El notario les hizo esperar lo indispensable para darse importancia, pero el plumífero que les atendió les había tratado con deferencia, casi con adulación. Les dejó solos en un saloncito cuyas paredes se adornaban de títulos universitarios en marcos de caoba. Germaine se sentó en una butaca tapizada de grandes flores azules sobre gris; el padre Eugenio prefirió llegarse a la ventana y curiosear la calle. Para entretener la espera, encendió un pitillo; pero el notario no le dejó terminarlo: apareció por una puertecita y les invitó a pasar. Tenía las gafas alzadas, sujetas en la frente, y les sonreía con ojos vivos. Hasta que los hubo sentado en un gran tresillo de cuero —Germaine, en el sofá; el padre Eugenio, en un sillón— no dejó de reiterar saludos, plácemes. Mandó al padre Eugenio que tirase el pitillo, que él le daría tabaco habano, y preguntó a Germaine si fumaba, porque también tenía, para esos casos, cigarrillos ingleses. Germaine le respondió que no, sin darle explicaciones. Durante la espera, se había inhalado la garganta un par de veces.
—Pues le aseguro, señorita, que ya me tardaba su visita. Aún ayer, a la hora de cenar, se lo decía a mi mujer. «¿Cómo no habrá aparecido por aquí la sobrina dé doña Mariana? ¿Será que le parece bien el testamento?» Y mi mujer apostó que cualquier día la veríamos llegar. ¡Y no se equivocó, caray! Las mujeres no sé qué tienen que adivinan allí donde nosotros nos equivocamos. Porque bien llegué a creer que usted se conformaba.
Hablaba con voz gruesa, apresurada, y al hablar le temblaba la sotabarba color de rosa, apuntada de pelillos plateados. Alzó las manos ante una posible objeción.
—Y no crean ustedes que hablo de esas cosas con mi mujer faltando al secreto profesional. ¡Nada de eso! Soy una tumba, pero el testamento de doña Mariana lo conoce todo el mundo. Ha dado mucho que hablar. ¿Viene usted dispuesta a rechazarlo?
Germaine, antes de responder, miró al padre Eugenio.
—Sí. Es decir, lo que yo quiero es que se abra el codicilo.
—Naturalmente. Pero antes hay que cumplir ciertas formalidades que se deducen del propio texto del testamento. Usted firma un acta en que lo rechaza. Inmediatamente procederemos a la apertura de ese pliego misterioso. Ante testigos, claro. ¿Conforme?
—Usted sabe mejor que yo lo que hay que hacer.
El notario se levantó.
—Permítame, entonces, que encargue al pasante la redacción del acta. De dos actas, mejor dicho: ésta, y otra en que conste la apertura del sobre y su contenido. Cosa de dos minutos.
Abrió una puerta y habló en voz baja con el plumífero. Volvió a cerrar. Germaine tendía hacia él la mano.
—Es que yo, antes de decidirme, quisiera un consejo.
—¿Un consejo? Particularmente puedo dárselo, aunque eso corresponde más bien a un abogado. Sin embargo, he aconsejado tantas veces a la tía, que me honra la confianza que la sobrina deposita en mí.
Se inclinó en el asiento, hacia delante. Las gafas le habían resbalado de la frente y ahora caían sobre el pecho, sujetas por un cordón negro.
—¿Qué es lo que se le ofrece?
—¿Cree usted que hay algún riesgo en mi determinación?
—¿Un riesgo?
El notario se levantó y empezó a pasear. Llevaba en la mano una estilográfica y golpeaba con ella la palma de la otra mano. Fue y vino, del sillón a la esquina más lejana, dos o tres veces.
—Supongo lógicamente que su determinación obedece a falta de inteligencia con don Carlos Deza. ¿Me equivoco? Pues no me extraña. Doña Mariana Sarmiento fue una mujer extravagante, pero don Carlos Deza es un chiflado. ¿Le han contado a usted el gran negocio que hizo con la venta de las acciones? ¿No? Pues yo se lo diré en pocas palabras. Las ha vendido a Cayetano Salgado cuando una firma de Vigo le ofrecía por ellas justamente doble cantidad. ¿Se hace usted idea?
