CAPÍTULO II

Cosa de una semana más tarde, al volver a casa, me encontré a Megan sentada en los escalones del porche con la cara apoyada en las rodillas.

Me saludó con su habitual falta de ceremonia.

—Hola —dijo—. ¿Cree usted que podría quedarme a comer aquí?

—Creo que sí.

—Si hay costillas, o cualquier otra cosa rara y no hay suficiente para todos, dígamelo —me gritó Megan cuando yo daba la vuelta a la casa para irle a anunciar a Partridge que aquel día seríamos tres a la mesa.

Partridge emitió una exclamación de desdén y consiguió, sin decir una sola palabra, dar a entender que tenía una opinión muy pobre de la señorita Megan.

Volví al porche.

—¿Hay inconveniente? —preguntó la muchacha con ansiedad.

—Ninguno —repuso—. Guisado irlandés.

—¡Ah, bueno! Después de todo, eso se parece mucho a la comida de un perro, ¿no? Quiero decir que se compone principalmente de patatas y algo que les dé sabor.

—En efecto.

Guardamos silencio mientras yo fumaba mi pipa. Fue uno de esos silencios en que uno se siente bien acompañado.

Megan lo rompió diciendo brusca y violentamente:

—Supongo que usted me considera terrible, como todos los demás.

Fue tan grande mi sobresalto, que se me escapó la pipa de la boca. Era de espuma de mar, y se hizo pedazos.

—¡Mira lo que has hecho! —le dije con ira a Megan.

Y aquella inexplicable criatura, en lugar de disgustarse se limitó a sonreír y decir:

—Me es usted simpático.

Fue un comentario agradable. La clase de comentario que uno se imagina, erróneamente quizá, que haría nuestro perro. Desde luego no era del todo humana.

—¿Qué decías, antes de la catástrofe? —pregunté, recogiendo cuidadosamente los fragmentos de mi querida pipa.

—Dije que usted debía considerarme terrible —dijo Megan, aunque ni mucho menos en el mismo tono que lo hiciera antes.

—¿Y por qué había de considerarte yo así?

Megan contestó muy seria:

—Porque lo soy.

Le dije con cierta brusquedad:

—No seas estúpida.

Megan sacudió la cabeza.

—Allí está la cosa. No soy estúpida en realidad. La gente cree que lo soy. Ignoran que, por dentro, sé muy bien cómo son ellos, y que les odio constantemente.

—¿Les odias?

—Sí.

Los ojos, aquellos ojos melancólicos y tan poco infantiles, clavaron su mirada en los míos, sin pestañear. Fue una mirada larga y triste.

—Usted también odiaría a la gente si fuese como yo, y le considerasen un estorbo.

—¿No te parece que exageras un poco?

—Sí. Eso es lo que dice la gente siempre que una dice la verdad. Y es cierto. No me quieren, y comprendo perfectamente por qué. Mamá no me quiere ni pizca. Creo que le recuerdo a mi padre, que fue cruel con ella y, por lo que he oído, la trató bastante mal. Sólo que las madres no pueden decir que no quieren a sus hijos y dejarlos así como así. Ni comérselos. Los gatos se comen a las crías que les son antipáticas. A mí me parece muy sensato. Así no se desperdicia nada. Pero las madres humanas han de quedarse con sus hijos y cuidarlos. No me fue tan mal mientras pude ir al colegio… Pero lo que a mi madre le gustaría en realidad es quedarse sola en compañía de mi padrastro y los niños.

Dije muy despacio:

—Sigo creyendo que exageras, Megan. Pero, suponiendo que parte de lo que has dicho fuera verdad, ¿por qué no te marchas y vives tu vida?

Me dirigió una singular sonrisa que a mi juicio nada tenía de infantil.

—Quiere usted decir que estudie una carrera o profesión…, que me gane la vida, ¿no es eso?

—Sí.

—¿En qué?

—Podrías prepararte para algo. Taquigrafía, por ejemplo, mecanografía… contabilidad…

—No creo que fuese capaz de hacerlo. Soy muy torpe para todas las cosas. Y, además…

—¿Qué?

