Las campanas sonaron a las diez en punto y despertaron a Carlos. Entraba el sol por la ventana y el polvo brillaba en el aire. Sacó los brazos, los estiró. El roto del sobaco le llegaba hasta el codo, y en la abertura del pijama faltaban dos botones. Sacó las piernas, se sentó en el borde de la cama, restregó los ojos deslumbrados. También los pantalones habían roto por las rodillas, de puro gastados. Se calzó las zapatillas, se levantó, bebió un vaso de agua, volvió a estirar los brazos. En el aire, allá abajo, las campanas repicaban, se pisaban, se perseguían, se mezclaban, se apartaban: las gordas y las finas, como en una competencia: ahora de acuerdo, tan pronto desacordadas. Carlos se asomó a la ventana y el campaneo se le metió por los oídos. Sonrió.
—Cristo ha resucitado.
También parecía haber resucitado la mañana, de luminosa, de gloriosa. Abrió la boca y sorbió el aire. El sol le calentaba el rostro y el pecho abierto; las manos se refrescaban en el rocío del antepecho. En las hojas de los árboles, el sol se quebraba en mil soles.
—Cristo ha resucitado, y lo celebran las campanas, con permiso de don Lino, a quien habrán despertado como a mí.
Se asomó y quiso alcanzar con la mano una rama temblona. Agarró la punta de una hoja, tiró hacia sí y retuvo la rama.
—Veremos lo que dura.
Rompió la hoja; la rama quedó cimbreándose y el rocío saltó a la cara de Carlos. Del fondo de la ría llegó el pitido de una sirena, seguido de otro más largo. Carlos miró y contó cuatro pesqueros, cuatro penachos de humo negro. Se apartó de la ventana y salió de la habitación. Entró en la de Juan.
—¡Eh, tú, despierta!
Juan se incorporó sobresaltado. Las guedejas cobrizas le ocultaban la frente y parte de la cara, y la nariz emergía de la pelambrera como un promontorio.
—¿Sucede algo?
—Los barcos.
Juan se dejó caer en la almohada.
—¡Ah, los barcos! Bueno.
—Pienso que podríamos aprovechar la ocasión de que estén aquí los pescadores. Hoy es el día de llevar a don Lino a la taberna.
—Mejor mañana, domingo.
—Mañana el diputado regresará a Madrid. El día señalado es hoy.
Juan volvió a incorporarse.
—¿Piensas que servirá de algo?
—Si les habla y le aplauden, marchará contento.
Juan hundió los dedos en el cabello y descubrió la cara y la frente.
—Estoy convencido de que ese tipo es un memo.
—Puede resultarnos un memo útil. En cualquier caso, es nuestro clavo ardiente. ¿O te sientes dispuesto a cantar la palinodia? —Carlos buscó una silla y se sentó—. Por mí, no hay inconveniente. Que se quede Cayetano con los barcos, que pague las deudas y dé trabajo a la gente. Después, congregaremos al pueblo en la plaza, proclamamos la derrota final de los últimos Churruchaos y nos vacuos de viaje. Australia es un buen sitio. ¿No has pensado nunca en la cría del cordero? Mis aptitudes para ese oficio son excelentes, y espero que las tuyas también. Podemos llevar a Clara con nosotros, para que haga las cuentas.
Alzó los brazos, abrió las manos.
—Venderé esta casa. Poco darán por ella, pero quizá saquemos para el viaje. Hay en el pueblo un indiano recién llegado, un tal don Rosendo, que la alabó varias veces; quizá la pague bien.
—Cállate y dame un pitillo.
Carlos salió y regresó en seguida con tabaco.
—¿Has decidido algo?
—Hablaré al Cubano para que junte esta tarde a los pescadores. Tú encárgate del diputado.
—Eres inteligente, Juan.
Le palmoteó la espalda; después le acercó una cerilla encendida.
—El secreto de vivir es no perder la esperanza; pero como las esperanzas suelen morir de la muerte que llevan dentro, hay que inventar otras, y otras, y otras, hasta el final. Los pescadores están desesperados, pero esta noche podrán soñar, si la oratoria de don Lino acierta a crearles una nueva ilusión.
—¿Y después?
Carlos se encogió de hombros.
—Cuando yo era niño y estudiaba latín, traduje una fábula en que las ranas clamaban a los dioses.
—Ahora ese clamor se llama revolución. Es la única salida de los desesperados.
—Hay otra peor todavía: la resignación. Cuando no podamos engañar más a nuestros amigos, cuando todo haya fallado, entonces, resignados, dejarán de clamar y los dioses les enviarán una estaca para que se pongan de rodillas a adorarla.
—Si la estaca les da de comer…
—Más bien les servirá para hacerse mondadientes. El mondadientes, recuérdalo, es un símbolo de resignación, pero digna. Es la resignación que se engaña a sí misma.
Juan se estiró en la cama. Asomaron unos pies largos, huesudos; unas piernas rojizas cubiertas de vello, unas rodillas descarnadas.
—Échame esos pantalones.
Carlos se levantó.
—Mientras te vistes, iré a ponerte el desayuno.
—¿Seguimos sin servidumbre?
—El Relojero continúa melancólico.
Se detuvo en la puerta de la habitación y miró a Juan.
—Me da miedo. Lleva una semana sin decir palabra, escondiéndose de mí.
—Está como la bestia a la que han quitado la hembra.
—Por eso me da miedo.
Carlos salió. En la cocina, el fuego estaba apagado y los pucheros, vacíos. Prendió fuego a unas astillas. Se hizo la lumbre.
—¿Dónde habrá puesto la leche este majadero?
Vertió agua en un cazo y lo dejó en las trébedes. Luego descendió al zaguán. Paquito, de espaldas a la escalera, contemplaba el jardín: derecho sobre el umbral, sus manos meneaban el bastón. Al sentir los pasos de Carlos volvió la cabeza.
—Si busca la leche, ahí está la cazuela.
—¿Qué haces?
—Miraba la mañana.
—Y eso, ¿te divierte?
—Además, pienso.
Carlos, con la cacerola de la leche en las manos, se acercó a la puerta.
—Buenos días, Paco.
—Buenos, sin mentira. Un verdadero sábado de Gloria.
Con aire indiferente, Carlos le respondió:
—Un día de perdón. Es buena cosa ésta de que al menos una vez al año los hombres se perdonen unos a otros.
—¿Usted cree?
—Eso, al menos, exige la Resurrección. Tú, que eres tan leído, lo sabes mejor que yo.
—Hay veces en que es cuestión de hacer justicia, ¿sabe? Si usted perdona a una víbora y la deja suelta, muerde.
—Quizá el Señor perdone también a las víboras.
A mí no se me alcanzan las razones del Señor. Porque también creó las víboras y uno no deja de preguntarse para qué.
—Quizá para que sean instrumentos de su justicia.
Paquito le echó rápidamente la mano a un brazo: el puchero de la leche se tambaleó.
—¿Lo ve? Ya salió la justicia. Sin ella no hacemos nada.
—Prefiero la verdad, Paco. Cuando se conozca, muchas justicias resultarán injustas.
El loco soltó el brazo de Carlos, alzó la mano y señaló al cielo.
—Por si acaso, yo dejo la justicia en manos de Dios, que todo lo ve, y ya se valdrá para hacerla de las víboras o de los hombres, según le pete. Usted continúe con sus verdades.
Se volvió hacia el sol. Carlos contempló su perfil accidentado, los mostachos caídos, la boca apretada.
—¿No quieres desayunar? Te convido.
Paquito no contestó. Carlos regresó a la cocina. Cuando el ruido de sus pasos se perdió; Paquito enarboló el bastón, amenazante. Luego apuntó con él a una plancha claveteada de la puerta. Se oyó un ruido metálico, como de un muelle potente, y el bastón quedó clavado en la madera. Paquito empezó a reír. Dio un tirón fuerte y arrancó el bastón: de su extremo salía una punta larga, gruesa, afilada.
Habían añadido a las habituales lámparas otras dos, de tamaño mayor y bien cargadas de carburo, traídas del barco por el patrón del Mariana II. Daban bastante más luz que las propias de la casa, y la calva del Cubano relucía más que nunca, un poco tostada la piel por la parte que separa la frente del cuero cabelludo. Conforme iban entrando, los pescadores se colocaban en bancos, apretados unos contra otros y con las boinas en la mano. Orden de fumar lo menos posible, y una ventana abierta para la ventilación. Podía cada cual tomar un vaso por cuenta de don Carlos Deza, uno solo, y alguna cosa de comer, «y no porque el señor Deza sea agarrado, sino para evitar borracheras y voces destempladas», había explicado Carmiña; y rechazó las monedas particulares de alguno que pretendió doblar la dosis por cuenta propia. La mesa de la presidencia constaba exactamente de tres mesas pequeñas, puestas una junto a otra, y las habían tapado con un mantel de hule que todavía estaba húmedo. Sobre el mantel, siete vasos y tres botellas: de blanco, de tinto y de aguardiente, a elegir. La lámpara de luz más fuerte, precisamente encima, colgaba de una viga por una piola embreada a la que habían hecho un nudo marinero.
El Cubano mantenía el orden, sosegaba las conversaciones, templaba a los destemplados. Iba y venía, se colaba entre los bancos, acudía a éste y prometía a aquél atenderle en seguida. Toc, toc, toc. «Carmiña, vino tinto para dos y unas sardinas.» En un rincón, tripulantes del Sarmiento I discutían con tripulantes del Sarmiento II la oportunidad de cierto viraje ordenado con el copo en la mar.
—Té digo que fue como ahuyentar el banco. Si no, a la vista está lo pescado.
—Ya están ahí —dijo uno desde la puerta.
El Cubano alzó los brazos y todo el mundo quedó en silencio. Por la cristalera abierta llegaban rumores de la calle, el llanto de un niño, el aire oloroso a yodo y sal. Aldán entró el primero y quedó junto al quicio hasta que apareció don Lino. Carlos Deza, detrás, no se dio muchas prisas en entrar. Don Lino se había detenido, se había quitado el sombrero, lo había levantado por encima de la cabeza, lo había agitado antes de saludar:
—Salud, ciudadanos; salud y República.
Los pescadores, de pie, le miraban con curiosidad, con desconfianza, con ironía. El Cubano le saludó en nombre de todos y le pidió que les hiciese el favor de sentarse entre ellos. Le fue presentada la Directiva del Sindicato y ocupó en la mesa el lugar de honor.
—¿Tinto o blanco?
—Gaseosa, nada más que gaseosa. El vino, con las comidas y en poca cantidad, salvo un día extraordinario. Pero, amigos, los días extraordinarios de un hombre modesto se cuentan por los dedos de la mano y sobran dedos.
Juan aceptó un puesto a su derecha; Carlos prefirió un extremo, el más cercano a la pared, el peor iluminado.
—Señor diputado, aunque no sea más que por acompañarnos, debía de tomar un tinto. Está entre marineros.
Don Lino se incorporó ligeramente.
—¡Marineros, dice usted bien! Una clase excepcional de ciudadanos, dotada de todos los derechos y capaz de todos los deberes, teóricamente al menos, y constitucionalmente, desde luego; pero por encima de otras clases y de otros grupos sociales y políticos, una clase a un tiempo heroica y sacrificada. Me congratulo, marineros, de encontrarme ante vosotros mano a mano, cara a cara, y para celebrar este encuentro renuncio a la higiénica gaseosa y alzo mi copa por la común prosperidad. ¡A la salud de todos!
Ingirió medio vaso de tinto y se sentó. Aldán había dejado el suyo en la mesa y permanecía en pie. Levantó una mano y acalló los murmullos. Su perfil aquilino quedaba justo bajo la lámpara, cuya sombra oscilante le borraba la nariz; en compensación, los reflejos encendían de fuego sus cabellos.
—Camaradas…
Apoyó las ruanos en la mesa y se echó un poco hacia delante. Toda su cara quedó en sombra, pero sus pupilas resplandecían. Miró con atención el mantel floreado antes de dirigirse al auditorio.
—Camaradas, la presencia de nuestro diputado en este lugar donde tanto hemos hablado, donde tanto hemos esperado, puede ser en principio una fiesta, porque es para nosotros motivo de alegría que nuestro representante en las Cortes se acerque a los más humildes, a los más sacrificados de sus electores. Pero es al mismo tiempo una ocasión dramática, porque nuestro diputado viene a nosotros para crear una nueva esperanza donde las nuestras habían naufragado. Él ha tomado a su cargo la salvación de una empresa de cuya prosperidad dependen las vidas de todos vosotros y las de vuestros hijos. Los que aquí estamos, y perdonarme si me incluyo, nos hemos esforzado en sacarla adelante porque era nuestra obra y porque era una obra buena. No se puede acusar a nadie de haber regateado su colaboración, ni a ninguno de vuestros directivos de falta de honradez. Pero ésta es la triste realidad: no hemos tenido éxito. Vuestros ingresos no han mejorado, y la empresa está en situación económica difícil, y, como último recurso, recurrimos al auxilio del Estado. Pero el Estado, ¿quién es? ¿Lo conocemos? Entre el Estado y nosotros, he ahí a nuestro valedor.
Señaló a don Lino con la mano extendida y se sentó. No hubo aplausos. El dedo de Juan apuntaba todavía a la panza del diputado. Cuando éste se levantó —entonces sí que hubo aplausos—, el dedo señalaba la bragueta.
—¡Háganme el favor, ciudadanos! ¡Todavía no, todavía no!
Pretendía interrumpir la ovación con las manos extendidas, y después que los marineros dejaron de aplaudir, las manos suplicaban que se callasen los ecos.
—¡Todavía no, todavía no!
Los marineros que no cabían en la taberna se habían quedado fuera. Se agolpaban en la ventana abierta, metían las cabezas en el tufo de los cigarrillos y empezaban a protestar.
—¡No se oye bien!
El Cubano franqueó la puerta de cristales y la otra ventana. Las vacantes fueron rápidamente cubiertas por cabezas rapadas, por caras curtidas, por ojos anhelantes.
—Una República, queridos ciudadanos, ejem, ejem, es una forma de gobierno en que los privilegios se han repartido tan equitativamente que se puede afirmar que no existen privilegiados. Pero en una República representativa como es la nuestra, un corto número de ciudadanos, los diputados, tienen el privilegio de representar a los demás. Pero ¿podemos decir que esto constituya un privilegio? Porque si bien se mira, si bien se analiza, el privilegio de la representación es más bien una carga; ya que la representación impone un deber inexorable, un deber duro, el deber de la verdad proclamada ante el país, al que los diputados no podemos sustraernos. Tenemos el privilegio de representar la voluntad del pueblo, tenemos el deber de que esa voluntad sea atendida y escuchada. Y de que se cumpla. Esto sobre todo, caiga quien caiga. Que se cumpla también inexorablemente. La voluntad del pueblo es fuente de toda ley, de toda autoridad, de todo gobierno. Y el que se oponga a ella debe ser expulsado del cuerpo social, quiero decir de la República.
Hizo una pausa. Su mano diestra atusó los bigotes, mientras la siniestra se aproximaba al depósito inferior de la lámpara de carburo.
—¿Qué es, pues, dentro de la República, la voluntad del Uno? ¿Qué aria canta en el concierto de unanimidades políticas esta voz discordante que pretende imponerse a las demás, sonar por encima de ellas, acallarlas y arrastrarlas? ¿Cómo debemos conceptuar en una sociedad rectamente gobernada la voluntad singular que aspira a sustituir al imperio colectivo? No yo, sino los tratadistas más eximios de derecho político, los filósofos más ilustres que han ocupado su pensamiento en el estudio de la Cosa pública, lo han dictaminado: enfermedad. La voluntad individual que se opone a la colectiva es una enfermedad política, un ántrax nacido en el cuerpo de la sociedad, una acumulación de materias infecciosas que causan fiebre, que trastornan la vida normal del cuerpo, y cuya extirpación prescribe la más usual terapéutica: rajar, limpiar, devolver la salud al miembro dolorido.
La mano había descendido y, a media altura, trazaba en el aire figuras circulares, como espirales, rematadas cada una de ellas, singularmente la última, en enérgicas rectas, en estocadas a fondo clavadas en el pecho impalpable del aire. Miró caer al enemigo traspasado y recogió las manos. La voz al mismo tiempo se hizo más suave.
—Podríamos creer que el más grave peligro de la República estriba en la pululación de voluntades individuales contra la voluntad general; en los deseos de quienes se proponen medrar a nuestra cuenta; en los trapaceros, en los francotiradores, incluso en los que pretenden realizar en su persona la sublime frase del gran repúblico francés: «Las águilas van solas; los carneros van en rebaños». Pero no. Existe un peligro todavía mayor, un peligro incomparablemente más temible, un peligro que es al de los individualistas lo que el cáncer al ántrax en el cuerpo humano. El verdadero cáncer de las sociedades. Me refiero, como todos habréis comprendido, al tirano. ¿Y qué es un tirano, señores? ¿Qué es un tirano?
Acompañó la pregunta de un engarabitamiento de dedos, de una extensión y contracción de brazos, de una distensión final, con los puños cerrados, que de pronto se abrieron y mostraron al auditorio silencioso las palmas limpias de las manos.
—No os lo voy a explicar, porque lo sabéis. Incluso mejor que yo. Porque yo he visto al tirano, lo he conocido, he llegado a entenderlo; pero vosotros habéis experimentado su tiranía, la habéis sufrido en vuestra carne, os oprime, estorba el libre ejercicio de vuestra voluntad. Y no me refiero a tiranías de antaño, afortunadamente enterradas, sino a la actual; no al pasado, sino al presente; no a los muertos, sino a los vivos; no al ayer, sino al hoy mismo. Porque respondedme: ;fue deseo vuestro que las calles de esta villa ilustre, que las miradas de los tranquilos transeúntes, fuesen ofendidas por el desfile de mascaradas anacrónicas, restos ridículos de un pasado remoto que contra toda razón y todo derecho (ya os dije antes que la fuente del derecho es la voluntad del pueblo) algunos pretenden perpetuar? ¿No fueron las repetidas precauciones, el lujo de fuerzas represivas, las armas disimuladas, otros tantos bofetones a vuestra dignidad de hombres libres y conscientes? ¡Se tomó al orden público como pretexto! Pero ¿qué debe ser el orden público sino la expresión de un orden más profundo, del orden de9 la justicia? ¿Y puede existir justicia cuando se coacciona la libertad de cada uno y de todos reunidos? ¡Durante una semana, día tras día, se nos ha insultado y no se nos ha permitido responder a los insultos! Una pesada losa de tiranía nos aplastó. Se han mofado de nosotros, nos han escarnecido, y ya no falta más que inferirnos la última de las ofensas: que los esbirros del poderoso nos arrojen a la mar y sepulten en ella nuestros cuerpos.