Dejó de mirar a Germaine y encaró al fraile.
—Un verdadero disparate. ¿Y por qué? ¿Qué razones tuvo para hacerlo? Chi lo sa? Aunque no quiera pensar mal, es evidente que ese trato de favor a un sujeto como Cayetano Salgado hace altamente sospechoso al señor Deza, dicho sea con todas las salvedades.
Germaine miró también al padre Eugenio: con asombro, con irritación.
—Yo no sabía esto.
El notario arrastró una silla y se sentó enfrente de ella.
—Es del dominio público: no levanto ninguna calumnia. Así que no me extraña su disconformidad. La daba por descontada. Ahora bien: yo no puedo engañarla. Existe un riesgo.
Su mirada fue de Germaine al fraile; la cara gorda, brillante, seguía a la mirada:
—Tengo sesenta años, y desde hace treinta conozco a doña Mariana Sarmiento. He sido depositario de sus secretos… —sonrió pícaramente; esta vez miró sólo al fraile—, y creo haberla conocido a la perfección. Gran mujer, sí, señor. Inteligente, decidida, valiente. No tuvo miedo a nadie en este mundo. Y buena en el fondo. Pero ¿cómo les diría…? Extravagante, sí, ya lo dije antes.
Empezó a palparse los bolsillos. La estilográfica rodó al suelo. Se levantó, cogió de encima de la mesa una pitillera de plata, sacó un cigarrillo y ofreció otro al fraile.
—Le pido mil perdones, pero no había vuelto a acordarme de mi ofrecimiento. Están liados ya, y el tabaco es habano: me lo envía un hermano que es allí propietario de un ingenio. ¡Tipo inteligente! ¡Con decirle que aguantó el crack sin vender y que ha rehecho su fortuna…!
En un retrato colgado en la pared aparecía un sujeto de buena planta, a caballo, con un guajiro que le llevaba de las riendas.
—Ése es. ¡Gran tipo! Soltero, sultán y dueño de un fortunón —guiñó un ojo—. No tiene más herederos legales que mis hijos.
Fray Eugenio esperaba con el cigarrillo apagado. El notario le pasó las cerillas.
—Pues, como le decía… Doña Mariana era una mujer de voluntad. Una mañana llegó, se sentó en ese sofá, ahí mismo, en el lugar que usted ocupa, y me dijo: «Federico, rompe mi testamento y hazme otro conforme a esas instrucciones (las traía en un papel); pero de tal modo que no pueda deshacerlo nadie más que yo». «Pero, señora —le pregunté—, ¿cómo va a deshacerlo después de muerta?» Entonces sacó del bolso un sobre y lo echó encima de la mesa. «Lo que va en este sobre puede deshacer el testamento.» «¡Ah! —le respondí—, la existencia de un sobre secreto obliga a una redacción especialísima.» «Muy bien. Tú sabrás lo que hay que hacer. El sobre, que lo lacren aquí mismo, delante de mí, y mételo en caja fuerte, también delante de mí. No quiero que nadie sepa su contenido ni pueda saberlo.» Bueno. Lacraron el sobre y ella misma lo selló con su sello, una sortija que no se ponía nunca, pero que siempre llevaba en el bolso, con las armas de los Sarmiento y de los Moscoso. Por cierto que…
Se levantó de un salto, abrió una puerta de madera que ocultaba la de una caja fuerte. Hurgó en el interior y regresó con un sobre grande, lacrado. Mientras, el padre Eugenio preguntó a Germaine si se aburría, y Germaine contestó que sí.
—Éste es. Si se fija usted, señorita, en ese cuartel, ése que yo señalo con la estilográfica, verá una especie de águila con las alas cortadas. Son las armas de los Aguiar. Pues bien: mi abuela materna se llamaba Aguiar de segundo apellido, Rodríguez y Aguiar. Una vez dije a su señora tía que éramos parientes. ¿Y sabe usted qué me respondió? «Vete a paseo, Federico. Mis parientes los escojo yo.»
Germaine se había apoderado del sobre, lo apretaba contra el pecho, sus dedos acariciaban los goterones de lacre rojo, aplastados.