Había apartado el rostro y ahora lo volvió de nuevo hacia mí, enrojecido. Le brillaban lágrimas en los ojos y habló poniendo toda su ingenuidad en la voz:

—¿Por qué he de marcharme? ¿Por qué han de hacer que me marche? No me quieren; pero me quedaré. Me quedaré y haré que les pese a todos. Haré que se arrepientan. Odio a todos los de Lymstock. Todos me creen estúpida y fea. ¡Ya les enseñaré yo! ¡Ya les enseñaré yo! Les…

Era una rabia infantil, extrañamente patética.

Oí pasos en la grava detrás de la casa.

—Levántate —le dije con furor—. Entra en casa por la sala. Sube al cuarto de baño y lávate la cara. ¡Aprisa!

Se alzó con desgana y desapareció por la ventana en el momento en que Joanna doblaba la esquina.

Le dije que Megan había venido a comer.

—Me alegro —respondió mi hermana—. Me gusta Megan. Aunque me da la sensación de que a su madre le dieron el cambiazo…, que algún hada la dejó en la cuna en lugar de la hija verdadera. Pero es interesante.

Veo que, hasta ahora, he mencionado muy poco al reverendo Calthrop y a su esposa.

Y, sin embargo, tanto el pastor como su mujer tenían una personalidad bien destacada. Dane Calthrop era quizás el ser más remoto, más alejado de la vida cotidiana que haya conocido jamás. Su existencia transcurría entre los libros de su despacho. A la señora Calthrop, por el contrario, se la encontraba en todas partes. Aunque rara vez daba consejos y jamás se entrometía en nada, representaba, para las intranquilas conciencias del pueblo, una deidad personificada.

Me paró en la calle Alta al día siguiente de comer Megan con nosotros. Experimenté la sensación de sorpresa usual, porque el sistema de avance de la señora Calthrop se asemejaba más al de un perro de caza, que al andar de una persona, cosa que estaba en consonancia con su aspecto de galgo. Y, como tenía la mirada fija siempre en el lejano horizonte, daba la impresión de que su meta se hallaba a milla y media de distancia.

—¡Ah! —dijo—. ¡El señor Burton!

Lo dijo con cierto aire de triunfo, como si hubiese hallado la solución de un rompecabezas complicado. Reconocí que yo era el señor Burton, en efecto, y la señora Dane Calthrop dejó de enfocar el horizonte y pareció querer concentrar su mirada en mí.

—Pero ¿de qué tenía yo que hablarle? —murmuró.

No pude ofrecerle ayuda alguna y frunció el entrecejo, enormemente perpleja.

—De algo bastante desagradable —anunció por fin.

—Lo siento mucho —respondí, no sin cierto sobresalto.

—¡Ah! —exclamó—. ¡De anónimos! ¿Qué historia es ésa que ha traído usted aquí acerca de cartas anónimas?

—Yo no la traje: estaba aquí ya.

—Nadie recibió ninguno hasta que llegó usted —dijo ella, acusadora.

—Ya lo creo que sí, señora Calthrop. Eso había empezado ya.

—¡Caramba!, eso sí que no me gusta.

Su mirada volvió a fijarse en lontananza y dijo:

—Tengo la sensación de que las cosas no van como debieran. Aquí no somos así. Hay envidias, claro, y rencores, y todos esos pecadillos hijos del orgullo… Pero no creí que hubiese nadie capaz de eso. De veras que no. Y me angustia, ¿comprende?, porque yo debiera saberlo.

Los hermosos ojos apartaron su mirada del horizonte y se clavaron en mí. Reflejaban preocupación y parecían contener el franco desconcierto de un niño.

—¿Por qué debiera usted saberlo? —pregunté.

—Porque generalmente estoy enterada de todo. Siempre me ha parecido que mi función era ésa. Dane predica una doctrina buena y sólida y administra los sacramentos. Ése es el deber de todo pastor, pero yo opino que el deber de su esposa es saber todo lo que la gente piensa y siente, aun cuando no puedo intervenir en nada. Y no tengo ni la menor idea de cuál es la persona que…

Se interrumpió, agregando, distraída:

—¡Y son unas cartas tan tontas, por añadidura!