Ras, ras, ras. La mano zigzagueante dibujó en el aire la silueta de un rayo y descargó un puñetazo en la mesa. Se oyeron «¡Bravos!». Don Lino se limpió el sudor de la frente, mientras la gente aplaudía.
—Vuestro líder Aldán ha visto claramente la cuestión. La única manera posible de liberarse de la tiranía es alcanzar la independencia económica. Por eso habéis luchado, para crear este reducto autónomo, este negocio colectivo que obtiene sus ingresos de fuentes no controladas, de fuentes libres, porque nada hay más libre que la mar e incluso podemos conceptuarla como el paradigma de la libertad. ¡Generoso, glorioso esfuerzo! Pero no venturoso. Son muchas y muy potentes las fuerzas contra las que lucháis, y no es extraño que en las primeras escaramuzas hayáis quedado vencidos ni lo es tampoco que para seguir luchando necesitéis el socorro de la ayuda pública. Y aquí, ciudadanos, es donde empieza a intervenir este modesto diputado, este representante elegido por vuestros votos, es decir, por la voluntad de todos, y que está aquí sumiso a vuestro mandato, para convertirse en algo tan impersonal como debe ser un representante. Porque el representante no es nada por sí mismo, no es más que el portavoz de la voluntad representada. La vuestra es el deseo de vivir, la lucha por la vida, que es la suprema ley. Pues bien, os aseguro, os prometo, os garantizo, os juraría si hubiese algo bastante sublime por quien jurar, que llevaré vuestra voz ante el supremo tribunal de la Patria y que la Patria no permanecerá sorda ante vuestras necesidades. Porque vosotros sois su carne y su sangre, sus fundamentos y sus defensores, los que trabajan para sostenerla y le aseguran la existencia de futuros ciudadanos. Proletarios quiere decir ante todo padres de prole, como explicaba cierta vez el gran repúblico Unamuno. Proletarios, padres de las proles patrias, patria vosotros mismos. Y si sois patria, si sois la Patria, ¿cómo no van a atenderos los que la representan? Esta humilde voz que ahora escucháis resonará dentro de pocos días en los ámbitos augustos del Parlamento, y estoy seguro de que como un solo hombre todos los diputados republicanos votarán esa ayuda suplicada. Estoy seguro, y por eso, porque conozco la limpieza de sus conciencias y la honradez de su gestión, me constituyo en garantía de que esta misión que me habéis encomendado será coronada por el éxito.
Bebió un sorbo de vino y se pasó la lengua por los labios. Le caía el sudor por las mejillas, y los hombros se le habían hundido. Aldán le susurró: «¡Déjelo ya!». Pero don Lino se irguió de nuevo y respiró profundamente.
—Porque, ciudadanos, en caso contrario no me atrevería a presentarme delante de vosotros y tendríais derecho a insultarme en la calle y a llevarme ante vuestros hijos como traidor a la más sagrada obligación. Os emplazo, pues, para dentro de ocho días, en que os daré cuenta aquí mismo de mis gestiones. A cambio de eso sólo os pido que me asistáis con vuestra presencia, con vuestro aliento y, si hace falta, con vuestra acción legal en mi lucha contra la tiranía. El día que la hayamos destruido será fiesta en Pueblanueva. Esperemos ese día confiados. Hasta entonces gritad todos conmigo: «¡Viva la República española! ¡Viva la libertad!».
Se dejó caer en el asiento. El Cubano acudió con una gaseosa. Los marineros dentro y fuera de la taberna vitoreaban a la libertad y a la República. Apoyado en Aldán, don Lino se levantó a dar las gracias. Los aplausos se prolongaban. Su estruendo salía de la taberna y volaba por encima de las aguas tranquilas.
—Le acompañaremos hasta su casa.
El público había salido, y don Lino se abanicaba con un periódico doblado.
—Gracias, gracias; pero esa gente… ¿No se les ocurrirá venir detrás? Mi modestia no me permite presidir mi propia apoteosis…
—Basta que usted lo desee…
—No es que me guste contrariar las naturales expansiones populares, pero me daría reparo llegar a mi casa en compañía de la multitud.
—No son más que cincuenta o sesenta.
—La multitud no la hace el número, sino la unidad de voluntades.
Miraba alternativamente a Juan y a Carlos.
—En fin, ustedes dirán.
—Lo que usted quiera, don Lino.
—¡Lo que yo quiera…! Yo no puedo oponerme al deseo del pueblo. Pero, repito, las glorificaciones me abruman.
Salieron. Juan advirtió al Cubano que él y Carlos volverían probablemente a cenar allí y que la Directiva esperase. Los marineros habían abierto calle y saludaban. Uno gritó:
—¡Viva nuestro diputado!
Se repitieron los aplausos. Un grupo empezó a cantar El himno de Riego y todos lo corearon. Don Lino, subido al carricoche de Carlos, con el sombrero en la mano, saludaba. Carlos maniobró con las riendas, y el coche arrancó lentamente, al paso tranquilo del caballo. Los marineros los rodearon. Seguían cantando, y al canto se mezclaban «vivas» y «mueras». La gente se paraba, y algunos se sumaban al cortejo. Una caterva de chiquillos lo precedía. Al pasar frente al casino varias cabezas se asomaron: miraban sin comprender y al comprender rieron. Sólo Cayetano permaneció serio y pronunció un «¡Mamarrachos!» que oyeron todos. La mujer de don Lino salió a la puerta llorando: le había llevado aviso el novio de su hija. Don Lino la abrazó, y enlazados entraron en la casa.
—¡Es el pueblo que me aplaude, María! ¡Es el pueblo que me ama! ¡Y yo tengo que hacer algo por el pueblo…! ¡Tengo que corresponder a su fe y a su esperanza!
Cubeiro llegó al casino antes que nadie: permanecía el salón a media luz, y el chico del bar dormitaba. Cubeiro encendió la lámpara central y los apliques de las paredes como las noches de baile, puso un disco en la gramola y se acercó al mostrador. El chico, sobresaltado, se restregaba los ojos.
—Ponme café.
—Sí, señor.
—¿No ha venido nadie? —No, señor.
—Pues hoy vendrá mucha gente. —¡Como es sábado…!
—No por eso, pero vendrán. Lo extraño es que no hayan llegado.
—Acaban de dar las diez y media.
Manipulaba el chico en la cafetera. Un chorrito de vapor negruzco salió por el pitorro, y colocó debajo una tacita.
—¿Muy concentrado?
—Más bien sí.
—¿Y copa?
—Bueno. Un día es un día. —Lo apunto todo, ¿no?
—Como siempre.
Cubeiro sacó del bolsillo una moneda de dos pesetas y la hizo bailar encima del mostrador.
—Esto es para ti.
—¿Para mí? —se le abrieron los ojos.
—Pero tienes que hacerme un favor.
El chico alargó la mano, pero Cubeiro retenía la moneda.
—Después, cuando me lo hagas.
—Bueno.
El chico retiró la mano decepcionado y colocó la tacita en su plato, con el paquete de azúcar y una cucharilla amarillenta. Cubeiro deshizo el paquete, disolvió el azúcar con meneo fuerte.
—Más tarde vendrá don Lino.
—Sí.
—Cuando venga, y lleve un ratito aquí, y veas que habla con todos, coges el teléfono y pides que te pongan con don Cayetano.
El chico puso cara de asombro.
—¿Yo?
—Sí, tú. Sin preguntarme nada y sin que nadie se dé cuenta. Pides que te pongan con don Cayetano y le dices: «Ya puede usted venir».
—¿Nada más?
—Ni una palabra más.
—Pero ¿no pregunto por él?
—No hace falta. Él estará al cuidado.
El chico cerró los ojos y repitió:
—Ya puede usted venir.
—Eso. Después te daré las dos pesetas, si lo haces bien.
—Sí, señor.
Cubeiro cogió la taza de café y pasó al salón. El disco había terminado. Le dio la vuelta y se sentó. De la gramola salió la música de un blues. Cubeiro se echó atrás en la mecedora.
—¿Tienes tabaco, chico?
—Sí, señor.
—Tráeme un paquete.
Se puso a fumar con los ojos entornados. Balanceaba un pie lentamente, al compás de la música. Cuando se abrió la puerta de la calle, se enderezó, miró al que llegaba y siguió balanceándose.
—Buenas noches.
—Buenas.
—¿No vino nadie aún?
—¿Yo no soy nadie?
—Quería decir…
En la gramola disminuía el estrépito del jazz, y la voz dulce de un negro cantó:
Just Molly and me
and Baby makes three.
My blue heaven!
Tararararararararararará,
tararararararararararará.Just Molly and me…
—Bonito, ¿eh?
—¡Bah! Yo no entiendo estas músicas de ahora.
—¡Cómo se ve que no estuvo usted en La Habana!
Se abrió otra vez la puerta, y entró el juez. Casi en seguida llegó Carreira, con tres o cuatro más. Venían discutiendo a voces.
—¡Pues yo le digo que lo sacaron en hombros!
—¡Pues le aseguro que no, porque yo estaba a la puerta del cine y los vi pasar con mis propios ojos!
—¡Pues el que me lo contó no tenía por qué mentirme!
—Pues habrá hablado por referencias.
Cubeiro echó las piernas por alto y las interpuso entre los recién llegados. Luego se levantó.
—Se acabó la disputa. Iba en carroza abierta.
—¿Lo ve usted? En el carricoche que fue de la Vieja y que ahora usa don Carlos Deza.
Dos más, uno más, otros dos: silenciosos o disputantes. El señor Mariño y el señor Couto, que no venían nunca; don Rosendo, el indiano, que ya acostumbraba a venir, pero que se retiraba temprano; dos concejales, que se habían hecho socios del Casino después de ser nombrados.
—Pero ¿qué sucede esta noche? ¿Es que hay junta general extraordinaria?
Cubeiro paseaba con la chaqueta desabrochada, las manos en las sisas del chaleco y el pitillo en la boca. Sonreía cazurramente, daba palmaditas en los hombros.
—¡Quién había de decirlo cuando aquí no éramos más que cuatro gatos! Los grandes kulaks, decía yo. Pero está visto que todo cambia. Ahora todo el mundo es socio del Casino.
—¿Usted cree que vendrá don Lino? —preguntaba Carreira.
—Si no viene, faltará a su obligación. Pero no creo que se largue a la francesa: mañana es domingo, y parte para los Madriles, como buen diputado.
—Habría que aplaudirle.
—Por mí, echen ustedes cohetes.
—Lo digo como broma.
—Pues excusa gastarle bromas, porque las tomará en serio.
La peña de chamelistas se había instalado en su rincón. Hacían castillos con las fichas del dominó, hablaban en voz baja, tomaban sus cafés. Dos candidatos a mirones completaban el grupo.
Cubeiro rebuscó en un montón de discos de gramófono.
—Mire, Carreira: me ha dado usted una idea… Cuando entre don Lino le tocamos El himno de Riego; con eso irán mejor los aplausos.
—Pues es una buena idea. ¡El himno de Riego! ¿Y por qué no La marcha real? Eso seria más broma todavía.
—No sea imbécil, Carreira. Tocar La marcha real sería como insultarle. Mejor El himno de Riego.
—Mirándolo bien, señores —intervino el juez—, es el himno nacional y no debe tomarse a chacota. Aquí todos somos republicanos.
Cubeiro, con el disco entre los dedos, miró al juez con sorna.
—Nunca más propiamente tocado que en esta ocasión.
Allá ustedes. Yo me lavo las manos.
—Siéntese y espere, y si la cosa sale bien ya se reirá.
Se habían agrupado por afinidades políticas, pero cerca unos de otros. Cubeiro recorría los grupos y prometía risa y grandes sorpresas. «Pero ¿vendrá?» «¡Claro, hombre! ¿Cómo no va a venir, si es el día más grande de su vida? Un día así no se pasa en familia.»
Don Lino bajaba por la calle con las manos a la espalda, el sombrero encasquetado y el recuerdo obsesivo de los aplausos sonándole en los oídos. Abrió la puerta del casino y entró. La gramola empezó a tocar; los presentes aplaudieron. Don Lino quedó junto a la puerta parpadeando. Por un instante, sólo por un instante, se creyó en el hemiciclo. Pero Cubeiro, que se acercaba batiendo palmas, no le recordaba a ningún diputado, menos todavía a algún ministro. Don Lino se quitó el sombrero.
—¡Caballeros, caballeros! ¡Es excesivo! ¡Gracias, gracias, mil gracias!
Le rodeaban. Las manos palmoteantes formaban corona alrededor de sus orejas. Avanzó como pudo, hasta que el corro se deshizo y cesaron los aplausos y sólo se oía en la gramola El himno de Riego:
Tatachí, tatachín, tatachinta
tatachí, tatachín, tatachíiiin…
—Retiren ese disco, se lo suplico. Sólo debe tocarse en las grandes ocasiones.
—¿Es que le parece poco la de hoy?
—Están exagerando. No ha sucedido nada extraordinario. Pero el pueblo, ya se sabe, exterioriza ruidosamente sus afectos. ¿Qué otra cosa pueden hacer los pobres? Aplaudir no les cuesta dinero.
Se había sentado y procuraba esconder a las miradas traviesas dos lágrimas que le salían.
—Pues nosotros, además de aplaudir, le convidamos. ¡Hay que celebrarlo, don Lino! ¡Chico, café para el señor diputado y lo que quiera!
—Nada más que café, y cuando nos hayamos tranquilizado, un ratito de tresillo.
De las dos lágrimas, una le resbaló por la mejilla, se enredó en el bigote y allí quedó, temblorosa y brillante como una estrella.
—Pero, ¡hombre!, ¿quién piensa en el tresillo en este día de gloria?
—¿Lo dice usted por la festividad de hoy? —preguntó insidioso el juez.
Cubeiro dio media vuelta y le hizo frente. Su mano advirtió al chico del bar, que le miraba. El chico cogió el teléfono y se escondió con él en la trastienda.
—Aquí ya no hay más gloria que la de nuestro diputado. Las demás están muertas y enterradas. Sin embargo… —pasó la mirada alrededor—, no hay dicha sin amargura, ni rosas sin espinas. Echo de menos entre los presentes a ciertas personas que debieran estar aquí. En primer lugar, al boticario, pero de éste se explica, porque el berrenchín le habrá dado dolor de tripas y lo estará curando con aguardiente. Don Carlos Deza, en cambio, no tiene disculpa. Don Carlos Deza tenía que estar aquí y ser él, precisamente él, quien hiciera el discurso de saludo a nuestro diputado. Los demás no sabemos hablar. En cuanto a Cayetano…
Don Lino alzó bruscamente la cabeza, y la lágrima perdió el asidero del bigote y se hundió en la oscuridad de la chaqueta.
—¿Don Cayetano?
—Sí, también don Cayetano. El triunfo de usted es su propio triunfo. ¿No es él quien le ha sacado diputado? ¡Pues tiene que alegrarse, como se alegra un padre del éxito del hijo!
La mano abierta de don Lino describió un tranquilo semicírculo. Los demás se habían acomodado y formaban corro; sentados los más; de pie Cubeiro y el juez; todos con sus cafés o anises en la mano.
—Vamos por partes. Sería ingrato que negase la intervención del señor Salgado en el origen de mi carrera política. Soy un sacerdote de la Verdad, y la verdad es ésta: propuso mi candidatura a la coalición republicanosocialista y fue aceptada. Pero yo salí diputado por los votos del pueblo. Los de aquí y los de fuera de aquí, los de mis amigos y los de millares de desconocidos. El pueblo me hizo, y al pueblo me debo. Y si algún día el señor Salgado, cosa que no deseo, llegara a convertirse en enemigo del pueblo, me encontraría enfrente, dispuesto a combatir y a morir si fuese necesario. Inútil advertirles, caballeros, que lo que entiendo por pueblo no coincide precisamente con sus capas inferiores, con lo que injustamente llaman algunos populacho. Para mí, pueblo es el conjunto de ciudadanos de la nación, sin excluir de ese cuerpo sagrado más que a aquellos que voluntariamente o por su conducta indigna han dado motivos de exclusión.
—Entonces, los que le aplaudieron esta mañana y le llevaron en hombros, ¿eran pueblo o populacho?
—Llamado también plebe —corrigió el juez.
Don Lino se levantó.
—En primer lugar, no fui llevado en hombros, como un vulgar torero, sino acompañado hasta mi domicilio por un grupo de trabajadores a los que había dirigido la palabra. En segundo lugar, no eran plebe ni populacho, sino legítima representación de aquella parte del pueblo que labora y sufre, esa que algunos pretenden apartar de nosotros y convertir en enemigos nuestros. Me refiero, como es obvio, al proletariado. Pero ¿quién tiene la culpa de que tan terrible escisión esté a punto de producirse? ¿Quién es el responsable de que el proletariado sea de hecho enemigo de nuestra sociedad?
—Cayetano —dijo Cubeiro tranquilamente.
Don Lino se sobresaltó.
—¡Yo no he dicho eso, caballero, o al menos no lo he dicho todavía!
—Tampoco yo quería decirlo. Fue una coincidencia. Es que acabo de oír su coche y me parece que está a punto de llegar.
El dedo de Cubeiro señaló la puerta de la calle. Todos miraron; don Lino, con altivez, con resolución. Hubo un instante de silencio, de temblor. Cubeiro y el juez cambiaron miradas. Se abrió la puerta, y entró Cayetano.
—Buenas noches, señores.