—¿Lo abrimos?
—Espere. Falta el acta, y falta también el consejo. El acta la traerán en seguida. Lo malo es el consejo.
El notario, al hablar de pie, tenía una especie de tic: alzaba la mano izquierda, con el puño cerrado y el índice extendido, la mantenía unos instantes a la altura del hombro, y la bajaba luego.
—¿Qué habrá escrito su tía en ese sobre? No puedo ocultarle mi desazón. Parece lógico que le entregue la herencia limpia de condiciones. Pero ¿y si no es así? Le doy mi palabra de honor de que no tengo la menor pista que me permita dar seguridades. Hay que entregarse a la suerte, y, en este caso, la suerte estuvo en manos de una dama un poco extravagante, sobre todo en sus afectos. ¿Quién le dice que este sobre no es una bomba de espoleta retardada?
A Germaine le temblaban las manos.
—Entonces, ¿no lo abrimos?
—¡Ah, eso, allá usted! Pero, señorita, si vino decidida a hacerlo, hágalo, aunque no bajo mi responsabilidad. No puedo aconsejarla.
La mirada de Germaine, incomprensiva, iba del notario al fraile.
—¡Dios mío!
Entonces el padre Eugenio alargó una mano y detuvo el nuevo párrafo previsto por el notario. Éste se limitó a decir:
—¿Va a hablar usted? Me parece bien. Usted también es un Churruchao, ¿verdad? Lo pensé nada más verle: «Este fraile pelirrojo no puede ser más que un Churruchao. Y así, en concepto de pariente, acompaña a esta señorita». Diga, padre.
—Quizá si usted conociera todos los detalles de la situación pudiera aconsejar. Esta señorita rechaza los términos del testamento porque no quiere quedarse en Pueblanueva cinco años, sino venderlo todo y regresar a su país. Don Carlos Deza no está conforme, pero se aviene a una transacción: él entrega ahora mismo a la señorita el dinero contante y sonante, y el resto de la herencia queda ahí, en espera de que ella cambie de idea o de que transcurra el tiempo y entre en plena posesión de sus bienes.
El notario se puso las gafas y se las quitó inmediatamente.
—¿Es mucho el dinero?
—Alrededor de medio millón.
—Pudo ser el doble si las acciones se hubieran vendido bien, pero eso no tiene remedio, ni hay manera legal de pedir cuentas a don Carlos —se plantó ante Germaine, erguido, los brazos caídos y las palmas abiertas—. Pues yo aceptaría. Medio millón. Es una bonita suma. Al tres por ciento, mil quinientas pesetas al mes, más o menos. Se le puede sacar más.
Germaine daba vueltas al sobre, lo acariciaba. El fraile dijo:
—Entonces, ¿es ése su consejo?
—¡Vale más pájaro en mano que ciento volando! Medio millón. ¿Y si se queda sin nada?
El fraile se levantó, alarmado.
—¿Lo cree usted posible?
El notario alargó la mano, cogió el sobre, lo miró a trasluz. Sonrió y se lo devolvió a Germaine.
—Quizá me equivoque. ¡Quién pudiera saber lo que hay aquí! Pero dado el carácter de doña Mariana, que en paz descanse, si puede, y lo que sé de ella, y el trabajo que me dio en los últimos tiempos haciendo y deshaciendo testamentos, hasta ese último, que no lo reformó porque la muerte no le dio tiempo, me dejo cortar la mano derecha a que en este sobre se constituye a don Carlos Deza heredero universal.
Germaine casi gritó:
—¿Será posible?
—Si le interesa saberlo, ahí está el sobre. Ábralo. Pero bajo su responsabilidad. Insisto en esto, ¿eh? Y conste que, después de abierto, la cosa no tiene remedio.
—Y Carlos, ¿puede también abrirlo?
—¿Quién lo duda? Expresamente se le atribuye ese derecho, como a usted.
—Carlos no lo abrirá —intervino el fraile—. De eso estoy seguro.
Germaine se levantó. Quedaba el sobre encima de la mesilla, con sus cinco manchones rojos. No apartaba los ojos de él. Cuando el notario lo recogió, los ojos de Germaine lo siguieron.