—¿Ha… ha recibido usted alguna?

Lo pregunté con cierto temor; pero la señora Calthrop replicó con toda tranquilidad, abriendo un poco más los ojos.

—Ah, sí, dos… no, tres. He olvidado exactamente lo que decían. Algo muy tonto acerca de Dane y la maestra de escuela si mal no recuerdo. Una perfecta estupidez, porque Dane no es aficionado al flirteo. Nunca lo ha sido y es una suerte, siendo pastor.

—En efecto —respondí—; en efecto.

—Dane hubiera sido un santo —aseguró la señora—, de no ser demasiado intelectual.

No me consideré autorizado para responder a la crítica y, en cualquier caso, la señora Calthrop continuó volviendo al asunto de las cartas:

—¡Hay tantas cosas que pudieran decir las cartas, pero no dicen! Eso es lo que resulta más curioso.

—Yo no diría que pecaran de comedidas precisamente —dije con amargura.

—Es que no parecen saber nada… de cosas verdaderas.

—¿Qué quiere usted decir?

La vaga mirada de aquellos hermosos ojos se clavó en mí.

—Es que, claro, aquí no faltan las cosas mal hechas…, hay secretos vergonzosos en abundancia. ¿Por qué no hace uso de ellos la persona que escribe los anónimos?

Hizo una pausa, y luego preguntó con brusquedad:

—¿Qué decía su anónimo?

—Insinuaba que mi hermana Joanna no es mi hermana.

—Y, ¿lo es?

La señora Calthrop hizo la pregunta sin embarazo alguno, con muestras de amistoso interés.

—Claro que Joanna es mi hermana.

La señora Calthrop movió la cabeza en gesto afirmativo.

—Eso le demostrará a usted la verdad de lo que digo. Seguramente habrá otras cosas…

Me miró pensativamente y comprendí de pronto la razón de que Lymstock temiese a la señora Calthrop.

En la vida de todas las personas hay capítulos ocultos que ellas confían no se sabrán jamás. Me dio la impresión de que la señora Calthrop los conocía uno a uno.

Por primera vez en mi vida me encantó oír la voz cordial y potente de Aimée Griffith.

—Hola, Maud. Me alegro de haberla encontrado. Quería sugerirle un cambio de fechas para la tómbola. Buenos días, señor Burton.

Y prosiguió:

—Voy a asomarme a la tienda de ultramarinos a encargar unas cosas, y luego la acompañaré a usted al instituto, si no le molesta.

—Sí, sí, no faltaba más —dijo la señora Calthrop.

Aimée Griffith se metió en la tienda.

La señora Calthrop dijo:

—Pobrecilla…

Me quedé intrigado. ¿Era posible que se compadeciera de Aimée?

Ella prosiguió:

—¿Sabe, señor Burton? Estoy un poco asustada…

—¿Por la cuestión de los anónimos?

—Sí, porque supone… tiene que suponer…

Hizo una pausa, sumida en meditación. Luego dijo despacio, como quien resuelve un problema:

—Odio ciego… sí, odio ciego. Pero hasta un ciego puede alcanzar el corazón con un puñal por pura casualidad… Y, ¿qué sucedería entonces, señor Burton?

Estábamos destinados a saberlo antes de que hubiese transcurrido otro día.

Partridge, que disfruta con las calamidades, entró en el cuarto de Joanna a primera hora de la mañana siguiente, y le dijo con verdadera satisfacción que la señora Symmington se había suicidado la tarde anterior.

Joanna, que estaba sumida en las brumas del sueño, se incorporó, completamente despabilada por la sacudida que le produjo la noticia.

—Oh, Partridge, ¡eso es terrible!

—Vaya si es terrible, señorita. Es un pecado muy grande quitarse la vida. Aun cuando es verdad que la pobre se vio empujada a ello.

Joanna creyó vislumbrar la verdad entonces y sintió verdaderas náuseas.

—¿No habrá sido…?

Sus ojos interrogaron a Partridge y ésta movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, señorita. Una de esas asquerosas cartas fue la causa.

—¡Es monstruoso! ¡Monstruoso a más no poder! Pero, de todas formas, no veo por qué había de suicidarse por una carta semejante.