Avanzó con calma, en diagonal, hacia el rincón donde el corro se había formado y ahora se ensanchaba, hacia don Lino, constituido en su centro. Quince rostros se habían petrificado; quince corazones latían anhelantes, como en expectación de una gran faena.
—¿Qué? ¿Se discurseaba? Siento haberles interrumpido.
Buscó un asiento con la mirada. Varias manos le ofrecieron sillas. Agarró una, dio las gracias y se sentó. Don Lino permanecía inmóvil, hinchado el pecho y las manos en los bolsillos del pantalón, arrogante.
—Continúe, don Lino. Si he venido esta noche ha sido exclusivamente por escucharle. Supuse que tendríamos sesión extraordinaria —echó hacia atrás la silla, hasta apoyarla en la pared, y cruzó las piernas—. Por cierto que no le he felicitado todavía. Ya le he visto esta tarde recorrer en triunfo las calles de la villa. Enhorabuena.
—Gracias.
—No puedo menos de enorgullecerme de sus éxitos. Políticamente es usted hijo mío.
Don Lino irguió tanto el busto que resultaba combado por la espalda.
—Soy hijo de la voluntad popular. Cabalmente lo explicaba a estos señores.
Cayetano se echó a reír.
—¿La voluntad popular? Pero ¿qué es eso?
Don Lino adelantó una pierna ligeramente flexionada y un brazo recto, cuya mano apuntó con vigor a las narices de Cayetano: como el espada que busca el morrillo para matar a volapié.
—Así hablan los fascistas.
—No sé qué es eso, don Lino.
—Pues se lo voy a explicar —rectificó la postura; el toro no estaba cuadrado—. Fascista es todo aquel que se opone a la voluntad del pueblo y quiere sustituirla por la suya propia. Fascista es el que ejerce un mando personal apoyado en su fuerza o en su riqueza —se detuvo, vaciló, venció al temor—. Fascista es usted.
Se paró en seco y miró alrededor: rostros estupefactos y rostros que le animaban. Cubeiro le guiñó un ojo y susurró: «Adelante». El propio Cayetano no parecía ofendido, seguía sonriendo. «Evidentemente, no comprende la gravedad de la acusación.» Volvió a extender la mano. El toro había aquietado los remos, pero balanceaba la cabeza.
—¿Usted cree que mando tanto? —preguntó Cayetano con voz tranquila.
—¿Y aún lo pregunta? —don Lino se atrevió a sonreír también un poco desde arriba, y su barbilla señaló a los tendidos—. Interrogue a estos ciudadanos. Salga a la calle, detenga a los transeúntes, lleve usted la interrogación a la sagrada intimidad de los hogares. ¡Oh, no le dirán que sí, no lo ignoro! Le responderán con miedo y evasivas. Pero el miedo patente, la respuesta escurridiza, serán la mejor prueba. Usted manda en esta villa porque le temen, y le temen porque es usted el amo del pan. Por eso puede permitirse el lujo de pisotear las leyes de la República y obligar a ciudadanos conscientes a que toleren, a que soporten sin chistar, el espectáculo retrógrado, degradante, supersticioso y anticuado de unas procesiones. ¡Usted, que no cree en Dios ni ha creído nunca! ¡Usted, para quien no existe ley moral, ni respetabilidad, ni dignidad, si no es para pisotearlas! Como en los tiempos ominosos del feudalismo …
Cubeiro se había acercado al bar y pedía una gaseosa. La ofreció en un vaso a don Lino, y el diputado refrescó el gaznate, que empezaba a resecarse. Cayetano seguía balanceando la cabeza y fumaba un cigarrillo. Los socios del casino se juntaban, se hablaban en voz baja, miraban a hurtadillas al matador.
—¿Por qué los viejos señores pudieron ejercer la tiranía? Porque eran dueños de la tierra. Tenían en sus manos el pan y lo otorgaban al que les obedecía ciegamente, Perinde ac cadaver, vivos y muertos. ¡Duro pan, triste pan, el que se obtiene renunciando a la propia dignidad, sacrificando la libertad personal! Pan que sabe a ceniza, pan de dolor y de miseria. El que lo otorga es dueño de la vida y del honor. Tiene derecho sobre mi cuerpo y el cuerpo de los míos. Está en sus manos esclavizarme y deshonrarme. Y me coloca ante el dilema de someterme o rebelarme.
Cayetano suspendió el balanceo. Alzó una mano. Don Lino se interrumpió y escuchó la objeción.
—¿Es lo que está haciendo ahora, don Lino? ¿Rebelarse? ¿O es que la rebelión existía ya, y usted pretende convertirse en cabecilla?
—¡Yo no necesito rebelarme, señor mío, porque no soy un oprimido! Yo acuso.
—¿A mí?
—A usted. En nombre de los explotados, de los pisoteados, de los deshonrados.
Cayetano se levantó de un salto. La silla en que se sentaba cayó al suelo. Carreira y el señor Mariño corrieron a levantarla.
—Un momento, don Lino. Por lo que a los deshonrados se refiere, puede usted hablar tranquilamente en nombre propio. No pienso oponerme y hasta le doy la razón. Tiene perfecto derecho a acusarme. Como todos estos señores saben, y por eso lo digo en público, yo le he puesto los cuernos.
Dio un paso atrás. Don Lino había empalidecido. Nadie sonreía. Cubeiro y el juez se miraron con inquietud. Cayetano se acercaba a la pared. Don Lino se encogió, miró a un lado y a otro, retrocedió también. Quedó entre Carreira y don Rosendo, constituidos en peones sobresalientes.
—Es usted un miserable, señor Salgado. Es usted, además de tirano, inmoral. Se goza usted en la vergüenza ajena, se alimenta usted del cieno, como los cerdos.
Miró al suelo. El corro vacío le tentaba, le atraía. Sentía en los brazos una fuerza que le impulsa a moverlos, en el corazón un vigor que le empujaba las palabras. Salió a los medios, se inclinó hacia Cayetano, le encañonó con el dedo terrible.
—Pero ¿hasta cuándo va a durar todo eso, señor Salgado? ¿Piensa que su reino es eterno? Por lo pronto, y sépalo de una vez, en este casino ya nos reímos de usted, del burlador burlado. Nos reímos los que recordamos sus bravatas en este mismo lugar, cuando decía que por su cama no pasaban más que virgos —se volvió rápido a los presentes y encontró caras de asombro, miradas de terror—. ¿Lo recuerdan, señores? ¡Hablábamos de cierta señorita de la localidad, y el señor Salgado textualmente dijo que no aceptaba material averiado! Pues bien: el señor Salgado, ante la sorpresa y la risa de todos, lleva casi un año corriendo tras el material averiado y tolera que le den calabazas —rió con risa falsa, ampulosa—. ¡Quiere casarse con la mujer más desacreditada de Pueblanueva porque es la hija de un conde!
Cayetano había dejado de sonreír. El corro de mirones vio con espanto cómo su cara se transformaba, se oscurecía; cómo sus ojos se empequeñecían y afilaban; cómo sus dedos se crispaban y se clavaban en el aire. «Lo va a matar», dijo el juez por lo bajo, y cerró los ojos cuando saltó Cayetano.
Cayó sobre don Lino, le agarró las solapas, lo apretó contra sí. El orador chilló:
—¡Quieto! ¡Soy un diputado de la República! ¡No puede usted tocarme!
Cayetano lo sacudió con violencia, lo despidió contra la barrera. El corpachón de don Lino, su cabezota solemne, rebotaron. Quedó como un pelele: flojo, asustado, trémulo.
—¡No tiene usted derecho…!
Las manos de Cayetano ya le agarraban otra vez y le zarandeaban.
—Le voy a hacer comer el camisón de esa muchacha.
Lo empujó. Don Lino cayó encima de don Rosendo. Cayetano le hizo rodar de un puntapié. Don Lino empezó a gritar. Don Rosendo se levantaba y se limpiaba el polvo de la ropa. Don Lino permanecía en la arena, espatarrado.
—Ustedes me responden de que ese imbécil me espere hasta que vuelva.
Cayetano salió corriendo. El portazo estremeció las botellas del bar. Quince rostros se dirigían a la puerta. Don Lino se levantó con dificultad. Cubeiro acudió a ayudarle.
—¡Ha ido usted demasiado lejos!
—Deme algo de beber, haga el favor.
Se dejó caer en una silla. El cabello revuelto y escaso le cubría la cara. Se lo apartó y miró tristemente al vacío. Cubeiro acudía con una copa de coñac: la acercó a los labios de don Lino y esperó a que bebiera.
—¿Usted cree?
—Está a la vista.
—Pero ¿qué dijo al salir? Una bravata.
Don Lino intentó incorporarse.
—Me marcho.
—Eso no, don Lino. Tiene usted que esperar.
—¿Pretende que me muela a palos?
—Nos ha hecho responsables de que no se moverá de aquí.
La mirada vacilante del diputado iba de una cara en otra.
—Pero… ustedes… ¡Me protegerán! ¡Soy el diputado de este pueblo! ¡Ustedes me han elegido! ¡No pueden entregarme indefenso en las manos del tirano!
Nadie sonreía. El juez se acercó a Cubeiro, le dio unos golpecitos en el hombro. Cubeiro se apartó de don Lino.
—Hay que arreglar esto.
—Pero ¿piensa que la de Aldán tiene el virgo?
—Supongamos que sí.
—Es que si la de Aldán tiene el virgo, ya no entiendo el mundo. —La vida da muchas sorpresas.
—¡Es increíble!
—Cayetano hará alguna burrada: ¿No vio usted cómo iba? Y al fin y al cabo quienes armamos la danza fuimos nosotros.
—En eso lleva razón, ya ve; pero no contábamos con que don Lino fuese un imbécil.
—Se me ocurre que busquemos a Aldán.
—¿Para qué?
—Que esté aquí cuando Cayetano regrese…
Cubeiro le golpeó el hombro con fuerza.
—¡Lo que a usted no se le ocurra…! —contempló al juez con admiración—. Bien mirado, es cosa de Churruchaos. Allá se las entiendan con el amo. La cuestión ahora está en encontrara Aldán.
—Yo telefonearía a la taberna del Cubano. Si no está allí…
—Pues hágalo.
Cubeiro le empujó hacia el teléfono. Los presentes hablaban en voz baja. En el diálogo de los brazos y de las manos se expresaba el terror Don Lino, abandonado, prisionero, meditaba en una mecedora. Cubeiro dio dos palmadas. Todos se volvieron hacia él.
—Un momento, señores. El juez y yo hemos pensado…
Cayetano entró en una calleja que corría entre tapias de patios traseros y setos de huertos familiares. La luz de una bombilla gastada quedó a su espalda; la luz de otra bombilla distaba lo bastante como para no alumbrar su cara. Caminó por el centro, y sus pies tropezaron en un envase de conservas, se enredaron en unas ramas caídas, resbalaron en el barro fétido de un charco. Iba de prisa, frenético, ensimismado en su frenesí, inclinado hacia el suelo, la mirada perdida en el fango oscuro. Se detuvo a la mitad de la calleja, alzó los ojos, intentó reconocer las galerías que asomaban por encima de las tapias, todas iguales, todas protegidas de la lluvia por planchas de cinc gris. Continuó hasta el final y regresó. Ahora contaba las casas: «Una, dos, tres… En ésta». La tapia, recién encalada, no ofrecía asidero. Un poco más allá asomaban las ramas de un árbol: intentó alcanzarlas, saltó una, dos veces: sólo rozaba las últimas hojas con las puntas de los dedos. Más allá todavía halló desconchados, hendiduras capaces para manos y pies; pero la luz lejana arrancaba destellos a los vidrios que coronaban el caballete del muro. Desalentado, sus manos tantearon en la pared más sombría. Pudo trepar, agarrarse, llegar arriba. A gatas, recorrió la cresta húmeda, resbaladiza de musgo. Le sudaba la frente y le saltaba el corazón. Se sentó a horcajadas, se limpió el sudor. Las luces de las casas estaban apagadas, menos una, y no se oía bicho viviente. Encendió el mechero y examinó los vidrios del muro inmediato: pedazos de botella verdosos y blancos, en punta y con filos hirientes. Pasó la mano y se estremeció. Descalzó un zapato, golpeó con el tacón los vidrios más cercanos: se mellaban las puntas, y algunas aristas perdían el filo, pero el muro era largo y tan agudo el caballete que no había esperanzas de recorrerlo en equilibrio. Se oyeron pasos al final de la calle, y entró una sombra bajo la luz remota: Cayetano se dejó resbalar hacia la parte interior del muro y esperó colgado, con los pies en el aire. Quien fuera, pasó de largo y dejaron de oírse sus pisadas y la canción que tarareaba. Cayetano tuvo que izarse a pulso una, dos veces, hasta ganar de nuevo el caballete. Se acostó todo a lo largo, sobre el vientre, bien agarrado, y descansó. Sus ojos quedaban encima de los vidrios; si adelantaba un poco la barbilla podía rozarlos.
Pasaron unos minutos; se incorporó y quedó sujeto con las rodillas. Se quitó la chaqueta, la volvió del revés, la dobló y palpó su espesor. Así doblada, la colocó encima de los cristales. Apoyó las manos con fuerza, apretó, cargó el peso de su cuerpo, después la echó más lejos y repitió la prueba. Los pies pisaban los vidrios, los rompían, pero hallaban en ellos sostén. A gatas, con la espalda combada, avanzó: primero, una mano; después, otra. Primero, un pie; después, otro. Muy poco trecho cada vez, una cuarta, dos todo lo más. Lo que su vista abarcaba en la oscuridad era muro coronado de cristales.
Se paraba a respirar, aflojaba la tensión del torso, aproximaba el vientre a los cristales, recobraba la postura, y otra vez una mano y otra, y un pie y otro. Las manos, bien protegidas por la chaqueta; los pies, afincados entre los vidrios, comprobaban su resistencia; temía que le resbalasen y quedar a caballo del muro; temía despedazarse el sexo en los pedazos de cristal. En un huerto cercano ladró un perro. En el patio, a su izquierda, algo se movía. Se oyeron voces de gente que bajaba por la calle principal, voces y pasos. Luego dejaron de oírse. En el puerto gemía una sirena, y algo más lejos funcionaba un motor. «Es mi bomba de achique.»
Le resbalaba el sudor, y el corazón le latía con fuerza. Las piernas empezaban a cansarse, y en el juego de los brazos sentía un dolor agudo. Un poco más, quizá sólo un metro o metro y medio… Las puntas perforaban ya la chaqueta, las sentía cada vez más próximas a las manos. Probó a agarrarla por lugares aún intactos y perdió en la operación unos minutos. Por fin, vio el final de la muralla, los últimos cristales. Con un esfuerzo violento recorrió aquella distancia. Cuando todo su cuerpo se halló sobre el muro vecino, se tendió en él, aflojó brazos y piernas, descansó. Habían pasado quizá veinte minutos. Pensarían los del casino que Clara no le habría dejado entrar.
Tenía la boca seca y los cabellos mojados; le ardían la cara y las manos. Buscó el frescor de la piedra, la acarició, aplicó los labios a su humedad. Poco a poco recobraba la fuerza. Volvió a contar: había recorrido dos tapias, y la de Clara era la próxima. Recordó haber oído que en el patio había pozo: el ansia del agua le impulsó. Esta vez recorrió de pie, en equilibrio, los pocos metros que faltaban. Se dejó caer, buscó el cubo del pozo y lo atrajo hasta sus labios con cuidado infinito. Había un fondo de agua, y la bebió. Después se acostó en el suelo, encendió un cigarrillo y fumó durante unos minutos, hasta que sintió de nuevo vigorosos sus brazos y sus piernas. En el cielo lucían claras las estrellas; el humo del pitillo las borraba y al disiparse volvían a aparecer. Nunca le habían preocupado, e ignoraba sus nombres; pero estaban hermosas así, en la medianoche.
En la pared encalada de la casa había una puerta y dos ventanas. Se arrastró y tanteó la puerta: la halló cerrada. ¿Tendría que romper un cristal? Se movió hacia la derecha: la ventana estaba entreabierta. Metió las narices por la rendija y le llegó un olor de orines y aguardiente. Sonrió en la sombra, se incorporó y apartó una hoja hasta que cupo su cuerpo: reptando, doblándose sobre el antepecho, con las manos adelantadas en busca de obstáculos: hallaron el suelo, se apoyaron, el cuerpo resbaló y quedó dentro. Alguien respiraba cerca, una respiración mezclada de ronquido y queja. Encendió el mechero y se puso de pie: los vidrios clavados en los zapatos crujieron contra las planchas del piso. Abrió una puerta y apagó el encendedor. Quedó arrimado a la pared, pegado a ella. El silencio se llenaba de pequeños rumores. Avanzó poco a poco, hasta que su mano halló el marco de otra puerta. Buscó el picaporte, abrió, escuchó. Clara dormía cerca, y hasta él llegó un olor fragante, de cuerpo limpio, de ropa limpia, de suelo bien fregado. Le temblaron las piernas, le saltaba la sangre en las sienes y en la garganta. Esperó. Sin apartarse del marco fue introduciendo el cuerpo en la habitación. Su cabeza tropezó en la llave de la luz. La encendió sin miedo ya al ruido. Clara dio un grito y se sentó. Cayetano se había agarrado a los hierros de la cama y la miraba. Parpadearon, se veían confusamente. La luz alumbraba desde el techo, y la sombra de Cayetano atravesaba la colcha blanca. Clara cruzó los brazos sobre el escote: sus ojos agitados espiaban la cara, el cuerpo, los brazos de Cayetano. Él se movió; ella saltó de la cama. Él se acercó; ella tendió los brazos con los dedos curvados como garras. Él se inclinó y dio un salto; ella le rechazó contra la pared. Corrió hacia la puerta, pero se sintió cogida, atenazada. Se debatió, logró soltarse y rechazar a Cayetano. Quedaba ahora contra el rincón, y él, bajo la lámpara, la miraba con ansia, con ojos encendidos. A Clara se le había soltado el pelo y le caía sobre la frente. Se lo echó atrás. Miraba las piernas de Cayetano, esperaba su movimiento. Cuando las vio cerca lanzó una patada al vientre; pero el cuerpo de Cayetano cayó sobre el suyo, la aprisionó. Rodaron al suelo, jadeantes, abrazados. Las piernas tropezaban en los muebles, derribaron un jarro lleno de agua. Clara sintió en la espalda su frior, y con el frío más fuerza. Clavaba uñas y dientes donde podía. El aliento de Cayetano calentaba su piel, la humedecía; su cuerpo la oprimía; sus rodillas la sujetaban al suelo. Pudo soltar un brazo y clavarle los dedos en la garganta. Cayetano tosió y abrió la boca. Pero su mano agarró la muñeca de Clara y la retorció hasta que los dedos aflojaron.
