IX

Una golondrina había entrado en el zaguán por la tronera y alborotaba en la oscuridad. El Relojero se despertó con los gritos, se incorporó violentamente y escuchó. Se oía el vuelo espantado del pájaro, se oían sus golpes contra las paredes y el techo. El Relojero rió con su risa rota y se estiró en la yacija. Sacó un brazo fuera de la manta, recogió el chaleco y la chaqueta y, sin levantarse, se los puso. Entonces se sentó en el borde del catre, arriesgó los pies en las tinieblas y buscó a tientas las botas. La golondrina volvía a chillar.

—¡Ahora te abro, golondrinita! Deja que me vista, al menos.

Rascó una cerilla y encendió un cabo de vela. Con ella en la mano salió del chiscón. Por las rendijas de la puerta entraba una luz viva. La golondrina volaba a ras del suelo y su sombra, agigantada, recorría las paredes.

—No serás tú de las que arrancaron a Cristo la corona de espinas cuando estaba en la Cruz, ¿verdad?, pero a lo mejor eres su descendiente. Fue una buena acción aquélla, ya lo creo. El Señor no merecía tanta crueldad, pero en tales tiempos…, ¡y en éstos, qué caray! Es cuestión de decir que estamos civilizados, pero en todas partes cuecen habas. Claro que hoy no le pondríamos espinas, pero ya se inventaría otro tormento. ¡Espera, no tropieces!

Descorrió los cerrojos del postigo y lo abrió. La golondrina salió volando, atravesó el aire limpio y se perdió entre los árboles.

Aparecía la mañana luminosa y dulce. Un verde nuevo apuntaba en los árboles y el sol dorado pegaba en las piedras verdinegras y arrancaba colores a las gotas de rocío. El Relojero, en mitad del umbral, estiró los brazos y bostezó.

—¡La primavera!

Salió a la plazoleta. El barro se había secado y endurecido, y entre la hierba del jardín apuntaban flores amarillas. Se inclinó, recogió unas cuantas y las olió.

—Este año San José os ha enviado tarde. ¡Y pocas todavía! No sé si habrá para un ramo.

Siguió recogiendo flores y, con ellas, briznas de hierba, tréboles recién nacidos, ramitas de hinojo. Consiguió hacer un ramo que apenas abarcaban sus dedos. En medio de la plazoleta miró al cielo, riendo; arrojó al aire las flores y las hierbas y las recibió en la cabeza desnuda.

—¡Jujujuy!

Súbitamente echó a correr. Saltaba setos, troncos derribados, muretes y bancadas. Recorrió el jardín saltando en el aire y repitiendo el grito de alegría.

—¡Jujujuy!

Hacía calor y empezó a sudar. Allá abajo, aún en sombra, Pueblanueva se envolvía en una niebla azul. Junto al muelle humeaba un vaporcito, y una barca, lenta, atravesaba la dársena de los pescadores. El Relojero había llegado a la glorieta. Agarrado a la verja oxidada miró al fondo del precipicio.

—¡Jujujuy!

Los ojillos bizcos se le metían en los lagrimales y un mechón de pelo gris le caía encima de la oreja. Estornudó. Al otro lado del valle, como un estampido, la sirena del astillero lanzó un grito ronco, prolongado. De un costado de la chimenea salía un chorro de vapor.

—Las ocho.

Volvió a correr. Entró corriendo en el zaguán, subió las escaleras, se metió en la cocina. Tanteó en la oscuridad hasta llegar a la ventana y la abrió de par en par. El sol inundó el ámbito enorme, grisáceo, y sacó brillos dorados a los cobres de las herradas. Le dio el relumbre en la cara.

—¡Jujujuy!

Encendió el fuego y colocó la cafetera sobre las trébedes: también relucía el níquel en la penumbra del llar. Colgada de un clavo, en un rincón, una toalla sucia: la mojó en agua y se la pasó por la cara, por los ojos. Después se miró en un pedazo de espejo. Tenía barba de una semana.

—Estás hermoso, Paco. Estás hecho un mancebo.

Hizo una mueca, arregló el nudo de la corbata y se abrochó el chaleco y la chaqueta.

—Un mancebo como Dios manda. Cincuenta años de aguantar palizas y cabronadas, pero llega la primavera y te olvidas. ¡Jujujuy!

Llevó la mano diestra al corazón, estiró el brazo izquierdo y se puso a bailar un vals con pasos anticuados. Inclinaba la cabeza junto al oído de la pareja invisible, entornaba los ojos y pronunciaba palabras a media voz. Hasta que silbó el pitorro de la cafetera. Entonces se inclinó y señaló un banco.

—Hazme el favor de descansar durante esta tocata. Vuelvo en seguida.

Siguió con la mirada a su pareja, volvió a saludarla; pero arrugó la frente y tendió los brazos, imperativos.

—¡Hacer sitio, rapaces, y tenerle respeto! La señorita es mi novia. Ya os daré unos caramelos si no os metéis con ella.

Dio media vuelta. En el aparador había dos bandejas. Las colocó sobre la mesa, una al lado de otra. Puso en ellas las tazas, el pan, las cucharas, las servilletas. Mezcló en las tazas la leche y el café. Cogió la más pequeña, la más destartalada, y la llevó al cuarto de Aldán. Entró sin llamar, dejó la bandeja sobre la mesa de noche y abrió la ventana.

—El café. Son las ocho. Y mañana no podré servírselo.

Juan se revolvió en la cama, abrió los ojos.

—¿Qué sucede?

—El café.

Salió. Llamó a la puerta de Carlos, esperó a oír respuesta. Por las rendijas salía claridad. Entreabrió la puerta y miró. Carlos, incorporado, leía.

—Pasa algo, Paquito?

—El café. Ahora se lo traigo.

Marchó corriendo a la cocina y regresó con la bandeja. Carlos había cerrado el libro.

—Te oí pegar gritos en el jardín. ¿Te pasa algo?

—La primavera, don Carlos. Estoy cachondo.

—Enhorabuena. Es una noticia excelente.

El Relojero se había arrimado a la cama y le miraba con ojillos inquietos.

—Es que mañana me voy.

Carlos abrió las manos desoladas.

—¡Qué le vamos a hacer!

—Comprendo que es una mala faena, don Carlos. ¿Cómo van a arreglarse con Aldán en casa? Pero no puedo dejar a mi novia con un palmo de narices. El deber es el deber.

—De acuerdo, Paco. Que seáis felices.

El Relojero se había agarrado a los barrotes de la cama y sacudía la cabeza.

—Si fuera cuestión de quedarse, me quedaría; pero, don Carlos, no iba a servir de nada. Cuando llega la primavera no puedo trabajar. Usted lo sabe. Y no me aguanto. Mañana violaría a una muchacha y me meterían en la cárcel. Ya pasó otras veces. Y yo no quiero. El trato fue de que al llegar la primavera yo marcharía.

Carlos echó las piernas fuera de la cama y buscó las zapatillas. El Relojero señaló un jirón del pijama.

—A ese traje que se pone usted para dormir hay que echarle un remiendo.

—Cuando estés de regreso. Mientras, me arreglaré.

Carlos se acercó a la ventana y respiró el aire fresco.

—Tienes mucha razón, Paco. Ahí está la primavera.

El sol había remontado las colinas y envolvía a Pueblanueva de una luz dorada. Azuleaba la mar, y en las laderas, sobre el verde oscuro de los pinos, nacían verdes suaves.

—¿Y usted se queda tan tranquilo, don Carlos?

—Yo no soy como tú. Entre mi cuerpo y la primavera se interpone mi cerebro, y lo que tengo en él es capaz de estropearlo todo, hasta la primavera.

—Es una lástima. Porque, como se dice en los Libros Santos, al cuerpo lo que es del cuerpo, y al alma lo suyo. Aunque no sé por qué en los Libros Santos al cuerpo le llaman César. ¿No se había fijado?

