CAPÍTULO I

He recordado con frecuencia la mañana en que llegó el primero de los anónimos.

Lo recibí a la hora del desayuno y le di vueltas y más vueltas, como suele hacerse cuando el tiempo se hace largo y a todo acontecimiento hay que sacarle el mayor jugo posible. Era una carta del interior, con las señas escritas a máquina. La abrí antes que otras dos que llevaban matasellos de Londres, ya que una de ellas era, evidentemente, una factura, y en la segunda reconocí la escritura de una de mis latosas primas.

Ahora resulta raro recordar que a Joanna y a mí la carta nos hizo más gracia que otra cosa. Entonces no teníamos ni la más vaga idea de lo que había de venir: aquel rastro de sangre y violencia, de desconfianza y de temor.

A uno no se le ocurriría ni remotamente asociar semejante cosa a Lymstock.

Veo que he empezado mal. No he explicado lo de Lymstock.

Cuando me estrellé volando temí, durante mucho tiempo, a pesar de las palabras alentadoras de médicos y enfermeras, que iba a quedar condenado a pasarme el resto de mi existencia tumbado boca arriba. Pero, por fin, me quitaron la escayola y aprendí de nuevo a hacer uso de mis miembros y, finalmente, mi médico, Marcus Kent, dándome una palmada en el hombro, me dijo que todo iba a salir bien pero que tendría que irme a vivir al campo y hacer vida vegetativa durante seis meses, por lo menos.

—Váyase a alguna parte del mundo donde no tenga amigos. Apártese de todo. Interésese por la política, excítese escuchando el comadreo del pueblo, absorba toda la chismografía local, trivialidades, pequeñeces… eso es lo que yo le receto. Descanso y tranquilidad completos.

¡Descanso y tranquilidad! Suena raro pensar en eso, ahora.

Conque a Lymstock fui a parar y a Little Furze.

Lymstock había sido un sitio importante durante la época de la conquista normanda. En el siglo XX era un lugar sin importancia alguna. Se encontraba a seis millas de la carretera real; una población rural con mercado, rodeada de colinas cubiertas de brezales. Little Furze se hallaba situada en el camino que conducía a ellas. Era una casita muy coquetona con un porche ochocentista pintado de un verde desvaído.

Mi hermana Joanna, apenas verla, decidió que era el sitio ideal para un convaleciente. Su propietaria hacía juego con la casa, una viejecita encantadora, increíblemente ochocentista, que le explicó a Joanna que jamás se le hubiese ocurrido alquilar la casa «de no haber cambiado tanto los tiempos y por los impuestos tan terribles».

Llegamos a un acuerdo, se firmó el contrato y, a su debido tiempo, Joanna y yo nos instalamos, mientras la señorita Emily Barton iba a alojarse en Lymstock, alquilando unas habitaciones en casa de una antigua doncella suya: «mi fiel Florence». Cuidaba de nosotros la actual doncella de la señorita Barton, Partridge, un personaje ceñudo, pero eficiente, a quien ayudaba una muchacha que venía todos los días.

En cuanto nos hubieron dado un poco de tiempo para instalarnos, todo Lymstock vino solemnemente a visitarnos. Todo el mundo tenía «etiqueta» en Lymstock. El abogado señor Symmington, delgado y seco, con su quejicosa mujer, tan aficionada al bridge. El doctor Griffith, un médico moreno y melancólico, y su hermana, corpulenta y alegre. El pastor, un anciano letrado distraído, y su lunática esposa de rostro grave. El rico aficionado a las bellas artes, señor Pye, de Prior’s End, y, finalmente, la propia señorita Emily Barton, la perfecta solterona, tradicional en los pueblos.

Joanna repasó las tarjetas con respeto.

—Yo no sabía —dijo con voz emocionada— que la gente hiciera de verdad las visitas… con Tarjeta.

—Eso —le repuse— es porque no sabes una palabra del campo.

Joanna es muy bonita y alegre; le gustan el baile, los combinados, los amoríos y correr de un sitio a otro en automóviles de gran potencia. Es, en definitiva, una mujer de ciudad.