—Entonces, lo guardamos, ¿verdad?
—¿No puede usted destruirlo?
—No. Pero no pase cuidado. Si el señor Deza se vuelve atrás algún día, nada podrá reclamarle. Lo hecho, hecho está. Como, en caso contrario, tampoco podría usted pedirle cuentas de los barcos ni de ningún otro disparate. Así lo quiso doña Mariana.
Germaine tenía los ojos húmedos, a punto de sollozar. El notario se acercó a ella, se empinó un poco sobre los pies e intentó rodearle los hombros con su brazo.
—Tenga paciencia y espere. Medio millón, de momento, es mucho dinero. Y cuando pasen cinco años…
Germaine le devolvió el abrazo y se echó a llorar. El padre Eugenio, un poco aparte, parecía examinar con atención las escayolas del techo.
Don Baldomero llegó a mediodía, en un automóvil grande y negro. La criada venía sentada junto al chófer, y él, detrás, con el cadáver de doña Lucía envuelto en mantas. El mozo de la botica salió a recibirlo. Se juntó un corrillo de mujeres condolidas y algún que otro chaval curioso. En seguida se ofrecieron dos para bajar a la finada y meterla en casa. Don Baldomero dejó el asunto en manos de la criada y de las más oficiosas: entró en la botica, pintó un cartel, lo colgó en la puerta y cerró. El cartel decía:
CERRADO POR DEFUNCIÓN.
LAS RECETAS URGENTES,
POR LA PUERTA INTERIOR.
Cuando subió al piso, doña Lucía, estirada en el lecho nupcial, estaba casi amortajada con una sábana. La criada andaba en busca de un rosario para ponerle en las manos, y las mujeres que habían ayudado apartaban los muebles de la sala para instalar la capilla ardiente. Don Baldomero dio dos o tres órdenes y se equivocó. «¡Váyase de ahí, no estorbe!», le gritó la criada, y lo metió en el comedor. De allí le sacaron los de la funeraria, que venían a tomar medidas. «¿Estará pronto?» «Son medidas corrientes —le respondieron—; seguramente tendremos alguno hecho y lo traeremos antes de media hora.» Apareció el mancebo a preguntar si podía servir de algo, y don Baldomero lo despachó con recado para Carlos de que viniera cuando pudiese. Al comedor llegaban voces quedas, cautelosas, de las mujeres que andaban por la casa, ruidos apagados, pasos de las que subían y se juntaban alrededor de la muerta. Por la ventana se veía la niebla, enredada en los árboles de los huertos. Don Baldomero buscó el anís en el aparador y se sirvió una copa. Casi en seguida llegó don Julián: le dio el pésame, trató del entierro. «¡Nada de lujos, don Julián! Un entierro muy modesto, así fue su voluntad.» «Pero, hombre, una persona de posibles como usted, ¿va a enterrar a su señora como la mujer de un pobre?» Don Julián había aceptado una copa: al terminarla, se despidió, concertada ya la hora, al caer de la tarde. Habían quedado en que tres curas. Carlos llegó poco después: traía puesta la gabardina y una boina en la mano. Don Baldomero se le abrazó llorando. Mientras Carlos se quitaba la gabardina, le preguntó si prefería anís o aguardiente.
—Del de hierbas —respondió Carlos, y se sentó. Don Baldomero le tendió la copa: las lágrimas le resbalaban por el rostro sin afeitar.
—¡Llegué a las últimas, don Carlos; llegué para recoger su postrer suspiro! ¡A tiempo de que no muriese sola, como una repudiada! Todavía le quedaba en el fuelle aire para unas palabras. Me confesó que no me había faltado nunca, y que aquello había sido un desahogo de esposa ofendida. ¿Verdad que debo de creerla? Porque nadie miente cuando va a comparecer ante el tribunal divino. A no ser que…
—¡Hágame el favor, don Baldomero, de no dar más vueltas al asunto! Le aseguré muchas veces que doña Lucía le había sido fiel.
