que la joven de lentes que antes ocupara aquella oficina.
Minutos más tarde, algo que me era familiar en ella, penetró hasta mi consciente. Era la señorita Ginch, la última secretaria de Symmington.
Y lo comenté.
—¿Usted trabajaba en Galbraith, Galbraith y Symmington, no es cierto? —le dije.
—Sí. Sí, desde luego, pero creí conveniente marcharme. Éste es un buen empleo, aunque no tan bien pagado, si bien hay cosas que valen más que el dinero, ¿no cree usted?
—Indudablemente —le contesté.
—Esas horribles cartas —dijo la señorita Ginch—. Recibí una espantosa que hablaba de mí y el señor Symmington… oh, era terrible y, ¡las cosas que decía! Sabía bien cuál era mi deber y la llevé a la policía, aunque desde luego, no fue nada agradable para mí…
—No, no; lo comprendo.
—Pero me dieron las gracias diciéndome que había hecho muy bien. Mas después de eso pensé que la gente murmuraba… y así debió ser ya que si no, ¿de dónde habría salido la idea…? Y decidí evitar hasta la apariencia del mal, aunque no hubiera habido nunca nada entre el señor Symmington y yo.
Me sentí violento.
—Claro, claro, por supuesto.
—Pero la gente es tan mal pensada… Sí, ¡cielos, tan mal pensada!
A pesar de querer evitar su mirada, tropecé con ella e hice un desagradable descubrimiento.
La señorita Ginch parecía estar disfrutando mucho.
Aquel mismo día ya había tropezado con otra persona que reaccionó satisfactoriamente con respecto a los anónimos. Pero el entusiasmo del inspector Graves era profesional, y el de la señorita Ginch me resultaba muy sugestivo y perturbador.
Una idea asaltó mi mente.
¿Lo habría escrito la propia señorita Ginch?
Cuando regresé a casa, la señora Calthrop estaba hablando con Joanna y me pareció enferma y pálida.
—Ha sido un terrible golpe para mí, señor Burton —dijo—. Pobrecilla, pobrecilla.
—Sí —repuso—. Es terrible pensar que alguien llegue al extremo de quitarse la vida.
—Oh, ¿se refiere usted a la señora Symmington?
—¿Usted no?
La señora Calthrop meneó la cabeza.
—Claro que es digna de compasión, pero eso hubiera ocurrido de todas maneras, ¿no le parece?
—¿Por qué había de parecérselo? —preguntó Joanna en tono seco.
La señora Calthrop volvióse hacia ella.
—Oh, yo sí lo creo, querida. Si el suicidio se considera una escapatoria ante las contrariedades, entonces no importa mucho las que sean. Cuando hubiera tenido que enfrentarse con algo desagradable hubiese hecho lo mismo. Lo que no hubiera imaginado nunca es que fuese de esa clase de mujeres; ni yo ni nadie, con un gran amor a la vida… y no de las que se dejan invadir por el pánico, pero… estoy empezando a darme cuenta de lo poco que sé de nadie.
—Sigo teniendo curiosidad por saber a quién se refería al decir «pobrecilla» —observé.
Me miró con extrañeza.
—Pues a la mujer que escribió esas cartas, desde luego.
—Pues yo no malgastaré mi compasión en ella —repliqué secamente.
La señora Calthrop se inclinó hacia delante y apoyando una mano sobre mi rodilla, dijo:
—Pero ¿no se da usted cuenta…? ¿Es que no tiene sentimientos? Piense en lo desgraciada que debía sentirse para escribir esas cosas. ¡Qué sola, qué alejada de toda simpatía humana! Envenenándose poco a poco con ese oscuro veneno que ha encontrado un escape por ese medio. Me siento pesarosa. En este pueblo existe un ser tan desgraciado y yo no tenía la menor idea. No puede una impedir las acciones… ni nunca lo intento siquiera, pero esa desdicha negra e interna… como una herida en un brazo… amoratado e hinchado. Si puede abrirse para dejar paso al veneno, éste fluye con facilidad. Sí, pobrecilla… pobrecilla.
Se levantó para marcharse.
No estaba de acuerdo con ella, ni sentía la menor compasión por una escritora de cartas anónimas, pero pregunté con curiosidad:
—¿Tiene usted alguna idea de quién es esa mujer, señora Calthrop?
Volvió los ojos perplejos hacia mí.