—Y al alma le llaman Dios.

—Sí, pero eso está más claro.

Carlos se volvió hacia él, lo cogió por los hombros y le miró a los ojos.

—¿Qué harías tú en mi caso?

—Casarme con Clara Aldán. Se lo vengo diciendo hace más de un año. No hay mujer como ella. ¡Y tiene un cuerpo…! ¡Rediós! Ya se lo dije también. A mí la francesa no me gustaba.

—Tuvo poca fortuna con nosotros.

—Si usted me hubiera hecho caso habría mandado a la mierda a esa zorra de Rosario. Porque es una buena zorra, usted lo sabe mejor que yo. Total, ya ve: todo el invierno sin venir…

—Le dije que no lo hiciera.

—¿Y qué? La obligación es la obligación.

—Ahora tiene a su marido.

—¡Su marido! ¡Buena vida que se dan a cuenta de usted!

Una golondrina cruzó el aire y se metió en el alero de la torre. Se oyó el ladrido de un perro y el zumbido lejano de un motor.

—¿Se sabe algo de los barcos?

—No oí nada. Aún es pronto. Y el tiempo no estuvo malo. Frío, sí; pero en esos mares siempre lo hace.

Carlos abandonó la ventana, se acercó a la mesilla de noche y cogió la taza del desayuno.

—Bébalo ya, que se le va a enfriar.

Carlos tomó un sorbo.

—¿Cuándo te vas?

—Mañana, que es domingo. Tengo que arreglar la flauta y comprar los regalos.

—Que seas feliz y que vuelvas pronto.

El Relojero se asomó a la ventana. Carlos vertió agua en la palangana y empezó a lavarse. Tenía el pijama roto por los sobacos y los dedos de los pies le asomaban por los agujeros de las zapatillas.

Don Lino llegaba a Pueblanueva los sábados, en el autobús de la tarde, y regresaba el lunes por la mañana. Le esperaban en el casino, donde contaba las últimas novedades de la política nacional, y le esperaban en su casa, donde explicaba a su mujer las cosas de Madrid: el precio de las patatas, la renta de los pisos y cómo debía vestirse la mujer de un diputado. Se había hecho en Madrid un par de trajes y usaba cinturón con los colores de la bandera republicana. Llevaba siempre consigo una gran cartera negra, abultada, que nunca abría. Los periódicos los guardaba en el bolsillo de la chaqueta, con los folletos, proclamas y manifiestos. Adornaba el ojal con una miniatura en metal de gorro frigio.

Carlos y Juan le esperaron a la llegada del autobús. En el cielo malva alborotaban los vencejos, y en la plaza, entre los puestos vacíos, una banda de niños jugaba a indios y vaqueros. Carlos fumaba su pipa con la mirada perdida y Juan daba paseos cortos, impaciente. El autobús llegó con retraso. Venía casi vacío, y don Lino ocupaba un lugar al lado del conductor. Le esperaba también un hijo suyo, al que entregó la maleta. Se despedía del revisor, cuando se le acercó Carlos. Juan, rezagado, le saludó quitándose el sombrero. Don Lino pareció sorprenderse.

—¿Que quieren hablarme? ¿Ahora mismo? ¿Aquí?

—Donde usted quiera, don Lino, y cuando quiera. Pero es muy importante.

Juan se había adelantado y tendía la mano.

—Y nos gustaría que fuese en secreto.

Don Lino se volvió a su hijo.

—Llévate eso a casa y que no lo abran hasta que llegue. Iré en seguida.

—Podemos, si le parece, dar un paseo —sugirió Carlos—. Hace muy buena tarde.

—Pero no lejos, ¿eh? Traigo la natural impaciencia por ver a mi señora y, además, van a venir a buscarme en automóvil para asistir a una reunión en Negreira.

Bajó la voz y miró alrededor, desconfiando.

—Estamos preparando las elecciones de presidente. Saldrá Azaña…

Carlos señaló el pórtico de la iglesia.

—¿Le parece bien allí?

—¿En la iglesia?

—Nada más que a su sombra, no se inquiete. Podemos pasear por el pórtico. Es un lugar discreto y los ateos del pueblo suelen meterse en él, al menos cuando llueve.

Don Lino hizo un gesto de resolución, casi grandioso.

—Vamos allá.

Echó a andar decidido. Carlos y Juan le siguieron en silencio. A la mitad del camino, rebasadas las trincheras donde un grupo reducido de vaqueros se defendían de los sioux, don Lino se volvió.

—Y los que nos vean, ¿no pensarán…?

—Si lo prefiere, podemos llegar hasta su casa. Allí, en la sala:…

—No, no. Mi casa no está preparada para reuniones políticas. Es la casa de un modesto maestro de escuela. Lo de salir diputado, como ustedes saben, fue una sorpresa.

Habían llegado ante la iglesia. Aldán abrió la verja del pórtico. Don Lino alzó la mano.

—No entremos. Mejor aquí, en la acera. Estamos recibiendo los últimos rayos del sol.

—Como usted quiera —Juan carraspeó y se colocó al lado de don Lino—. Se trata de los pescadores.

—¿Los pescadores? Pero ahora que recuerdo, ¿usted no andaba por Madrid, Aldán?

—Sí. Pero he venido llamado por ellos.

—Y aquella hermana suya, ¿no se había marchado también?

—Acaba de casarse con un profesor de Literatura, socialista.

Don Lino arrugó la frente.

—¿Socialista? ¡Quién había de decirlo! Porque ella era muy religiosa, ¿verdad?

—Como todas las mujeres.

—Es verdad. La mía también cojea de ese pie, y por más que hago… Pero dígame, dígame, ¿qué les pasa a los pescadores?

—Están en una situación desesperada, de la que sólo el Estado puede sacarles.

—¿El Estado? ¿Y ustedes piensan que yo…?

—Usted es su diputado, don Lino. Todos ellos le han votado, y sus mujeres. Le consta.

—Sí, es cierto.

Paseaba con las manos atrás y el pecho adelantado. Por la abertura de la chaqueta se le veía el cinturón patriótico. Carlos le agarró del brazo.

—Usted conoce mi intervención en este asunto. He ayudado hasta donde he podido, pero ya no puedo más. Y ya no quedan más que dos caminos: ponerse en manos de Cayetano Salgado, es decir, amarrar los barcos, o que el Gobierno arbitre una fórmula de socorro.

—El Gobierno —atajó Juan— no puede ver con malos ojos un ensayo de explotación sindical que, si fracasa, será por las condiciones económicas del país, no porque la experiencia en sí sea disparatada.

Don Lino se detuvo. Miró a Juan severamente.

—El país va viento en popa, amigo mío. Las huelgas y todo eso son crisis de crecimiento, meros accidentes. Pero la peseta es fuerte, y el crédito de la República en el exterior…

Carlos le tiró de la manga, y don Lino, sin volverse del todo, inclinó la cabeza.

Aldán se expresó mal —dijo Carlos—. Quería dar a entender que el capitalismo español está atrasado en relación con el resto del mundo capitalista. Porque en un país adelantado, pongamos los Estados Unidos, no habría dificultades para una explotación sindical, a condición de que se presentase como una sociedad anónima. Pero aquí, ni con ésas.

Don Lino alzó una mano solemne y la dejó caer en el hombro izquierdo de Carlos.

—¿Es que también entiende usted de economía, doctor?

—¡Oh, no, no se asuste! El que entiende es Aldán. Eso que acabo de decir se lo oí a él muchas veces.

Don Lino recobró la calma y sonrió, jovial.