—Sí, don Carlos, y siempre se lo he creído, y su confianza me hizo mucho bien. Pero pienso si esa declaración de la pobre Lucía no habrá sido una mentira piadosa para tranquilizarme.
—¿No dice usted mismo que nadie miente cuando va a comparecer ante el tribunal de Dios?
—Sí, don Carlos, pero hay mentiras que no lo son propiamente, sino verdaderas obras de caridad. Los casuistas…
La criada le cortó la palabra. Venía a decir que los de la funeraria acababan de traer el ataúd, y que si quería él estar presente.
—No, no. Arregladlo vosotras: En la sala, y que pongan el Cristo grande, el de mi despacho, y las velas de Jueves Santo. Están en el cajón de la cómoda.
Arrojó a la criada un manojo de llaves. La criada cerró la puerta sin ruido.
Un acceso de llanto repentino tuvo en silencio a don Baldomero. Hasta que apuró el anís y se limpió las lágrimas.
—Ya ve usted. Tanto tiempo esperando este trance, dándolo por seguro, y al verse ante la muerte la pena le ahoga a uno como en una muerte por sorpresa. Y uno se da cuenta de la propia responsabilidad y le vienen ganas de matarse como castigo —se santiguó rápidamente—. El Señor no lo permita, pero ese momento de desesperación no me faltó, y quizá haya sido una prueba que Dios envía a mi paciencia. Pero ¡Él sabe de qué buena gana hubiera acompañado a la pobre Lucía!
Agarró, de pronto, a Carlos por la muñeca y le miró con espanto.
—Sobre todo, por eludir un penoso, un desagradable e inevitable deber.
A Carlos le dio miedo el mirar del boticario.
—¿Qué está maquinando, don Baldomero?
Don Baldomero se levantó. Los pocos cabellos grises de su cabeza se habían alborotado y formaban copete encima de la calva. Acercó al pecho las manos crispadas y se golpeó.
—Le juro por todos mis muertos, don Carlos, que en mi corazón no queda una sombra de duda, y que recordaré a Lucía como ejemplo de esposas castas y sacrificadas, como víctima resignada de mi incontinencia y mi destemplanza. Y sé, además, que en la otra vida ella pedirá por mí, y quizá sus oraciones me aparten de mis yerros. Amén. Pero ¿y los demás? ¿Los que han creído alguna vez que Lucía me engañó? ¿Los que lo han sospechado? ¿Los que lo dan por seguro? ¡Porque de todos esos hay en el pueblo, don Carlos, de todos ellos estoy rodeado, y todos ellos me tratan de amigo y me dan palmadas en el hombro! Pronto empezarán a llegar, y usted los verá dolerse de mi dolor, mientras piensan lo que piensan… Pero ¿qué es lo que piensan? ¡Contra lo que piensan hay que tomar precauciones!
—Usted está loco, don Baldomero.
—¡Loco, sí! Reconozco la intención de las palmadas, como reconozco el lenguaje de las miradas. Cuando un cabrón de esos me mira y me dice «Hola», sé que me tiene por otro como él. Y a ésos no puedo reunirlos en el salón del casino y referirles la muerte de mi santa esposa, y contarles sus últimas palabras, porque se reirían de mí y no me creerían.
Dejó caer los brazos inertes.
—A ésos se refiere mi deber, y sobre él quería consultarle, don Carlos. Perdóneme que lo haga, perdóneme que le moleste una vez más, pero usted es el depositario de mis secretos y uno más no puede estorbarle.
Cruzó las manos implorantes.
—No me diga que no, don Carlos. Lo necesito para mi tranquilidad.
Carlos temió que fuera a arrodillarse.
—Cuente lo que quiera.
Bajo las lágrimas de don Baldomero se transparentó la alegría.
—¿Quiere más anís? Usted es un verdadero amigo. Siéntese y beba. ¡Ah, no era anís, era aguardiente! Pues verá…
Se sentó también.
Voy a insinuar que he envenenado a Lucía. ¡No me diga que no es verosímil! Soy boticario, dispongo de arsénico, conozco las dosis convenientes, y mi criada pudo habérselo administrado sin saberlo, una de tantas medicinas que ha tomado; claro que no voy a dar a nadie esta explicación, pero es por si alguien lo piensa.