Ahora los labios abiertos de Cayetano buscaban su boca: Se dejó besar y sintió que una mano intentaba acariciarla. Con las últimas fuerzas lo empujó lejos, saltó, huyó, se refugió tras la cama. Cayetano se levantó rápidamente, y otra vez su cuerpo se encorvaba como el de un animal dispuesto al salto. Tenía la camisa desgarrada, el cabello revuelto, sangre en la cara y en las manos; pero estaba magnífico, como un gallo victorioso. Clara retrocedió. Más que el dolor, más que el cansancio, empezó a temer al deseo que le nacía en las entrañas, un deseo que, contra su voluntad, respondía a la incitación del macho poderoso, a los músculos férreos, al pecho ancho y levantado. Cerró los ojos y respiró fuerte. Buscó con qué defenderse. Cayetano había escondido los brazos y otra vez se acercaba. Se arrodilló en la cama, sonriente. Clara vio las gotas de sudor mezcladas a la sangre, vio el pecho que se agitaba y su pelambrera oscura asomar por los jirones de la camisa. Le oyó decir:
—Lo siento, Clara.
Luego recibió un golpe, le dolió horriblemente el encaje de las mandíbulas y cayó sin sentido.
Cayetano empezó a besarla enfurecido, mientras sus manos desgarraban el camisón de arriba abajo.
—No se habrá vuelto atrás el diputado.
—Te llamará para los últimos detalles.
—Pero ¿por qué en el casino?
—No olvides que empieza a emborracharse de multitud. Ya necesita público para todo.
El caballejo caminaba al trote. Carlos se inclinaba sobre las riendas, y Juan, un poco recostado, fumaba un cigarrillo. Se oyó la voz de una sirena y el ruido de un motor. En la mar verdosa bailaba el reflejo de las luces.
—Vendrás conmigo, ¿no?
—Realmente sólo tú fuiste el llamado.
—Pero no vas a dejarme solo en el casino. Es un antro que no he pisado nunca.
—¿Te dan miedo los viejos raposos?
—Me molestan.
—Yo estoy acostumbrado a ellos y te aseguro que me divierten. Son buenos tipos para un estudio.
—Unos malvados, eso es lo que son.
—No más que otros y acaso menos. Me atrevería a decir que en el fondo no son malas personas. Pero sus condiciones morales de momento no me importan. Lo interesante sería estudiarlos y perseguir en cada uno de ellos el proceso de deformación operado por el ambiente.
Aquí el ambiente se llama Cayetano.
—¿Qué más da? Admito que todas las retorceduras de estas almas, todos sus recovecos, y hasta me atrevería a decir que sus misterios, sean creación de Cayetano. Pero eso no los hace menos interesantes. Ahí tienes a don Baldomero, que es el que conozco más de cerca. No creo que sea el que haya sufrido menos a causa de Cayetano, pero es el que le odia más ostensiblemente.
—No más que don Lino.
—Pero de otra manera. Don Lino no acepta la realidad como es, sino que la convierte en un sistema de abstracciones. Transfigura a Salgado en el «tirano» y lo combate con retórica igualmente abstracta. Todos los tiranos del mundo se resumen en Cayetano, y todos los discursos de oposición, en las soflamas de don Lino. Y quizá él mismo se sienta resumen de todos los libertadores. Pero un resumen que perora resúmenes no puede hacer nada práctico contra otro resumen. A don Lino se le va la fuerza por la boca y no aspira a otra cosa. Su mayor gloria sería pronunciar una catilinaria ante el senado estupefacto de los socios del casino. «¿Hasta cuándo, Cayetano, abusarás de la paciencia nuestra?» Don Baldomero, en cambio, si las circunstancias le favoreciesen, lo mataría. Pero como las circunstancias no le ayudan (para él la única circunstancia favorable sería una guerra carlista), se contenta con soñar en el asesinato, un asesinato diferido a fecha incierta y puesto quizá en las manos de Dios.
—No hay nadie en Pueblanueva que no quiera matar a Cayetano, que no haya imaginado alguna vez matarlo.
—Yo me contentaría con manejarlo a mi antojo. ¡Ah, eso me permitiría hacer experiencias con él y con don Baldomero!
—Tampoco lo harías, Carlos. Porque sería jugar con hombres, y tú no eres capaz de convertir a nadie en pieza de un juego intelectual.
Arrojó la colilla y echó el brazo por el hombro de Carlos. El coche enfilaba el Arco de Santa María.
—En el fondo, y aunque te pese, todos somos humanos para ti y no objetos de estudio. Hombres a los que tienes afecto, a los que compadeces, a los que ayudas si puedes. Te he calado hace tiempo. La ciencia te importa un pito. Si sigues hablando de ella es para defenderte de tu buen corazón. No sabes odiar y hasta por Cayetano sientes amistad. Todos hemos pensado alguna vez en matarlo, menos tú. Y no soy yo solo el que lo sabe. El otro día me hablaba de ti el Cubano en términos parecidos. Eres un hombre blando o eres al menos incapaz de maldad. Has ayudado a los pescadores más de lo que podías. No habrá sido por hacer una experiencia.
—¿Cómo que no? Una experiencia colectiva que me dio buen resultado, aunque al fin haya acabado complicándose.
Tiró de las riendas, y el coche se detuvo.
—Lo dejaremos aquí. Y procura ser breve con el diputado. Me estoy cayendo de sueño.
Carlos abrió la puerta, entró el primero, dejó pasar a Juan y cerró. Quince rostros se volvieron hacia ellos; quince rostros asustados de pronto, en seguida sonrientes. Cubeiro corrió al encuentro de Carlos con los brazos tendidos. Don Lino llamaba a Juan.
—¡Señor Aldán, por fin llega usted! Siéntese aquí, conmigo. ¡Chico, al señor Aldán lo que quiera! ¿Quiere tomar una copita?
El tono de la voz del diputado tenía resonancias de ansiedad, si bien disimuladas, y se movía nerviosamente. Sentó a Juan a su lado y empezó a hablarle. Cubeiro se había llevado a Carlos a la barra del bar. Don Lino se interrumpía, se dirigía a cualquiera de los presentes, reanudaba con Juan una conversación incoherente, hecha de exclamaciones. Cubeiro contaba a Carlos comidillas locales referentes a las procesiones y a la destitución del alcalde por el gobernador civil.
—¡Ah! Y se dice por ahí que don Baldomero fue el que puso fuego a la iglesia. Hay quien le vio salir pegando tumbos de borracho que estaba y con un paquete bajo el brazo. Momentos después se vieron llamas.
—¡No me diga!
—Pues a mí no me costaría gran trabajo creerlo. Las pinturas no le gustaban, y con el aguardiente… ¿No le parece que tiene gracia la cosa?
Don Lino manoteaba, braceaba. Carlos veía sus movimientos por encima del hombro de Cubeiro. Veía también los cuchicheos, las miradas furtivas a la puerta, los paseos nerviosos. Y todo le parecía extraño, forzado.
—Oiga, Cubeiro: ¿qué pasa aquí?
—¿Pasar? Nada que yo sepa. Que hay más gente que otras veces. Y como don Lino estuvo discurseando, no hubo manera de arreglar una partida. ¿Ha visto usted a don Lino? ¡Está que no le cabe una paja por el culo! Pero, claro, le ha visto y le ha traído en su coche. Usted está bien enterado.
También don Lino miraba a la puerta de vez en cuando y consultaba el reloj. Alguien dijo a su lado: «¡Ya van tres cuartos de hora!», y al que lo dijo lo arrastraron hasta un rincón. «¡Pues le habrá dado mucho trabajo!» El chico del bar aprovechó un silencio de Cubeiro para recordarle la promesa de dos pesetas, y Cubeiro con mirada asesina las arrojó encima del mostrador.
—Lo que me ha dicho usted del boticario no deja de ser interesante. ¿Quiénes lo lean visto?
—Unas mujeres que volvían del velatorio de un pariente. Salió por la puerta de la iglesia, por la pequeña, y se marchó a su casa dando un rodeo. A ellas les extrañó que a aquellas horas estuviera la iglesia abierta.
—¿Y lo sabe esa gente?
—Como se dicen esas cosas. Que si Fulana oyó decir a Zutana que Perengana había visto… Pero lo taparán, ya verá usted cómo lo tapan. Al cura de Santa María después de todo le dio el trabajo hecho.
Se abrió la puerta con estrépito, y entró Cayetano. Todos se volvieron hacia él y recularon suspendidos, paralizados los movimientos y los gestos. Juan estaba de espaldas, y desde la barra del bar la puerta no se veía. Carlos preguntó:
—¿Qué sucede?
Y Cubeiro intentó sujetarlo.
—Calle. No va con usted.
Cayetano atravesó el salón pisando fuerte. Roto, arañado, despeinado. Se detuvo delante de don Lino, levantó el brazo con calma y echó sobre la mesa de mármol un camisón destrozado, con manchas. Juan entonces volvió la cabeza. Cayetano le vio. Dio un paso atrás. Juan se puso de pie, le miró, se volvió a medias hacia la mesa, cogió el camisón.
—Quién te ha traído aquí? —le gritó Cayetano—. ¡No te metas en esto!
Juan dio, una patada a la silla, se quitó la chaqueta rápidamente. El juez corrió a sujetarle; Cubeiro abandonó a Carlos y se acercó a Cayetano de un brinco.
—¡Señores, nada de peleas en el casino! ¡Las cuestiones, a la calle!
Cayetano lo apartó de un manotazo. Todos chillaban:
—¡A la calle, a la calle! ¡Peleas, a la calle!
Juan pugnaba por desasirse del juez. Y el juez gritaba cerca del oído de Juan:
—¡A la calle! ¡Soy el juez y les prohíbo que peleen aquí dentro!
Recibió una sacudida y salió despedido contra el suelo. Juan corrió a la puerta.
—¡Ven a la calle a que te mate!
Esperaba en la acera, con los brazos contraídos, con los puños cerrados. Cayetano se acercó calmosamente, y unos pasos detrás, los socios del casino. Al poner Cayetano los pies en la acera, Juan saltó encima, y cayeron al suelo.
Carlos había quedado solo en la barra del bar. Se acercó a la mesa donde Juan y don Lino habían estado sentados, recogió el camisón, lo examinó y lo guardó. Luego se dirigió a la puerta. Habían abierto la ventana, y desde ella los socios del casino contemplaban la pelea. Carlos quedó en el umbral con las manos en los bolsillos. Ensangrentados, contraídos, Cayetano y Juan se golpeaban en medio de la calle. Se rechazaban y se volvían a juntar, caían y se levantaban. Al ruido de los golpes se mezclaban los gritos sordos, los insultos en voz baja. Cubeiro se acercó a la puerta y preguntó a Carlos:
—Usted, ¿por quién apuesta?
—Y usted, ¿quién prefiere que gane?
Salía gente a las ventanas. Chillaron unas mujeres, y una voz de hombre clamó desde un mirador:
—¡Sepárenlos! ¿Qué hacen que no los separan?
Juan cayó y tardó en levantarse. Cayetano retrocedió unos pasos, respiró fuerte. Juan estaba de rodillas y se apoyaba en el suelo vacilante. Cayetano se aproximó, levantó el brazo, dio impulso a la mano y descargó un puñetazo en las narices de Juan. Inclinado y en guardia, vio cómo Juan caía, cómo se retorcía, cómo quedaba quieto. Le dio una patada, y el cuerpo de Juan saltó, se estremeció y no volvió a moverse. Entonces Carlos se quitó la chaqueta, atravesó la calle, agarró a Cayetano de un hombro y lo zarandeó.
—Ahora, conmigo.
Cayetano se pasó la mano por los ojos, miró a Carlos y se echó a reír.
—¿Contigo? ¡No tengo ni para empezar!
Carlos le descargó un revés y dejó el pecho al descubierto. Recibió un puñetazo en el estómago, se inclinó, y esta vez fueron las narices las golpeadas. Perdió el equilibrio, dio un tropezón y quedó en el suelo, atravesado. Se retorció, intentó levantarse, recibió un puntapié en el trasero y dio con la cara en las losas del pavimento.
Cayetano en mitad de la calle alzó los brazos.
—¡Se acabaron los Churruchaos!
Cubeiro acudía con un vaso de agua. Cayetano bebió la mitad de un trago y la otra mitad la arrojó a la cara de Cubeiro. Se dirigió a la puerta del casino. Los que habían contemplado la pelea saltaron rápidamente por la ventana. De unos balcones a otros hablaban las mujeres, preguntaban quiénes se habían peleado, reflexionaban que no hay cosa peor para los hombres que el vino. Los socios del casino se separaron calladamente, mientras Cayetano bebía a morro el coñac de una botella ante la mirada del muchacho del bar.
—Vete al patio, sácame un cubo de agua y échamelo por encima.
Se sentó en una silla y esperó. El muchacho, sin dejar de mirarlo, salió al patio.
—Pero ¿nadie recoge a esos hombres?
—Déjelos, que muertos no estarán.
—Es un pecado dejarlos ahí tirados.
—Dicen que son los Churruchaos…
—Pues si son los Churruchaos que se arreglen…
Las ventanas empezaban a cerrarse. Una colilla encendida vino volando y cayó junto a la cara de Juan. Carlos se incorporó y miró alrededor: le dolían la cara y el pecho; la sangre le resbalaba por la barba y el cuello. Se acercó como pudo a la puerta del casino, recogió su chaqueta y buscó el pañuelo. Con él arrimado a las narices llegó hasta Juan, lo cargó a hombros y lo condujo al carricoche. Asió las riendas y tiró calle arriba. Llamó a la puerta de don Baldomero, la golpeó con los dos puños, gritó el nombre del boticario. Se oyó el ruido de un mainel al abrirse.
—¿Quién es? ¿Qué sucede?
—Ábrame. Soy Carlos Deza.
Tardó en bajar don Baldomero, vestido de cualquier modo, con cara de susto.
—¡Don Carlos! ¿Qué le ha pasado?
—Acérquese y ayúdeme.
Entró en el carricoche y echó en brazos del boticario el cuerpo inerte de Juan.
—Pero ¿quién es? ¿Está muerto?
—Es Aldán. Métalo en la botica y hágale la cura. A mí deme agua para lavar esta sangre.
—Mejor aguardiente. Un buen trago primero y después agua. Coja a Aldán por los pies. La puerta la abriré yo.
Juan se quejaba débilmente, y su cuerpo pesaba como el de un muerto. Lo dejaron en el suelo mientras encendían las luces. Don Baldomero cerró la puerta. La atrancó y fue en busca del aguardiente. Pasó la botella a Carlos, destapada.
—Beba lo que apetezca. Luego vaya al patio y lávese. Yo me encargo de Aldán. La luz del patio está encendida.
Carlos se sintió reanimado. Don Baldomero arrastraba a Juan hacia la rebotica. Le ayudó a sentarlo y le aguantó, mientras don Baldomero con algodones empapados en agua oxigenada le lavaba las heridas.
—Vaya a mojarse, don Carlos. Yo me basto.
Carlos salió al patio. Metió la cabeza en el cubo y la mantuvo sumergida unos instantes. Escurrió el agua de los cabellos, y así, mojado, entró.
—¿Tiene una toalla para secarme?
—Sí, tome. Y venga aquí, que le taponaré las narices. Hay que cortar esa hemorragia.
Se sentó y esperó. Juan estaba herido en la frente, en los labios, en una mejilla, y tenía hematomas en todas partes. Don Baldomero le aplicaba ungüentos, gasas y esparadrapos.
—Cómo lo han dejado, ¿eh? Parece un Ecce-Homo. Y usted tampoco está mal.
—Lo mío es menos importante.
—¿Quién ha sido?
—Cayetano.
Don Baldomero suspendió un instante la cura. Miró a Juan y a Carlos e hizo un gesto indefinido.
—A ver. Ahora, usted.
La cabeza de Juan reposaba encima de sus brazos, sobre la mesa camilla. Respiraba fuerte y gemía.
—Debe tener el cuerpo magullado. Le daré un mejunje para que lo friccione.
Carlos inclinaba la cabeza hacia atrás, mientras el boticario le manoseaba en las narices. La sangre contenida afluyó a la garganta. Tosió.
—Cosa de un minuto. Luego se echa boca arriba.
—No puedo. Hay otra víctima.
—¿Otra…?
Carlos se levantó.
—Dé a Juan un poco de aguardiente y espere aquí con él, hágame el favor.
Don Baldomero le preguntó asustado:
—¿Adónde va?
—No pase cuidado y espere. Vendré en seguida.
Salió y montó en el carricoche. El dolor del labio le resultaba especialmente agudo, y sentía hincharse la carne. Escupió sangre y comprobó con la lengua que un diente se movía.
«Pues me ha dejado hecho unos zorros.»
Dirigió el coche a la plaza y lo paró ante la casa de Clara. Saltó y corrió a los soportales. Ante la puerta vaciló. La empujó con mano temblorosa, y la puerta cedió. Sintió una gran alegría. La tienda estaba a oscuras. Arrimó otra vez la puerta y corrió un cerrojo. Escuchó. Por debajo de la puerta interior salía una raya de luz débil. Entró en el pasillo. La luz venía de una habitación con montante de cristal. Se acercó, llamó con los nudillos y abrió. Clara estaba encima de la cama, debruzada, el cuerpo desnudo cubierto por la sábana hasta más arriba de la cintura. Sillas caídas, la almohada en el suelo, ropas aquí y allá. El cuerpo de Clara, inmóvil. Puso la mano sobre la espalda caliente, temblorosa.