—La cosa está bien vista, ya ve. Le felicito. Yo no soy marxista del todo, usted lo sabe: menos aún sindicalista. Pero comprendo que nuestro capitalismo está en mantillas. ¡Ya lo creo! Un capitalismo que, en el campo, es casi feudalismo. Nuestros problemas se derivan de ahí. Un capitalismo avanzado no excluye la participación de los obreros en las ganancias, ni, como ustedes sugieren, una forma de propiedad colectiva enmascarada en el anonimato de una sociedad de este nombre. Porque eso sí, la ley es la ley, y hay que someterse a ella. Existe una ley de sociedades anónimas, pero no una ley de propiedad sindical colectiva.

—Le insinué que los pescadores constituyen ya una sociedad anónima. Fue la fórmula que me ofreció el mejor abogado de Vigo.

—En ese caso…

Levantaba un brazo, y la mano abierta prometió una larga perorata. Juan alargó la suya, tajante.

—Espere. El problema político local no está todavía aclarado. Nosotros creemos en la necesidad de conservar un núcleo independiente, un núcleo libre de votantes. Los pescadores lo serán mientras vivan de la pesca, y dejarán de serlo cuando se vean en la necesidad de solicitar su admisión en el astillero. Fíjese bien lo que le digo: un núcleo libre, sesenta familias que no dependen económicamente de Cayetano y que, por tanto, y dado que llegue el caso, no se verán en la necesidad de obedecerle. Más aún: que pueden oponerse a él si las circunstancias políticas lo exigen.

El brazo de don Lino había permanecido en el aire, y detrás, la perorata agazapada, presta a saltar. Al concluir Juan la suya, la mano de don Lino volvió a abrirse.

—En ese caso…

Carlos sacó tabaco y ofreció. La mano del diputado se cerró bruscamente.

—No, gracias. En Madrid me aficioné a los canarios. Es por no liarlos, ¿sabe?

—Insisto —Aldán aprovechó el silencio— en que el asunto le interesa a usted y sólo a usted. Porque los pescadores no tienen otro representante en las Cortes, y porque usted no puede dejar que se pierda esta ocasión de hacer bien al pueblo.

—Y de ganarse su afecto —añadió Carlos—. Porque son buena gente, una gente estupenda. ¡Ya lo verá cuando conviva con ellos, cuando los vea de cerca!

Carlos encendió una cerilla y la acercó al cigarrillo de don Lino. Juan esperó turno con el suyo en la boca. Encendió también, y Carlos iba a hacerlo, cuando el diputado sopló sobre la cerilla y la apagó. «Perdone. Es una de mis manías.»

—No le ofrecemos una fórmula, pero le sugerimos algunos procedimientos de ayuda, desde el donativo inmediato a la desgravación fiscal.

Juan sacó del bolsillo un sobre abultado y se lo tendió a don Lino.

—Ahí tiene usted la situación de los pescadores reducida a cifras. Estúdiela.

Don Lino fumaba con la derecha. Su gesticulación oratoria se apoyaba en la mano abierta y el cigarrillo le embarazaba. Lo arrojó al suelo.

—¿Ahora mismo? ¿No les parece que la ocasión…?

—Ni siquiera esta tarde, ni esta noche. Tenemos un margen de quince a veinte días. Llévese esos papeles a Madrid, asesórese en la medida en que lo necesite y el sábado que viene…

Don Lino se guardó el sobre.

—Sí. Será lo mejor. Un asesoramiento previo es indispensable. Y después ya veremos. Porque pueden seguirse dos caminos: uno, el tradicional, el cabildeo o caciqueo por los despachos ministeriales: pedir a éste, engañar a aquél y comprometer al de más allá. Pero hay otro camino más honrado y también más directo: llevar el caso a las Cortes, presentarlo ante los representantes del país, ante los padres conscriptos, y decirles…

Se interrumpió. Su mano diestra, por fin, había rebasado el nivel de su sombrero y hacía movimientos de bailarín flamenco.

—Pero lo que diremos habrá que pensarlo más adelante, ¿no les parece? Un discurso bien estudiado, bien amarrado y, al mismo tiempo, directo, acuciante, conmovedor. Porque mi corta experiencia parlamentaria me ha hecho comprender que a los medios de persuasión tradicionales hay que añadir una lógica aplastante. Conmover, sí, pero también convencer. La oratoria de Azaña, por ejemplo, aunque para mi gusto resulte un tanto fría. El ideal sería una mezcla de Azaña y Castelar. Eso. Verdades como puños dichas con palabras ardientes. Iluminar los cerebros y arrebatar los corazones.

Se arrimó a la verja de la iglesia. La tarde empalidecía, los vencejos armaban su alboroto y los niños, de repente, habían emigrado de Texas a Arizona. Parejas de muchachitas esperaban, en las esquinas de la plaza, a que se encendieran las farolas. Don Lino recogió los brazos.

—Azaña tiene otro defecto: habla con una mano en el bolsillo de la chaqueta, y eso hace feo. Claro que él no tiene figura…

—¿Y de Gil Robles? ¿Qué me dice de Gil Robles?

—Ése es un ave fría.

Clara cortaba un mandil en el mostrador: había colocado sobre la tela roja un patrón de papel, sujeto con alfileres, y las tijeras seguían su contorno, ras, ras, ras: la vista fija, el pulso firme. Llevaba el pelo suelto y una chaquetilla colorada sobre la blusa blanca.

El reloj de Santa María acababa de dar las ocho menos cuarto. A aquella hora no solían venir clientes. Y si a alguno, rezagado, se le ocurría comprar unas agujas, llamaría.

Dejó las tijeras y levantó la mirada. Sus ojos tropezaron con unas botas fuertes, con unos pantalones azules. Pisaban el umbral y estaban quietas. No siguió mirando. Cogió las tijeras y las empuñó.

—Vete.

—¿Vas a matarme?

Cayetano adelantó unos pasos. Clara veía ahora un trozo de chaqueta que el mostrador cortaba por abajo en línea un poco sesgada. Vio también la mano velluda de Cayetano salir de la sombra, levantarse y quedar apoyada en la madera. Agarraba con fuerza los guantes y la boina.

—Vengo a pedirte perdón.

Hablaba con voz recia, con voz segura, sin emoción, sin titubeos. Clara levantó la cabeza y le miró de frente.

—Bien. Ya está. Perdonado.

Cayetano avanzó un poco, hasta quedar arrimado al mostrador.

—¿Nada más?

—¿Qué más quieres?

—Te he pedido perdón, me has perdonado. Pues bien: aquí no ha pasado nada. Como antes, ¿no? Como hace una semana. Tú, ahí detrás, y yo, aquí. Y cuando cierres, tú a mi lado. ¿A dónde vamos esta tarde?

Ella movió la cabeza.

—No saldré contigo. No volveré a salir contigo. Tan amigos; eso, sí.

Cayetano no se inmutó. Buscó la silla donde solía sentarse, la acercó y se sentó. La boina había quedado encima del mostrador, junto a los guantes.

—Una mujer no es como un hombre, lo comprendo. No razonáis lo suficiente, ni siquiera tú. Y si yo he tardado casi una semana en decidirme, no tengo derecho a exigir que te me hayas adelantado. Además, no podías hacer otra cosa que esperar, y estoy seguro de que me habrás esperado todos estos días, y que cada tarde, al cerrar la tienda, estarías un poco más irritada que la tarde anterior porque yo no venía a pedirte perdón y tú deseabas perdonarme. Todo esto es natural y lo comprendo. Pero ya estoy aquí.

Clara hacía un rollo con la tela y el patrón del mandil. Lo ató con un bramante y lo arrojó a un rincón de la tienda.

—No te he esperado un solo día, ni deseé que volvieras.

Cayetano, de perfil, no la miraba. Parecía que sus manos, al moverse, se dirigieran a espectadores que le escuchasen desde el silencio de la plaza.