—Bueno —dijo—, podría adivinarlo…, pero también equivocarme, ¿no?
Y atravesó la puerta volviendo la cabeza para decir:
—Dígame, señor Burton, ¿por qué no se ha casado?
En cualquier otra persona aquélla hubiera sido una impertinencia, pero la señora Calthrop daba la impresión de que se le acababa de ocurrir entonces y por eso lo preguntaba.
—Digamos… que no encontré a la mujer ideal… —repliqué en son de chanza.
—Digámoslo —dijo la señora Calthrop—, pero no es una respuesta apropiada, ya que muy pocos hombres se casan con su ideal.
Y esta vez sí se marchó. Joanna me dijo:
—¿Sabes que me parece que está loca? Pero me gusta. La gente del pueblo la teme.
—Y yo también un poco.
—Porque nunca sabes lo que va a decir a continuación.
—Sí. Y sus corazonadas suelen dar en el clavo con asombrosa exactitud.
Joanna dijo despacio:
—¿Crees de veras que la persona que ha escrito esas cartas se siente desgraciada?
—¡Ignoro lo que esa condenada bruja pensará o sentirá! Y tampoco me importa. Son sus víctimas las que me dan lástima.
Ahora me parece extraño que en nuestras elucubraciones acerca del estado de ánimo de la Pluma Venenosa, pasáramos por alto lo más evidente. Griffith la había imaginado triunfante. Yo, presa de remordimientos… por el resultado de su obra; y la señora Calthrop como un ser desgraciado.
No obstante, la reacción inevitable que no habíamos tenido en cuenta… o tal vez debiera decir que yo no había considerado… era el «miedo».
Porque con la muerte de la señora Symmington las cartas habían pasado de una categoría a otra. Ignoro cuál sería la posición legal… supongo que Symmington lo sabría, pero era evidente que con una muerte como resultado, la posición del autor o la autora de los anónimos era mucho más seria. No podrían pasar como una simple broma, una vez aclarada la identidad del autor. La policía trabajaba activamente; se había solicitado la ayuda de un experto de Scotland Yard, y ahora era de vital importancia para el autor de las cartas permanecer en el anónimo.
Y dando por hecho, que el «miedo» fuera su reacción natural, a ella seguían otras consecuencias cuyas posibilidades yo desconocía… aunque fueran igualmente obvias.
A la mañana siguiente Joanna y yo bajamos bastante tarde a desayunar. Es decir, tarde, por las normas de Lymstock. Eran las nueve y media, hora en que Joanna empezaba a abrir un ojo en Londres y los míos seguían completamente cerrados.
Sin embargo, cuando Partridge nos preguntó: «¿Querrían el desayuno a las ocho y media o a las nueve?», ni Joanna ni yo tuvimos ánimos para sugerir otra hora más tardía.
Con disgusto vi que Aimée Griffith estaba de pie en los escalones del porche hablando con Megan.
Y al vernos exclamó con su cordialidad acostumbrada:
—¡Hola, dormilones! Hace horas que estoy levantada.
Eso, por supuesto, era cosa suya. Es natural que un médico desayune temprano, y una hermana como Dios manda debe servirle el té o el café…, pero eso no le da derecho a entrometerse en casa de sus vecinos más remolones.
Las nueve y media de la mañana no es hora de hacer visitas. Megan se apresuró a entrar en la casa y yo me pregunté si habría interrumpido su desayuno.
—Dije que no entraría —explicó Aimée Griffith—. Sólo quería preguntar a la señorita Burton si podía desprenderse de algunas verduras para el puesto de la Cruz Roja que tenemos en la carretera principal. De ser así, haré que Owen venga a recogerlas en el coche.
—Sale usted muy temprano —le dije.
—«A quien madruga Dios le ayuda» —replicó Aimée—. Hay más posibilidades de encontrar a la gente en casa a esta hora del día. Ahora voy a ver al señor Pye, y esta tarde tengo que ir a Brenton con las exploradoras.
—Su energía me da fatiga —le dije.
En aquel momento sonó el teléfono y fui hasta el fondo del recibidor para atender la llamada, dejando a Joanna demostrando su ignorancia con respecto a los productos de la huerta.
—¿Diga? —dije al coger el teléfono.
Desde el otro extremo del hilo, llegó hasta mí el rumor de una respiración agitada y luego una voz femenina exclamó:
—¡Oh!