—¿Y la autopsia? El arsénico, como usted sabe, deja rastro hasta en los pelos.
—También lo he tenido en cuenta. No se la harán. Tendría que mediar una denuncia, y a eso, aquí no se atreven. Porque, además, yo no voy a decirlo francamente, sino a insinuarlo, hoy una alusión, mañana otra… Hay maneras de hacerlo, y yo he pasado esta noche meditando el plan. Toda la noche, mientras velaba a la pobre Lucía. Y no hace falta que lleguen a la certeza, sino sólo a la sospecha. Porque tampoco tienen la certeza de que me haya engañado. ¿Me entiende? Decir que la había envenenado sería como tacharla de adúltera. No, no. Sospecha por sospecha. Ni más ni menos. Que aten cabos, que interpreten palabras sueltas, que cada cual piense para sí sin atreverse a decirlo a nadie.
Se levantó, cruzó las manos detrás de la espalda y dio unos paseos cortos. Se detuvo, luego, ante Carlos.
—Tengo que empezar a ser justo con la pobre Lucía. Y, en este caso, la justicia consiste en la inseguridad de los demás. ¿Me engañó? ¿No me engañó? ¿La envenené? ¿No la envenené? Mi conciencia queda tranquila. Además, le he pedido perdón, y me perdonó con su último aliento. Emocionante, se lo aseguro. No he cesado de llorar, y cada vez que se me representa, no puedo contener las lágrimas.
Le dio un hipo fuerte. Se sentó junto a Carlos y escondió la cabeza entre las manos. Estuvo largo rato llorando. Después, empezó a llegar gente.
Hicieron alto en Santiago para almorzar. Germaine apenas hablaba: se limitaba a escuchar al padre Eugenio, quien, por su parte, procuraba distraerla y referirse a cosas ajenas a la herencia y a sus problemas. Terminaron de comer y le propuso dar una vuelta por la ciudad y enseñarle lo que había de notable en ella. Germaine accedió. Mandaron esperar al chófer, y como no llovía, sino que persistía la niebla —más clara, sin embargo, que en la costa—, empezaron a recorrer la ciudad a pie. Estaba la tarde gris, húmeda, sin frío. Apenas se metieron en las callejas, el padre Eugenio le señalaba rincones, le mostraba perspectivas, la invitaba a fijarse en tal o cual efecto de luz, y Germaine respondía: «Sí, sí», y nada más. Tampoco pareció interesarle demasiado la catedral, de modo que el padre Eugenio renunció a hablar y a sugerirle contemplaciones: la llevó tras sí, muda y, al parecer, insensible. Y no pasaron de la catedral: sin detenerse más, regresaron adonde el automóvil esperaba. Germaine quedó pronto dormida, y el padre Eugenio, silencioso, fumó pitillo tras pitillo en la hora larga que duró el viaje. Al llegar a la costa, la niebla se hizo más densa. Bajaron con precauciones las cuestas hacia Pueblanueva. Al detenerse frente a casa de doña Mariana apenas se veía. El padre Eugenio dijo que se volvía al convento, pero Germaine le pidió que la acompañase, que tenía que hablarle.
Le dejó solo en la salita, después de encargar a la Rucha hija que sirviera café. Germaine fue a enterarse de cómo estaba su padre y de qué tal había pasado el día. A don Gonzalo la niebla no le sentaba tan bien como el viento norte y se quejaba de dolores en todas partes, y la tos había vuelto a la violencia. Germaine parecía preocupada.
—Tenemos que marchar cuanto antes.
—Pero el clima de París no es mejor que éste —dijo el padre Eugenio.
—Estaremos en París muy poco tiempo. Aunque retrase mi debut en la ópera, quiero que papá pase en Italia lo que queda del invierno. Se lo tengo prometido, y él lo desea más que nada.
Habían encendido las chimeneas y la casa estaba caliente. El padre Eugenio prescindió de la capa y, cerca del fuego, tomó el café y un poco de coñac. Germaine iba y venía, le decía unas palabras, desaparecía otra vez. Y lo que le decía era innecesario, parecían palabras dichas para tapar un hueco o cubrir una espera.