—Parece ser que lo que decía la carta era cierto, señorita.

—¿Qué decía?

Pero, eso, o no lo sabía Partridge, o no quiso decirlo. Joanna vino a verme pálida y fuertemente conmovida, ya que la señora Symmington no era de la clase de personas que uno hubiera asociado a una tragedia semejante.

Joanna sugirió que invitáramos a Megan a pasar unos días con nosotros. Elsie Holland, dijo, se las arreglaría divinamente con los niños; pero era capaz de volver loca a Megan, con toda seguridad.

Estuve de acuerdo con ella. Me figuraba a Elsie Holland soltando vulgaridad tras vulgaridad y ofreciendo innumerables tazas de té. Una mujer bondadosa, pero no lo que necesitaba Megan.

Marchamos a casa de los Symmington en el coche después del desayuno. Los dos estábamos un poco nerviosos. Nuestra presencia pudiera interpretarse como pura curiosidad morbosa. Por fortuna nos encontramos con Owen Griffith que salía en aquel instante. Me saludó con cierto calor, mientras se le iluminaba el rostro.

—Ah, hola, Burton; me alegro mucho de verle. Ha sucedido lo que yo temía que iba a suceder tarde o temprano. ¡Es algo horrible!

—Buenos días, señor Griffith —dijo Joanna empleando el tono de voz que suele reservar para una de nuestras queridas tías, que es más sorda que una tapia.

Mi hermana es así.

Griffith la miró con sobresalto y se puso como la grana.

—Ah, ah, buenos días, señorita Burton.

—Creí que a lo mejor no me había visto.

Owen Griffith enrojeció más todavía, y su timidez le envolvió como un manto.

—Lo… lo siento mucho… estoy tan ocupado… que no me fijé…

Joanna prosiguió sin piedad:

—Después de todo, soy de tamaño natural.

—Sólo a medias —le dije yo con severidad, en un aparte.

Luego continué:

—Mi hermana y yo nos preguntábamos si no sería conveniente que la muchacha viniese a pasar unos días con nosotros. ¿Qué opina usted? No quiero meterme donde no me llaman; pero debe resultar un poco duro para la chica. ¿Cómo cree usted que lo tomaría Symmington?

Griffith reflexionó unos instantes.

—Yo creo que es una gran idea —dijo por fin—. Es una muchacha rara, nerviosa, y sería conveniente alejarla de aquí. La señorita Holland está haciendo maravillas… tiene una cabeza excelente… pero ya le sobra trabajo para atender a los dos niños y al propio Symmington. Éste está bastante deshecho… y aturdido.

—¿Fue —inquirí, vacilando— suicidio?

Griffith asintió con un movimiento de cabeza.

—Sí. No se trata de un accidente. Escribió: «No puedo continuar», en un trozo de papel. El anónimo debió llegar ayer con el correo de la tarde. El sobre estaba en el suelo junto a una silla, y la carta hecha una bola, en el hogar.

—¿Qué de…? —Me interrumpí horrorizado de mi propia osadía.

—Usted perdone —dije.

Griffith sonrió con cierta amargura.

—No tiene usted por qué avergonzarse de su pregunta. Esa carta se leerá en la encuesta judicial. No hay manera de evitarlo, por desgracia. Es la clase de anónimos de siempre… concebido en los mismos términos groseros. Lanzaban la acusación de que el segundo niño, Colin, no es hijo de Symmington.

—¿Y usted cree que eso es verdad? —dije, incrédulo.

Griffith se encogió de hombros.

—No poseo elementos de juicio. Sólo llevo aquí cinco años. Que yo haya visto, los Symmington eran una pareja plácida y feliz, consagrados el uno al otro y a los hijos. Es cierto que el niño no se parece gran cosa a los padres… tiene el cabello de un rojo intenso, por ejemplo…, pero a veces una criatura se parece más a un abuelo o a una abuela. Quizá fuese el escaso parecido lo que haya provocado la acusación. Un golpe canallesco, dado al azar.

—Pero dio de lleno en el blanco —observó Joanna—. Después de todo, ella no se hubiese suicidado de no haber sido cierta la acusación, ¿no le parece a usted, doctor?