—Clara.
Ella levantó la cabeza y le miró entre la maraña de cabellos, con mirada quieta, de animal asustado. Tardó un rato en moverse, en sonreír. Entonces le temblaron las pupilas y dejó caer los párpados. Extendió un brazo y gimió.
—Espera. No te muevas. Te traeré ropa.
Abrió el armario y cogió un abrigo negro. Clara se había tapado con la sábana y escondía la cara entre los brazos. Dejó el abrigo a su lado.
—Dame agua, ¿quieres? En la cocina.
—Sí.
Salió, buscó un vaso, lo llenó. Clara se había puesto el abrigo y estaba sentada en el borde de la cama. Bebió el agua ávidamente. Devolvió el vaso a Carlos y le miró el rostro. Alargó la mano y le acarició el labio tumefacto.
—¿También a ti?
—No importa.
Carlos le apartó los cabellos y le examinó el rostro. Tenía el labio inferior hinchado y amoratado, la cara manchada de sudor y sangre.
—Espera. ¿Dónde tienes una toalla?
—Por ahí.
Las buscó en el aguamanil; fue a la cocina y llenó de agua la palangana.
—A ver. Inclina la cabeza.
La lavó y la secó.
—Ahora, vámonos.
—¿Adónde?
—A mi casa.
—Mis zapatos…
Carlos se arrodilló, buscó los zapatos debajo de la cama y se los calzó. Clara respiraba con fuerza. Cruzó el abrigo y lo sujetó con la mano.
—Bueno. Como quieras.
Apagaron la luz y salieron. Carlos descolgó la enorme llave de hierro y cerró con ella la puerta de la calle. Ayudó a Clara a subir al coche.
Aquí, a mi lado.
—¿Y Juan?
—Ahora lo recogeremos.
Se detuvieron ante la casa del boticario. La mandó esperar. Don Baldomero abrió la puerta.
—Ya está mejor. Ya habla. ¿Quién queda en el coche?
—Clara.
—Pero ¿qué ha sucedido?
—Es penoso explicarlo. Ya lo sabrá usted.
—A ese tío había que matarlo…
Juan apareció en la puerta de la rebotica, deformado el rostro por la hinchazón y los apósitos; arrastraba una pierna.
—Le he dado alcohol alcanforado para las fricciones y unas pastillas para dormir. Mañana subiré a hacerles las curas. Porque irán al pazo, supongo…
Juan se agarró al brazo de Carlos.
—¿Y Clara?
—Está ahí. Vendrá con nosotros.
Don Baldomero les acompañó y esperó a que el coche arrancase. La calle estaba vacía, y se oía, lejana, una canción cantada a coro.
—Mañana subiré al mediodía…
Juan iba tumbado en el fondo del coche. Carlos abrazó a Clara con la mano libre, la sujetó durante todo el trayecto.
Fueron silenciosos. Juan, de vez en cuando, resoplaba y se quejaba. Al descender del coche, le flaqueó la pierna y cayó. Clara le ayudó a levantarse. Carlos había entrado en el zaguán y llamaba al Relojero. Paquito apareció en la puerta del chiscón con la luz en la mano. Miraba a Carlos con ojos saltones. Señaló el labio hinchado, las manchas de sangre…
—Alúmbranos el camino, Paco. Después, hazme el favor de guardar el coche y el caballo.
—¿Hubo guerra?
—Y derrota.
Juan apareció en el umbral, apoyado en Clara. El Relojero se volvió hacia ellos, atravesó el zaguán y levantó la luz por encima de su cabeza.
—¡Carajo!
—Ve delante, Paco.
Ayudaron a Juan a subir las escaleras. El Relojero, cada dos pasos, se detenía y miraba. Entró en la habitación de Juan y prendió las luces.
—¿Y ahora?
—Haz lo mismo en mi cuarto y en la torre.
Paquito señaló la pierna renqueante de Juan.
—Esa pierna hay que verla. Yo entiendo de composturas.
—Alumbra las habitaciones y vuelve.
—Yo haré lo que sea, ¿eh?
—Vete, y vuelve.
Echaron a Juan en la cama y empezaron a desnudarlo. Le dolían los movimientos, le lastimaba hasta el colchón. Quedó en ropas menores; Clara se apartó, hasta que Carlos lo hubo tapado. Quedaban fuera los pies, calzados de zapatos relumbrantes con largas rozaduras. Clara se arrodilló y empezó a descalzarlo.
—Puedo darle unas fricciones —dijo—. De vinagre.
—Trae ahí con qué darlas, pero el Relojero lo hará mejor.
Entregó a Paquito el frasco de alcohol.
—Te lo encomiendo, Paco.
El Relojero rió.
—A mí me han dado tundas mayores, y ya me ve.
—Ven, Clara.
La llevó a su habitación. Paco había encendido velas y quinqués. Clara se dejó caer en la cama, y Carlos se sentó a su lado y le acarició el pelo. Ella había cerrado los ojos. Su mano buscó la de Carlos y se la apretó.
—No me compadezcas, Carlos. Me defendí como pude, pero hubo un momento en que deseé entregarme a él. Si se hubiera dado cuenta, si hubiera sabido esperar un poco más, no habría tenido necesidad de golpearme.
Se incorporó y quedó apoyada en el codo.
—Siempre hay algo dentro de mí que lo estropea todo.
—Eso no eres tú, sino lo que llamas tu demonio.
—Quizá; pero lleva tanto tiempo dentro, que es como si fuera mío.
—¿Y no habrá muerto hoy?
—No lo sé…
Alzó la mano y acarició de nuevo el labio de Carlos.
—¿Te duele mucho?
—Una especie de hormigueo…
Clara sonrió.
—¡Estás tan feo, Carlos! ¡Y me da tanta pena pensar que te han pegado por mi culpa…!
—Hace bastante más de un año que este golpe me amenazaba. Por fin, ha descargado. No fuiste más que el pretexto.
Clara dejó caer la cabeza y extendió los brazos.
—¿No estaría de Dios que hubiera de ser Cayetano…? —se interrumpió; agarró el brazo de Carlos—. De una manera o de otra, buena, mala o peor. No se puede escapar a lo que está escrito.
—Nada hay escrito, Clara. No hay más que nuestra voluntad y la voluntad de los demás. A veces, la de ellos puede más que la nuestra, y nos hacen daño; a veces, la nuestra se equivoca y hacemos daño a los demás y a nosotros mismos.
Quedaron en silencio. Se oyeron los pasos del Relojero en el corredor y el golpe de sus dedos en la puerta.
—Pasa.
El Relojero abrió una rendija y asomó la cara.
—Ya está. Dice que había unas pastillas para dormir.
—En el bolsillo de su chaqueta.
—¿Cuántas le doy?
—El sabrá.
El Relojero cerró la puerta. Clara dijo:
—También me gustaría dormir.
—Te traeré una pastilla.
Salió y fue a la habitación de Juan. Paquito le daba a beber un vaso de agua.
—Majaron en él como en el trigo.
—¿Dónde están las pastillas?
El Relojero señaló un tubo encima de la mesa de noche.
—Golpes en todas partes, muchos con sangre, y un hueso de la pierna desconcertado. Ya lo encajé y le puse unos paños, pero, a lo mejor, está roto.
—Ahora, acuéstate.
—No tengo sueño.
Clara se había acostado. Al incorporarla para darle el agua y la pastilla, Carlos vio que estaba desnuda.
—Ponte, si quieres, mi pijama, pero está destrozado, y no tengo otro.
—Ya me arreglaré.
—Mañana te traeré ropa. Ahora, duerme.
Adiós, Carlos.
Apagó las velas y salió. El Relojero estaba en el pasillo, ante la puerta de Juan.
—¿Sucede algo?
—Nada. Pero ¿adónde va a dormir esta noche?
—No te preocupes. Hasta mañana.
Se metió en la habitación de la torre y cerró la puerta. La sangre latía en el labio golpeado, en las sienes, en los pulsos.
Echó un trago de coñac, se sentó en un sillón y cerró los ojos.
Amaneció un día resplandeciente. El sol se asomó al cielo limpio y lo inundó todo de luz. Carlos, desde el sillón, contempló el disco rojizo, le vio ascender por encima de los montes. Se estiró y se contrajo rápidamente: le dolían los músculos, las articulaciones, quizá los huesos y el alma. El labio se le había hinchado mucho más: lo podía ver, oscuro, sólo con bajar los ojos.
Se levantó y sintió un pinchazo en la pierna derecha. «¡Ay!» También la parte alta de las nalgas recordaba el puntapié de Cayetano. Renqueando, se acercó a la mesa y bebió coñac. Se sintió con más bríos. Abrió la ventana y dejó entrar el aire fresco. Pueblanueva dormía. Miró el valle oscuro, la mar que clareaba, los montes remotos. Era hermoso.
Marchó a la cocina, se lavó en el fregadero, destaponó las narices y limpió las manchas de sangre. Después se miró en el espejo del Relojero y se rió. Oyó pasos quedos en el corredor, se abrió la puerta y entró Paquito.
—¿Le pasa algo, don Carlos?
—Nada.
—¿Va a salir?
—Sí.
—¿Quiere que le prepare el coche?
—Bueno.
—También puedo acompañarle.
—No.
El Relojero dio una vuelta por la cocina.
—Es muy temprano para hacer el café.
—Lo haremos luego.
—¿Va a venir pronto?
—En seguida.
—Sería bueno traer vendas para Aldán.
—Más tarde vendrá el boticario a hacerle las curas.
—¡Ah!
Cuando Carlos bajó al zaguán, el coche le esperaba. No halló a nadie en el camino, ni en la plaza; pero, a su paso, se movieron algunas cortinas. Entró en casa de Clara, fue derecho al armario, recogió toda la ropa, la empaquetó en una sábana y llevó al coche el atadijo. Volvió adentro, buscó en la tienda lo que Clara hubiera podido olvidar, recogió sus avíos de coser, cerró y guardó la llave. Al salir de la plaza, el autobús matutino asomaba a la puerta del garaje. Había gente a la espera, y por la esquina de la iglesia asomó don Lino, la maleta al hombro y su mujer al lado. Carlos entró en el coche y esperó. Don Lino venía desalado, miraba a todas partes; entró el primero en el autobús y se escondió en un rincón; María esperaba, inquieta.
«Éste pone tierra por medio», pensó Carlos.
Marchó a casa de doña Mariana, metió el coche en el jardín y subió. Olía a humedad y el polvo apagaba los brillos de la cera. Recorrió los pasillos, abrió alguna ventana, vació la ropa de un armario y la fue colocando en un cajón. Después, desarmó la cama que había usado Germaine, llevó sus piezas al coche y arrastró, como pudo, el cajón de la ropa. Sudaba y sentía en las fauces sabor a sangre.
Paquito le esperaba a la puerta del zaguán, con el bastón en las manos y la mirada perdida.
—Ayúdame, Paco. Vamos a armar esa cama en el cuarto que fue de mi madre. El cajón lo subiremos entre los dos.
—¿No tiene hambre?
Trabajaron durante una hora. La cama quedó armada en un rincón, y hacía bonito, con la colcha de seda y los damascos del dosel.
Ahora puedes hacer el desayuno.
Ordenó en el armario la ropa de Clara, barrió un poco el suelo, limpió el polvo de los cristales y de los muebles. El Relojero vino a decirle que ya estaba el café.
—Acaba de llegar la panadera. ¿Cuánto cojo?
—Tú verás. Para cuatro.
Le dio dinero y marchó a la cocina. La cafetera humeaba encima de la mesa. Preparó la bandeja con dos tazas. Paquito subió con el pan, moreno, crujiente.
—Tú, lleva el café al señor Aldán.
—Sí, don Carlos.
El Relojero no se movió.
—¿Esperas algo?
—¿Quién les pegó?
—¿No lo adivinas?
—Era cuestión de suponerlo.
Colgó el bastón de un clavo y empezó a preparar la bandeja de Juan. Carlos llevó la suya al cuarto de la torre y entró después en la habitación de Clara.
—¿Estás despierta?
—Sí.
Clara miraba al techo, y Carlos advirtió en las pupilas la misma quietud, el mismo terror que unas horas antes, al entrar en su cuarto, al hallarla desnuda. Carlos se estremeció; la mirada de Clara le recordaba otras miradas vistas en Viena y en Berlín, entre los clientes de los sanatorios.
Se acercó, le cogió la mano.
—¿Te encuentras bien?
—No lo sé.
—Ya he traído tus ropas, y algunas cosas más. Están en otra habitación.
Cogió el abrigo de Ciara y lo dejó encima de la cama. Ella no se había movido, pero ya no miraba al techo.
—Ahora, ponte esto y ven a desayunar.
Se acercó a la ventana mientras Clara se vestía.
—Ya puedes volverte —dijo ella.
Los pantalones rotos del pijama le salían por debajo del abrigo. Se había recogido el pelo y buscaba algo con que atarse la cintura. Carlos le trajo un trozo de cuerda.
—Es que, al andar —explicó Clara—, se abre y se me ve la carne.
La llevó a la torre. Clara se empeñó en servir las tazas y en preparar el pan. Se movía en silencio, sin mirar a Carlos. A veces pasaba la lengua por el labio amoratado, o retiraba bruscamente las manos y las escondía. Al echar el café, el chorro oscuro vertió fuera de la taza. Se disculpó, enrojecida. Cortó, temblando, las rebanadas de pan.
—Me preocupa Juan —decía Carlos—. Es difícil que un hombre como él encaje con serenidad el golpe. ¿No sabes con qué alegría interior, con qué furia, esperaba a Cayetano! Se le notaba en los ojos brillantes, en la voz segura. Era la ocasión de su gran victoria, pero lo fue de su derrota, una derrota pública, evidente, sin paliativos y que no hay manera de disimular. Porque lo mío fue otra cosa. Fue, como si dijéramos, un lujo. Me metí en la pelea a sabiendas de que perdería, sólo por solidaridad con Juan en la derrota, sólo pensando que le gustaría no ser el único vencido. Yo estaba sereno y sabía lo que iba a suceder. Sopapo más, sopapo menos, Juan estaba vencido antes de empezar. A fuerzas iguales hubiera ganado Cayetano, porque su furia era todavía mayor. Sin embargo, me alegré de que Juan pelease, me sentí lleno de orgullo cuando le vi, hecho un gallo, y no por él, sino porque salía en tu defensa. Llegué alguna vez a dudar que te quisiera, pero lo de ayer lo hizo sólo porque te quiere.
Clara alzó la cabeza y preguntó con dulzura:
—¿Por qué me engañas? Sabes perfectamente que Juan no me quiere, y que ayer no peleó por vengarme, sino por quedar bien, por su honor de hombre. Se lo agradezco igual, y lo siento, pero no me hago ilusiones.
—Estás equivocada, Clara. Juan…
Clara le interrumpió:
—No sigas. Di de Juan lo que quieras, pero sin meterme a mí.
Lo mío es mío sólo.
Hablaba con voz intranquila, miraba con turbación. A pesar del cíngulo improvisado, se le abría el abrigo y se le veía la carne por el escote del pijama. Lo cerró con mano torpe.
—Es tan mío, que siento como si, al pelearos, me lo quisierais robar. Pero es igual. Hubierais matado a Cayetano y me sentiría lo mismo. Ni Cayetano ni nadie importa. Lo que está hecho, está hecho sin remedio.
—Queda alguno, Clara. Por lo pronto, obligar a Cayetano a que se case contigo.
Ella sonrió forzadamente. Jugaba con el cuchillo, lo había introducido en una ranura de la mesa, lo empujaba, lo soltaba, lo dejaba vibrar.
—¿Para qué?
—Puedes tener un hijo.
—¿Y qué? —agarró el cuchillo con violencia excesiva, como si fuera un puñal—. ¿Piensas que me importa que nazca sin padre? No lo sería Cayetano, aunque me casara con él. Y tampoco sé si llegaré a sentirme madre suya. Yo no lo hice. Puede que nazca dentro de mí y a costa mía, pero me preocupan más otras cosas que también pueden nacer o que quizá ya estén naciendo. Las siento aquí.
Se echó hacia atrás en el sofá y llevó la mano al corazón. Quedaba su cabeza debajo del retrato de doña Mariana. Carlos las miró alternativamente y tembló al advertir un común gesto, una común mirada.
—Hoy me desperté al amanecer. Me dolía el labio, daba vueltas en la cama, medio despierta, y sentía sed. Me levanté, fui a la cocina a beber, entré después en el cuarto de Juan y estuve un rato a su lado, sin que él lo supiera. Intentaba sentir compasión, algo común, aunque sólo fuera gratitud. Pensaba que debía sentirla, pero no la sentía. Me parecía un extraño, un desconocido.
Había adelantado el cuerpo y movía las manos de una manera desacostumbrada en ella, sin compás, sin que el gesto corroborase las palabras. El escote había vuelto a abrírsele. Carlos la escuchaba con inquietud: las manos de Clara le parecían ahora de otra persona.
—Entonces decidí venir junto a ti. Te hubiera contado mejor que ahora lo que me sucedía, pero llegué hasta esa puerta y no me atreví a entrar.
Enderezó el cuerpo, miró a Carlos francamente; las manos palmoteaban los muslos.
—¿Sabes qué me pasó anoche? Cuando recobré el sentido me pareció que este cuerpo no era el mío, que también me lo habían robado. Y esta madrugada, al despertarme, me sucedió igual. No me atrevía a tocarme. Por eso antes no quise que me vieras la carne. Si el cuerpo fuera el mío, no me hubiese importado.
Empezó a morder una corteza de pan. Carlos, sin dejar de espiar su rostro, encendió un pitillo. Ella parecía sosegarse. Sonrió.
—Comprendo que todo esto son tonterías. Mi cuerpo es el mío, claro, lo reconozco, aunque algo haya cambiado en él. Pero… —cerró los ojos y apretó las manos—. Quizá me hayan hecho un hijo, pero han sembrado también cosas malas. No sé cuáles. Estoy confusa, ¿comprendes?, y yo misma me causo extrañeza. No siento disgusto ni irritación, sino calma, y la calma me da miedo. ¿Qué es lo que va a crecer en mí ahora? Carlos, tú entiendes de eso. Dímelo.
