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El telegrama del gobernador civil prohibiendo las procesiones de Semana Santa llegó al Ayuntamiento el viernes de Pasión, a última hora. Los párrocos y capellanes de las iglesias de Pueblanueva recibieron su traslado y copia literal el sábado por la mañana. Doña Angustias había hecho un donativo importante para la adquisición de palmas, y las palmas, en un rincón de la sacristía, esperaban las manos que habían de pasearlas por las calles próximas al puerto. Las había grandes, robustas, arbóreas, para el clero y personas mayores, y otras más finas y gráciles para las presidentas y directivas de las diversas cofradías femeninas. Unas pocas más, tejidas y adornadas con lazos de colores, se destinaban a niños y niñas paniaguados. El resto llevaría ramos de olivo y de laurel.

El párroco miraba alternativamente el oficio del Concejo y las palmas amontonadas.

—Pues es lástima, porque prometía resultar muy lucida la procesión.

El coadjutor, de espaldas, se desvestía los ornamentos.

—Yo que usted, no me resignaba.

—¿Qué quiere? ¿Que vaya al alcalde con el alegato? Me echará con cajas destempladas.

—El alcalde, sí.

—Entonces, ¿quién? ¿El gobernador? Peor todavía. Es un masón rabioso.

El coadjutor, con la estola en la mano, le miró con sonrisa pícara.

—¿Ha pensado en doña Angustias?

—¡Doña Angustias no manda en el Gobierno Civil!

—Pero su hijo manda en el pueblo.

El párroco releía el oficio. Alzó los ojos del papel y miró al vacío.

—En todo caso, es una idea. El no ya lo tenemos.

—Todo consiste en que usted sepa pedirlo —el párroco descolgó el teléfono; el coadjutor, con el alba a medio quitar, corrió a la mesa y retuvo la mano del párroco—. ¡Nada de teléfono! Personalmente.

—Pues tiene usted razón.

—Y ahora mismo, sin dejarlo para luego. Yo quedaré al cargo de esto.

—Pero ¿no está en ayunas?

—Puedo aguantar.

El párroco se encasquetaba la teja. Acudió el coadjutor a sostener la dulleta.

—Lleve también una bufanda. Las mañanas están frías.

Salió el párroco. El sol peleaba bravamente con la neblina pertinaz, y en el cielo, sobre la mar, aparecían ya jirones azules. Caminó junto al pretil, atravesó el barrio de los pescadores. Algunas mujeres, algunos niños, le saludaban; algunos hombres le miraban duramente. A la puerta del astillero abordó al guarda jurado.

—Vengo a ver a la señora.

Esperó. Le mandaron pasar. Doña Angustias desayunaba y le hizo compartir el café. El párroco expuso su proyecto. Doña Angustias comentaba: «Adónde vamos a parar?». Y también: «¡El mundo está cayendo en manos de los herejes!». El párroco le representaba el abandono de las hermosas palmas y la ofensa que se quería inferir a la festividad del día y a la libertad de la Iglesia. «¡No tiene que convencerme! ¡Ahora mismo hablaré a mi hijo!» Bajaron juntos. Doña Angustias se había quedado con el papel. El párroco se despidió en la puerta, y doña Angustias atravesó las oficinas. Todo el mundo se levantó, y Martínez Couto, en nombre de la colectividad, le dio los buenos días. «¿Quiere la señora que la acompañe?» «No, no, muchas gracias, bien sé el camino.»

Cayetano, inclinado sobre unos planos, levantó la cabeza al oír el ruido de la puerta. Vio a su madre y acudió rápidamente.

—¿Qué te trae por aquí?

Doña Angustias se sentó, hizo que Cayetano se sentase a su lado y le entregó el oficio del Ayuntamiento.

—Mira. Lee.

Cayetano lo leyó por encima.

—Bien. ¿Y qué?

—Que esto no puede ser, hijo mío. Los cristianos tenemos derecho a nuestras ceremonias, y no hay alcalde ni gobernador que pueda prohibírnoslas. Además, la procesión de mañana la he costeado yo. Y pensaba acompañarla…

—¿Y qué quieres que haga yo?

—¡Hablar al gobernador!

—No somos amigos.

—Entonces, al alcalde. ¿O es que vas a decirme que el alcalde no te obedece?

—¡No he dicho eso, madre!

—Pues no lo digas, porque no te creeré. En el pueblo se ha hecho siempre tu voluntad, con izquierdas y con derechas. Mucho más con esa gente de ahora, que la has nombrado tú…

Cayetano echó mano al teléfono. Ella le detuvo.

—Por teléfono, no. Las cosas importantes tiene que hacerlas uno.

—Pero ¿tanto te interesa?

Doña Angustias se puso en pie.

—Si no me interesase, no hubiera venido a molestarte.

Él le cogió una mano.

—Tú nunca me molestas, madre.

—Pues de un tiempo a esta parte no lo parece. ¡Todo el mundo dice que eres otro, y lo eres hasta conmigo!

Le asomaba una lágrima. Cayetano se levantó y la empujó dulcemente hacia la puerta.

—No pienses eso y ve tranquila. Ahora mismo hablaré al alcalde.

La acompañó hasta la salida. Al atravesar las oficinas dijo que estaría de vuelta dentro de media hora. Montó en el automóvil, subió a la plaza, se detuvo ante el Ayuntamiento: El guardia municipal a su paso se quitó la gorra. Cayetano subió las escaleras de dos en dos, recorrió un par de pasillos, entró en el despacho del alcalde sin pedir permiso. El alcalde despachaba con el secretario. Le vieron entrar, se miraron y se levantaron.

—Buenos días, don Cayetano.

El alcalde señaló su sillón presidente.

—Aquí. Siéntese aquí. ¿Qué le trae por esta su casa?

Cayetano echó la boina encima de la mesa y ofreció pitillos.

—¿Me deja ver el telegrama ese del gobernador referente a las procesiones?

El alcalde quedó sorprendido y quieto. La mano del secretario diligente hurgaba en un montón de papeles. Sacó uno azulado.

—Aquí lo tiene.

Cayetano lo leyó rápidamente y lo dejó en las manos temblorosas del alcalde.

—Está muy bien, pero esto no reza con Pueblanueva.

—¡Don Cayetano!

—Es una acertada medida de orden público en las grandes ciudades, donde es difícil tener a raya a los de un lado y a los de otro. Pero Pueblanueva es una villa civilizada. Aquí no sucederá nada.

El secretario, inhibido, ordenaba expedientes. El alcalde apenas levantaba la vista.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque yo lo mando.

—¡Hay elementos…!

—Si los hay, se les mantiene quietos, y sise mueven, a la trena con ellos.

El alcalde le miró con ojos implorantes.

—¡Don Cayetano, que me juego el cargo!

—Te garantizo que no pasará nada.

El alcalde, resignado, inclinó la cabeza.

—¡Si usted me lo asegura…!

Se rascó detrás de la oreja y volvió los ojos al secretario; pero el secretario se había inclinado sobre un cartapacio y no parecía oír.

—Sin embargo, sería mejor que hablase al señor gobernador. Como la orden viene de él…

La voz de Cayetano se endureció.

—¿Desde cuándo los gobernadores han mandado en Pueblanueva?

—Antes ya sé… Pero yo creí que ahora…

Cayetano le agarró un brazo y lo atrajo hacia sí.

—Entre el ahora y el antes no hay más diferencia que de alcalde. Antes era otro, y ahora eres tú.

—Sí, señor.

—De modo que escribes un oficio autorizando las procesiones. Puedes poner en él, naturalmente, que esperas de los señores sacerdotes el respeto de los fieles por las leyes de orden público, etcétera, etcétera, y que se hacen responsables…

El secretario saltó del asiento y se acomodó ante la máquina de escribir.

—Con dos copias, ¿verdad, don Cayetano?

El hijo de don Lino caminaba delante, con la maleta. Don Lino llevaba la gabardina al brazo y un paquetito en la mano. El hijo volvía a veces la cabeza y miraba el paquete, pero no decía nada. Don Lino iba metido en sí, sin parar mientes en los que pasaban por su lado, en los que le saludaban.

Llegaron. El hijo depositó la maleta en el suelo y empujó la puerta. «¡Somos nosotros, mamá!», gritó; y dejó que su padre pasase delante. María apareció al cabo del pasillo; inclinada, con la manos recogidas debajo de la toquilla. Inclinó la frente y don Lino le dio un beso. Aurorita asomó por la puerta de la cocina. «¡Papá!», gritó. Se acercó y le ofreció la mejilla. El hijo, con las manos atrás, esperaba.

—¿Qué tal el viaje?

—Bien, bien. Todo va bien.

Aurorita recogió la gabardina y observó el paquete que don Lino sostenía en la mano. El hijo, entonces, se atrevió a preguntarle:

—¿Y el lápiz, papá? ¿Me lo has traído?

Don Lino le acarició la barbilla.

—Sí, hijo mío; he traído tu lápiz y el carmín que me encargó tu hermana. Tengo noticias por vuestra madre de que uno y otro os habéis portado correctamente durante la semana. Me congratulo, especialmente de que Aurorita no imite en su noviazgo a las desvergonzadas muchachas de este pueblo.

La hija enrojeció, y don Lino le tiró suavemente de la oreja.