Griffith contestó, indeciso:

—No estoy muy seguro. Hace algún tiempo que su salud se resentía… era una mujer neurótica, histérica. Sufría una crisis nerviosa. Creo posible que el sobresalto producido por semejante carta, redactada en esos términos, la llevase a un estado de pánico y desesperación tal, que la decidiera a quitarse la vida. Tal vez considerase que su esposo no habría de creerlo, si le negaba aquella historia, y la vergüenza y el disgusto pudieron influir en ella hasta el punto de privarla temporalmente de la razón.

—Suicidio en un rapto de locura —dijo Joanna.

—Exacto. Y pienso exponer mi punto de vista en la encuesta judicial.

Joanna y yo entramos en la casa.

Como la puerta estaba abierta, nos pareció más sencillo pasar que llamar al timbre, sobre todo al oír la voz de Elsie Holland en el interior.

Hablaba con el señor Symmington, que hundido en una butaca parecía completamente desmoralizado.

—Vamos, señor Symmington, debiera usted tomar alguna cosa. No ha desayunado, lo que se dice desayunar; anoche tampoco cenó nada. Con el disgusto y lo demás va a ponerse enfermo, y necesitará todas sus fuerzas. Eso es lo que dijo el doctor antes de marcharse.

Symmington replicó con voz inexpresiva:

—Es usted muy amable, señorita Holland, pero…

—Una buena taza de té caliente le hará bien… —dijo Elsie Holland, alargándole el brebaje con gran energía.

Personalmente yo le hubiera dado un buen vaso de whisky. Lo necesitaba. No obstante aceptó el té y mirando a Elsie Holland le dijo:

—No sé cómo darle las gracias por todo lo que ha hecho y está haciendo, señorita Holland. Se ha portado usted magníficamente.

La muchacha enrojeció, pareciendo satisfecha.

—Es muy agradable oírle decir eso, señor Symmington. Debe usted dejarme hacer todo lo que pueda por ayudar. No se preocupe por los niños…, yo cuidaré de ellos, y ya he apaciguado a los criados; si hay alguna otra cosa que pueda hacer, escribir cartas, o telefonear, no vacile en pedírmelo.

—Es usted muy amable —repitió Symmington.

Al dar la vuelta, Elsie Holland nos vio y vino apresuradamente al recibidor.

—¿No es terrible? —dijo en un susurro.

Al mirarla pensé que realmente era una muchacha muy atractiva. Amable, competente y práctica en casos de apuro. Sus espléndidos ojos azules estaban enrojecidos, lo cual demostraba que su corazón era lo bastante bondadoso como para derramar lágrimas por la muerte de su ama.

—¿Podemos hablar un momento con usted? —preguntó Joanna—. No quisiéramos molestar al apenado señor Symmington.

Elsie Holland asintió comprensivamente y nos condujo al comedor, que estaba situado al otro lado del vestíbulo.

—Ha sido terrible para él —dijo—. ¿Quién iba a pensar que pudiera ocurrir una cosa así? Aunque, desde luego, reconozco que hacía tiempo que estaba muy extraña. Muy nerviosa y excitable. Creí que sería cosa de su salud, pero el doctor Griffith siempre dijo que en realidad no tenía nada de particular. Pero estaba huraña e irritable y algunos días no sabía una cómo manejarla.

—Hemos venido para preguntarle si podríamos tener a Megan unos días en casa —dijo mi hermana—, es decir, si ella quisiera venir.

Elsie Holland pareció bastante sorprendida.

—¿Megan? —dijo con extrañeza—. No sé…, no estoy segura. Quiero decir que son ustedes muy amables, pero es una niña tan extraña… Nunca se sabe lo que va a decir o hacer.

Joanna continuó:

—Pensamos que tal vez fuese una ayuda.

—Oh, bueno, tal como están las cosas, lo sería, desde luego. Yo tengo que cuidarme de los niños… ahora están con la cocinera… y el pobre señor Symmington… que en realidad necesita más cuidados que nadie, y hay tanto que hacer y vigilar… que no tengo mucho tiempo para dedicarlo a Megan. Creo que está arriba, en el antiguo cuarto de los niños, en el último piso de la casa. Desea estar apartada de todo el mundo. No sé si…

Joanna me dirigió una rápida mirada y yo me apresuré a encaminarme hacia la escalera.