—Sea como fuere —dijo—, no desentonaré.

La observé críticamente y no estuve de acuerdo con ella.

Joanna iba vestida por Mirotin para le sport. El efecto era encantador, pero exagerado para Lymstock.

—No —le dije—; desentonas a más no poder. Debieras llevar una falda vieja y descolorida de mezclilla, con una blusita de cachemira que hiciese juego; una chaqueta de punto un poco deformada, sombrero de fieltro, medias gruesas y zapatos sin tacón, bien gastados. Y la cara tampoco la llevas bien.

—¿Qué le pasa a mi cara? Llevo puesto el maquillaje «Moreno Campestre».

—Por eso. Si vivieras aquí te pondrías únicamente polvos para quitarte el brillo de la nariz y es casi seguro que llevarías las cejas completas en lugar de sólo una cuarta parte de ellas.

Joanna se echó a reír y dijo que ir al campo era una experiencia nueva y que iba a disfrutar mucho.

—Temo que te aburras soberanamente —repuse con cierto remordimiento.

—No es verdad. Estaba harta ya de mis amistades y, aunque sé que no te mostrarás muy comprensivo, sí que me dejó un poco deshecha lo de Paul. Necesitaré mucho tiempo para olvidarle.

Me sentí escéptico. Los asuntos amorosos de Joanna siempre siguen el mismo derrotero. Se enamora locamente de algún joven sin arrestos… un genio incomprendido. Escucha sus inacabables quejas y trabaja por conseguir que se reconozca su talento. Luego, cuando el joven se muestra ingrato, se siente profundamente herida y dice que le ha destrozado el corazón… hasta que aparece otro joven melancólico, cosa que suele ocurrir unas tres semanas más tarde.

No tomé muy en serio el corazón destrozado de Joanna, pero comprendí que el vivir en el campo sería un juego nuevo para mi atractiva hermanita. Se lanzó con verdadero entusiasmo a la tarea de devolver las visitas. Fuimos recibiendo oportunamente invitaciones para tomar el té y jugar al bridge, que aceptamos, y a las que correspondimos a nuestra vez.

Para nosotros era una novedad y un entretenimiento: un juego nuevo.

Y, como ya he dicho, cuando llegó el anónimo también me pareció gracioso al principio.

Durante un par de minutos después de haber abierto la carta, me quedé contemplándola, sin comprender. Habían recortado letras impresas, pegándolas sobre la hoja de papel.

La carta, empleando términos groseros, decía que Joanna y yo no éramos hermanos.

—Oye —dijo Joanna—, ¿qué pasa?

—Se trata de un anónimo muy soez —repuse.

Aún me hallaba bajo el efecto de la sorpresa. ¿Quién hubiera esperado una cosa así en un plácido remanso como Lymstock?

Joanna dio inmediatamente muestras de un vivo interés.

—¡No! ¿Qué dices?

He observado que en las novelas los anónimos groseros y repugnantes jamás se enseñan a las mujeres, de ser posible, para escudarlas a toda costa contra la sacudida que pudiera experimentar su delicado sistema nervioso, tan sólo con la lectura.

Siento decir que jamás se me ocurrió no enseñarle la carta a Joanna. Se la entregué sin vacilar.

Justificó mi fe en su fortaleza no demostrando otra emoción que regocijo.

—¡Qué porquería más grande! Siempre he oído hablar de anónimos, pero nunca había visto ninguno. ¿Son siempre así?

—No sabría decirte. Éste es el primero que recibo yo también.

Joanna se echó a reír.

—Debes tener razón en lo de mi maquillaje, Jerry. Creerán que por fuerza he de ser una mujer terrible.

—A eso —dije— hay que añadir que nuestro padre era un hombre alto, moreno, carienjuto, y nuestra madre una criatura rubia de ojos azules y que yo me parezco a él y tú a ella.

Joanna asintió moviendo, pensativa, la cabeza.

—En efecto, tú y yo no nos parecemos ni pizca. Nadie nos tomaría por hermanos.

—Alguien no nos ha tomado por tales, desde luego: de eso no cabe duda —respondí con calor.