—¡Me has hecho pasar tina vergüenza…! Porque comprar un lápiz para los labios no es cosa de hombres, y si un hombre lo hace, hay derecho a sospechar…

Pasaron al comedor. La maleta quedó encima de la mesa. Fue pronto abierta. Un lápiz amarillo, brillante, pasó a manos del chico, y un paquetito menudo, envuelto en papel de seda, a las de Aurorita. Lo deshizo rápidamente.

—Gracias, papá.

Le dio un beso y salió corriendo. El chico abrió el cajón del aparador, cogió un cuchillo y empezó a sacar punta al lápiz. María no decía palabra.

—Van a venir unos caballeros, ya te escribí. ¿Tienes algo en casa para convidarles?

María mostró las palmas de las manos.

—¡Como no sea pan…!

Don Lino meneó la cabeza.

—Bien está ser pobre, pero la pobreza debe ocultarse por decoro: te lo he dicho muchas veces. La exhibición de la pobreza es tan repugnante como la pobreza misma. Hay que traer galletas y algún licor.

María, asustada, le miró.

—¿Dices licor?

—Puede ser un vino dulce: es más barato.

María hundió la mano en el bolsillo del mandil y sacó un montón de calderilla. Don Lino le cerró la mano con la suya.

—Guárdate eso. ¿Llegará con dos peseta?

María sonrió dulcemente.

—¡Que después no tendrás para tus gastos…!

—Voy a estar con vosotros hasta el Lunes de Pascua, y aquí se gasta menos. En cuanto al tresillo, ya sabes que suelo ganar —agarró al chico por los cabellos—. Tú, toma esto, coge una botella, lávala bien, y traes de la tienda un paquete de galletas…; no, dos paquetes, y una peseta de cariñena.

—Sí, papá.

El chico dejó el cuchillo y el lápiz, dijo algo referente a que nadie los tocase. Don Lino cerró la puerta tras él.

—¿Dónde está Aurorita?

—Habrá ido a su cuarto a pintarse. Por cierto que tengo que hablarte.

—Y yo a ti. Ahora mismo, antes de que regrese el muchacho.

Escuchó. En los ojos de María tembló la alarma.

—¿Sucede algo?

—No sé…

Don Lino metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre azul y se lo tendió a María.

—Coge esto. A mí me abrasa.

Ella respiraba fuerte y había empalidecido.

—Lee la dirección: pone mi nombre. Ábrelo: contiene doscientas pesetas.

—Para nosotros? —la cara de María se encendió de júbilo, y sus manos abrieron torpemente el sobre. Sacó dos billetes gastados, sucios—. ¡Doscientas pesetas…! ¿Dónde las ganaste?

—No me preguntes dónde, sino cómo. Y entonces no podré responderte sin enrojecer…

María le agarró la muñeca. Don Lino continuó:

—Eso es lo que me pregunto. ¿Qué has hecho, Lino? ¡Me lo vengo preguntando desde ayer, no he podido dormir en el tren porque la pregunta me martilleaba en la cabeza y no sabía responderle! Porque esta es la verdad, María: no sé por qué tengo esas pesetas, ni quién me las dio. Aunque barrunte…

Le sudaba la frente. Se limpió con el pañuelo y, penosamente, se acercó a una silla y se sentó.

—María, tienes que ser una tumba para lo que voy a contarte. Claro que podía callarlo, pero, en ese caso, tendría que haber destruido ese dinero, porque no puedo entregártelo sin que conozcas su procedencia. En la medida de lo posible, claro está.

Recogió la cabeza entre las manos y habló con voz acongojada. Se interrumpía a cada instante, miraba a la puerta, escuchaba. En una habitación lejana, Aurorita había empezado a cantar.

—La cosa sucedió hace unos quince días. Vino a verme un compañero, maestro en una escuela remota. Me pidió que interpusiera mi influencia para que él y otros compañeros en su misma situación obtuviesen ciertas mejoras a las que tienen derecho, pero de las que no disfrutaban todavía por olvido o desidia burocrática. «¡No faltaba más! —le dije—. Lo haré con mil amores, porque es justo, y por tratarse de unos compañeros.» Y así lo hice. Fui un par de veces al Ministerio, hablé con dos o tres personas, le escribí una carta al subsecretario, y a los ocho días se despachaba el oficio correspondiente. Te juro por mi conciencia, María, que en todas esas gestiones habré gastado una peseta, o quizá menos. Tres o cuatro billetes de tranvía, y unos pitillos que ofrecí. Nada más. Ni a un solo café me vi obligado a convidar, ni muchos menos he dado a nadie la menor propina. Pues bien: el jueves último, anteayer, estuvo a verme mi compañero. Quería darme las gracias, y me las dio. Pero no se detuvo ahí. «Usted habrá tenido gastos», me dijo. Y yo le respondí: «Ni cinco céntimos». «Querido compañero, eso lo dice usted por generosidad, pero en este país nada se consigue gratis.» «¡Le aseguro que ha bastado mi influencia personal y la autoridad de mi cargo para que todas las puertas se me abrieran y todo el mundo me escuchase!» «Pero algunos gastos habrá tenido, y nosotros no podemos permitir…» «¡De ninguna manera! ¡Le aseguro que no he gastado un céntimo y que no tienen nada de que resarcirme!» Pareció quedar conforme. Se marchó después de haberme dado otra vez las gracias, y yo quedé satisfecho de haber cumplido, una vez más, con mi deber.

Se interrumpió. Aurorita seguía cantando. Don Lino dejó caer las manos en la mesa, angustiosamente crispadas. Le salía la voz a golpes, tartajeante, y respiraba con fatiga.

—El sábado por la mañana la patrona me trajo ese sobre a la cama. Todavía no me había levantado. «Esto, que acaba de dejar para usted un señor.» «¿No dijo quién era?» «No, don Lino, ni lo conozco.» Abrí el sobre en la seguridad de que se trataba de algún papel político, de algún anónimo insultante, de alguna denuncia. Y me encontré con tres billetes de cien pesetas, sin más papel, sin más tarjeta…

Se levantó de un salto. María se echó atrás. Apretaba el sobre azul contra el pecho, lo protegía con sus manos.

—«Quién es el miserable que pretende comprarme?», me pregunté. «Lino Valcárcel es intachable como ciudadano particular y como diputado a Cortes», me dije. «¡Quien pretenda comprar tu conciencia por treinta dineros es un miserable!», añadí. Los billetes estaban encima de la cama y llegué a creer que podrían incendiarse y plantar fuego a las ropas. «¡Ahora mismo los arrojaré a la calle en mil pedazos!» Y me levanté para hacerlo. Pero entonces comprendí que estaba solo, y que no había testigos de mi honradez, y que el osado que se atreviera a enviármelos ignoraría mi determinación. Además, ¿qué pensaría la gente de un hombre que se asoma a la ventana en camiseta y arroja sobre los transeúntes el confeti hediondo de unos billetes rotos? Vivo en un primer piso, y mi figura, de tal guisa y en tal acción, resultaría indecorosa. Y no podía, por el mismo decoro, llamar a la patrona y ordenarla que los quemase, porque acabaría por sospechar, porque creería que dentro de cada sobre que recibo se ocultan billetes de cien pesetas. ¡María, mi patrona es de derechas, y piensa por principio que todos los diputados son un hatajo de ladrones!

Se le hundían los hombros, las arrugas de su cara parecían haberse multiplicado. María le preguntó si quería un poco de agua, y él la aceptó.

—Gracias.

Apuró el vaso entero.

—María, es cierto que pude hacer una pelota con los billetes y tirarlos al retrete. Pero entonces, precisamente entonces, cuando lo había decidido, recordé nuestra situación. Mi traje nuevo impagado, los hijos sin zapatos decentes, y tantos agujeros que hay que tapar. En mi conciencia empezó a luchar la obligación de destruir ese dinero contra el deseo, más aún, contra la necesidad, de guardarlo. ¡Eran trescientas pesetas, María, que quizá hayan salido a escote de unos cuantos compañeros tan pobres como yo, pero que ya no podían volver a sus bolsillos, entre otras cosas, porque no estoy convencido de que hayan sido ellos…!

Agarró violentamente a su mujer y la obligó a mirarle a los ojos.

—María, claudiqué. Pagué al sastre quince duros y traje conmigo esas doscientas de las que te harás cargo, porque no puedo retenerlas un minuto más. Pero considérame desde ahora como un concusionario, y no te avergüences jamás delante de mí. Porque si has tenido una debilidad y cometiste una falta, tu marido la cometió peor. Tú has engañado a tu marido. Yo he vendido a la República…

Quedó arrimado a la mesa, con los hombros hundidos, la cabeza baja, los brazos colgantes. Dos lágrimas asomaron a los rincones de sus ojos. Echó mano del paquete que había traído, desató el lazo, retiró el papel, quedó al descubierto una cajita de cartón. María había seguido la operación electrizada.

—María, tu conducta ejemplar después de aquello te ha restituido a mi estimación. Ahora yo tengo que recobrar la tuya, porque eres la única en conocer un delito del qué te hago único testigo y juez. Te juro por mi conciencia que pondré todo mi esfuerzo al servicio de la justicia. Sin embargo, no he podido olvidarte. Los cinco duros que faltan los he gastado en esto.