—No entiendo de nada. No soy capaz de adivinar lo que te pasa. Me he equivocado siempre, y ahora sería terrible hacerlo una vez más.
Se levantó y se sentó al lado de Clara.
—Soy un bestia. Perdóname.
Ella continuó:
—Esta madrugada, después de haber llegado aquí, volvía acostarme, pero no podía dormir. Me dolía el labio y me andaba por el corazón un deseo extraño. Sentía necesidad de buscar a Cayetano, de entregarle este cuerpo y que me devolviera el mío. Esto es otra tontería, ¿verdad?
—Quizá no.
—Y también pensaba que después sería capaz de matarlo, y que si no lo mataba, ya no podría vivir, porque se había apoderado de mí.
Se levantó asustada. Carlos la retuvo.
—Eso me da más miedo que nada. Más que tener un hijo. Porque yo he perdonado siempre a todos, menos a los que matan. Nunca hallé bastante justificación para una muerte, pero ahora comprendo que haya quien pueda matar.
Volvió a sentarse, recogió las manos. Le temblaban los hombros y los brazos, y parecían habérsele achicado los ojos, habérsele ensombrecido. La voz se le hizo ronca, entrecortada. Carlos le echó un brazo; ella se lo apartó.
—Quizá lo que me está naciendo dentro sea un bicho malo, peor que el que tenía. Porque aquello de antes era asunto mío, no hacía daño a nadie…
Se volvió bruscamente a Carlos, le cogió las manos.
—Aún te quiero, Carlos, pero llegaré a no quererte. Y entonces, nada me importará nada —se le ahiló la voz, le tembló—. ¡Y tú no puedes ayudarme!
Carlos gritó:
—¡Puedo casarme contigo! ¡Mañana mismo!
—¡No, Carlos, ahora no! ¡Ahora menos que nunca! ¡Podrías ser padre de un hijo, si lo tengo, pero nunca de toda esta maldad que siento dentro! ¡Esto es mío solo, ya te lo dije! ¡No puedo compartirlo con nadie, ni aun contigo! ¡Es como el placer que me daba mi vicio!
Soltó a Carlos y se llevó las manos a la cara, se levantó de un salto.
—¡Estoy endemoniada!
Carlos vio otra vez el terror en sus ojos. Le sujetó los brazos, la obligó a sentarse.
—¡Quieta! ¡No digas disparates!
Le agarró las manos con una de las suyas y con la otra cogió la botella de coñac. Clara se debatía, intentaba soltarse.
—Déjame.
Le acercó la botella a la boca. Clara gimió y bebió un trago.
—Escúchame. Si no soy capaz de remediarte, no merezco que los hombres honrados me miren a la cara.
Clara apartó la botella de la boca.
—No podrás hacer nada. ¡Si yo lograse sentir contigo lo que sentía sola…! Pero ya no te deseo… Esta madrugada, cuando vine a buscarte, quería que fueses tú quien me devolviese mi cuerpo. ¡Te había deseado tanto! Pero me horrorizó la idea. Sentía repulsión, como si fuera a entregarte un cuerpo ajeno. Escapé. ¡No tengo cuerpo para quererte, Carlos! ¡Este cuerpo no es mío! ¡Nada me queda mío más que la maldad!
Había hablado entre sollozos. Le dio un hipo violento, profundo, se echó de bruces en el sofá. Carlos la agarró por las muñecas.
—¡Clara, Clara!
Abrió la puerta. Allá lejos, en medio del pasillo, se había plantado el Relojero con el bastón bien asido con las manos. Lo llamó.
—Trae las pastillas de anoche y un vaso de agua. Corriendo.
—¿Sucede algo?
Volvió al lado de Clara. La congoja le sacudía el cuerpo, la levantaba sobre el pecho. La cogió en brazos y salió al pasillo. Paquito llegaba con el agua y las pastillas.
—Ven conmigo.
La echó encima de la cama, le hizo tomar los comprimidos y beber el agua.
—Cierra las ventanas y vete. No hagas ruido.
El Relojero dejó la habitación en penumbra y salió en puntillas. Clara gemía y se contorsionaba. Carlos se sentó en el borde de la cama y le sujetó los brazos. Poco a poco se calmó la angustia. Dejó de llorar y de retorcerse, empezó a respirar normalmente. Después se quedó dormida.
Le tomó el pulso y le escuchó el corazón. Volvió a hacerlo unos minutos más tarde.
Le quitó el abrigo y la tapó. Salió al pasillo. Paquito esperaba en el arranque de la escalera.
—Acércate. Deja la puerta abierta y no te muevas de aquí. Si la oyes, ven a avisarme.
—¿Quién tiene la culpa de todo esto, don Carlos?
—Yo.
Paquito sonrió y meneó la cabeza.
—Usted sabe que no, don Carlos. El que quiere mandar más que Dios, ése tiene la culpa.
Juan se había sentado en la cama. Le dolía la pierna. Tenía un ojo tapado por la hinchazón, la nariz deformada y esparadrapos en todas partes. No podía mover un brazo y había hecho cabestrillo del escote de la camiseta. Con la otra mano fumaba.
—¿Qué le pasa a Clara?
—Aguantó mecha con demasiada serenidad, y ahora se le soltaron los nervios y acabó desmoronándose. Lo natural.
Arrastró una silla y se sentó cerca de la cama.
—A ver. Saca esa pierna.
—Debo tenerla rota.
Estaba hinchada y oscura. Carlos palpó la hinchazón, y Juan dio un grito. Se le cayó el cigarrillo, y Carlos se agachó a recogerlo.
—No sé. Habrá que esperar a don Baldomero. Quizá él entienda de eso más que yo.
—Me duele. Me duele todo el cuerpo.
Dejó el pitillo en la mesa de noche y con la mano libre agarró a Carlos.
—Estamos hundidos. Nunca podremos ser ya nada en Pueblanueva.
Carlos le miró con dureza.
—¿Y qué?
—En esas condiciones todo me da igual.
—Yo no pienso en nosotros, Juan. No quiero hacerlo, no puedo hacerlo, porque tendría que reconocerme culpable, y eso quizá no me resultase cómodo y sobre todo me obligaría a hacer algo que no deseo.
—Desconozco tus relaciones con mi hermana; pero en lo que a ella se refiere no me siento sin culpa. En cuanto a Cayetano…, ¡en fin! Es el culpable universal. A este respecto, tiene razón el loco.
—Estoy dispuesto a atribuirle menos culpa que a nosotros.
—¿Por qué le pegaste entonces?
—Ese es otro cantar.
Juan hizo una mueca de dolor y cambió de postura.
—No entiendo.
—¡Si yo lograse entenderme! Pero es una cuestión que de momento ha dejado de interesarme. Está el problema de tu hermana.
—¿Qué pretendes? ¿Que coja una pistola y obligue a Cayetano a casarse con ella? No lo haré jamás, porque sería la paz entre nosotros, y yo no la deseo. Mataré a Cayetano, ¿sabes? No sé cuándo ni cómo, pero lo mataré, aunque para hacerlo necesite revolucionar al pueblo. ¡Es una buena idea, ya ves!
—Sobre todo, una idea nueva. ¿Te has fijado en lo poco que cambiaron las cosas desde mi llegada? Entonces esperabas que Clara te sirviera de pretexto para matar a Cayetano. Ahora ya lo tienes, pero tampoco lo matarás.
—¡Qué poco me conoces!
—Quizá. En todo caso, no me importa. Cayetano Salgado ha dejado de existir. Debo decirte que Clara no pretende que le obligues a casarse con ella.
—Lo celebro. Así las cosas quedarán más claras. Cayetano y yo. Si quieres, incluso sin pretexto. Por otra parte…
Había resbalado una almohada. Carlos acudió a arreglársela.
—Por otra parte, no puede parecerme mal que te desligues de nosotros, porque tú, lo que se dice una cuestión personal con Cayetano, no la has tenido nunca. Ni le has odiado, ni él te odió a ti. Llegaste, caíste a nuestro lado a causa de tu amistad con la Vieja: eso fue todo. Pero tanto a ti como a él os hubiera gustado ser amigos. Esto lo sé hace mucho tiempo. Y me parece natural, no creas. En cuanto a Clara, me abstengo de juzgarla. Ese capítulo lo dejo enteramente en tus manos, ya que tanto te interesas por ella.
Carlos buscaba algo en los bolsillos.
—Me gustaría recordar ahora, punto por punto, lo que dijiste en Madrid una de las veces que comimos juntos.
—En Madrid me vi obligado a contar muchas mentiras.
Carlos, por fin, encontró un paquete de tabaco con un solo cigarrillo. Lo ofreció a Juan con un gesto; Juan lo rechazó y señaló su cajetilla.
—Coge de ahí. Casi no tienes.
Carlos, mientras encendía, continuó:
—Fue una vez en que uno y otro nos sentíamos especialmente sinceros.
—Nunca se miente más que en esas ocasiones. Debías de haberte dado cuenta.
—Es que yo aquella tarde no mentía.
Se levantó con el pitillo entre los labios y se acercó a los barrotes de la cama.
—Me desentiendo de todo lo que concierne a Cayetano, porque, a mi juicio, lo verdaderamente grave no es nuestra situación, sino la de tu hermana. Nunca he compartido tu opinión acerca de ella, y en este caso la creo libre de culpa. Por otra parte, no me parece probable que puedas resolverle nada.
Salió. El Relojero se había desviado de la puerta de Clara. Carlos pasó a su lado sin hablarle, pero volvió atrás.
—Paco, nos estamos quedando sin cigarrillos. Y yo no puedo bajar al pueblo.
—¿Es que no piensa matar al culpable?
—Esa es otra cuestión, Paco. De momento, los cigarrillos son más necesarios.
—Matar, en este caso, es una obligación.
—Posiblemente, pero no tengo prisa. Quizá a ese respecto te entiendas mejor con Aldán.
—Ese es un voceras.
—Lo siento, pero también lo creo. ¿Qué te parece si cogieras el coche y me trajeras tabaco? Podías, de paso, traer a don Baldomero. Le haríamos un favor, ya ves. Está demasiado gordo para subir sin cansarse.
—Hoy hace una semana que no estuve en el pueblo. Les va a chocar.
—Más les chocará verme a mí, con esta cara y con lo que se habrá contado de lo de anoche.
—Si le ven, pensarán que va a matar a Cayetano.
—Mala cosa, ¿verdad? Porque no me dejarían.
—Eso, según…
—No es cuestión de arriesgarse. Porque a Cayetano hay que matarlo a traición. Mejor aún, sin que se entere nadie.
—Va a ser difícil, pero lo de la traición es una buena idea. Estoy de acuerdo. Hay que engañarlo, ¿sabes? Hacerle creer que se le va a hacer un favor. Si no, se defenderá.
—Claro.
—Y hasta es posible que fuese él el matador. Y no le sucedería nada, por matar en legítima defensa.
—Por eso hay que tener la cosa bien estudiada y no darle tiempo a que sospeche.
Y del tabaco, ¿qué?
—Iré.
Carlos le dio dinero y entró en la habitación de Clara. Dormía, y el pulso era bueno. Se sentó cerca de ella, pero se encontró incómodo. Le dolían los golpes, el labio le daba pinchazos. Tampoco halló sosiego de pie. Tenía, además, sueño. Con mucho cuidado, se acostó atravesado, a los pies de Clara, y se quedó dormido.
La estanquera comentaba con dos comadres la victoria de Cayetano sobre los Churruchaos y se manifestaba especialmente ávida de precisiones, aunque la insistencia de su curiosidad apuntase al hecho controvertido de si el camisón de Clara estaba manchado de sangre o no. En principio, y por principio, la estanquera lo negaba. La comadre llamada Paula había oído el cuento de boca de un testigo, y la sangre figuraba entre los ingredientes más dramáticos del relato: sangre roja, sangre fresca, sangre a chorretones. Mas para la estanquera la mención resultaba demasiado imprecisa, demasiado insuficiente para establecer una verdad creíble, ya que la sangre podía proceder de una hemorragia de nariz o de otra hemorragia más sólita. La comadre llamada Ignacia, toda oídos, asentía y reforzaba con gestos el escepticismo de la estanquera, y entre las dos aniquilaban, previamente analizada y discutida en todas sus partes, la narración de Paula. «Si se dijera de otra, pase. ¡Pero de Clara…! ¡Habían de contar lo que vieron los maíces y las arenas de la playa!» Entró Paquito el Relojero a comprar tres cajetillas y tres cajas de cerillas. La estanquera le preguntó: «Para quién son?», y el loco le respondió: «¿Y a usted qué le importa?». Paula entonces acudió al método indirecto. «Me han dicho que los Aldán durmieron esta noche en el pazo del Penedo.» «Yo no llevo la cuenta de los huéspedes.» Ignacia de repente renunció a su mutismo: «¿Cómo se encuentra don Carlos?». «Bien. ¿Y usted?» Lo mandaron con cajas destempladas. «A éste para sacarle una palabra hay que darle aguardiente.»
Paquito fue a buscar al boticario. La criada le dijo que había ido a misa y que le esperase. Paquito situó el coche delante de la iglesia parroquial, jugó con el bastón y piropeó a las chicas que pasaban. A las doce y media empezó a salir la gente. Vio a don Baldomero, lo llamó y le dio el recado. «Espérame a la puerta de la botica. Voy en un santiamén.» Don Baldomero acompañaba al señor Mariño, y el señor Mariño, aquella mañana de Resurrección, compartía con otros catorce privilegiados la atracción popular. La compartía de mala gana, porque le hubiera gustado ser testigo único, exclusivo juglar de los hechos; y no por ansias que hubiera de monopolio épico, sino por respeto a la pura verdad, que los otros catorce deformaban sin escrúpulos de conciencia. Había narrado veinte veces la misma historia, en síntesis y en todos sus detalles; en versión literal y escabrosa para varones, metafórica e insinuante para mujeres. Don Baldomero había interrogado antes a Cubeiro y ahora cotejaba los relatos: coincidían las líneas generales, variaban los detalles y el enfoque del conjunto. Cubeiro no sólo había visto las manchas del camisón, sino que las había contado, las había palpado, y estaban frescas; Mariño podía dar fe, sí, de que la tela aparecía oscurecida en algunos lugares, pero nada más; lo mismo podían ser manchas que roturas, y en cualquier caso no aseguraba que fuese sangre. En cuanto al número de golpes dados y recibidos, por ahí se andaban las cuentas de uno y otro: muchos, de todas maneras.
—¿Y don Carlos? ¿Por qué se metió don Carlos?
—¡Vaya usted a saber! No iba nada contra él. Y me cogió de sorpresa, se lo aseguro. Yo creo que pensó que Cayetano estaría cansado y que podría zumbarle a gusto y quedar bien. De otra manera no se explica.
—Claro, claro. Fue por quedar bien. Pero, volviendo al camisón, ¿usted vio las manchas?
El señor Mariño se detuvo y acercó los labios al oído del boticario.
—De usted para mí: lo del camisón y todo lo demás es un puro paripé. A mí no hay quien me quite de la cabeza que aquí hay amaño.
—Un amaño con sopapos como galernas. Me río yo del paripé.
—Mire, don Baldomero: la cosa fue bien pensada por esa zorrupia de Clara con la complicidad de Cayetano, que andaba muy mosca porque la gente hablaba de ella, y que va detrás de ella como un corderito, él sabrá por qué. Se aprovecharon de ese imbécil de don Lino como pudieron haber aprovechado cualquier otra ocasión. En ésta, Cubeiro actuó de mamporrero: él llevaba anoche la batuta. Y como Juanito Aldán no se hablaba con su hermana desde que era novia de Cayetano, lo atrajeron al casino para zurrarle fuerte y sacárselo de en medio: eso lo vimos todos. Personalmente estoy convencido de que esta es la pura verdad y de que todo el belén lo movió Clara para convencer al pueblo de su honradez. Si no, ya verá cómo dentro de poco anda otra vez con Cayetano, como si nada.
—Pero él pegó a Clara.
—¿Usted lo ha visto? Nadie lo vio. Sangrando venía él, ¿y quién nos dice que no se limpió las narices con el camisón? Demasiado fácil, don Baldomero, créame. Pero inútil. Ninguna de las personas con quienes he hablado se tragó lo de que Clara Aldán fuese virgen ni que Cayetano la haya violado. Porque ¿cómo entró en la casa si ella no abrió la puerta? Es otro punto que nadie se explica.
Palmoteó la espalda del boticario.
—Un paripé, don Baldomero, desengáñese; ganas de tomarnos el pelo a las personas decentes y hacernos comulgar con ruedas de molino. ¡Clara Aldán virgo! ¿No le da risa?
—¿Cómo no va a dármela? —rió forzadamente—. ¡Clara Aldán virgo!
Don Baldomero abrió la puerta de la botica y mandó pasar al Relojero. Sin decir palabra, lo empujó a la trastienda, le puso delante el aguardiente y una copa.
—Echa un trago mientras preparo el botiquín. ¿Cómo están allá arriba?
—Cuestión de ir tirando. El anarquista, mal.
El Relojero tomaba el aguardiente a sorbitos y se relamía los labios. Don Baldomero entró y salió dos o tres veces. «En seguida estoy. Echa otra copa.» El Relojero tomó tres y pidió tabaco. «Llevo ahí tres cajetillas, pero son para ellos.» «¿Hay tres que fuman?» «Una me la darán a mí por el recado, pero no quiero adelantarme.» «Eso está bien, ya ves. Es de gente bien criada.» «Es que le tengo respeto a don Carlos.» El boticario apareció con el botiquín. «¿Nos vamos ya?»; preguntó el Relojero. «Me gustaría echar un trago, que allá arriba no tendrán.» «Don Carlos usa coñac.» «Pues yo prefiero caña. ¿Y tú?» «Yo también, pero a falta de caña…» Don Baldomero se sentó y se sirvió una copita. Antes de probarla la acarició, la remiró. «Desde que se murió aquella santa bebo menos, pero los domingos y las fiestas de guardar hago una excepción.» Al Relojero le dio la risa.