La habitación donde antes jugaban los niños estaba en el piso de arriba y daba a la carretera, por lo que tenía las persianas echadas.

En mitad de aquella penumbra distinguí a Megan acurrucada en un diván que había junto a la pared, y en el acto me recordó a un animalito asustado y escondido. Parecía petrificada por el terror.

—Megan —le dije.

Y fui acercándome a ella con la expresión que se adopta cuando se quiere tranquilizar a un animal asustado. Casi me sorprendió no haber cogido una zanahoria o un terrón de azúcar. Me miraba con los ojos muy abiertos, pero no se movió, ni alteró su expresión.

—Megan —repetí—. Joanna y yo hemos venido a preguntarte si te gustaría pasar unos días en casa.

Su voz llegó hasta mí a través de la escasa claridad:

—¿Irme con ustedes? ¿A su casa?

—Sí.

—¿Quiere decir que me sacarán de aquí?

De pronto empezó a temblar de pies a cabeza; era algo impresionante y conmovedor.

—¡Oh, lléveme de aquí! Por favor. Es terrible estar aquí y sentirme tan malvada.

Me acerqué a ella y sus manos asieron la manga de mi chaqueta.

—Soy una cobarde. No sabía lo cobarde que era.

—Está bien, carita de mona —le dije—. Estas cosas desmoralizan. Vámonos.

—¿Podemos irnos en seguida? ¿Sin esperar ni un minuto?

—Bueno, supongo que tendrás que recoger algunas cosillas.

—¿Qué clase de cosas? ¿Por qué?

—Escucha, querida —le dije—. Nosotros podemos proporcionarte una cama, un cuarto de baño y demás, pero no voy a prestarte mi cepillo de dientes.

Lanzó una risa débil.

—Ya. Creo que hoy estoy tonta. No me haga caso. Iré a buscar mis cosas… Usted… usted no se irá… ¿Me esperará?

—Estaré esperándote encima del felpudo.

—Gracias. Muchísimas gracias. Siento ser tan estúpida, pero comprenda que es terrible quedarse sin madre.

—Lo sé —le dije.

Y luego de darle una palmada cariñosa en la espalda desapareció en el interior de un dormitorio. Yo bajé de nuevo a la planta baja.

—Encontré a Megan —anuncié—. Y se viene con nosotros.

—¡Oh, qué bien! —exclamó Elsie Holland—. Así saldrá de su ensimismamiento. Es bastante nerviosa, ya lo saben. Y difícil. Será un gran alivio pensar que no está bajo mi responsabilidad como todo lo demás. Es usted muy amable, señorita Burton, y espero que no le cause molestias. ¡Oh, el teléfono! Tengo que contestar yo. El señor Symmington no se encuentra bien.

Y salió corriendo de la habitación.

Joanna exclamó:

—¡Un verdadero ángel!

—Lo dices en un tono bastante desagradable —comenté—. Es una muchacha agradable y simpática y muy dispuesta.

—Mucho. Y lo sabe.

—Eso no es propio de ti, Joanna —le dije.

—¿Te refieres a porque me meto con ella?

—Exacto.

—Nunca pude sufrir a las personas tan satisfechas de sí mismas —replicó Joanna—. Despiertan mis peores instintos. ¿Dónde encontraste a Megan?

—Acurrucada en un cuarto oscuro y temblando como una gacela asustada.

—Pobre. ¿Mostró deseos de venir con nosotros?

—Le entusiasmó la idea.

Una serie de golpes en el recibidor anunciaron el descenso de Megan y su maleta. Yo salí para ayudarla, y Joanna dijo a mis espaldas en tono apremiante:

—Vámonos. Ya he renunciado dos veces a tomar té caliente.

Subimos al coche, y me contrarió que Joanna tuviera que subir la maleta. Yo podía andar con un solo bastón, pero aún no era capaz de realizar esfuerzos.

—Sube —le dije a Megan.