Abrió la caja y quedaron colgando de sus dedos dos pares de medias finas.

María le dio un abrazo.

María puso tres copas en un plato de cristal, y las galletas en un galletero colorado, ya sin tapa y con el níquel del asa oxidado. El cariñena de la botella fue trasladado a una licorera amarilla previamente lavada y enjugada. Dejó todo sobre la mesa a la llegada de Juan y Carlos, y se retiró. En el secreto de la alcoba, sacó del pecho el sobre azul, y de la caja, las medias.

—Tres duros para zapatos del muchacho, y seis para los de Aurorita. También habrá que comprarle medias, o puedo darle un par de éstas.

Don Lino señaló las sillas del comedor.

—Les ruego que se sienten y háganse la idea de que están en su casa, aunque lo que puede ofrecerles un maestro de escuela es poco y pobre. Siéntense, háganme el favor…

Juan se arrimó al aparador y cogió la copa que don Lino le tendía.

—Perdóneme, pero estoy impaciente. ¿Trae usted alguna noticia referente a lo nuestro?

Carlos se había sentado y mordía una galleta. Don Lino se situó frente a Juan, las manos en la sisa del chaleco y el pitillo en los labios. Miraba al aire.

—Naturalmente. Las gestiones preliminares están hechas, y me atrevería a asegurar que con éxito. El Ministerio no niega la posibilidad de algún socorro, aunque tiene que preceder una solicitud en regla, elevada por el Sindicato a la superior autoridad del ministro, solicitud que ustedes redactarán mañana mismo y que cursaremos inmediatamente. Ahora bien: como yo me temía, eso no basta. ¿Qué significan unos miles de pesetas, que llegarán tarde, porque las dilaciones burocráticas son inevitables? Ustedes me dirán que por qué la República las tolera, y yo les responderé que la República, en su benevolencia, en su amplitud de criterio, en su magnanimidad, ha mantenido en sus puestos a multitud de funcionarios que ahora la boicotean, y que esos ciudadanos, llamémosles así, pero con interrogaciones, trabajan en el anónimo y en la sombra. Por eso, precisamente por eso, es indispensable la interpelación parlamentaria, para la cual ya he pedido turno. La interpelación airea, publica, saca a luz lo que está oculto, y queda registrada por los taquígrafos. El asunto, pues, se planteará en las Cortes con todos los honores, y el país sabrá que, en un rincón de Galicia, un puñado de proletarios pacíficos se esfuerza para alcanzar la libertad económica y política a que tiene derecho. Y como durante esta semana las Cortes están cerradas y nosotros disponemos de vacaciones, aprovecharé el tiempo para, con el concurso de ustedes dos, y debidamente asesorado, preparar el discurso. Así es que, señores…

—Ya me dirá para qué quiere a estas horas una tortilla de patatas —preguntó la criada al entrar en la rebotica: traía en una mano un plato humeante, y en la otra, una barra de pan.

—Puedo comer lo que quiera, ¿no?, y a la hora que se me antoje.

—Desde luego —dejó la carga en la mesilla y se volvió hacia la puerta—. Por mí, atráquese y que le dé un patatús. Lo mismo da que se muera de un empacho que de una borrachera.

—De lo que he de morir sólo lo sabe Dios, y no tengo curiosidad por averiguarlo antes de tiempo —don Baldomero la miraba por encima de las gafas—. Esta noche no ceno en casa.

—¿Se va de juerga?

—Voy a donde me parece.

—¡Vaya, vaya, que yo no he de impedirlo! Pero después no venga con lamentaciones de viudo inconsolable. Son lágrimas de cocodrilo, ya lo dice todo el mundo. La difunta le importa un rábano, como le importaba en vida. Dios la tenga en la Gloria.

—Amén.

Desde la puerta, la criada le envió una mirada burlona y furiosa. Salió y cerró con fuerza. Temblaron los frascos de los anaqueles y un calendario se desprendió de su clavo.

—¡Bestia…!

Olisqueó la tortilla. Era grande, robusta, un poco doradito el huevo por el centro, amarilla y tierna por los bordes. Partió en dos el pan, abrió las mitades y metió en cada una de ellas media tortilla. Tenía apercibidas dos hojas de papel parafinado, con las que envolvió, por separado, cada trozo de pan con su carga grasienta. El todo lo introdujo en una caja de cartón, con dos botellas. Tapó la caja y la ató con un bramante. Alguien entró en la botica y llamó. Don Baldomero ocultó la caja bajo las faldas de la camilla. Despachó un específico, guardó los cuartos en el bolsillo y se asomó a la puerta de la calle. Caía la tarde, y en el aire alborotaban las golondrinas.

Adiós, don Baldomero.

—Buenas.

Por el cabo de la calle apareció el mancebo, corriendo. Le entregó un envoltorio pequeño.

Ahí tiene. Dice que funciona perfectamente. Por la pila me cobró tres pesetas.

—Si yo cobrara así el bicarbonato pronto me haría rico…

Regresó a la rebotica. El envoltorio contenía una linterna eléctrica de mediano tamaño, achatada. La metió en el bolsillo trasero del pantalón. Se puso un abrigo grueso y recogió de su escondrijo la caja con la comida. El mancebo, acodado al mostrador, esperaba clientes.

—Alas ocho cierras.

—Le va a sobrar el abrigo, don Baldomero.

—Ahora, sí; pero después, con la noche, viene la fresca.

—También tiene razón.

—Ahora voy al rosario. Si viniera aquí don Carlos le dices que tenía pensado ir a visitarle al pazo.

—Sí, señor.

—Alas ocho cierras.

Estaba la tarde cálida y el abrigo le estorbaba. Al llegar a la plaza sudaba. Tocaron al ángelus: se santiguó y atravesó la plaza. En el pórtico jugaban unos niños. Se quitó el sombrero y entró en la iglesia. Se veían unas sombras femeninas, arrodilladas, inclinadas. No habían encendido las luces. Pegado a las paredes llegó a la capilla de los Churruchaos. Tanteó en las tinieblas, pero recordó la linterna y la encendió: un haz de luz intensa cayó sobre los enterramientos. La movió en varias direcciones, alumbró el suelo, el techo, los rincones. Don Payo Suárez de Deza sonreía en su sepultura, con las manos bien apretadas sobre el puño del mandoble. A su lado, con la nariz rota, dormía doña Rolendis, su mujer.

La linterna se detuvo entre los dos enterramientos, y allí dejó don Baldomero su caja bien escondida. Enfocó la salida, apagó la linterna, pero volvió a encenderla y la colocó en un saliente de la pared. Se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó en un rincón lejano.

En la iglesia había media docena de mujeres más, y en el presbiterio, el monago encendía los cirios. Entró en la sacristía. Don Julián fumaba un cigarrillo y leía la prensa. Se acercó a él y se sentó enfrente.

—¿Qué dice la prensa?

—¿Qué va a decir? Huelgas, atentados, quema de iglesias. Lo de siempre.

Don Baldomero había sacado un pitillo y el cura le pasó el suyo para encender.

—Esto va mal.

—Que lo diga.

—Y no se acabará hasta que nos echemos al monte.

El cura recobró su cigarrillo y sonrió.

—¿Quién? ¿Usted?

—Yo y otros hombres bragados. Hay que declarar la Guerra Santa a la República.

—¡Pues están arreglados los que se echen al monte! Morirán como chinches.

—Como héroes, querrá decir.

El cura dobló el periódico y lo dejó en la mesa.

—Dije como chinches, y mis razones tengo. La época de los héroes se acabó. Ahora estos asuntos no se arreglan con guerras, sino con elecciones. Si los ricos hubieran soltado la mosca no nos veríamos como nos vemos. Pero los ricos, ya se sabe, quieren nadar y guardar la ropa. Pues ya verán cuando venga el comunismo…

Don Baldomero le miró de reojo.

—Yo no hablo de echarme al monte para defender a los ricos, sino a la Santa Iglesia del Señor.

—Todo va junto…

Entraba el monaguillo. Don Julián se levantó.

—¿Va a quedarse al rosario?

—A eso vine.

—Pues váyase a la iglesia y haga bulto, que como esto siga así, nos quedaremos pronto sin clientela.

Don Julián había cogido el sobrepelliz y se lo metía por la cabeza. Don Baldomero se levantó y arrojó la colilla. Alzó una mano convulsa.

Ierusalem, Ierusalem, convertere ad Dominum, Deum tuum!

—Déjese de citas. Lo que hace falta es acción. Ya lo dice Gil Robles.

Recorrió la iglesia por la nave de la Epístola y se sentó en el último banco. Don Julián salió de la sacristía, atravesó el presbiterio, hizo una genuflexión y subió al púlpito. «Misterios gozosos…» Arrastraba la voz cansada. Dos docenas de beatas le respondían con un murmullo casi imperceptible.

Arrodillado, don Baldomero esperó. No podía seguir el rezo. Le golpeaba el corazón y en su cabeza hervía un barullo de imágenes. Pero no había, entre ellas, ninguna que, rectamente interpretada, pudiera considerarse como mensaje o, al menos, como señal de, aprobación divina. «¡Me abandonas a mis fuerzas, Señor, y tú, santa mía, te callas en los momentos en que tu voz me sería más benéfica!» Se sentía solo, reducido a sí mismo, con el corazón decidido y la mente dudosa, sin más que su coraje para seguir adelante. El espíritu seco, como él de los grandes santos en las grandes ocasiones. «¡Quizá el consuelo venga después, pero en este momento necesitaba alientos!»