Y tú, ¿qué opinas de lo de anoche?
—Si me dice qué pasó le daré mi opinión.
—¿Es que no lo sabes?
—Que hubo palos nada más.
—¿Y lo de Clara?
—Me gustaría saber qué fue lo de Clara.
—Pues dicen que Cayetano…
El Relojero escuchó. Se le juntaban los ojos, sus manos se cerraban sobre el bastón, lo agarraba con fuerza, decía que sí o que no con la cabeza.
—Y ahora, ¿qué?
—Vámonos al coche, que es tarde. Como el camino es cuesta arriba, hay tiempo de hablar.
Sin embargo, no dijeron palabra hasta salir del pueblo. El Relojero tan pronto ponía el caballo al trote como al paso. Al llegar a la cuesta lo dejó a su aire.
—Usted estudió para cura, ¿verdad?
Allá en mi juventud, gracias a Dios.
—¿Y piensa que hay que matar a Cayetano?
—Claro.
—Pero ¿de quién es la obligación? ¿De Aldán, de don Carlos o de Clara?
—Examinándolo bien, es Clara la ofendida, pero por ser hembra puede delegar en un varón. Parece a primera vista que el obligado es Aldán, por hermano y por más ofendido. Aldán reúne razones propias, que en este caso serían suficientes, y las que reciba por delegación. En otros tiempos sería él quien retase públicamente a Cayetano.
—Aldán tiene una pierna rota, me juego la cabeza.
—En ese caso, no está en condiciones de vengarse. El enfermo, el impedido, el inútil y los menores de edad no tienen obligación.
—Queda don Carlos.
—Don Carlos no es hermano ni pariente próximo de la ofendida, aunque él también tenga particulares ofensas que vengar; pero las suyas no son de muerte. Sin embargo, se han dado casos en que un varón honrado toma a su cargo la causa de una mujer indefensa. Aquí los autores no están de acuerdo. Pero me inclino a creer que para que la acción sea legítima tiene antes don Carlos que perdonar ofensas recibidas en su honor y persona o darlas por zanjadas de alguna otra manera. Porque la muerte como respuesta a una paliza es a todas luces desproporcionada.
—A mí no se me alcanzan esos galimatías.
—A mí a veces tampoco.
—Pero usted, en el caso de don Carlos, ¿qué haría?
—Matar, desde luego.
—¿A traición o cara a cara?
—Eso depende. Pero yo no diría a traición, sino con precauciones. Antes esas cosas se arreglaban con un duelo, pero lo prohibió la Iglesia.
—Lo del duelo era bonito.
El caballo arrastraba cansadamente el cochecillo, se detenía, tomaba aliento, continuaba.
—Lo honrado es matar, estoy de acuerdo —continuó el Relojero—. Si no matan a Cayetano, ¿adónde vamos a parar?
—Eso digo yo: ¿adónde vamos a parar?
—Porque Cayetano es culpable.
—Eso no lo discute nadie.
—Y esa clase de culpas no las castiga la justicia.
—¡La justicia! ¿Hay quién se atreva con Cayetano? ¡Si hubiera justicia en el mundo, ya estaría ahorcado hace años!
—Y si hubiera pelotas, también. Pero la gente ya no tiene pelotas.
—Tú piensas que don Carlos se atreverá?
—En esa cuestión no pienso.
—Pues quedaría como un hombre.
Así es. Pero ¿y si no lo mata?
—En ese caso, Cayetano seguirá haciendo de las suyas, y don Carlos quedará mal.
—Pero Cayetano es culpable.
—En eso ya estábamos de acuerdo.
—Y Dios no deja que los culpables campen por sus respetos mucho tiempo.
—Claro… Lo que sucede es que a veces Dios se retrasa.
—¡Ahí le duele! Se retrasa porque no encuentra el tío con agallas que le sirva; pero cuando lo encuentra…
—¡Ah! Cuando lo encuentra, entonces…
Habían llegado al camino del pazo. El caballo por su cuenta se puso al trote.
—Suponga usted, don Baldomero, que hiciéramos con todo el pueblo un jurado. ¿Qué votarían? ¿Inocente o culpable?
—¡Pues vaya usted a saber! Porque seguramente Cayetano compraría los votos uno a uno. No hay que fiarse del pueblo.
—No hay que fiarse de nadie.
—Ni de uno mismo, Paquito, desengáñate. Porque uno mismo a veces…
—Yo de mí sí me fío. Lo dijo con voz redonda, solemne, definitiva. Don Baldomero le miró de reojo e hizo una mueca de incomprensión. Habían llegado a la plazoleta. Carlos esperaba en la puerta del zaguán.
—De prisa, don Baldomero. Aldán está febril.
—Pues tendrá que aguantarse o tomar aspirina, que otro remedio no hay.
Paquito traía el botiquín, don Baldomero se lo arrebató de la mano y salió corriendo. A Juan le había subido la fiebre, y el dolor de la pierna le hacía retorcerse. Don Baldomero examinó la hinchazón.
—Yo no soy médico, pero, a lo que se me alcanza, aquí hay fractura.
El Relojero, arrimado a los pies de la cama, echó su cuarto a espadas:
—Nunca vi que una patada en la espinilla rompiera el hueso.
—Eso según la patada —susurró Juan entre gemidos.
Don Baldomero se volvía hacia Carlos.
—Mi opinión es que hay que ver esto por rayos y escayolar. Pero que venga el médico. Juan interrumpió las quejas.
—¿Escayolar? ¿Cuarenta días en el hospital? No tengo dinero para eso. Jadeaba. Intentó cambiar de postura. Don Baldomero le ayudó.
—Yo en su caso me iría hoy mismo a Santiago. Primero, porque aquí no hay rayos X y nuestro médico no ha compuesto en su vida una fractura sin que le saliera al revés; segundo, porque, en el peor de los casos, en el Hospital de Santiago hay camas gratuitas.
—En mi estado no puedo viajar en autobús.
Don Baldomero alzó la vista y miró a Carlos.
—Hay coches de alquiler.
—Baje usted al pueblo, don Baldomero —dijo Carlos—, arregle por teléfono lo del hospital y venga con un automóvil. Tengo mis razones para no salir del pazo, pero usted me hará el favor de acompañara Aldán a Santiago.
—¡Hombre! Si usted me lo pide…
Le llevó el Relojero. Cuesta abajo, con el caballo al trote, resucitó la cuestión de matar a Cayetano. El Relojero no veía las cosas claras, y el boticario, tampoco. Estaban conformes en lo esencial; el resto quedaba muy entre niebla. En la botica, mientras esperaban la conferencia telefónica, acabaron el aguardiente.
—Pues yo le digo a usted que matar, en este caso, es lo justo y lo necesario.
—Sí, pero no hace falta chillar para decirlo; sobre todo si consideras que estoy de acuerdo.
Carlos vistió a Juan, le renovó los apósitos de algunas heridas y metió en dos maletas la ropa y los objetos que Juan le fue diciendo. Sentado en la cama, con dos almohadones para apoyar la espalda, indicaba: «Esto sí; esto no».
—Son lo menos cuarenta días, y en tanto tiempo uno no sabe… Los libros me harán falta para entretenerme.
Carlos salió y volvió con unos billetes.
—Toma. No tengo en casa más ni quizá en otra parte. Pero ya procuraré más adelante…
—¡Yo no puedo admitirlo! Ya está bien que me pagues el coche.
—No te preocupes: arreglaré cuentas con Clara. Ella tendrá seguramente dinero.
Juan sonrió con amargura.
—Más que yo, desde luego, y también más que tú. Y en cierto modo es justo que pague los desperfectos.
Hizo una mueca y estiró la pierna.
—Porque todo esto me sucede por su culpa. Si no fuera por ella, no me hubiera peleado con Cayetano.
—Estoy seguro de que Clara te pagará los gastos con la mejor voluntad.
—Pero hazle comprender que no es una limosna, ¿eh?, sino una obligación. Además del dinero de la casa, ella se quedó con la parte de mi madre, de sus ganancias, la mitad es de mi madre. Y mi madre me hubiera ayudado, estoy seguro.
—Le haré ver que no hace más que devolverte lo tuyo.
¿Hablaba en serio? Juan le miró con disgusto. Carlos se inclinó a cerrar las maletas.
—¿Dónde está Clara? Me gustaría…
—Duerme y dormirá algún tiempo aún. Le he dado dos comprimidos.
Carlos se levantó. Llevaba en la mano una cajetilla. La dejó encima de la cama, cerca de la mano libre de Juan.
—No te acompaño a Santiago porque ella no debe quedar sola, ¿me entiendes? Atraviesa una crisis de la que puede resultar cualquier cosa, y me siento responsable.
Se sentó al lado de Juan.
—Lo tuyo se arregla con dinero y paciencia; lo de ella, con tacto y cariño.
—Y sobre todo conmigo lejos, ¿verdad?
—Probablemente tu presencia no le sería favorable, porque te falta justamente lo que ella necesita.
Juan alargó la mano y cogió un cigarrillo.
—Tú en el fondo me desprecias.
—No, Juan. Te estimo dolorosamente.
—Pero siempre has querido más a Clara.
—No todo lo que ella se merece.
—Enciéndeme una cerilla. Yo no puedo con una mano sola.
Carlos encendió, y Juan se volvió hacia él con el pitillo en los labios. Se miraron. Juan, agarrado a los hierros de la cama, hizo un esfuerzo y se levantó.
—Me hubiera gustado que te casaras con Inés. No es que Gay sea mal chico, pero tengo el presentimiento de que no volveré a verlos. Casado con Inés, estarías más cerca de mí y me hubieras conocido mejor. Y todo habría sido distinto. Yo necesitaba que alguien tuviese fe en mí, alguien precisamente a quien yo admirase…
Dio una chupada al cigarrillo, después otra. Seguía mirando a Carlos. El ojo izquierdo, lacrimoso, la pupila verde sobre la esclerótica sanguinolenta, apenas se veía; y abría el derecho desmesuradamente.
—Pero tú nunca me has tomado en serio. Sin embargo, te equivocaste. No soy lo que parezco ni lo que tú crees adivinar. Atravieso una crisis demasiado larga, lo reconozco, pero no estoy vencido.
—Esta mañana decías lo contrario.
—Esta mañana estaba deprimido, pero después he pensado en mi situación. Voy recobrando la moral. No lo he perdido todo y algún día ganaré.
Apoyó las nalgas en la mesa de noche y se mantuvo de pie, un poco inclinado, con la pierna rota en el aire.
—Mataré a Cayetano. Recuérdalo por si proyectas resolver la crisis de mi hermana casándola con él. Lo mataré aunque sea mi cuñado, aunque Clara haya parido un hermoso niño, pecoso y narigudo, y aunque me cueste morir, naturalmente. Con eso ya cuento.
Se llevó la mano a la cara, se palpó las heridas, recorrió el brazo inútil, trató de alcanzar la pierna rota…
—Esto no puede quedar así, y el mundo da muchas vueltas, Carlos.
—Una cada veinticuatro horas alrededor de su eje, y aproximadamente cada trescientos sesenta y cinco días otra alrededor del sol. Pero da más vueltas todavía. Ahora dicen también que el sistema solar se mueve lentamente hacia la constelación Libra, y es posible que un sistema inabarcable, del que formamos parte, gire alrededor de otra estrella más distante y, ¿por qué no admitirlo?, de una estrella muerta ya y desaparecida. La Tierra, en ese cortejo inmenso, da vueltas, y vueltas, y vueltas…
Juan se había inclinado hacia adelante, con mirada furiosa y labios apretados. Interrumpió a Carlos de un manotazo en el aire.
—Palabras, Carlos; no sigas. ¿Es ése tu sentido del humor? Palabras huecas que hacen daño. Pretendes burlarte y sólo consigues lastimar. Porque te burlas siempre del que está por debajo, del que tienes en tus manos…, como a mí ahora. Y quizá como tuviste a la pobre Germaine, a la que no sé el daño que habrás hecho.
Miraba desde arriba, y el ojo brillante se movía, terrible. Carlos aguantó la mirada sin parpadear, después se levantó.
—Os pido perdón a ti y a ella.
Echó mano a las maletas. «Llevaré esto al zaguán», y salió. Juan murmuró entre dientes: «¡Cobarde!» Luego, con la ayuda de una silla, se acercó al armario, lo abrió, rebuscó en un rincón y sacó unos billetes, que unió a los que le había dado Carlos. Miró a la puerta, los contó y los guardó en un bolsillo interior. Se oían voces en la escalera; entró Carlos seguido del loco.
—¿Dónde tienes tu abrigo?
—Ahí, en el armario; es una gabardina.
—Te hará falta.
Se la echó por encima de los hombros.
—Tú, por ese lado, Paco. A ver, el brazo sano por encima de mi hombro. No tengas miedo. ¿Y el sombrero?
—También en el armario.
—Luego subiré a buscarlo. ¡Con cuidado, Paco!
Casi en volandas lo bajaron al zaguán. Las maletas estaban en la baca del automóvil, y don Baldomero, con un abrigo anticuado, esperaba. Acomodaron a Juan en los asientos traseros, la pierna rota bien estirada y el tabaco al alcance de la mano. Carlos había subido a buscar el sombrero y se lo dio por la ventanilla.
—Suerte.
—Gracias.
—Ya te despediré de Clara…
Juan cerró los ojos. Don Baldomero sacaba una mano.
—Mañana vendré a verle, don Carlos; porque yo regreso esta noche. A no ser que encuentre por allá a algún viejo amigo. Porque, lo que yo digo, para una vez que sale uno de casa…
—Buen viaje. Y déjeme a Juan bien instalado.
—Descuide. El director del hospital fue condiscípulo mío.
—¿En el Seminario?
—¡Vaya a paseo, don Carlos! ¡Íbamos juntos de putas todos los sábados!
Ronroneó el motor, y el coche dio marcha atrás. Carlos se arrimó a la pared. El Relojero, en medio de la plazoleta, daba al chófer vía libre.
—¡Adiós!
El coche se perdió en una vuelta de la vereda. Carlos sacó tabaco y ofreció un pitillo al Relojero.
—¿Podemos hablar, don Carlos? Sin testigos quiero decir.
—Estamos solos, Paco: nosotros y una mujer dormida. A no ser que te den miedo los árboles…
—Ya. ¿Podía ser aquí?
—Como quieras.
El Relojero sacó un atadijo de mecha amarilla, la encendió, la sopló y se la pasó a Carlos.
—¿Usted piensa matar a Cayetano?
Carlos esperó a devolverle la mecha.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque si usted no lo mata, lo mataré yo. Ya se lo dije el otro día, pero usted me pidió que esperase. Ahora las cosas cambiaron. Usted tiene más derecho, y yo le cedo el puesto. Porque usted tiene más derecho, eso no hay que ponerlo en cuestión. Pero si usted no lo mata…
—Tú crees que es mi obligación, ¿verdad?
—Ya se lo dije esta mañana.
—No me dijiste eso, sino algo parecido. Pero contéstame, ¿es mi obligación matarlo?
El Relojero enrollaba la mecha y la guardaba. Hacía muecas y lanzaba los ojos uno por cada lado.
—Como obligación, y bien mirado, lo es de todo el mundo. Pero usted y yo tenemos motivos personales y más obligación que los demás.
—¿Obligación ineludible?
—¿Qué quiere decir eso?
—Que se debe cumplir caiga quien caiga.
—Eso. Caiga quien caiga.
—Tú, en mi lugar, ¿qué harías?
—Matar.
—Y si no lo mato, ¿qué pensarás de mí?
Las pupilas del Relojero se hundieron violentamente en los lagrimales.
—No pensaré nada bien, don Carlos; perdóneme si se lo digo con franqueza, pero entre nosotros nunca fue cuestión de hipocresía. Porque un hombre es hombre cuando cumple sus obligaciones.
—¿Y si yo tuviera otra más importante? ¿Y si ésta me impidiera cumplir la primera?
—Entonces sería cosa de estudiarlo.
—Pero no es así, Paco. No quiero engañarte. No mataré a Cayetano porque no lo considero necesario ni justo, no porque me lo impida otro deber.
—Entonces, ¿no lo tiene por culpable? —le examinó de arriba abajo, con frialdad, con disgusto, como a un desconocido.
—No.
El Relojero empezó a reír; pero cortó la risa, se encogió, agitó el brazo armado del bastón y silbó por lo bajo.
—Don Carlos, a usted no le parecerá mal que me mude de casa.
—No, Paco. El trato fue de que eres libre.
—Entonces, con su permiso, voy a arreglar las cosas.
—¿Tan de prisa?
—En seguida, con su permiso.
Hizo ademán de entrar; Carlos se interpuso.
—Espera un momento. Tengo curiosidad por saber cómo matarás a Cayetano.
El loco le miró con desconfianza.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Ya te lo dije: por curiosidad.
—No me fío.
Escondió rápidamente el bastón. Carlos se apartó y le dejó pasar.
—Supongo que habrás hallado un procedimiento verdaderamente ingenioso. Porque la única persona del pueblo capaz de matar a Cayetano sin que él pueda evitarlo eres tú.
Desde el medio del zaguán Paquito se volvió. Agarraba el bastón con las dos manos, lo apretaba contra la espalda. A la sonrisa amable de Carlos respondió con un gesto hostil. En sus palabras de respuesta se matizaban la decepción y el desprecio.
—Eso que no le quepa duda. Morirá, como hay Dios, porque yo soy valiente.
Se metió en el chiscón y empezó a remover sus cacharros. Carlos se acercó y contempló el ajetreo a través del cristal polvoriento. El loco no le hacía caso. Había sacado un cajón y guardaba en él sus herramientas. El bastón colgaba de un clavo en la pared, sobre la cama.