—¿Diga? —volví a decir.
—¡Oh! —repitió la voz, agregando a continuación—: ¿Es ahí es ahí… Little Furze?
—Sí, aquí, Little Furze.
—¡Oh! —Evidentemente éste era el principio de cada frase. La voz preguntó con cautela—: ¿Podría hablar un momento con la señorita Partridge?
—Desde luego —repliqué—. ¿De parte de quién?
—Oh, dígale de parte de Agnes, ¿quiere?, Agnes Waddle.
—¿Agnes Waddle?
—Eso es.
Dejando el teléfono subí la escalera, pues oía el rumor de las actividades caseras de Partridge en el piso superior.
—¡Partridge! ¡Partridge!
Partridge apareció en lo alto de la escalera con un gran estropajo en una mano y bajo su aspecto respetuoso se leía la pregunta: ¿Qué es lo que ocurre ahora?
—Diga, señor.
—Agnes Waddle desea hablar con usted. Está al teléfono.
—¿Cómo dice el señor?
Alcé la voz:
—Agnes Waddle.
He escrito el nombre tal como yo lo imaginaba, pero ahora lo haré tal como se escribía en realidad:
—Agnes Woddell…, ¿qué puede querer ahora?
Bastante alterada Partridge dejó su estropajo, apresurándose a bajar la escalera con gran movimiento de su traje estampado.
Yo me retiré estratégicamente hacia el comedor, donde Megan estaba devorando un plato de riñones con tocino, y al contrario que Aimée Griffith no me «recibió con rostro radiante». Apenas contestó con un gruñido a mi saludo matinal, y continuó comiendo en silencio.
Abrí el periódico de la mañana y al cabo de un par de minutos entró Joanna con aspecto contrariado.
—¡Caramba! —dijo—. Qué cansada estoy, y creo haber puesto de relieve mi crasa ignorancia con respecto a las épocas de cultivo. ¿No hay habas en esta época del año? ¿Lo sabes tú?
—En la primavera —dijo Megan.
—Bueno, en Londres hay todo el año —dijo Joanna para defenderse.
—En lata, tontuela —le dije—. Y las traen los barcos de todos los rincones del Imperio.
—¿Cómo el marfil, los monos y los pavos reales? —preguntó mi hermana.
—Exacto.
—Preferiría tener pavos reales —replicó Joanna pensativa.
—Y yo quisiera tener un monito —dijo Megan.
Joanna continuó pensativa mientras mondaba una naranja.
—Me gustaría saber lo que sienten las personas como Aimée Griffith siempre rebosando salud, vigor y alegría de vivir. ¿Crees que alguna vez estará cansada, deprimida o… o preocupada?
Le contesté que tenía pleno convencimiento de que Aimée Griffith no estaba nunca preocupada y seguí a Megan hasta el porche, saliendo por uno de los ventanales abiertos.
Mientras estaba allí llenando mi pipa, oí que Partridge entraba en el comedor y decía con voz grave:
—¿Puedo hablar un momento con usted, señorita?
«Dios mío —pensé—. Espero que Partridge no quiera dejarnos. Emily Barton se disgustaría mucho con nosotros si lo hiciera».
Partridge estaba diciendo:
—Debo disculparme, señorita, por esta llamada telefónica. Es decir, la joven que me llamó debía saber que no debe hacerse. Nunca tuve costumbre de utilizar el teléfono ni permitir que mis amigas me telefonearan, y siento mucho que esto haya ocurrido y que el señorito haya tenido que avisarme…
—Bueno, Partridge, no tiene importancia —dijo mi hermana tratando de consolarla—. ¿Por qué no pueden llamarla sus amigas, si desean hablar con usted?
Imaginé que el rostro de Partridge debía estar más sombrío que de costumbre al responder fríamente:
—Esas cosas no han ocurrido nunca en esta casa. La señorita Emily no lo hubiera permitido. Como le digo, siento que haya ocurrido, pero Agnes Woddell, la muchacha que me llamó, estaba muy preocupada, es muy joven y no sabe lo que corresponde a la casa de un caballero.
«Vaya una buena lección que te está dando, Joanna», pensé.
—Esta chica, Agnes, la que me llamó —continuó Partridge—, trabajaba antes aquí conmigo. Entonces tenía dieciséis años y acababa de salir del orfanato. Y claro, no teniendo casa, ni madre, ni parientes que la aconsejen, tiene la costumbre de acudir a mí. Yo puedo decirle lo que debe hacer, ¿comprende?