Don Julián terminaba las letanías. Las beatas bisbiseaban las respuestas. El monaguillo, sentado en un escalón del presbiterio, se había dormido. «¡Ahora!, dijo una voz interior, y don Baldomero se levantó de un salto. «¡Ha sido una orden!», pensó, y esperó unos instantes a que se repitiera; pero las voces interiores habían enmudecido. Cautelosamente se escondió detrás de una columna, atravesó la nave, entró otra vez en la capilla de los Churruchaos… Buscó a tientas el abrigo y se lo puso. Se sentó en el rincón, encogió las piernas, escondió la cabeza, escuchó.

Los rumores llegaban como desde muy lejos: pasos, quejidos de las puertas al abrirse y al cerrarse. Los fue siguiendo, analizando, situando. «Este es el monago que baja por el pasillo central… Ahora cierra el pórtico… Ahora regresa… ¿Por qué tarda tanto?» Faltaba, para su tranquilidad, el chirrido de unos cerrojos. Aunque bien pudiera ser que los hubieran engrasado.

Pasó mucho tiempo. Don Baldomero se levantó y se acercó a la puerta de la capilla. No quedaba en la iglesia más luz que la lámpara del Santísimo, en la nave del Evangelio. Todo estaba en silencio, pero escuchando bien se podían oír ruidos menudos agrandados por el eco y el vacío: la carrera de un ratón, el crujido de una madera, los chillidos de los pájaros que volaban alrededor del campanario. Respiró fuerte y regresó a su rincón. Iluminó la esfera del reloj: las ocho y media. Recogido, acurrucado, pensó que faltaba mucho tiempo y que podía dormir…

Don Lino les acompañó hasta la puerta, y en ella repitió cortesías y ofertas.

—Pasaré más tarde por el casino, porque ahora deseo quedar unos minutos en familia. ¡Esta necesidad en que me veo de estar ausente de mi casa me da muchos quebraderos de cabeza! Porque la educación de los hijos requiere la presencia del padre, y yo lo soy, además de maestro y diputado. ¡Grave carga la paternidad, créanme ustedes! Una hija de dieciocho años, un hijo de once. Cada cual a su manera, los dos requieren mi consejo… Voy a charlar con ellos unos minutos y después bajaré a la tertulia. Quizá mejor de noche, después de cenar. Porque también es necesario el esparcimiento, y, además, mi condición de hombre político exige el contacto directo con los electores. Vuelvo a decirles que han tomado posesión de su casa, donde la humildad se alía con la más amplia filantropía. Filantropía quiere decir amistad con los hombres. Tienen en mí un amigo…

Calle abajo, Juan preguntó:

—¿Tú crees que con este tipo conseguiremos algo?

Carlos hizo un gesto de duda.

—Ignoro hasta qué punto la retórica puede alcanzar efectos prácticos. Pero si la cuestión se plantea en el Congreso…

—¿No has asistido nunca a una sesión de Cortes?

—Jamás.

—Un chiste oportuno puede dar al traste con el propósito más noble, y don Lino se presta al chiste.

—Esto ya lo sabías antes, ¿no?

—Pero lo recordé esta tarde, al oír a nuestro valedor.

Llegaron a la plaza. Se habían encendido las farolas y en el aire flotaba una neblina tenue, azulada.

—¿Y si fuéramos a ver a Clara? —propuso Carlos.

—Ve tú, si quieres. Yo estoy citado con el Cubano y los otros. Estarán impacientes. Cenaré allí.

Quedaron en que se encontrarían a la puerta del casino después de las doce. Juan siguió calle abajo, con el sombrero en la mano y los mechones rojos movidos de la brisa. Carlos atravesó la plaza y llegó a la tienda de Clara. Le llamó la atención el cartel, colgado en el quicio de la puerta: «Se vende…». Entró en la tienda vacía. Curioseó en el interior. La silla de Clara estaba en un rincón, y, junto a ella, un cestillo de paja con ropa blanca. La aguja permanecía clavada en el bordillo de una pieza, a la que Clara cosía un encaje.

Se sentó. Se oían dentro ruidos de alguien que ajetreaba, y por la rendija de una puerta llegaron aromas de cocina. Carlos golpeó las maderas del mostrador suavemente. Clara respondió desde dentro:

—¡Va!

Tardó en venir unos minutos.

—Me daba el corazón que eras tú.

—¿Por qué?

—Quizá por la manera de llamar.

Carlos se levantó.

—Pasábamos Juan y yo y se me ocurrió venir.

—Gracias.

—Ya he visto el cartel. ¿Va de veras?

—Tan de veras. Tengo ya dos compradores. Dos raposos que me quieren engañar. ¿Tú crees que hay derecho? Como si se hubieran puesto de acuerdo: treinta mil pesetas, pero a plazos. Y es lo que yo me digo: ¿para qué quiero el dinero a plazos? Lo que yo necesito son pesetas contantes y sonantes para disponer mi vida.

—¿Y no será para estropearla?

—Quizá.

Carlos miró la hora.

—¿Por qué no cierras la tienda y damos una vuelta? Me gustaría hablar contigo… de eso.

—Tengo la comida al fuego y mi madre está despierta. Si no acudo de vez en cuando se pondrá a chillar. Está estos días insufrible.

—De todas maneras cierra.

—¿Temes que venga alguien?

—No, pero no me gusta ser visto y escuchado. ¿Sabes que tu última conversación con Cayetano es del dominio público?

—No me importa.

Clara pasó el mostrador y cerró la puerta.

—¿Así?

—Estoy más tranquilo.

Clara cerró también las maderas de la ventana.

—Entra aquí y siéntate. Espera, que traeré algo donde eches las colillas. No me llenes el suelo de ceniza…

Trajo un platillo y lo dejó en el borde de una mesa cargada de mercancías. Carlos se sentó. Mientras preparaba un cigarrillo no dijo palabra. Clara había cogido la labor y cosía, con la cabeza inclinada y en sombra.

—¿Tienes algo determinado?

—Irme a Buenos Aires. Ya te lo dije.

—¿Por qué tan lejos?

—Porque no hay más lejos a donde pueda ir.

—¿Y allí?

—Lo que salga. Si vendo la tienda, como pretendo, pueden quedarme unas veinte mil pesetas, pagada la pensión de mamá en un asilo y descontados los gastos de viaje. Veinte mil pesetas dan para aguantar una racha de mala suerte.

—¿Y si la racha sigue?

—Entonces, dejarse llevar por ella. ¿Qué más da? Irse tan lejos es como morir, y lo que le suceda a un muerto ni a él mismo le importa.

Carlos adelantó la silla y cogió a Clara por el mentón. Clara alzó la cabeza y aguantó la mirada inquisitiva de Carlos.

—Dime, Clara, ¿a ti te atrae el mal?

—Supongo que como a todo el mundo. Tiene sus compensaciones.

—Pero ¿te atrae de una manera particular? ¿Te atrae como única opción cuando el bien falta? ¿No piensas que exista un término medio, ese en que se mantiene todo el mundo?

—No lo he pensado.

—Pero lo sientes.

—Es posible.

Soltó la barbilla. Clara recogió la costura y cruzó los brazos.

—Porque —continuó Carlos— al menos una vez has podido tú más que el mal. Recuérdalo. Entonces era la miseria.

—Bien. ¿Y qué?

—Puedes seguir venciendo.

—¿Para qué?

Carlos se echó a reír.

—Parece como si se hubieran invertido los papeles. Hace algún tiempo tuvimos esta misma conversación, sólo que al revés. Entonces era yo el que preguntaba: ¿Para qué?

—Y ahora, ¿has cambiado de opinión?

—No. Ni por lo que a mí se refiere, ni por lo que respecta a ti. Tú tenías entonces respuesta a los para qués.

—Ahora no la veo clara. ¿Qué quieres que te diga? Entonces, esperaba; ahora, ya no. Entonces, aún luchaba contra mí; ahora, estoy vencida. Y, créeme, no es mala cosa abandonarse. Es un modo de vivir en paz como otro cualquiera: todo consiste en que lo aceptes de antemano. Y también en el abandono nace una esperanza. En eso que tú llamas el mal tiene que haber también alguna manera de ser feliz; quizá sólo en el mal se encuentre la felicidad. Yo buscaba otra cosa, bien lo sabes, que me parecía mejor, e incluso me irritaba la felicidad como una engañifa; es posible que, en el fondo, siga creyéndola mentira, pero, al menos, es agradable.

Se levantó, fue hacia el mostrador y se reclinó en él.

—Tienes que pensar que, el día que me embarque, habrán muerto, o habré matado, todos mis buenos deseos. Se me figura que ese día embarcará conmigo todo lo malo que hay en mí, y nada más. Entonces seré otra mujer y tendré ideas distintas. Lo que ahora me da dolor o me causa vergüenza, lo aceptaré como natural. También me atreveré a hacer lo que aquí me es imposible. Incluso daño, si se tercia.

Hablaba con tranquilidad, con calma. Movía las manos pausadamente, y su voz salía limpia, sin un temblor. Carlos inclinó la cabeza unos instantes, miró la ceniza del cigarrillo, la sacudió sobre el plato que Clara le había traído.