—Tú, ¿qué vas a decir? Incluso me complace que lo digas. El orgullo es una gran cualidad, piensen lo que piensen los orgullosos. Me gustas porque lo eres, y lo eres como un hombre. Pero yo también lo soy y, sin embargo, he venido a pedirte perdón. Y para decidirme he tenido que convencerme de que tu orgullo no te llevaría a humillarme, ni siquiera a hacer los dengues acostumbrados. Como, además, eres inteligente, te habrás dado cuenta de lo que vale mi nobleza —se volvió rápidamente y le cogió la mano—. En una palabra, quiero abreviar los trámites. Pido perdón: quiero ser perdonado. Doy lo pasado por pasado: haz tú otro tanto.

Clara no se movió.

—Suéltame.

Él, sin soltarla, se levantó.

—¿Lo encuentras demasiado brusco? ¿Quieres que medien lágrimas y palabras tiernas? Muy bien. Por mí no hay inconveniente. Cierra la tienda y vámonos. O cierra y déjame dentro. Podrás llorar mejor, sin miedo a que te vean.

La soltó, fue hacia la entrada y empujó la media puerta.

—Quieto. No cierres.

Fue entonces, quizá, cuando llegaron a la plaza el juez y Cubeiro. Venían hablando de impuestos municipales. Cubeiro se quejaba de que el Ayuntamiento del Frente Popular hubiera cargado la mano sobre los contribuyentes. Vociferaba y manoteaba. El juez le escuchaba distraído, y de vez en cuando decía: «Sí». Al llegar al centro de la plaza dio un codazo a Cubeiro:

—Fíjese.

Señalaba con la cabeza la tienda de Clara.

—Es Cayetano.

—Sí. Y está hablando con su novia sin la menor precaución.

Cubeiro bajó la voz y empujó al juez hacia los soportales.

Cayetano regresó al mostrador. Se le había endurecido el rostro, pero en los labios le quedaba una sonrisa. Clara le miró decidida, con el rostro adelantado y las manos cerradas. Respiraba fuerte y se le habían encendido las mejillas.

—Estás muy bonita, Clara, y yo te quiero. ¿No lo comprendes? Si no te quisiera no hubiera vuelto. Te quiero y estoy dispuesto a arreglar lo nuestro. Lo he pensado mucho, ¿sabes? He querido traerte una solución.

Se inclinó un poco y abrió las manos.

—Si no estuviéramos en Pueblanueva nuestras relaciones hubieran sido distintas. Imagina que nos hubiéramos encontrado en otra parte; tú con tu vida y yo con la mía; tú con tu historia y yo con la mía. ¿Piensas que me habría preocupado tu enamoramiento de Carlos? ¡Me traería sin cuidado y me importaría un pito que te hubiera despreciado o no! Incluso llego a más. Soy un hombre moderno y reconozco a las mujeres el derecho a la vida y al amor. Aceptaría tranquilamente que hubierais sido amantes. ¿Qué más da? Dos que se quieren es una historia que empieza; se quieren por lo que son, y lo son por lo que han sido. El prejuicio de los españoles por la virginidad de las mujeres está anticuado y es inhumano. Cosa de los moros.

Cubeiro se arrimó a una pilastra y dio un tironcito a la manga del juez para que se quedase a su lado.

—Si hablase un poco más alto se oiría lo que dice.

—Pues yo algo oigo.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Y qué dice?

—Espere.

El juez alcanzó el borde mismo de la pilastra, la oreja pegada a la última arista y escuchó.

Cayetano sacó la pipa y la llevó a la boca sin cargarla. Hablaba con animación en el rostro, con movimiento de manos, con voz suave. Buscó en los bolsillos el tabaco y empezó a cargar la pipa.

—Pero Pueblanueva nos ha envenenado. Mi manera de portarme no está de acuerdo con lo que pienso, sino con lo que piensan los demás. ¿Crees que no me doy cuenta? Lo comprendo y me duele en el alma, porque lo que piensan los demás es lo que piensa mi madre. Podría llegar a despreciar al pueblo, pero es difícil que mi madre sea de otra manera, y, siendo como es, no puedo despreciarla.

La pipa estaba cargada. La volvió a la boca, sacó el mechero y lo dejó en el mostrador.

—Tú no eres el ideal de mi madre, eso no hace falta decirlo. Sabe que vengo a verte y no como a las otras. Lo sabe porque se lo han dicho o porque lo ha adivinado. ¡El olfato que tienen las madres para estas cosas! Al principio no me decía nada; luego empezaron las alusiones, las quejas solapadas; después vino la tristeza. No se atrevió hasta ahora a preguntarme de cara qué voy a hacer contigo, ni sé si se atreverá. Me gustaría que no lo hiciese, pero temo que lo haga. Será difícil. Tú sabes cómo la quiero…

Su mano buscó a tientas el mechero y lo encendió. Mientras prendía la pipa, espiaba los parpadeos de Clara, el temblor de sus ojos, los movimientos de su cara. Guardó el encendedor, dio un paseo hasta la pared y allí se volvió.

—Salir de Pueblanueva es como recobrar la libertad. Vivir donde nadie nos conoce es desintoxicarse de prejuicios. ¡Hay tantas cosas que tú misma harías fuera de aquí! La gente, por ejemplo, se casa pensando en los demás; pero donde todos son desconocidos los que se quieren no piensan en casarse. Cuando un hombre como yo llega al convencimiento de que necesita a determinada mujer, desprecia los trámites y las condiciones que pone la sociedad. ¿Con qué derecho un juez o un cura, o los dos juntos, nos autorizan a acostarnos? ¿Quiénes son ellos para disponer de algo tan nuestro como nuestros cuerpos? Por otra parte…

Suavemente, Clara le interrumpió.

—¿A dónde vas a parar?

Cayetano se cruzó de brazos y dejó de sonreír.

—Quiero que te vayas inmediatamente de Pueblanueva. De momento, a La Coruña. Tendrás todo lo que necesites, y yo iré a verte cada sábado. Esto, mientras no llegue el momento del arreglo definitivo. Entonces yo también marcharé. Pueblanueva me viene estrecha. Necesito más aire, más luz y más tierras que conquistar, y aquí no los hay. Un hombre como yo tiene cabida en cualquier parte que no sea España. ¡Hasta en Rusia he pensado! Stalin no me rechazaría.

Hablaba con entusiasmo, le resplandecían los ojos y movía las manos con calor. Clara escuchaba inmóvil.

El juez susurró al oído de Cubeiro:

—No se oye bien. Palabras sueltas nada más.

—Quédese aquí. Voy a arrimarme a la puerta.

—¿Se atreve?

—Con un poco de suerte…

Dio la vuelta a la pilastra, se metió bajo los soportales, se aproximó cautelosamente a la tienda de Clara. El juez no se movió, pero, de rato en rato, arriesgaba un ojo más allá del límite permitido. No veía a Clara: sólo el ir y venir, el manoteo de Cayetano.

Clara preguntó:

—¿Y a tu madre? ¿También la llevarás a Rusia? ¿O eso que llamas el momento del arreglo definitivo empezará cuando ella muera?

—Mi madre no ha sido nunca un estorbo.

—Ésa no es una respuesta.

—Lo que haga de mi madre no debe interesarte. El que te quiere a ti y el que quiere a mi madre son dos hombres distintos. —Yo no veo más que uno. ¿Con cuál de los dos pretendes que me case? Cayetano apretó los dientes.

—Lo que yo te propongo no es un matrimonio, pero vale más —Clara intentó hablar; él la detuvo—. Y estoy dispuesto a darte las seguridades que apetezcas, más de las que tendrías siendo mi mujer. Por lo pronto, hacerte propietaria de una casa y de un dinero. Más tarde, cuando mis padres mueran, compartir legalmente contigo, en pie de igualdad, todos mis bienes. No soy un romántico; sé que puedo morir y por nada del mundo te dejaría en la pobreza.

—Es una hermosa proposición —dijo Clara.