—¿Sí? —exclamó Joanna y esperó.
Sin duda todavía quedaba algo por añadir.
—Por ello, señorita, voy a tomarme la libertad de pedirle que permita que Agnes venga a tomar el té en la cocina esta tarde. ¿Sabe?, es su día libre, y por lo visto quiere consultarme algo. De no ser así no me atrevería a pedírselo.
Joanna pareció asombrarse.
—¿Por qué no puede invitar a tomar el té a sus amigas de cuando en cuando?
Partridge se irguió adoptando un aspecto formidable, según me explicó Joanna más tarde, para replicar:
—No ha sido ésa la costumbre de esta casa, señorita. La anciana señora Barton nunca permitió que recibiéramos visitas en la cocina, excepto en nuestros días libres, en cuyo caso podíamos traer aquí a nuestras amigas en vez de salir, pero en los días de trabajo, no. Y la señorita Emily sigue las antiguas costumbres. Joanna suele ser amable con el servicio, y todos la quieren, mas no consiguió romper nunca el hielo con Partridge.
—Es inútil, pequeña —le dije cuando Partridge se hubo marchado y Joanna vino a reunirse conmigo en el porche—. Tu simpatía y benevolencia no son apreciadas. Ella prefiere las costumbres antiguas y hacer las cosas como deben hacerse en la casa de un caballero.
—Nunca oí que la tiranía llegase hasta el punto de no permitirles ver a sus amistades —dijo mi hermana—. Está muy bien, Jerry, pero no es posible que les guste ser tratados como esclavos negros.
—Pues evidentemente, sí —repliqué—. Por lo menos a las Partridge de esta parte del mundo.
—No puedo imaginar por qué no le soy simpática. Lo soy para la mayoría de la gente.
—Tal vez te desprecia por considerarte poco apta para el manejo de una casa. Tú nunca pasas el dedo por encima de los estantes en busca de indicios de polvo… ni miras debajo de las alfombras… No preguntas qué ha sido de las sobras del souflé de chocolate, ni la obligas a preparar un buen pudding.
—¡Bah! —exclamó Joanna, agregando a continuación—: Hoy no tengo más que fracasos. He sido despreciada por Aimée debido a mi ignorancia del reino vegetal… desairada por Partridge por mostrarme como un ser humano. Me voy al jardín y empezaré a devorar gusanos.
—Megan está allí ya —le dije.
Megan se había alejado hacía unos minutos y ahora estaba de pie en mitad de una zona cubierta de césped, como un pájaro reflexivo que espera su alimento.
Sin embargo, no tardó en venir hacia nosotros diciendo inesperadamente:
—Debo irme a casa hoy mismo.
—¿Qué? —El corazón me dio un vuelco.
Y continuó enrojeciendo, pero con determinación; muy decidida, me dijo:
—Han sido muy buenos al tenerme en su casa y espero no haberles causado demasiadas molestias. He disfrutado mucho, pero ahora debo regresar, porque después de todo, bueno, ésta no es mi casa y no puedo quedarme siempre aquí… así que he pensado marcharme esta mañana.
Joanna y yo tratamos de disuadirla, pero estaba bien decidida y al fin mi hermana sacó el coche y Megan fue a preparar sus cosas.
La única persona que parecía satisfecha era Partridge, que casi sonreía. A ella nunca le agradó gran cosa Megan.
Yo estaba de pie en mitad del césped cuando Joanna regresó de acompañarla.
Me preguntó si me creía un reloj de sol.
—¿Por qué?
—Estás ahí de pie como un adorno del jardín. Sólo que nadie conseguiría hacerte marcar las horas del sol. ¡Tienes un aspecto tormentoso!
—No estoy de humor. Primero Aimée Griffith…
—¡Cielos! —exclamó Joanna en un paréntesis—. ¡Tengo que decir que preparen esas verduras!
—Y luego la marcha de Megan. Y yo que había pensado llevarla de paseo hasta Legge Tor.
—Con un collar y una correa, supongo —dijo mi hermana.
—¿Qué?
Joanna volvió a repetirlo clara y distintamente mientras se dirigía a la huerta:
—He dicho «con un collar y una correa», supongo. ¡El amo ha perdido a su perrito, eso es lo que te pasa!