—O César, o nada —dijo.

—No te entiendo.

—Hay un demonio en los extremos que parece creado exclusivamente para nosotros. Lo conozco muy bien, y hasta somos amigos desde hace tiempo. Pero no tengo buena opinión de él. Creí que el que a ti te rondaba era otra clase de demonio, mucho más llevadero, y que un día te librarías de él sin esfuerzo: un día, claro está, en que milagrosamente dejases de estar rodeada de estúpidos. Al otro, al mío, que quizá es también el de Juan, y el de tu hermana, y el que persigue al padre Eugenio, lo tenía bien entretenido con mi tira y afloja, con mis largos diálogos, en los que creí enredarle, con los que creí retenerle. Tuve la vanidad de pensar que, mientras no me venciera del todo, me consideraría víctima exclusiva.

Clara sonrió dulcemente.

—Carlos, todo eso son palabras.

—Sí. Palabras que ocultan una verdad.

—A mí no me resuelven nada.

—Ni a mí tampoco. Pero al decirlas y al saber que la verdad se enmascara en ellas me dan ganas de desenmascararlas y averiguar la verdad.

—Hazlo.

Carlos alzó la mirada lentamente. Trazó con los dedos de la mano un garabato en el aire, un garabato a medias, porque la mano se detuvo.

—No puedo —remató el garabato—. No puedo todavía. No basta la inteligencia. Hace falta coraje. Pero ¿quién duda que algún día seré capaz de hacerlo? Y ese día…

—No lo harás nunca.

—Es fatal que lo haga, Clara. Estoy metido en mí mismo como un huevo en su cáscara; pero algún día la romperé.

—¿Cuando ya estés podrido?

Carlos bajó la cabeza.

—Es un proceso interior en el que estoy envuelto y que yo mismo no sé en qué consiste; pero esas cosas terminan…

Clara se acercó a él y le puso las manos en los hombros. Carlos se estremeció y buscó los ojos de Clara.

—Las cosas entre hombres y mujeres —dijo ella— suelen ser más sencillas. Dos que se gustan, que se juntan y, quizá, que se casan. No piden más, y por eso encuentran lo que apetecen. Pero lo mío nunca fue tan fácil. Yo pido que me salven. Tengo la impresión de llevar tiempo colgada de una maroma, y la mar debajo. Entonces tú apareces y me explicas por qué no puedes echarme una mano; y llega luego Cayetano y me propone que nos dejemos caer juntos a la mar. Pero ninguno de los dos advierte que se me cansan los brazos, que se me desgarran. A ninguno se le ocurre que pueda ser un placer abrir las manos y dejarse ir. ¿Por qué me sucede esto? Soy un pingajo que necesita ser lavado, remendado y planchado. Algo que ni tú ni él os sentís dispuestos a hacer.

—¿Por qué tienes de ti esa idea falsa, Clara?

—Y tú, ¿por qué te empeñas en que es falsa?

—Tengo un cierto saber que me permite darte seguridades.

—Lo que a mí me sucede lo sé mejor que nadie. Si fuera sólo lo que tú piensas, lo hubiera arreglado hace tiempo acostándome con cualquiera. Pero no es eso sólo, ni siquiera es eso en primer lugar. Hay otras cosas, que no sé si son nuevas o sólo recién descubiertas.

Soltó los hombros de Carlos y se cruzó de brazos. Miraba de frente, y Carlos no pudo esquivar aquella mirada.

—He vuelto a mi vicio, ya lo sabes. Pero de una manera distinta. Ahora lo que mayor placer me causa, y al mismo tiempo lo que me da más terror, es saber que no necesito de nadie. Lo siento como un verdadero triunfo, y al mismo tiempo me da un miedo inmenso, porque, por otra parte, sé que estoy necesitada de los demás, de alguien… —se detuvo, y añadió débilmente—: de ti. Pero si me marcho, como pienso, como deseo, habré renunciado a todos y quedaré sola.

Carlos movió la cabeza.

—Sola, nunca, Clara. Con el diablo y dentro de un huevo, como yo dentro del mío.

Le dolía la espalda, apoyada contra la pared, y las piernas se le habían enfriado, pero seguía aferrado al sueño, y sólo despertó cuando el reloj de la torre dio las once. Intentó contar las campanadas, perdió la cuenta, se sobresaltó, miró la hora en su reloj: sólo pasaba un minuto, y respiró tranquilo. Era el momento elegido. Estiró las piernas y los brazos, se levantó, golpeó los pies contra las losas y se frotó las manos ateridas. A tientas, buscó el paquete escondido entre los dos enterramientos, hurgó en él, sacó una botella y echó un trago.

—¡Aaaaj! ¡La puñetera gasolina!

Escupió, rascó la garganta, volvió a escupir. Sabía a demonios aquello. Se enjuagó la boca con aguardiente y, cuando el sabor a gasolina y su hedor hubieron desaparecido, bebió: un ardor grato descendió por el esófago, un calor como un fuego que le sacudió el cuerpo y le dejó erguido y potente en mitad de las tinieblas. Sentía como si toda la fuerza del mundo le hubiese entrado por las venas, como si el coraje de los grandes paladines le hubiera sido transmitido. Se golpeó el pecho con las manos y gritó: «¡Que me echen republicanos…!». Su voz tropezaba en las paredes, los ecos se cruzaban y mezclaban. Comió un bocadillo; después, el otro. «¡Lástima no haber traído también un pollo!» Rehizo el paquete con los restos y lo dejó en el rincón. Un largo eructo le salió del estómago: requirió el aguardiente y bebió otra vez, trago tras trago, hasta vaciarla. «¡Ahora, a trabajar, Baldomero!» Pero sudaba y le pesaba el abrigo: tuvo que quitárselo y dejarlo junto al paquete y la botella vacía. «¡Qué bien me vendría ahora un pitillo!» Sacó la cajetilla del bolsillo, pero la guardó. «¡Estoy en lugar sagrado!» Las fauces resecas reclamaban, sin embargo, el humo, y se puso a pensar dónde podría echar un cigarrillo sin mengua del respeto debido a la Iglesia del Señor. La sacristía estaría cerrada… ¡La escalerilla del campanario!… Allí fumaban los sacristanes. Encendió la linterna, subió al coro, entró en la escalera de la torre: le espantó el vuelo súbito de aves nocturnas, le hizo retroceder y entrar de nuevo con precauciones. Llevaba ya el cigarrillo en la boca: lo encendió, se sentó en un escalón. El aguardiente le recorría el cuerpo, oleadas de fuego subían a la cabeza.

A ver cómo te gobiernas en medio de la curda, Baldomero. Un error sería tu perdición.

Fumó hasta que la colilla se le escapó de los dedos. La pisoteó y descendió a tientas. Recogió el abrigo y el paquete, comprobó que la botella de la gasolina estaba en un bolsillo y avanzó por el pasillo central. Se guiaba por la lámpara rojiza del Santísimo. Al llegar a su altura se arrodilló y rezó una jaculatoria:

—¡Señor mío, y Dios mío!

Le costó trabajo levantarse. Empezaban a flaquearle las piernas y a dolerle las rodillas.

—Tenía que haber traído también un poco de agua.

Encendió otra vez la linterna y lanzó su luz contra las bóvedas, contra las naves oscurecidas; finalmente, contra las cortinas del presbiterio. Dejó en el suelo su impedimenta, y la luz buscó la pared lateral donde el Santo Cristo Crucificado se ocultaba tras un rombo de tela morada. Se dirigió hacia Él, dejó la linterna en el suelo y se arrodilló. Abrió los brazos.

—Señor, Tú que conoces la verdad de los corazones, sabes que en el mío no existe ánimo de ofensa, sino de justicia. Perdóname, por los Santos Dolores de tu Pasión. Te lo pido humildemente, con la cara hundida en el polvo y el corazón puesto a tus pies.

Hablaba en voz medianamente alta y firme. Se dejó caer hacia delante, besó las piedras frías y quedó inmóvil. Después recogió los brazos y se apoyó en ellos para levantarse. Lo consiguió difícilmente, porque se le doblaban las muñecas.

—¡Carajo! Debí de beber demasiado.

Vaciló, dio un traspiés y fue a parar a una columna, en la que halló amparo. Había dejado la linterna en el suelo y tuvo que inclinarse a recogerla. Volvió a caer y no pudo levantarse. Se arrastró hasta el banco más próximo, se agarró fuertemente.

—Un poco de agua me vendría de perilla.

Hizo un esfuerzo y se puso en pie.

—¡Cualquiera llega hasta la sacristía…!

Empezó a reunir reclinatorios y a llevarlos hasta el presbiterio. Tropezaba, caía, volvía a levantarse. Si metía ruido se quedaba quieto hasta que el ruido se extinguía. Consiguió transportar cerca de treinta: le corría el sudor por las mejillas y jadeaba.

—Soy un bestia. Tenía que haber dejado aguardiente para ahora…

Los reclinatorios estaban allí, delante del altar. Uno a uno los colocó detrás de la cortina, los amontonó como pudo. Tuvo que descansar, tuvo que sentarse en el banco del privilegio. Sus manos recorrían el asiento.

—Si no pesara tanto también lo quemaría.