Joanna aseguró que lo encontraba la mar de gracioso. Asió la carta por una esquina, la agitó y preguntó qué debíamos hacer con ella.

—Lo correcto, según tengo entendido —le dije—, es dejarla caer en el fuego, profiriendo una exclamación de asco.

Uní la acción a la palabra. Y Joanna me aplaudió.

—Lo has hecho muy bien. Debieras dedicarte al teatro. Es una suerte que aún tengamos el fuego encendido, ¿verdad?

—Hubiera resultado mucho menos dramático arrojarla al cesto de los papeles —asentí—. Claro que también hubiese podido prenderle fuego con una cerilla y observar cómo se iba quemando lentamente…

—Las cosas nunca arden cuando se desea —advirtió Joanna—. Se apagan. Probablemente hubieras tenido que encender cerilla tras cerilla.

Se puso en pie para dirigirse a la ventana. Luego, una vez en ella, volvió bruscamente la cabeza.

—¿Quién lo habrá escrito? —murmuró.

—Lo más probable es que nunca lo sepamos.

—Sí, supongo que no lo sabremos.

Guardó silencio unos instantes y luego dijo:

—Bien pensado, tal vez no sea tan gracioso, ¿sabes? Yo creí… que nos querían aquí.

—Y nos quieren. Esto no es más que obra de una persona que tiene el juicio trastornado.

—Supongo que sí. ¡Uf, qué desagradable!

Salió a tomar el sol y yo pensé, mientras me fumaba el cigarrillo de costumbre después del desayuno, que tenía razón. Sí que era desagradable. A alguien le molestaba que hubiésemos ido a vivir allá… y la belleza, la juventud y la forma de ser de Joanna… alguien que quería hacer daño. Quizás el tomarlo a risa resultase lo mejor; pero, en el fondo, no tenía nada de gracioso.

El doctor Griffith vino a verme aquella mañana. Le había citado para que me hiciera un reconocimiento semanal. Me era simpático Owen Griffith. Era moreno, desgarbado, torpe en sus movimientos y, sin embargo tenía unas manos hábiles y suaves. Hablaba a trompicones y se distinguía por su timidez.

Me dijo que iba mejorando de una manera alentadora, y luego agregó:

—Se siente usted bien, ¿no? ¿Es imaginación mía, o está usted hoy algo deprimido?

—Recibimos un anónimo particularmente grosero a la hora del desayuno —repuse—, y me ha dejado muy mal sabor de boca.

Dejó caer su maletín al suelo y su rostro delgado y moreno reflejó excitación.

—¿Quiere decir que usted ha recibido uno de esos anónimos?

Se despertó mi interés.

—Así, pues, resulta que no soy el único. ¿Andan circulando anónimos por todo el pueblo?

—Sí: desde hace algún tiempo.

—Ya… tenía la impresión de que les molestaba nuestra presencia aquí por ser forasteros.

—No, no. No tiene nada que ver con eso. Es que…

Hizo una pausa. Luego preguntó:

—¿Qué decía? Es decir —se apresuró a agregar, enrojeciendo y dando muestras de embarazo—, ¿quizá no debiera preguntarlo?

—Oh, no tengo el menor inconveniente de decírselo. Se limitaba a expresar la opinión de que esa chica tan vistosa que había traído conmigo no era mi hermana ni mucho menos. Aunque lo decía en forma más extensa y desagradable, claro.

Se le encendió el rostro de ira.

—¡Qué desvergüenza! Su hermana no… espero que no se haya disgustado.

—Joanna —repuse— parece un angelito arrancado de la copa de un árbol de Navidad, pero es muy moderna y tiene aguante. Le pareció divertido. Nunca le había ocurrido una cosa así.

—Lo supongo.

—Y, de todas formas y en mi opinión, ésta es la mejor manera de tomarlo: como algo completamente absurdo.

—Sí —respondió Owen Griffith—, sólo que…

Se interrumpió y yo me apresuré a decir:

—En efecto, ¿sólo qué…?

—Lo malo del caso —anunció— es que esta clase de cosas, una vez han empezado, crecen.