Llegó de pronto y dijo:
—Carlos estuvo aquí esta mañana. Se ha muerto la mujer de no sé quién y él está en el velatorio.
No dijo más, pero su mirada preguntaba y suplicaba al mismo tiempo.
—¿Quieres que enviemos a buscarle?
—Lo que usted crea mejor. Pero, se lo ruego, no me deje a solas con él.
—¿No sería eso lo discreto, precisamente?
Germaine no respondió. Despacharon a la Rucha con el recado, y Germaine ya no se movió del sillón.
—Ahora más que nunca necesito su ayuda, .padre. Ahora es cuando me siento más desamparada. No he dejado de pensar toda la tarde en ese papel del que resulta que Carlos es el dueño de todo y yo no tengo nada, absolutamente nada. ¿Cree usted que él sabrá…?
—De ese papel no conocemos más que una hipótesis del notario.
—Pero ¿y Carlos? Carlos se movió siempre, obró siempre, como si fuese el dueño. ¿Y si lo que hizo, lo hizo para obligarme a rechazar el testamento y que fuese yo misma la que pusiera la herencia en sus manos?
El padre Eugenio le preguntó:
—¿Es así como te hubieras conducido en su caso?
El tono áspero de la pregunta sorprendió a Germaine. Miró al fraile con ojos alarmados, cerró los dedos bruscamente. La alarma duró lo que un relámpago: sus palabras fueron dulces, casi una queja.
—¿Hago mal en pensarlo?
El fraile le sonrió.
—Tienes que partir, en tus conjeturas, de que si Carlos hubiera querido para sí los bienes de tu tía, los hubiera tenido sólo con decírselo.
—Entonces, ¿por qué…?
Se interrumpió, y añadió inmediatamente, con la misma dulzura:
—Será que no comprendo a Carlos. Por eso quiero que esté usted presente. Tengo miedo de equivocarme otra vez.
Se levantó y se arrimó a la chimenea, de espaldas a la llama. Una guedeja cobriza le ocultaba la frente y caía sobre un ojo. El padre Eugenio la miró.
—Si tuviera ahora aquí mis trebejos te haría un apunte.
—Gracias. Es una lástima…
Había apoyado las manos en la cintura; el resplandor de las llamas precisaba su silueta. El padre Eugenio cerró los ojos y recordó la imagen. Podría, quizá, pintarla de memoria.
—¿Y le parece a usted que le digamos todo lo que pasó, o simplemente que hemos cambiado de opinión?
—Podemos ser leales o no serlo.
¿Había sido así, alguna vez, Suzanne? Más baja que Germaine, quizá un poco más ancha de caderas. Intentó recordar las primeras entrevistas, cuando aún no era la mujer de Gonzalo, cuando todavía salían de su garganta verdaderas cataratas sonoras. ¿Cómo era entonces Suzanne?
Miró a Germaine: las líneas de su boca apretada no suscitaban recuerdos. Quizá también, alguna vez en su vida, Suzanne hubiera sido así; pero también había sido capaz de una pasión.
—Sí, claro.
Germaine apartó la guedeja cobriza y dejó al descubierto la frente, cruzada de una arruga, y el ceño fruncido.
—Estoy, como antes, en sus manos.
Abandonó las suyas con desmayo y suspiró.
—Bueno…
Entonces sonó la campanilla de la puerta y se sobresaltó. Un poco inclinada hacia el fraile, con las manos anhelantes, le dijo:
Ayúdeme, se lo pido por…
Se oyó la voz de Carlos al cabo del pasillo. Entró en seguida, con la gabardina en la mano. Dijo «Hola» desde la puerta. El padre Eugenio se levantó.
—Ya estamos de vuelta, don Carlos.
—Empezaba a preocuparme. Con esta niebla…
—El viaje no fue malo.
Germaine le tendió la mano.
—¿Quieres tomar algo, Carlos? ¿Un poco de coñac?
—No, gracias. En los velatorios, por lo que he visto, no se hace más que beber y contar cuentos verdes.