La luz de la linterna empalidecía. Le entró miedo de que la pila se agotase, de quedar a oscuras. Se levantó de un salto, se acercó a la puerta lateral de la iglesia y, con cuidado, descorrió los cerrojos. La puerta se entreabrió, y por la rendija entró un aire frío. Don Baldomero apoyó la frente y recibió el fresco en el rostro.

—Esto quiere decir que Dios está conforme conmigo y no me desampara.

Volvió al presbiterio, limpio de sillas. Se arrodilló ante el altar, inclinó el torso. Se santiguó.

Pater noster, qui es in coelis

Terminó el rezo, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, cayó de bruces en la alfombra. Cuando pudo levantarse, se acercó a la mesa del altar y retiró el Crucifijo velado. Vaciló, con él en las manos; miró a diestro y siniestro, y se decidió por el altar del Evangelio. Allí quedó el Crucifijo. Al regresar al presbiterio recogió el paquete y el abrigo y los dejó junto a la puerta entreabierta. La linterna oscilaba.

—Sea ya lo que Dios quiera…

Vertió un poco de gasolina en un extremo del cortinaje y el resto lo derramó por el suelo y encima de las sillas amontonadas. Metió la mano en un bolsillo, en el otro, en los del pantalón… Sintió frío y espanto. «¡Si yo he fumado…!» Tuvo que correr, a oscuras, hasta la capilla de los Churruchaos; allí, con los restos vacilantes de la pila eléctrica, buscar las cerillas olvidadas. Las encontró, las apretó. Otra vez, a tientas, hasta el presbiterio; tanteando, halló la tela empapada. Encendió una cerilla, la aplicó, saltó la llama.

Se retiró caminando hacia atrás. La llama había crecido y alumbraba la nave de una luz roja, temblorosa. Don Baldomero hizo una higa, clavó el puño en el aire y exclamó:

—¡Bien que te he jodido, Satanás!

Abrió la puerta, salió, cerró sin ruido. La calle estaba vacía. Corrió hacia el fondo y, por una calle lateral, llegó a la puerta trasera de su casa. La empujó y entró en el patio. En puntillas, se acercó al pozo, metió la mano en el cubo y la sacó mojada.

—¡Gracias a Dios!

Hundió la cabeza en el agua y aguantó el frío.

Fuera empezaban a oírse voces.

La perorata nocturna de don Lino tomó como punto de partida la noticia, traída por alguien, de que el alcalde, obligado por Cayetano, había autorizado las procesiones, contra el mandato expreso del gobernador civil. Don Lino, que estaba de pie, lanzó una carcajada larga, ampulosa, intencionadamente dramática; una carcajada como un toque de atención que suspendió las conversaciones, borró las sonrisas e interrumpió la partida de tresillo. Hasta Carlos Deza, perplejo, miró a don Lino con sobresalto. Alzada la barbilla, esperó que a la carcajada siguiesen altas imprecaciones, manos levantadas, braceos violentos. Pero don Lino, después de la risa, quedó un momento callado y, en seguida, recordó, con palabra sencilla y en baja voz, el número devotos que en Pueblanueva había obtenido la coalición republicana llamada Frente Popular: 3.175 sufragios contra 76 de las derechas. «Evidentemente, Pueblanueva del Conde es una villa republicana. ¿No es cierto, caballeros?» Todos estuvieron conformes en que sí, salvo Carreira, que se refirió, veladamente, al pucherazo cometido, con la complicidad de ciertos elementos… Pero la observación de Carreira apenas fue oída, porque entonces don Lino franqueó las compuertas, y el esperado torrente inundó el casino y atronó sus salas con voces tremendas. Los socios rodearon al orador: de pie, sentados o arrimados a las paredes, se dejaban envolver por el vendaval sonoro, se dejaban sacudir el corazón y convencer la mente. Porque, sin lugar a dudas, aquel rasgo de Cayetano contra la voluntad expresa de la autoridad republicana le confería indiscutible carácter de tirano. Y cuando esto quedó bien demostrado, don Lino bebió un sorbo de agua y comenzó la segunda parte de su discurso, encaminada a lograr la indispensable unidad de acción si los presentes querían conservar su libertad ante las coacciones del cacique. Fue en este momento cuando Cubeiro dijo al juez, por lo bajo:

—¡Qué pena que Cayetano se haya largado! Porque era cosa de telefonearle y que viniera, y a ver qué hacía éste…

El juez estuvo de acuerdo y gratificó a Cubeiro con un pitillo. Don Lino seguía hablando. Había pasado del tono mayor al medio, y, ahora, más que el volumen de la voz, convencía la dialéctica de las manos, que trazaban dobles circunferencias completas, con sus radios, secantes y tangentes. De todas maneras, chillaba lo bastante para que en la sala del casino no se oyeran las voces y los gritos de la calle. Hasta que, en un silencio de don Lino, se percibieron con toda claridad carreras, llamadas y toque de campanas. Carlos atravesó corriendo el salón y se asomó a la puerta. Un muchacho bajaba a todo meter. Le preguntó qué sucedía. «¡Está ardiendo la iglesia!», y siguió corriendo. La noticia fue oída desde el interior, y el corro se deshizo. Todos se precipitaron a la salida. El propio don Lino se acercó a la puerta y salió a la calle. Desde la acera, reflejado en los cristales de las galerías altas, se veía un resplandor de fuego: Carlos se volvió a los socios del casino, los miró uno a uno, se dirigió a Carreira:

—Usted, que conoce a los frailes, coja un automóvil por mi cuenta y traiga al padre Eugenio Quiroga. Se lo ruego.

Echó a correr calle arriba. Al pasar frente a la botica, don Baldomero, asomado al mirador, medio vestido, le preguntó:

—¿Qué sucede, don Carlos?

Carlos no le hizo caso, y llegó a la plaza. En los balcones, en las ventanas, mujeres y mocitas hablaban a gritos. Grupos de hombres corrían hacia la puerta lateral de la iglesia. Entró. Tuvo que abrirse paso entre una treintena de personas agrupadas bajo el primer arco de la nave. Ardía la cortina con grandes llamas, y, detrás, aparecía una montaña de ascuas crepitantes. La gente estaba muda, y la luz del incendio alumbraba rostros estupefactos, ojos de asombro. Alguien retuvo a Carlos de un brazo.

—No se puede hacer nada. Quédese aquí.

—¿Vamos a dejar que arda la iglesia?

Se soltó de una sacudida. Había empezado a arder la alfombra del presbiterio: la retiró como pudo y quedaron limpias las gradas. Haces de chispas saltaban, atravesaban el aire, pegaban contra las bóvedas y contra las paredes. Luego, caían. Y las voces de los que iban llegando se mezclaban al rumor de las llamas. Carlos, como una sombra en medio del fulgor, miró al fondo de la iglesia: caían las pavesas sobre la doble fila de bancos. Se acercó al más próximo y empezó a arrastrarlo hacia la puerta principal; surgió del grupo un mozo que cogió el banco del otro cabo y le ayudó. Otras parejas le siguieron. Alguien abrió las puertas, y los bancos quedaban en el pórtico, unos encima de otros. Chiquillos asustados contemplaban el incendio pegados a las rejas: chiquillos a quienes sus padres llamaban a gritos desde las ventanas:

—¡Ramoniño, ven! ¡Ten cuidado, Pepiño!

Los niños gateaban, querían ver más, indiferentes a las llamadas. La plaza se iba llenando de gente; habían aparecido ya los primeros cubos de agua. Don Julián, de paisano, abierto el cuello de la camisa, dirigía, sin entusiasmo, las operaciones: aquí, unos hachazos; allí, un poco de agua. La torre de ascuas se desmoronó y llovieron chispas sobre los más cercanos. El grupo de mirones reculó. El maestro de obras que había reparado la iglesia explicaba que, retirados los bancos, no había miedo a que el fuego se propagase, y que lo que había que evitar era el incendio de la techumbre.

Don Baldomero, con el abrigo por encima de la camiseta, acompañaba al cura y repetía que aquello era un castigo de Dios.

Los socios del casino, reunidos bajo el coro, escuchaban a don Lino, para quien el incendio era el acto irresponsable de un republicano exasperado. «¡No lo apruebo, pero lo explico! ¡Es peligroso ejercer la tiranía, porque el tiranizado manifiesta como puede, o como sabe, su disconformidad! ¡Si la prohibición de las procesiones se hubiera mantenido, no estaríamos ahora contemplando esta catástrofe para la cultura y el renombre de esta villa civilizada, paladinamente republicana!» No había nombrado a Cayetano, pero en las conciencias de todos había imbuido la idea de su responsabilidad.

El padre Eugenio llegó acompañado del prior. Una larga fila de sombras pasaba de mano en mano cubos de agua. Junto a la iglesia, hombres y mujeres comentaban el incendio. Los frailes atravesaron el grupo, entraron en la iglesia. Los últimos jirones de la cortina, retenidas por las anillas, ardían todavía, y de las brasas salía una humareda oscura. Habían caído grandes pedazos de pared, y lo que quedaba del Cristo estaba renegrido. El padre Eugenio se detuvo y contempló la pared oscura, el humo que ascendía y flotaba debajo de las bóvedas. El prior quedó a su lado, sin quitarle los ojos de encima. Se acercó, corriendo, don Julián: traía en el rostro una sonrisa triunfal.