Se apartó del mostrador con los brazos cruzados y la cabeza gacha. Quedó en medio, parada, unos instantes. Cayetano esperaba: la pipa entre los dedos, la pipa entre los dientes, la pipa otra vez en la mano.

—¿Aceptas?

Ella alzó los brazos por encima de la cabeza, con las manos hacia fuera; le había caído el pelo sobre los ojos y sacudió la cabeza antes de hablar.

—¿Quién iba a decirme hace un año, cuando pensaba venderme a ti por mil pesetas, que acabarías por ofrecerme la mitad de tu fortuna? No sé cuántos millones tienes, pero, por pocos que sean, hay una gran diferencia con lo que yo entonces te pensaba pedir.

Cayetano golpeó el mostrador con el cuenco de la pipa.

—¿Por qué recuerdas eso?

—Porque lo tengo presente y me alegro. Me da medida exacta de lo que valgo.

La pipa de Cayetano seguía repicando: unas briznas de ceniza mancharon la tabla pulida.

—No he pretendido evaluarte en dinero.

—Soy yo la que lo hace. Y saber que valgo tanto me llena de orgullo. ¡La mitad de tu fortuna!

Cayetano dio un manotazo a la pipa y la arrojó al suelo. Cayó cerca de los pies de Clara.

—Estás llevando las cosas a un terreno falso, Clara.

—Por el contrario, quiero quitarles el disfraz.

—He hablado con el corazón en la mano.

—Tu corazón te miente.

Cayetano golpeó el mostrador con los dos puños.

—¡Te quiero, Clara! ¡Lo sabes demasiado!

Clara se agachó a recoger la pipa y quedó con ella en las manos.

—No lo dudo. Es la única verdad que has dicho. Lo demás…

—¿Es que no te basta?

Clara se acercó y le tendió la pipa.

—Toma tu cachimba. Mientras hablabas me recordabas a Carlos. ¡Muchas palabras para ocultar la verdad! Sólo que a ti es más fácil adivinártela.

—Me ofende que me compares con él. Yo soy un hombre y él es un charlatán.

—No eres tan retorcido, lo reconozco, pero también intentas engañarte.

Palmoteó el mostrador, manchó la mano en la ceniza caída.

—¿No comprendes, alma de cántaro, que tanta palabrería y tanto barullo no son más que disculpas que te pones a ti mismo para no casarte conmigo? ¿A qué viene hablar ahora de tu madre, cuando tu madre nunca salió a relucir entre nosotros? Lo que te pasa es que das a la opinión de la gente más importancia de lo que tú mismo querrías. Tienes miedo a que se rían de ti si te casas con una mujer que ha estado enamorada de Carlos Deza, tienes miedo a que Carlos lo diga y cuente lo que pasó y lo que no pasó: ¡qué sé yo a lo que tienes miedo! Y como me quieres, que eso no te lo niego, armas todo ese lío para quedar tranquilo y matar dos pájaros de un tiro. Claro está que si yo estuviera enamorada de ti pasaría por todo y aceptaría ser tu querida o lo que fuese. Pero no estoy enamorada de ti ni lo podré estar ya nunca. Tendrías que llegar a lo que yo he llegado, y eso, por lo que veo, es imposible.

Cayetano había llevado la cachimba a la boca y la apretaba fuertemente con los dientes. La cachimba temblaba y los puños de Cayetano se pegaban contra los muslos, los golpeaban. Le aparecía en los ojos un resplandor de ira y en las esquinas de la boca una sonrisa desagradable. Clara le echó la mano a un brazo y lo sacudió.

—No te irrites y aprende a escuchar la verdad como un hombre. Acabas de proponerme ser tu querida y no me he ofendido. Tampoco te guardo rencor, pero siento que seas como eres; en el fondo, un pobre hombre. Porque la única persona a quien de veras Importa un pito la opinión de los demás soy yo. Yo sería capaz de irme contigo y de tener un hijo tuyo si lo considerase honrado, si algo razonable me impidiera ser tu mujer. Pero tus razones no me convencen. Sería un pretexto hoy, otro mañana, y siempre mentiras y dilaciones. Y yo no soporto la mentira. ¿Qué quieres? Me pasa como con la suciedad.

La mano de Clara había descendido a lo largo del brazo hasta hallar la muñeca. Se la apretó afectuosamente.

—Tienes que quererme, Clara; no puede ser de otra manera.

—No eres malo, en el fondo. Pero estás envenenado, en eso tienes razón, y te será difícil librarte del veneno, porque tú, como los otros, tampoco te irás de Pueblanueva. Ya ves, mi hermano, que no iba a volver nunca. Os tiene cogidos el pueblo y no os suelta.

—También a ti…

—No. Yo acabaré marchando. Y más pronto de lo que piensas.

—No te lo permitiré —Clara apartó la mano; él la persiguió con las suyas, hasta retenerla—. Esto tiene que arreglarse. ¡Sería la primera vez que…!

Clara movió la cabeza.

—Nosotros no seremos felices, y tú tampoco lo serás, quizá por nuestra culpa. Y lo siento de veras, porque nadie es tan malo que no merezca un poco de paz.

Soltó la mano de un tirón brusco. La pipa cayó sobre el mostrador.

—Vete, anda.

—Volveré.

—No vuelvas. Piensa en la opinión del pueblo…

Cayetano se mordió el labio.

—La opinión de mis esclavos… —jadeó—… Tienes razón. Estoy cogido…

Sacudió la cabeza violentamente. Quedó con ella en alto, la barbilla hacia adelante, decidida.

—Ahora que lo reconozco me siento obligado… Soy capaz de hacerlo. Lo haré. Y, entonces, volveré.

Apretó la mano de Clara, se puso la boina y salió. Clara le siguió con la mirada. Cayetano se perdió en el fondo de la plaza y la mirada de Clara se quedó en el vacío unos instantes.

Cerró la puerta, buscó un cartón de mediano tamaño, lo recortó, y, con un pincel mojado en tinta, escribió:

SE VENDE ESTA TIENDA

Después se metió en el cuarto de su madre.

Cubeiro se pegó al vano de una puerta cerrada; el juez dio la vuelta a la pilastra y se acogió a la sombra. Cuando se borró la silueta de Cayetano se juntaron. Cubeiro llevó los dedos a la garganta.

—Se me pusieron aquí. ¡Si nos pilla…!

—La calle es libre, ¿no?

—¡Sí! Usted mucho habla, pero bien que se escondió.

—Una prevención elemental, pero no por miedo.

Echaron a andar. Al salir de la plaza Cubeiro dijo:

—Y ahora, ¿qué?

—¿Qué de qué?

—De lo que oímos.

—Yo, casi nada.

—Yo, poco más, pero lo suficiente.

—Usted, ¿qué piensa?

—Que ella le dio calabazas.

—¿Y ahora va a contarlo en el casino?

—¿Quién? ¿Yo? ¡No será el hijo de mi madre quien vaya con la historia! Dígalo usted.

El juez se paró al borde de la acera.

—Mire, Cubeiro, yo tengo un cargo público, soy una autoridad, y no me parece bien andar metido en comadreos. Porque una cosa es comentar lo que se dice y otra andar trayendo y llevando líos.

Cubeiro se puso un dedo en los labios.

—Entonces con callarnos…

—¿Usted se cree capaz?

—Por la cuenta que me tiene.

—¿Ni a su señora?

—¿Y usted se lo dirá a la suya?

—Aún no lo tengo pensado.

—Pues piénselo pronto, y así quedaremos de acuerdo. Haré lo que usted haga.

El juez le cogió del brazo y empezaron a descender la calle.

—Bien pensado, la cosa más parece de mujeres que de hombres. Se trata de un noviazgo, eso es evidente, sólo un noviazgo. A ellas les gusta conocer lo que pasa entre las parejas; viven de eso. Porque a usted le sucederá lo que a mí, que se entera de lo que hace la gente por su mujer.