—Bueno, Paco. Ya que te vas…
Alargó el brazo y tocó el hombro del Relojero. Dejó la mano en el aire, tendida. El loco la miró, miró a Carlos en los ojos y le volvió la espalda sin decir nada. Carlos dejó caer la mano pausadamente, la metió en el bolsillo y subió las escaleras. El loco abajo arrastraba el equipaje: una punta a medio clavar arañaba las losas gastadas. Carlos entró en el salón: no había estado allí desde aquella mañana en que Germaine viniera a verle. Pasó los dedos por el teclado del piano. «¡Ya no habrá quien te afine!» Por la puerta abierta llegaban los últimos ruidos de la mudanza. Abrió la cristalera del balcón y se asomó. Paquito tardó en salir: había atado una cuerda al cajón y con ella al hombro, bien agarrada con las dos manos, lo arrastraba. Sin volver la cabeza, recorrió la vereda inclinado hacia el suelo, casi doblado. Se detuvo un par de veces a descansar, continuó tirando hasta perderse en el verdor oscuro: el cajón había dejado un rastro profundo en el camino. Carlos dio impulso al dedo y arrojó la colilla: la punta encendida trazó un círculo en el aire y se estrelló contra la arena de la plazoleta. Regresó al salón, cerró la cristalera. De los rincones huía la luz, y los muebles perdían sus reflejos. Se arrimó a la pared con los brazos cruzados y la cabeza gacha y estuvo así hasta que el salón quedó en penumbra. Se sentía como la primera vez, solo en la casa inmensa, solo ya para siempre. Todavía cerca de él Clara dormía, y quizá Clara no se fuese. Quizá. Si sabía retenerla. Pero ya se sentía solo, como si también la hubiera perdido.
El reloj del piano dio las seis. Le respondió el reloj de la consola, que tenía carillón. Otros relojes de voz delgada, de voz potente, dieron las seis, alejados o próximos. El último de ellos, el reloj inglés del pasillo, ante el que Paquito había fracasado, porque atrasaba un minuto cada veinticuatro horas. «¡Es el mejor de todos, don Carlos, y ya ve!» Paquito había gastado en los relojes las horas apacibles, las horas blancas de los amaneceres. A veces se rodeaba de todos ellos y armaba una algarabía de campanas que despertaba a Carlos antes de salir el sol. «¡Da gloria oírlos, don Carlos, todos juntos!»
Ahora Paquito se había marchado con el corazón colmado de desprecio. ¡Con qué asco había mirado la mano extendida! ¡Y con qué dolor! ¿Llegaría también Clara a despreciarle así, a despreciarle porque no se atrevía a matar, porque no aceptaba la necesidad de hacerlo? «¡Y, sin embargo, es mi primer acto justo, es la primera vez que me siento de acuerdo con mi corazón, y lo apruebo!»
Estaba rodeado de sombra. Fuera, a través de los vidrios sucios de la cristalera, se adivinaban las siluetas de los árboles contra el cielo malva. Corrió al dormitorio de Clara, se acercó a la cama, escuchó la respiración. Clara se movió, sacó un brazo y dio una ` vuelta. Carlos encendió las velas y dejó una de ellas en la mesilla de noche, otra en la consola, bajo el espejo oscuro, al lado del reloj que también había sonado. Se sentó en la esquina de la cama, recostado contra la columna del dosel, y esperó. El cabello de Clara se arremolinaba junto a su cuello, encima de la almohada: parecía de bronce oscuro. Hundió en él los dedos, y Clara volvió a moverse. Su brazo levantado dejaba al descubierto la rotura del pijama, una rotura ancha y larga, por la que se veía en el arranque del hombro la huella de un golpe o de un mordisco. Bajo la colcha se marcaba el bulto armonioso del cuerpo, las rodillas dobladas, la pierna larga.
Cuando Clara despertase o un poco después se decidiría la partida en su favor o en contra: ganarla o perderla definitivamente. Esperaba que el largo sueño la hubiese devuelto a ella misma, que hubiese borrado de sus nervios las huellas demasiado inmediatas del shock. Tendría ya, seguramente, la conciencia clara y sentiría su cuerpo como suyo. Pero ¿habrían crecido entre tanto, en su cuerpo y en su alma, las «cosas malas», las huellas profundas y duraderas? No podía adivinar por la respiración hacia qué lado se inclinaría el alma de Clara despierta, ni si el demonio instalado en su cuerpo abrazaría también el espíritu y lo ganaría para siempre. Quizá la solución dependiese de las primeras palabras dichas después del sueño o de las inmediatas. Palabras imprevisibles o que al menos él no podía prever, tener dispuestas y preparadas, seguro de su efecto. No se atrevía a imaginar una escena, a inventar preguntas y respuestas, a llegar a un desenlace. Todo iba a resultar azaroso, y en todo caso se sentía inseguro, pesaba en su ánimo el recuerdo de sus torpezas, le dolía en la conciencia el saberse responsable de aquello y de mucho más. «Hubiera sido mejor que Cayetano me matase aquella noche.»
—Tengo en mis manos la vida de Cayetano —dijo inesperadamente, en voz alta; y Clara se despertó.
—¿Estás ahí? ¿Qué hora es?
Carlos se acercó a ella y le cogió la mano.
—Casi de noche. Has dormido muchas horas y estás mejor.
—No sé…
—¿No sientes hambre? Te traeré algo. Espera.
Cogió una vela y marchó a la cocina. Buscó sin saber qué: en el fondo de un vasar halló un tarro de mermelada casi vacío. Untó con ella una rebanada de pan, le añadió mantequilla, echó leche en un vaso y lo llevó a Clara. Ella comió con ganas, en silencio. De vez en cuando miraba a Carlos y sonreía.
—Después haré la cena para los dos —dijo él.
—¿Tú? ¿Vas a cocinar tú?
—Estoy acostumbrado.
—¿Y los otros?
—Se ha marchado todo el mundo. Juan tiene una pierna rota, y el boticario lo llevó al hospital. Como dormías, no pudo decirte adiós.
Añadió en seguida:
—No se lo permití. Él quiso despedirse, naturalmente.
Clara estiró los brazos.
—¿Y el loco?
—Se ha marchado también. Una de sus veleidades.
—Me gustaría levantarme.
—Bueno. Te espero en la torre.
Carlos cogió la bandeja y la devolvió a la cocina. Recorrió luego el pasillo, con la vela en la mano. Al pasar frente a la habitación de Clara, ella gritó:
—Voy en seguida.
La oyó lavarse y siguió adelante. Encendió los quinqués de la chimenea y abrió la ventana. Pueblanueva se había iluminado, y en algún lugar tocaba una charanga: el pueblo bailaba un tango en honor de la Resurrección. En el aire limpio, el faro del muelle lanzaba sus destellos: uno, dos. Oscuro. Uno, dos. Más allá, en medio de las aguas, un farol rojo y un farol verde, balanceándose a compás.
Oyó los pasos de Clara en el corredor. Se arrimó a la chimenea y cargó la pipa. Ella entró sin decir nada y se sentó en el sofá. Había recogido el pelo en una trenza y estaba vestida y con medias. Traía el abrigo al brazo y lo dejó a su lado.
—Tengo que irme, Carlos. Has sido muy bueno conmigo.
—Todavía, no.
—¿Hay algo aún?
—Quizá lo más importante.
Ella le miró alarmada. Él continuó:
—Han cambiado las cosas. Sucedió algo con lo que no contaba…
Clara se levantó y fue hacia él.
—Dime lo que sea…
—No te asustes. Es una novedad extraña, una extraña situación. No la entiendo del todo. No sé qué hacer.
La condujo al sillón, la empujó con dulzura hasta sentarla. Quedó de rodillas delante de ella, intentó dar a sus palabras un tono indiferente.
—Hay alguien que piensa matar a Cayetano, y sólo yo puedo evitarlo.
Clara apretó los puños, cerró la boca con fuerza.
—¿Por qué me lo dices?
—Debes saberlo. Estoy como si tuviera en mis manos algo que no me pertenece y que debo restituir. La vida de Cayetano es tuya. Y no puedo ocultarte que el Relojero lo matará inexorablemente, mañana, un día cualquiera, si tú o yo no lo evitamos.
Clara había inclinado la cabeza y la ocultaba con las manos. Carlos se incorporó, la cogió por las muñecas y las apartó suavemente.
—Yo puedo decidir por ti, si me lo mandas, nunca por mí. En todo caso, tu ofensa es mayor que la mía. Y es tuya propia, te pertenece, lo has dicho esta mañana. ¿No crees, Clara, que hubiera hecho mal reservándomela decisión?
—¡Es horrible!
—¡Es sobre todo tan fácil! No hay más que cruzarse de brazos y esperar. Y un día llegará don Baldomero, sudoroso, pedirá un poco de agua y contará que el Relojero ha atravesado las tripas de Cayetano con un arma de fabricación casera. «¡Ah! ¿Sí? ¿Y cómo fue?»
—¡No sigas, por Dios!
—Quedaríamos impunes. Porque aunque alguien pudiese suponer que yo hubiera incitado al Relojero al crimen, él lo reivindicaría enteramente para sí, lo reivindicaría con orgullo y se reiría de quien me atribuyese cualquier clase de responsabilidad. «Quién? ¿Don Carlos Deza, ese cobarde?» El Relojero va a matar a Cayetano porque yo no quiero matarlo, y me desprecia por eso, y hace una hora se mudó de domicilio porque, a su juicio, un cobarde como yo no merece su compañía. Nadie me ha mirado jamás como él…
Se levantó y recogió la pipa, que había dejado en la repisa de la chimenea. Apretó el tabaco, desatornilló la boquilla y empezó a limpiarla: un poco de espaldas, sin mirar a Clara.
—También tu hermano, esta tarde, se marchó despreciándome. ¿Sabes por qué? Porque no creo que él mate nunca a Cayetano, ni siquiera ahora, que estás tú por medio y cuenta, al menos, con un pretexto dramático, con una justificación aceptable. No lo he creído nunca y me reí un poco de él. Bueno, no estuvo bien hacerlo, pero él no me desprecia por haberme reído. Ni sé tampoco si de verdad me desprecia o si necesita creérselo. Juan es muy complicado. Para creer en sí mismo necesita que antes crean los demás. Quizá si yo le dijera que sí, que es capaz de matar a Cayetano y que lo admiro por eso, llegase a matarlo realmente. Pero le he dicho todo lo contrario o se lo di a entender, y le pareció mal…
Se apoyó en la repisa y siguió limpiando la boquilla, miraba el agujero, soplaba.
—Sólo tú, Clara, eres sencilla, sólo tú no te engañas a ti misma, sólo tú estimas o desdeñas a las personas por lo que son y no por lo que simulan ser. Y sobre todo sólo tú tienes sentido de lo justo y de lo injusto. Por eso te he dicho lo que acabo de decirte y he puesto en tus manos la decisión. Yo no sabría jamás si había obrado justamente, lamentaría que Cayetano siguiese vivo o me arrepentiría toda la vida de haberlo dejado morir.
La boquilla de la pipa quedó satisfactoriamente limpia. La atornilló y encendió una cerilla. Clara había cambiado de postura y movía nerviosamente las manos.
Además, tus razones son más serias, más respetables que las de cualquiera de nosotros. Da risa pensar en los motivos que tiene Juan para desear la muerte de Cayetano; y los míos… Bueno, los míos casi no existen y no vale la pena mencionarlos. Pero por ofensas como la que tú has recibido han muerto muchos hombres desde que existe el mundo y desde que los hombres han inventado razones para matarse. Es repugnante lo que hizo Cayetano; es repugnante pensar que alguien se atreve a pisotear de esa manera la libertad de otro. Y lo es más todavía imaginar a qué estado llega un hombre cuando lo hace. Sin embargo…
Clara continuaba con la cabeza agachada. Sus dedos arañaban los brazos del sillón, se clavaban en el tapiz.
—… sin embargo, Cayetano no es enteramente responsable. Recibió una provocación inmediata, a la que respondió con brutalidad excesiva, desproporcionada. Pero no debemos olvidar, o al menos no debo olvidarlo yo, que desde hace año y medio ha soportado la provocación constante de mi presencia, la ha soportado hasta la exasperación. Desde que estoy en Pueblanueva he sido para Cayetano como el clavo del zapato que se hunde en el talón, que molesta, que irrita, que desespera. Y todo lo que ha pasado en este tiempo…
La cerilla se había consumido sin usarla. Carlos sintió la llama en la piel, sacudió la mano y se chupó el dedo.
—Bueno. ¿Para qué voy a recordarlo? Sería penoso para los dos y para mí vergonzoso. Es algo que necesito olvidar si quiero seguir viviendo. Pero eso no me exime de las consecuencias; ante todo, de que no pueda soportarme a mí mismo sin antes perdonarme. ¿Y cómo voy a perdonarme si no he perdonado a los demás?
Golpeó con la pipa la palma de la mano y sonrió.
—Todo esto te lo digo para justificarme, porque quizá tú creas también que debo matar a Cayetano. Pero te aseguro que no impediré que lo hagas… No lo impediré. Esta mañana decías que han sembrado en ti algo malo. Cayetano ha sido, y ni a él mismo podría extrañarle que el primer fruto de su siembra fuera su propia muerte.
Clara saltó violentamente del asiento.
—¡Calla, Carlos! ¡Yo no valgo la vida de un hombre!
Quedó en pie, erguida, agresiva. Carlos la cogió por los brazos y le miró a los ojos.
—Vales mucho más, Clara.
Ella aguantó la mirada unos instantes, bajó luego la cabeza, intentó esconderla, empezó a sollozar. Carlos fue a la mesa y escribió algo. Clara se limpió las lágrimas, hizo un esfuerzo para no llorar más. La pluma de Carlos rozaba el papel, ras, ras; trazaba signos, palabras. Clara se sintió atraída. Pero, ya junto a la mesa, no miró a la carta, sino a Carlos: a su cabeza inclinada sobre la escritura, a sus manos. Carlos dijo:
—Escucha —alzó el papel escrito y leyó—: «No puedo evitar que el loco vaya a matarte, pero sí advertírtelo. No sé con qué arma querrá hacerlo, pero yo desconfiaría de su bastón. Y no me agradezcas el aviso, sino a Clara». —Le tendió el papel; ella no se movió.
—Esto lo llevaré esta noche, por si el loco tiene prisa.
—Suprime lo de Clara.
—¿Por qué?
—No olvides que me quiere. Es cruel decirle que le perdono la vida.
—Precisamente por eso…
Dobló el papel, lo metió en un sobre y escribió el nombre de Cayetano.
—Supongo que también a él… —sonrió— le gustará saber que está perdonado. Y hasta es posible que si en el daño que te hizo se resumen todos sus daños, el perdón que le das valga por los demás perdones —movió los brazos; la luz le daba de lleno, y Clara vio en sus ojos por primera vez un resplandor de alegría—. El pecado es inaguantable: hay que librarse de él como sea, lo sabes bien, porque, si no, destruye. Y no creo a Cayetano capaz de enmascarar el suyo ni de olvidarlo; tengo también la esperanza de que no sea tan perverso que lo dé por bien hecho.
Los hombres perversos son raros…
Guardó el sobre en el bolsillo, sonrió y escondió la mirada.
—Después de cenar bajaré a llevarlo.
Clara permanecía de pie, frente a él, como esperando. Cuando Carlos dejó de hablar y de mirarla, adelantó una mano y la retiró. Pareció que iba a añadir algo. Luego encogió los hombros.
—Yo me voy —dijo Clara—. Mi madre está sola desde ayer, sin su comida y sin su anís. ¡Cómo habrá gritado la pobre! No encontraré ni un cacharro sano en la cocina.
—Te llevaré. Cuanto antes llegue la carta…
Le temblaban las manos, y su voz era opaca. Había desaparecido la alegría de su mirada, y la hinchazón del labio, su color morado, hacían ridícula su sonrisa. Sus manos revolvían los papeles de la mesa, como buscando algo. Se volvió de espaldas, buscó entre los libros del anaquel. Luego dijo resuelto:
—Vamos.
Salió el primero al corredor, como si huyera. Clara lo siguió con la mirada hasta que su sombra se perdió en la oscuridad, con los brazos tendidos, anhelantes y en los labios una palabra que no dijo. Hizo un gesto de desaliento, de resignación, recogió su abrigo del sofá, se lo puso y salió también. Cuando llegó al zaguán aparecía en la plazoleta el carricoche. Un cuarto de luna alumbraba las piedras grises, y en el jardín el canto de un alacrán jugaba a las distancias ilusorias. El caballo al moverse agitaba los cascabeles. Clara atravesó la plazoleta y subió en silencio; Carlos tiró de las riendas, dijo un «Arre!» apenas perceptible, y el caballejo se metió en la vereda oscura. Clara cruzó los brazos y se recostó: estaba al lado de Carlos, sus cuerpos no se rozaban, y Carlos, con la pipa atrapada en la boca, sólo miraba adelante, atento a las riendas, al cascabeleo, a la negrura del camino. Llegaron a la verja, dejaron atrás los árboles. Ahora la carretera blanqueaba entre los setos y en el aire brillaban las luces de Pueblanueva. Las contempló Clara, precisas; las fue identificando: aquéllas, de la plaza; aquellas otras, del muelle; las más lejanas, del astillero. La carretera blanca, lunada, la llevaba hacia ellas; el coche la dejaría allí. Y se dirían: «¡Adiós, Carlos!», «Adiós, Clara!». Sintió un escalofrío, ahogó un grito. Carlos miraba a la carretera, o quizá a la oscuridad, y acaso pensaba lo mismo. Clara movió el brazo, dejó caer su mano sobre la de Carlos. Él soltó las riendas y sacó la pipa de la boca.
—Tenemos que volver atrás —dijo—. Ahora recuerdo que ayer traje toda tu ropa, la que había en el armario, y te hará falta.
—¿Para qué la has traído?
—Pensé que te quedarías. No me había acordado de tu madre.
Clara retiró la mano.
—Pero, si quieres —continuó Carlos sin mirarla—, podemos ir a buscarla y traerla con nosotros. La pobre no nos estorbará, y así no te marcharías. Se volvió hacia ella lentamente.
—Y en el caso, claro está, de que hayas recobrado ya tu cuerpo. Clara bajó la cabeza y la acercó hasta hallar el pecho de Carlos.
—Sí, Carlos.