—¿Lo ve usted, padre prior? ¡Esto no podía acabar de otra manera!

El padre Eugenio pestañeó, sin responder. El prior dijo:

—De todas formas es muy lamentable.

—¡Dinero más tirado!

Don Julián dio unas palmadas al padre Eugenio.

—Tiempo perdido, ¿eh?, y trabajo. ¡Cuando yo le decía…!

—¡Cállese!

El prior lo apartó y se lo llevó lejos. Carlos subía por la nave de la Epístola; el prior le salió al paso.

—No hable al padre Eugenio.

—¿Por qué?

—Se lo suplico: no quiero perderlo. Y si habla con usted…

Abrió los brazos. Carlos se había parado en un rincón de sombra.

—No quiero ofenderle, don Carlos; pero conservo sobre el padre Eugenio un resto de autoridad que él acata y que probablemente le impedirá hacer un disparate; pero si queda con usted, si habla con usted… ¿No lo comprende? Caerán sobre él sin freno los malos pensamientos.

—¿Y usted cree que es mejor que le obedezca?

—Estoy convencido. Sobre todo, es mejor para él mismo.

—No puedo, honradamente, dejar de hablar con él.

—Hágalo mañana, o dentro de un par de días. Pero esta noche, no. Vaya usted al convento cuando quiera, y hasta es posible que le mande al padre Eugenio de visita. Déjele ahora conmigo. Yo le disculparé.

Cerró los brazos sobre los hombros de Carlos.

—Hágalo.

Como usted quiera…

—Dios se lo pagará.

Le dio un par de manotazos y sonrió.

—Es usted un hombre inteligente, don Carlos. Ya nos veremos. Volvió al presbiterio. Carlos vio cómo se acercaba al padre Eugenio y hablaba con él. Después de unas palabras salieron juntos. Carlos descendió hasta el pórtico, donde sólo quedaba una sombra pegada a las rejas. Reconoció la silueta de Clara. Se acercó a ella. Venía de la plaza un resplandor de farolas gastadas. Estuvieron un instante callados, mirándose.

—Es mala suerte —dijo Clara.

—Sí. Pero también eso son palabras.

—Quizá. Sin embargo, es mala suerte.

Volvieron a callar. Al cabo de un rato, Clara soltó las manos de los hierros.

Juan está en mi casa.

—¿Se ha decidido a entrar?

—Nos encontramos entre la gente. Me dijo que habíais quedado citados, y le invité a esperarte en la tienda. Supuse que, al verla abierta y encendida la luz, entrarías.

—No te muevas de aquí. Salgo ahora mismo.

Se volvió. En el fondo de la iglesia, un resplandor mortecino alumbraba las paredes negras del ábside.

Los faros del automóvil iluminaron la puerta del monasterio. El postigo permanecía entreabierto, y se veía el hábito del lego que esperaba. El prior dio las gracias al chófer y descendió. El padre Eugenio le siguió en silencio, y el lego cerró la puerta.

—Puede retirarse, hermano.

—¡Paz!

El lego salió al claustro. Quedaron solos el prior y el padre Eugenio.

—¿Está cansado, padre?

El padre Eugenio le miró sobresaltado.

—¿Por qué?

—Me gustaría acompañarle un rato —miró el reloj—. No falta mucho para prima, y hasta entonces… Le invito a una copa, que buena falta le hace, y queda dispensado de rezo y misa.

Lo empujó suavemente hacia la puerta.

—Ande, venga.

El padre Eugenio se dejó conducir a través de los claustros. Al llegar a la celda, el prior le hizo pasar delante y le dejó en la oscuridad mientras encendía el carburo.

—¡La falta que nos hacía un tendido eléctrico! Pero ¡sí, sí! ¿Sabe usted lo que pide la Compañía por ponerlo?

Rascó una cerilla y prendió el gas. Encima de la mesa se amontonaban los papeles: los apartó a un lado y dejó un espacio libre.

—Intento hacerme una idea de lo que le sucede, padre, pero no sé si podré. Yo no soy un artista. Pero comprendo que a todo el mundo le fastidia la destrucción de su obra. ¿Cómo le diré? Tiene que ser como si a mí me destruyesen la comunidad, como si tuviésemos que disolvernos…

Hablaba de espaldas, mientras buscaba en la alacena la botella y las copas. Liqueur bénédictine para invitar a las visitas si las visitas eran clérigos o seglares varones que pudieran penetrar en la clausura. Benedictino amarillo. Tenía también Licor del Padre Kermann, una botella mediada de un líquido verde, que no usaba jamás, a pesar del marchamo eclesiástico y de aquel fraile con gafas que ostentaba en el marbete.

—¿Y qué va a hacer ahora?

Puso las copas sobre el tapete, en el lugar despejado, y las llenó; pero, de repente, devolvió el contenido de una a la botella.

—Yo no puedo beber, lo había olvidado. Tengo que decir misa.

—¿Por qué me pregunta qué voy a hacer?

—Porque supongo que se le ocurrirán mil cosas. Me lo explico. Una de ellas, marcharse del convento.

Le ofreció la copa, mirándole de frente.

—¿Me equivoco?

El padre Eugenio esquivó la mirada. Sorbió el licor y devolvió la copa a la mesa.

—Gracias. No se equivoca. Hace más de una hora que lo pienso.

—Tiene usted que estar furioso, y la furia le lleva lejos. ¡Ese imbécil de don Julián! En el fondo estaba alegre.

—Sí.

—Pero tiene la obligación de ser discreto. ¿Quiere sentarse, padre? También puede fumar. Ahí encontrará tabaco, en el cajón de la mesilla de noche. Le regalo un paquete entero. Hay dos, ¿verdad? El otro es para repartir entre el padre Manuel y el padre Eulogio.

Había acercado dos sillas a la mesa, una frente a otra, y el tablero por medio. El padre Eugenio hurgaba en el cajón. Sacó una cajetilla y la abrió.

—Siéntese, padre. Aquí hay cerillas…

La encendió él mismo y pasó el brazo por encima de la mesa, y lo mantuvo quieto hasta que el padre Eugenio prendió el cigarrillo.

—No es lo mismo ser un fraile que ser un artista: empiezo a comprenderlo. Porque si usted fuera sólo un fraile, apelaría a su resignación y a su humildad y le recomendaría que aceptase la Voluntad Divina. Porque mi voluntad puede ser discutible, y lo es; pero la del Señor, no. Un verdadero fraile no puede siquiera analizarla, no puede siquiera dudar en su corazón de que toda desventura, todo sufrimiento, están ordenados por el Señor para su salvación. Ya ve usted: es lo que estoy pensando mientras le hablo. Porque, si usted se va, mi comunidad tendrá que dispersarse, y yo, probablemente, acabaré de obispo en cualquier parte. No lo deseo, le consta. Lo que me gusta de veras es gobernar el monasterio y sacarlo adelante. ¡Y cómo está la política! Pero si usted se va y tengo que cerrar el monasterio, habré de acatarlo como la voluntad del Señor, encaminada al bien de todos.

Levantó rápidamente la cabeza.

—Incluso de usted. Tampoco en esto quiero que pese mi opinión. Es evidente que el Señor dispuso la destrucción de sus pinturas para probarle, o, quizá, para ponerle en el trance de elegir entre quedarse y marchar, entre el fraile y el artista.

Se levantó solemnemente.

—Piénselo bien y no se equivoque. Pero, créame, lo que no se puede es tener media vida dentro del monasterio y la otra media vida fuera. Mate usted al fraile, o al artista. Ya que, al parecer, no es fácil que convivan…

Se apoyó en las palmas de las manos y sonrió.

—¡Y yo que había pensado que usted, con su trabajo, salvaría al convento! Lo pensé con esperanza, se lo aseguro, y con satisfacción. Me gustaban de veras sus pinturas. Pero hay que contar con la gente, que es muy bruta…

Empujó la copa hacia el padre Eugenio.

—Termínela y acuéstese. Y tenga confianza. Lo que decida, me lo dice francamente. No voy a abandonarlo. Y cuente conmigo como un amigo.

El padre Eugenio apuró la copa.

—Gracias, padre prior.

—Vaya en paz.

Levantó la mano y trazó una cruz en el aire.

Los guardias municipales —seis en total—, uniformados de azul y con sable al cinto, no formaban parte de la procesión, como en otros tiempos, pero se habían distribuido a lo largo de las filas. También la Guardia Civil, sin tercerolas, andaba por allí, simuladamente curiosa. Menos visibles, pero atentos, los directivos de la UGT local vigilaban. La procesión había salido con retraso a causa de ciertas alarmas de última hora. Los curas miraban recelosos a un lado y otro, inquietos al menor grito, al más natural movimiento de la gente. Habían invitado a doña Angustias a presidir la ceremonia, y doña Angustias actuaba de pararrayos. Sola, respetable, caminaba con pasos lentos por el centro de la calle, con una palma en la mano, metida en sí, quizá rezando. «¡Pues sí que es valiente!», pensaban los curas, y se sentían protegidos por su valentía; pero seis hombres armados se cuidaban de ella con instrucciones precisas: ampararla con los cuerpos y defenderla disparando. Iban disimulados entre el público, tres en las filas, tres fuera de ellas; a cada minuto, cambiaban miradas; a cada temor, se juntaban de a dos.