Obedeció y yo la seguí. Joanna puso el automóvil en marcha y partimos.

Una vez en Little Furze pasamos al salón.

Megan se dejó caer en una silla deshecha en lágrimas. Lloraba con el fervor de un niño… desgañitándose… ésa es la palabra. Salí de la habitación en busca de un calmante, y Joanna se quedó a su lado sin saber qué hacer.

Luego oí a Megan que decía con voz alterada por los sollozos:

—Siento portarme así. Debo parecer una completa idiota.

Joanna replicó en tono suave:

—Nada de eso. Toma otro pañuelo.

Y supongo que debió entregárselo. Volví a entrar en la habitación y alargué a Megan un vaso grande lleno hasta el borde.

—¿Qué es eso?

—Un combinado —le dije.

—¿Sí? ¿De veras? —las lágrimas de Megan se secaron como por encanto—. Nunca he tomado ninguno.

—Alguna vez ha de ser la primera —le contesté.

Megan lo probó con temor y luego apareció en su rostro una sonrisa resplandeciente y echando la cabeza hacia atrás lo bebió de un solo trago.

—Es estupendo —dijo—. ¿Puedo tomar otro?

—No —le contesté.

—¿Por qué no?

—Dentro de diez minutos es probable que lo sepas.

—¡Oh!

Megan dirigió su atención a Joanna.

—Estoy verdaderamente avergonzada por haberme echado a llorar de ese modo. No comprendo por qué. Parece una tontería, puesto que me encuentro tan bien aquí.

—No te preocupes —le dijo mi hermana—. Estamos muy contentos de tenerte en casa.

—Eso no puede ser verdad. Sólo lo dicen por cortesía, pero les estoy muy agradecida.

—Por favor, no me lo agradezcas —replicó Joanna—, o me enfadaré. Eres amiga nuestra y nos alegramos de tenerte aquí. Eso es todo…

Y se llevó a Megan arriba para instalarla.

Partridge, con aire contrariado, vino a anunciarme que había preparado dos flanes de postre, y a que le dijera lo que iba a hacer ahora con ellos.

La encuesta judicial se celebró tres días más tarde.

El fallecimiento de la señora Symmington ocurrió entre las tres y las cuatro de la tarde según opinión del forense. Se encontraba sola en la casa. Su esposo estaba en la oficina, las sirvientas tenían el día libre. Elsie Holland fue de paseo con los niños, y Megan salió en su bicicleta.

La carta debió llegar con el correo de la tarde. La señora Symmington la recogería del buzón y luego de leerla… y en un estado de gran excitación debió ir al cobertizo donde se guardaban las herramientas del jardín en busca de un poco de cianuro del que allí se guardaba para los nidos de abejas, lo disolvería en agua y lo bebería después de escribir sus últimas palabras: «No puedo continuar…».

Owen Griffith dio su opinión médica y puso de relieve su parecer en cuanto al estado de nervios y poca vitalidad de la señora Symmington, como hiciera con nosotros. El fiscal estuvo suave y distinto y habló condenando a la gente que escribe esos documentos despreciables que son los anónimos. Quienquiera que hubiese escrito aquella carta grotesca y malvada era moralmente responsable de un crimen, y dijo que esperaba que la policía no tardase en descubrir al culpable para detenerle. Semejante muestra de odio y malicia merecía ser castigada con todo el rigor de la Ley. Y debido a sus palabras, el jurado pronunció el inevitable veredicto: «Suicidio en un rapto de locura».

El fiscal había hecho cuanto pudo… Owen Griffith también, pero después, mezclado entre el enjambre de mujeres curiosas del pueblo, oí el mismo susurro silbante que ya comenzaba a conocer tan bien: «¡No hay humo sin fuego, eso es lo que digo!». Debía haber algo de cierto…, seguro, de otro modo ella no se hubiera suicidado…

Por un momento odié a Lymstock y a sus chismosas moradoras.

Una vez en la calle, Aimée Griffith dijo con un triste suspiro:

—Bueno, ya ha terminado. ¡Qué mala suerte para Dick Symmington que todo esto haya tenido que salir a relucir! Me pregunto si habría tenido ya alguna sospecha.