—A veces. Otras, porque se lo oigo a usted.

—En ese caso, yo lo sé por mi mujer.

—¡Pues sí que está enterada!

—Y entiendo que no es lo mismo llegar al casino y decir: «Mi señora me contó esto», que confesar que hemos estado escuchando lo que hablaba Cayetano con la de Aldán.

—Ya.

—¿Por qué dice ya?

—Porque empiezo a entenderle. Usted lo que propone es que se lo cuente a mi señora y usted a la suya. Ellas, entonces, perderán el culo para ir a encasquetárselo a sus amigas; éstas se lo contarán a sus maridos, y no seremos nosotros, sino Carreira y don Lino, los que lleven la noticia. Nosotros, con hacernos de nuevas…

—Está muy bien pensado eso.

—Pues le felicito, porque la idea fue suya.

—¿Yo? ¿Se atreve usted a decirme…?

Intentó detenerse a discutir, pero Cubeiro seguía calle abajo.

—No se sulfure, hombre. ¿Qué más da quien lo haya pensado? ¡Si al fin estamos de acuerdo!

Don Baldomero escuchaba entre sueños la música de una flauta: una música extraña en cuanto a su situación, pues lo mismo parecía remota, casi celeste, que cercana y chillona. No le llegaba sola, sino acompañada de algarabía desacordada, también extraña a su modo, pues si la música iba y venía, como un columpio sonoro, la algarabía no pendulaba, sino que figuraba más bien el punto fijo con relación al cual la música viajaba por el aire. Don Baldomero intentaba incorporar la música a sus sueños, y apenas lo lograba cuando la algarabía tiraba de ella y la dejaba fuera, en su vaivén, y el sueño se cortaba. La mente de don Baldomero, por encima del sueño y de la música, intentaba entender sin conseguirlo. Esto le desasosegaba, le hacía dar vueltas en la cama y taparse con las mantas para excluir de su conciencia vacilante los sones de la flauta: tan agudos, sin embargo, que lo atravesaban todo y excitaban, pertinaces, los oídos ansiosos de silencio. Hasta que don Baldomero se despertó. Entonces la música dejó de fluctuar y quedó amarrada para siempre a la algarabía, envuelta en ella o más bien embarullada, en un lugar cercano y conocido, al pie mismo de la casa. Se levantó y fue derecho al mirador. Por la rendija de una cortina vio, delante de la botica, en medio de la calle, a Paquito el Relojero, adornado según costumbre cuando emprendía sus escapadas eróticas, que tocaba la flauta en medio de un corro de niños. Los niños le chillaban, le insultaban, le tiraban de la chaqueta y de las mangas, y él respondía con escalas audaces, tan pronto por la zona de los agudos como sumidas en el abismo de los graves. Don Baldomero se echó a reír, y rió ruidosamente hasta que recordó su luto y su tristeza. Se le compungió entonces el rostro, cruzó las manos, dirigió la mirada a los cielos e imploró el perdón de «aquella santa». «He olvidado el respeto debido a tu memoria, pero no fue con intención. Aunque el loco me hizo reír, mi alma permanece triste.»

Dejó caer la cortina y regresó al dormitorio. Encima de la mesa de noche, enmarcada en símil-plata, doña Lucía recogía sus ojos grandes y sonreía con pudor. Era una fotografía antigua, con dedicatoria: «A mi novio querido, de su Lucía». Don Baldomero la cogió y la llevó a los labios. Después, la apartó un poco y le habló en voz alta: «El loco me ha conmovido, santa mía. Como yo a tu lado a la hora de la muerte, corre Paquito al lado de su amada, y la gente se ríe de él como quizá se hayan reído de nosotros». Volvió a besarla y la restituyó a su sitio. Entraba la criada con el desayuno. Don Baldomero se metió en la cama de un salto.

—Buenos días. ¿Ya está otra vez hablando solo?

—¿Me has oído?

—Se le oye desde la cocina.

—Pues no hablo solo. Hablo con ella, ¿sabes?, y ella me escucha desde el paraíso.

La criada dejó sobre el embozo la bandeja con el café humeante.

—Sí. Ahora mucho amor; pero en vida de la finada bien que le puso los cuernos.

Don Baldomero juntó las manos.

—Pido a Dios y a aquella santa el perdón de mis pecados, y de ella estoy seguro que me perdona, porque lo hizo en vida. Pero en cambio el Señor…

—¡Calle, calle, y no diga herejías! El Señor también le perdonará si se arrepiente de veras y no vuelve a las andadas.

—¿Qué sabrás tú de los misterios divinos?

—Sé lo que dice el catecismo, y a eso me atengo.

Don Baldomero revolvía el azúcar perezosamente, perdida la vista en el vacío.

—El catecismo no está escrito para los grandes pecadores. Para éstos, el Señor tiene sus leyes especiales, que hasta la Iglesia desconoce. ¡El misterio insondable de la predestinación! El pecador que persigue la Gracia y la Gracia que huye… La Gracia es el Perdón.

Movía la cabeza, su mirada vagaba por el aire como si el pecador y la gracia fuesen dos moscas que se persiguiesen en sus vuelos, allá por los rincones más altos y más oscuros del dormitorio.

—Si usted lo dice, será porque es así, que para algo estudió en el seminario. Pero, en tal caso, el catecismo no valdrá para casi nadie, porque los pecadores que conozco son, más o menos, como usted. Pendones, borrachuzos, malos maridos. Como el mío, que también el Señor habrá perdonado, aunque no lo merecía mucho.

Don Baldomero repitió, con entonación dramática:

—¿Qué sabrás tú?

—Sé lo que me hace falta, y basta. Lo que ahora le digo es que no se vaya a dormir otra vez, si quiere coger la misa del mediodía.

Dio un portazo al salir. Don Baldomero bebía su café. Miraba de reojo el retrato de Lucía.

«La voz del pueblo es la voz de Dios, y si esa mujer simple dice que puedo alcanzar el perdón, ¿por qué me empeño en no creerlo? ¿No será pecado de soberbia? Aunque, si es así, es evidente que estoy poseído del diablo. Porque a los demás pecadores el diablo los engaña, pero a los soberbios los posee. Éste es un axioma de las Escuelas.»

Alargó el brazo y cogió el retrato de Lucía. Con el movimiento se tambaleó la bandeja: hubo de echarle mano para evitar que cayese y dejarla luego en el suelo. Quedó el retrato encima de la cama. Don Baldomero volvió a incorporarse, dobló el cuerpo, y sus manos buscaron una botella escondida en la mesa de noche. Echó un trago de aguardiente, se limpió la boca y guardó otra vez la botella.

«A ti te consta que ya no soy borracho. Tú, que conoces ya la verdad de los corazones, sabes que mi propósito es firme, y que si tomo unos sorbos es porque un hábito no puede quitarse de momento. Los médicos dicen que es peligroso. Sigo bebiendo, pero menos, y un día no beberé. Recuérdalo: antes, a estas horas, ya había embaulado medio cuartillo. Ahora, éste es el primer trago, y ni una gota más hasta la hora de comer. Ni una gota. Por éstas.»

Besó los dedos cruzados ante el retrato. Se había estirado en la cama. Recogió las rodillas y apoyó en ellas el marco.