La procesión recorrió su itinerario normal sin incidentes; los niños cantaron sus canciones y los curas sus latines. La procesión se recogió en la iglesia parroquial; los fieles, primero, con sus palmas y sus ramos; después, el paso de Nuestro Señor, jinete de una burra gris de rostro casi humano; por fin, el clero. Los notables entraron en la sacristía y comentaron. El cura dio las gracias a doña Angustias, y ella le respondió que había que dárselas a su hijo Cayetano y al Señor, que le había inspirado. El cura estuvo de acuerdo y prometió escribir una esquela de gratitud. Preguntó también si podrían salir las demás procesiones, y doña Angustias no supo qué contestar. Se armó una discusión cortés entre el señor Mariño y la señora de Carreira: el señor Mariño opinaba que ya estaba bien, y que no convenía provocar a elementos que podrían desmandarse, y que habiendo ardido Santa María de la Plata la noche anterior, era un verdadero milagro que hubiesen respetado la procesión; a lo que arguyó la señora de Carreira que Dios y su Santa Madre estaban cota los verdaderos cristianos, y que desconfiar de su ayuda era pecado mortal. «Pues como en este caso el verdadero intermediario entre nosotros y la voluntad de Dios ha sido Cayetano, yo no sacaría la procesión del Santo Entierro sin contar antes con él.» La señora de Carreira, entonces, le miró de una manera especial y le dijo: «¿Sabe, Mariño, que me está usted resultando un poco volteriano?». «¿Un poco qué?» «¡Volteriano!» «Y eso, ¿qué es?» «Pues eso quiere decir…» La llegada de Julita, con su palma, con su esbelta cintura, dejó al señor Mariño sin explicación. Julita venía a contar que en la plaza se estaban formando grupos y que quizá los muchachos de derechas se pegasen con los de izquierdas. Entonces, la señora de Carreira recordó que su hijo mayor andaba suelto aquella mañana y salió pitando: al cruzar la puerta de la sacristía se metió el Cristo que llevaba al cuello por dentro del escote.

Los muchachos de izquierdas se habían guarecido bajo los soportales de la plaza. Los de derechas formaban corros delante de Santa María. Los de izquierdas permanecían mudos; los de derechas vociferaban. Los de izquierdas pateaban las losas como caballos frenados; los de derechas manoteaban, daban carreritas, llegaban hasta el medio de la plaza en sus expediciones provocantes. Uno de izquierdas dijo: «¡A ese tío le como los hígados!», y pretendió salir al ruedo; pero una mano le detuvo, y una voz le advirtió: «Si te mueves, te parto un hueso». «¡Es que se están metiendo con nosotros!» «Pues aguantar y dar muestras de que somos buenos ciudadanos.» El mozo se mordió la lengua, pero cuando se vio libre dijo a uno de al lado: «¡Y todo porque a la madre del jefe se le ocurrió ser beata!» Desde el Ayuntamiento, disimulado tras la vidriera del balcón principal, el alcalde contemplaba los grupos, y su mirada iba de uno a otro temblorosa. Cada vez que sonaba el teléfono se volvía y preguntaba: «¿Es el gobernador?».

El primer alarido se escuchó a la una menos cuarto. Un poco lejano todavía, pero preciso. Los que lo oyeron se preguntaban a quién habrían apuñalado, pero nadie se movió. El segundo alarido sonó un minuto después y algo más cerca: el alcalde se volvió al secretario y dijo: «¿Ha oído usted?», y el secretario le respondió que no. «Pues alguien grita como si lo matasen.» Entreabrió la cristalera y escuchó. Del grupo de derechas y del de izquierdas se habían destacado observadores, que miraban hacia la parte alta de la calle. Se oyó el tercer alarido; el alcalde abrió de un golpe y se asomó; los observadores de derechas —tres— hablaron entre sí y señalaron algo, pero sin inquietarse; de los de izquierdas, uno, de pronto, se echó a reír. Individuos de uno y otro bando se unieron a las avanzadillas, y el secretario salió al balcón, requerido del alcalde.

—¡Mire quién es!

Paquito el Relojero venía por el medio de la calle: empuñaba el bastón por la contera, como una maza, y su mano izquierda se crispaba sobre el pecho. Traía la pajilla desfondada y hundida hasta el cogote, y la flauta le arrastraba al cabo de una guita ornada aún con restos marchitos de flores. Le caía el cabello gris encima de las orejas, le salía la corbata por la abertura del chaleco, y la chaqueta y los pantalones parecían haber recogido todo el fango del camino.

Le llamaron los de un grupo; después, los del otro. Le preguntaron por la novia, le ofrecieron aguardiente. Paquito no les miraba. Al llegar frente al Ayuntamiento, se detuvo y gritó otra vez: un grito agudo, lúgubre, largo. Siguió la calle abajo. Mozos de las derechas y mozos de las izquierdas fueron tras él: primero, distanciados; después, a la misma altura; por último, en mescolanza ruidosa. Unos y otros decían, gritaban, ofrecían lo mismo. El Relojero volvió a quejarse frente al casino: un quejido modulado, desde las notas más bajas a las más agudas, con gorgoritos intermedios y calderón final. Se asomaron a la ventana Cubeiro y Carreira, con tacos de billar en las manos. «¿Te pusieron los cuernos, Paquito?» El loco atravesó la calle, se acercó a la ventana y miró al interior. Cubero y Carreira recularon y adelantaron los tacos contra el loco a guisa de garrochas. Pero Paquito buscaba algo o alguien en el fondo del salón; lo buscó con mirada terriblemente fija. Luego les volvió la espalda y siguió adelante. Al llegar a la playa, unos chiquillos le apedrearon. Repitió el alarido. Los mozos de derechas y los de izquierdas hablaban entre sí y reían juntos. Las últimas pedradas fueron lanzadas al mismo tiempo por los simpatizantes del Frente Popular y por los afiliados al Frente Nacional. En la primera taberna donde entraron se había concertado tácitamente una tregua, que sólo se rompió momentos antes de marcharse a comer, cuando unos y otros ya estaban borrachos. Entonces hubo bofetadas, aunque apolíticas.

Paquito salió del pueblo, subió la carretera empinada y sólo gritó al encontrarse con gente. La flauta daba saltitos sobre las guijas del suelo y producía un grato sonido de madera. Una brisa suave le movía la corbata y los cabellos. Se metió por la carretera del pazo, entró en el jardín y llegó al postigo. Allí se detuvo y gritó: el más largo, el más complejo, el más tremendo de todos sus alaridos. Permaneció quieto, con la diestra un poco retrasada y el bastón trémulo. Carlos le oyó y bajó corriendo. Le vio contra la luz, se le acercó, le sacudió los hombros.

—¿Qué te sucede?

—Metieron a mi novia en el manicomio. ¡Aaaaaaay…!

De pronto, se aflojó, se arrugó, se dejó caer al suelo y empezó a llorar: hipidos menudos, agudos, rápidos, que a veces parecían carcajadas; y le temblaba todo el cuerpo.

Carlos le ayudó a levantarse, le llevó al chiscón, le sentó en el camastro: la flauta había quedado delante de la puerta, pero Paquito empuñaba aún el bastón. Lo alzó al aire, por encima de la cabeza, y lo tremoló.

—Voy a matar a Cayetano.

—No digas disparates. Cayetano no tiene nada que ver con eso. ¡Pues buenas están aquí las cosas!

—Cayetano es el culpable de todo, y yo voy a matarlo. Es lo justo.

—Te prohíbo que te muevas de aquí.

—Habíamos quedado en que soy libre, ¿no?

Carlos se sentó a su lado.

—Me he expresado mal. No te lo prohíbo, te lo ruego. La culpa de Cayetano ya la discutiremos.

—No va a convencerme.

—No, si tienes razón. Pero si no la tienes, espero que me escuches.

—Cayetano es culpable.

—¿Sabes que anoche quemaron la iglesia de Santa María?

—Razón de más para matarlo.

—De eso, al menos, te puedo asegurar que no tiene la culpa. Y si de eso no la tiene, no deja de ser posible que en lo de tu novia no haya tenido arte ni parte.

—Yo sé lo que sé.

—En nombre de nuestra amistad te pido una tregua.

—Se la concedo.

—Cuando estés más tranquilo hablaremos.

—Y le convenceré, ya lo verá.

—Sosiégate ahora y dame tu palabra…

El Relojero tendió la mano.

—Esto, don Carlos, sólo usted puede hacerlo conmigo. Váyase tranquilo. Pero hágase a la idea de que, tarde o temprano, el culpable ha de pagar su culpa. Así lo manda la Ley de Dios.

Cuando quedó solo se despojó de la pajilla, la contempló y lloriqueó un poco; luego la arrojó lejos. El bastón había caído a sus pies: lo recogió y empezó a desatornillar sus partes, a vaciar sus depósitos. Colocó encima de la cama los pedazos, uno junto a otro, y abrió los cajones de su mesa de trabajo. En el último había trozos de metal, tornillos, tuercas, restos de bisagras, espirales de acero —grandes y pequeñas—, clavos… Con los ojos muy abiertos lo contempló todo. Se inclinó y sus dedos ágiles hurgaron, escogieron…