Me sobresalté.

—Pero sin duda le habrá usted oído decir que no había ni una palabra de verdad en esa carta infamante.

—Claro que lo dijo. E hizo bien. Un hombre tiene que apoyar a su esposa. Dick por lo menos es así. —Hizo una pausa antes de agregar—: ¿Sabe? Yo conozco a Dick Symmington desde hace mucho tiempo.

—¿De veras? —exclamé con sorpresa—. Tenía entendido, según me dijo su hermano, que hace sólo unos años que vino aquí a ejercer su profesión.

—Sí, pero Dick solía pasar temporadas en el Norte, donde yo nací, y por eso le conozco hace muchos años.

Miré a Aimée con curiosidad mientras continuaba con voz más dulce:

—Conozco muy bien a Dick… Es un hombre orgulloso y reservado, pero también de los que pueden ser muy celosos.

—Eso explicaría —repliqué— por qué la señora Symmington tuvo miedo de enseñarle, o hablarle, de la carta. Debió temer, si es que era celoso, que no creyera sus protestas de inocencia.

La señora Griffith me miró con disgusto.

—¡Cielos! —exclamó—. ¿Acaso cree usted que una mujer se tomaría una buena dosis de cianuro de potasio por una acusación falsa?

—El fiscal lo ha considerado posible… y su hermano también…

Aimée me interrumpió:

—Todos los hombres son iguales. Lo admiten todo por guardar las apariencias, pero no me «pescará» usted creyendo esas tonterías. Si una mujer inocente recibe un anónimo estúpido, se ríe y lo arroja al cesto de los papeles. Eso es lo que yo… —hizo una pausa repentina y luego continuó—: hubiera hecho.

Pero yo había reparado en su vacilación, y estaba casi seguro de que estuvo a punto de decir «Eso es lo que yo hice». Y decidí ser yo el que acusara.

—Ya —dije con aire satisfecho—. ¿De modo que también usted ha recibido uno?

Aimée Griffith era una de esas mujeres que aborrecen la mentira. Hizo una pausa momentánea…, enrojeció, y luego dijo:

—Pues sí. ¡Pero no voy a dejar que me preocupe!

—¿Era desagradable? —le pregunté con simpatía, como un compañero de penas.

—Naturalmente. Esas cosas siempre lo son. ¡Desvaríos de un lunático! Leí las primeras palabras, y al darme cuenta de lo que se trataba, lo arrojé rápidamente al cesto de los papeles.

—¿No pensó en enseñarlo a la policía?

—Entonces no. Pensé que cuanto menos se hablara de ello, antes se arreglaría.

Un pensamiento repentino acudió a mi mente.

«¡No hay humo sin fuego!», pero me contuve.

Le pregunté si la muerte de su madre afectaría económicamente a Megan, si le sería preciso ganarse el sustento.

—Creo que tiene una pequeña renta que le dejó su abuelo, y desde luego Dick siempre le ofrecerá su casa, pero sería muchísimo mejor que hiciera algo… y no limitarse a vagar por ahí como hace ahora.

—Me parece que Megan está en la edad en que las muchachas prefieren divertirse… y no trabajar.

Aimée enrojeció y dijo con acritud:

—Usted es como todos los hombres… les desagrada la idea de que haya mujeres competentes. Les parece increíble que las mujeres quieran tener una carrera. Mis padres también pensaban así. Yo quería estudiar medicina, y no quisieron oír hablar de pagar las matrículas… pero pagaron con gusto las de Owen; sin embargo, yo hubiera sido mejor médico que mi hermano.

—Lo siento —le dije—. Debió ser muy duro para usted. Cuando uno desea una cosa…

Se apresuró a interrumpirme.

—Oh, ahora ya pasó. Tengo mucha fuerza de voluntad. Mi vida es activa y estoy siempre ocupada. Soy una de las personas más felices de Lymstock. ¡Tengo tanto que hacer! Pero me rebelo contra esos prejuicios tontos y anticuados de los que opinan que el lugar de la mujer está sólo en el hogar.

—Siento haberla ofendido —le dije.

No tenía idea de que Aimée pudiera ser tan vehemente.