«Necesito claridad mental, santa mía. Sin ella, ¿cómo entendería tus mensajes? Porque a ti te es fácil escucharme; pero a mi tu voz me llega bastante embarullada. Ahora mismo pienso si el haberme despertado la flauta del Relojero querrá decir algo. Supongamos que no, pero es el caso que, gracias a él, me he planteado el problema de la soberbia, de si me poseerá el demonio. Aquí de la claridad mental. No puede ser posesión definitiva, sino transitoria. El demonio no puede aniquilar mi libre albedrío. Permanece aposentado en mi corazón mientras no me doy cuenta; pero tú, que vigilas desde el cielo, rezas por mí, y el efecto de tu oración es un relámpago súbito, una iluminación inesperada. Acabo de tenerla. Todo está claro y en orden. El demonio está aquí, y hay que librarse de él. Pero el demonio es inteligente, mucho más que yo. Pretende engañarme, el muy zorrito. ¿Pues no se me ocurre ahora que no es el de la soberbia, sino el de la borrachera, el que me posee? ¡Ah, Lucía, amor mío, cómo voy viendo claro gracias a tu socorro! Este raposo viejo me está diciendo: «Todo consiste en que dejes de beber». ¿Y sabes para qué? Para que me debilite peleando contra el vicio y emplee en una lucha inútil las fuerzas que necesito para librarme de la soberbia. ¡Nos conocemos, viejo lagarto! Lo que tú quieres es meterme en un laberinto, hacerme creer que no seré perdonado mientras siga bebiendo. ¡Y una cosa nada tiene que ver con la otra, dejemos esto bien sentado! Yo bien sé cuáles son mis verdaderos pecados, y de cuáles tengo miedo que el Señor no me perdone.»

Echó las piernas fuera de la cama y se calzó las zapatillas. Había colgado los pantalones de una silla. Se los puso. El camisón de dormir le quedaba mitad dentro, mitad fuera; de esta guisa se vio en el espejo del armario: los escasos cabellos revueltos, los ojos pitañosos, las mejillas caídas.

«¡Pues sí que tienes una buena facha tú!»

Pegó una voz. La criada le respondió desde la cocina. Don Baldomero se asomó al pasillo y le encargó camisa limpia y una muda interior. Después, empezó a lavarse.

Salió a la calle a las doce menos cuarto. Pegaba fuerte el sol, y sintió que le sobraba el chaleco. Se metió en la rebotica, lo dejó encima de una silla y volvió a salir. Las puertas y las ventanas del casino estaban abiertas. Pasó de largo, pero le llamaron.

—Voy a misa; luego vendré por aquí.

—¡Ande, tómese una copa!

—Después, después.

—¡Le aseguro que no tiene arsénico!

—¡Déjese de bromas!

La mención del veneno le hizo sonreír. Continuó calle arriba, hasta la plaza, con el paso tranquilo y la cabeza inclinada. Faltaban unos minutos. Se detuvo en el pórtico y encendió un cigarrillo. Entraba poca gente en la iglesia, gente del pueblo. «He aquí una injusticia de la que nadie es responsable. Los ricos, que entienden un poco más de estos misterios, se han marchado a la iglesia de la playa. Los pobres siguen viniendo aquí. ¿Y si, como me temo, la influencia de esta pintura es diabólicamente maléfica? Lo que yo siento con tanta claridad, ¿no lo experimentarán ellos sin darse cuenta? ¡Parece mentira que se cuiden tan poco de la grey más humilde del Señor! El cura ya debiera haber encalado ese Cristo. Mantenerlo ahí es como haber entronizado al Enemigo. ¡Y cómo se reirá el demonio del engaño! Pero a mí no me las da…» Vio a Clara atravesar la plaza; pasó delante de él, dijo «Buenos días» y entró. Don Baldomero la siguió con la vista: «¡Qué buena está, caray! Pero también acabará mal si no me decido a prevenirla». Daba el toque de entrada: arrojó la colilla, se quitó el sombrero y empujó la puerta. No habían encendido aún las luces: en el presbiterio brillaban unos cirios. Se acomodó en el último banco, cerró los ojos y esperó. Hasta que un resplandor súbito se los hizo abrir. Miró al fondo, buscó los ojos implacables del Cristo y en su lugar halló una mancha morada, enorme. De pronto, no lo entendió.

«¡Claro! Pero ¡si hoy es domingo de Pasión…!»

Los cortinajes cubrían los ábsides y absorbían el resplandor. Parecía la iglesia menos brillante, la luz no le ofuscaba. Pero sobre todo la mirada podía lanzarse y descansar; descansar, y con ella el corazón y la mente. Sintió un enorme sosiego. Se arrodilló y ocultó la cara entre las manos.

«Entiendo lo que quieres decir, Lucía; lo entiendo sin lugar a dudas. Pero ¿quién pondrá el cascabel al gato?»

Se le metió de repente una imagen en el cerebro, que le hizo estremecerse: vio las cortinas ardiendo, grandes llamas que ascendían y lamían las paredes, llamas que despedían una oscura, espesa humareda. El presbiterio se había llenado de humo; el humo lo colmaba todo, lo ennegrecía todo, apagaba el brillo de las llamas, se revolvía en remolinos interiores. Y del centro de aquella nube salían ruidos como carcajadas estridentes, carcajadas feroces y sobrehumanas. Cerró otra vez los ojos: la imagen persistía; el humo era cada vez más espeso y amenazaba envolverle. Se santiguó, rezó una jaculatoria, se golpeó el pecho tres veces: «¡Santo, Santo, Santo!» El humo y las llamas seguían allí, cada vez mayores, en el fondo de su cerebro, independientes de su voluntad. «¡Si resiste a la Cruz, no es imagen del diablo!» Empezó a temblar. «¿Es ése tu mensaje, santa mía?» Ocultó la cabeza entre las manos y se entregó al fluir del tiempo…

Las llamas iban menguando; el humo se clarificaba. Cuando se despejó vio el ábside ennegrecido. Había caído la argamasa de las paredes, y en el lugar del Cristo había un hueco inmenso, insondable, por el que huían las llamas rezagadas, por el que escapaba el humo como por el tiro de una chimenea. Don Baldomero se sintió atraído por aquel abismo; su mente se atrevió a asomarse al agujero. Vio entonces algo como un trono gigantesco levantado sobre los restos humeantes de un Caos. De aquel resplandor remoto salió una voz que don Baldomero reconoció en seguida: «Bien que me has jodido, Baldomero.» Abrió los ojos. Delante de las cortinas moradas el oficiante rezaba el Evangelio. Se levantó, hizo la cruz…

«Es una comisión bien pesada, Lucía. No sé si me atreveré…»

Don Lino llegó hacia el mediodía, con traje nuevo y corbata colorada. Los del casino le hicieron corro con espacio para moverse cuando al diputado le apetecía y una mecedora para sentarse. Don Lino consumió el turno de noticias mientras comía una ración de lubrigante en salpicón a que le habían convidado: alabó la calidad del marisco y aseguró que en Madrid estaba por las nubes y que no sería mal negocio organizar un sistema de transporte que lo situase en el mercado en menos tiempo y a precio más reducido. Con el marisco bebía un albariño que también mereció sus elogios. El turno de noticias, pues, le salió entreverado de piropos a la cocina regional. Hubo en el corro unanimidad absoluta.

El turno propiamente teórico fue precedido de carraspeos y acompañado de un cigarrillo canario cuyo humo azul escoltaba la mano del perorante. Se dividió en dos partes. La primera, más bien sarcástica, se consumió en una diatriba a las derechas clericales, cuyas maniobras contra la República denunció valientemente; en cuanto a la segunda, más bien dramática, fue un alegato lleno de quejas contra la conducta escasamente democrática de una fracción del Partido Socialista, olvidada al parecer de sus compromisos con los republicanos y a punto, a punto de dejarse seducir por los arrullos de la sirena soviética. No citaba nombres, pero bastaban las alusiones para que los del corro supieran a qué atenerse. «En el seno del Partido Socialista, que es por definición parlamentario, se alimenta la hidra de la autocracia, y ahora, con espanto de los verdaderos republicanos, se alzan las siete cabezas de la tiranía. En el seno del Partido Socialista la doctrina bolchevique de la dictadura del proletariado se abre camino y seduce a las juventudes. Uniformados, militarmente disciplinados, se les ve desfilar por las calles de Madrid. Ellos dicen que contra el fascismo. Pero ¡ah!, ¿lo que oponen al fascismo, no es también un fascismo de izquierdas? ¡Y esto, señores, es peligroso! Nosotros hemos dado al capital seguridades, y ahora el capital se llama a engaño y vacila. No todo, claro está, porque también entre los negociantes y los banqueros hay republicanos conscientes. Pero ya es mucho que una parte de la riqueza nacional se sienta inquieta, sobre todo cuando nos consta que en la derecha se conspira, que la derecha se vale de los exaltados y de los agitadores a sueldo para alterar el orden público, en busca de un pretexto legal para acabar con la legalidad.»

—En fin —le interrumpió Cubeiro—, que la cosa está que arde.

Don Lino, en un paso de baile dificilísimo, se volvió hacia él.

—No, señor; nada de eso. Porque si bien es cierto que el barco de la República navega en medio de temporales, lo es también que lleva a bordo los mejores pilotos y capitanes, que sabrán sortear los peligros, reducir a los díscolos de un lado y de otro y arribar al puerto de la tranquilidad, de la justicia y de la paz.

—Dios le oiga —comentó Carreira—. Y no es que aquí nos quejemos, porque desórdenes, lo que le dice desórdenes, no los ha habido. Pero lo que está pasando fuera nos preocupa.

Don Lino, con un punto de furor en la mirada, hizo frente al propietario del cine.

—¡Ahí le duele, amigo mío, ahí le duele! ¡Lo que es la ignorancia política! Piensa usted como un hombre de derechas, que sólo estima el orden, venga de donde venga. Pero respóndame: ¿por qué hay orden en Pueblanueva? ¿Será porque la educación cívica de sus habitantes les ha llevado al mutuo respeto? ¿Será porque en esta sociedad local han desaparecido los motivos de desorden? ¡No, señores! ¡En Pueblanueva del Conde no se mueve una rata porque hay quien no le permite moverse! ¡En Pueblanueva, donde antes mandaron los condes, cuya orgullosa fortaleza ordenó derruir la tiranía monárquica, manda hoy un feudalismo de nuevo cuño, un feudalismo industrial que tiene la llave de los estómagos y que dice a los ciudadanos: o estáis quietos, o quedáis sin comer! Pero esto, señores, no es lo que pretende la República. El orden público no puede ser el resultado de una constricción, de una opresión, sino de un pacto libre, libremente concluido. Esta es la verdadera doctrina republicana, que desgraciadamente estamos muy lejos de practicar aquí.

Carreira, amenazado por el corpachón de don Lino, se había ido echando atrás. La última frase del diputado fuera singularmente enérgica: tres manotazos la habían rubricado, y los tres habían rozado las narices de Carreira. «¡Cuidado con la mano!», gritó, y el diputado la metió tranquilamente en el bolsillo.

—¿Y usted qué piensa, don Lino? ¿Que Cayetano es de los socialistas democráticos o de los otros? —la pregunta la había hecho un indiano recién llegado «de allá», al que los matices de la política local se le escapaban todavía. Se llamaba don Rosendo.

—Según se mire.

Echó un vistazo rápido a la puerta de entrada. Cubeiro le tranquilizó. «No se preocupe, que el señorito salió de viaje esta mañana.» Don Lino llenó de aire el fuelle y resopló.

—Según se mire. Porque, aunque sus procedimientos son claramente dictatoriales, el sesgo comunista de la fracción de izquierdas no creo que le haga tilín. Porque, mírese como se mire, y a este respecto no nos hagamos ilusiones, Cayetano Salgado es prácticamente un capitalista, aunque concedo, eso sí, que es capitalista avanzado.

—Pues a mí me parece que en estos últimos tiempos la política le preocupa poco —el juez miró de reojo a Cubeiro y cambió con él una sonrisa—. Porque ya sabrán ustedes lo de Clara Aldán.

—¿Qué? ¿Que se acuesta con ella, por fin? —preguntó el indiano.

Cubeiro empezó a reír. El juez se contagió de la risa.

—¡Que lo cuente don Lino! ¡Don Lino está informado como nadie!

El diputado se sentó en la mecedora y se dirigió al indiano:

—Caballero, usted no pensará que pierdo el tiempo en esas menudencias. Si, en efecto, me hallo bien informado es porque la cuestión puede tener un aspecto político que a las comadres de la villa se les escapa. Cayetano no se acuesta con esa señorita. Cayetano, por el contrario, pretende casarse con ella, y ella lo ha rechazado. Y yo me digo: ¿cómo es posible que un hombre de cuyo éxito con las mujeres no hay que hacerse lenguas aquí, porque es de todos bien conocido, y de muchas gentes honorables lamentado, se acerque con buenas intenciones a una persona cuyo crédito moral deja mucho que desear? A primera vista parece una paradoja. Las comadres de la villa así lo estiman y no lo entienden. Pero si ustedes me acompañan en el enfoque político de la cuestión, la verán más clara que la luz. Porque, vamos a ver: ¿quién es esa señorita mal reputada? La única hija legítima del difunto conde de Bañobre, un fantasmón que ustedes han conocido y padecido más que yo, porque yo en aquellos tiempos no ejercía mi magisterio en Pueblanueva. Hija legítima ¡y heredera!, fíjense bien, ¡heredera…!

—¿De las deudas? —interrumpió Cubeiro.

Don Lino intentó fulminarlo con una mirada de especial clarividencia.

—¡Del título nobiliario, hombre! ¿Es que no se han dado cuenta todavía? ¡Cayetano Salgado es uno de esos tipos que empiezan siendo socialistas y que, a su debido tiempo y por sus pasos contados, evolucionan hacia la derecha o, al menos, se mantienen a caballo de ambas situaciones, dando al público la cara democrática y usando la otra en privado! El ejemplo lo tenemos cerca. Ahí está el republicano Valladares, casado con una vizcondesa y vizconde consorte él mismo… Lleva el título escrito en la badana del sombrero: me consta.

Golpeó repetidas veces el mármol de la mesa más próxima.

—¡Usen ustedes el raciocinio! ¿Para qué, si no, iba a poner los puntos a una muchacha a la que podía hacer su amante, si sólo le llevase a ella lo que le llevó a otras muchas? ¡No, caballeros! ¡Estamos ante un caso de evolución política que yo había previsto y en el cual quién sabe si no habrá influido ese temor de ciertos capitales a que antes me refería! —se puso en pie y de un empujón arrojó lejos la mecedora—. Ésta es la causa por la que yo pretendo asumir en este pueblo la representación de la pureza democrática. Porque si un día no lejano se plantease otra vez la vieja lucha entre la libertad y la tiranía, ¿quién iba a ponerse a la cabeza de los nuevos «Hermandiños»? ¡Las apariencias pueden haber cambiado; pero las realidades ocultas son las mismas! ¡Hoy no existen castillos, pero existen factorías industriales! ¿Quién les dice a ustedes que una de ellas, al menos, no acabará por convertirse en el reducto del peor caciquismo?

Derecho, solemne, inspirado, su frente resplandecía. El indiano parecía sobrecogido y comentó en voz baja con su vecino que «un hombre como éste en las Américas hubiera llegado a presidente». Poco a poco don Lino dimitió de la majestad: fue como si su cuerpo absorbiera la grandeza, como si por los poros de su carne la sublimidad exudada reingresase a los depósitos secretos. El juez exclamó a media voz:

—¡El día que hable en el Parlamento…!

Un timbrazo fuerte interrumpió el comentario. Se abrió la puerta y entró don Baldomero. Fue derecho hacia el corro, con el sombrero en la mano y una sonrisa melancólica en los labios.

—¡Buenos días, señores!

—¡A ver, muchacho! —gritó Cubeiro al mozo del bar—. ¡Sirve aquí a don Baldomero una copa de veneno!