Dejó la gabardina en una silla y se acercó a la chimenea.
—Allí hace frío. Por eso hay que beber.
El fraile se había sentado. Germaine quedó en mitad del cuarto, indecisa. Carlos, de espaldas, se frotaba las manos al calor de la lumbre.
—Tengo poco tiempo —dijo—. El entierro de doña Lucía será dentro de media hora.
Se volvió bruscamente.
—Bien. ¿Qué escribió doña Mariana en el codicilo? Les habrán dado una copia.
Germaine envió al fraile, con la mirada, una petición de ayuda.
—Finalmente —dijo el padre Eugenio—, hemos acordado atenernos al testamento. Germaine acepta la oferta de usted. La resolución final se aplaza hasta que cumpla los veinticinco años.
Carlos le escuchaba, pero miraba a Germaine. Ella inclinó la cabeza y distrajo las manos con algo que había encima del velador.
—¿Fue ése el consejo del notario?
—En parte. Lo que nos dijo, confirmó a Germaine en su propósito. Casi lo había decidido durante el viaje.
Carlos se sentó en el sillón, frente al fraile, y estiró las piernas en dirección al fuego.
—Ese notario es idiota. Si se hubiera portado correctamente, me hubiera librado de una carga y, sobre todo, de una situación desairada.
Estoy cansado de hacer el coco.
Se dirigió a Germaine.
—No vaciles jamás en tus determinaciones. Te lo digo yo, que casi soy vacilante de profesión. Cuando se hace un propósito hay que llegar hasta el final, suceda lo que suceda. Pero, en este caso, ¿qué podía suceder?
—Pareciste asustarte cuando lo dije, y me pediste que no lo hiciera.
—Sí, es cierto. Pero no olvides que una cosa es mi punto de vista particular y otra el papel de guardador a que me obliga el testamento. Personalmente, lo repito, lo que deseo es verme libre cuanto antes. Cuando esta mañana supe que habías ido a La Coruña, dije: «¡Gracias a Dios!». Pero no contaba con que tú también cambias de opinión. Lo siento de veras.
Se levantó, buscó unas llaves en el bolsillo y abrió el escritorio de doña Mariana: un mueble alto, de caoba oscura, con cajones y alacena. Revolvió unos papeles.
—En el Banco, en La Coruña, hay un depósito de cuatrocientas veinticinco mil pesetas a tu nombre e instrucciones para que se te entreguen personalmente en la forma que lo desees —le tendió unos recibos—. Esto está hecho hace más de seis meses, como verás por la fecha. En otra cuenta, a mi nombre, hay otra cantidad. No puedo entregártela entera porque yo no dispongo de capital para sostener el de tu tía. Pero puedo, eso sí, completarte el medio millón.
Revolvió de nuevo, buscó en los cajones. Halló, por fin, el talonario de cheques. Escribió un rato, arrancó el papelito alargado, de color verde pálido.
Ahí tienes. Setenta y cinco mil pesetas, que te pagarán sin dificultad. Va extendido al portador.
Cerró, de golpe, el escritorio.
—Ya eres rica. Hay también unas rentas, de casas y fincas rústicas, poco importantes. Te haré las cuentas anualmente, y te mandaré el dinero, si así lo deseas.
Se levantó, metió las manos en los bolsillos y se arrimó a la consola.
—En cuanto a esta casa, la cerraré cuando te vayas. La cuidaré, te lo prometo, porque la amo demasiado. Y es seguro que alguna vez venga a pasar aquí la tarde y a tocar el piano para el fantasma de tu tía. A ella le gustaba oírlo. A estas horas, precisamente, cuando caía la tarde. Siempre después de merendar. Solía cogerse de mi brazo y llegar así hasta el salón. Yo llevaba una manta para abrigarle las piernas, porque la chimenea del salón no calienta como ésta. Habíamos pensado trasladar el piano aquí, pero se murió antes de hacerlo.
Inclinaba tanto la cabeza, que no se le veía el rostro. Se había, además, encogido un poco. El padre Eugenio miraba al fuego. Germaine, con los papeles en la mano, se acercó a la chimenea, de espaldas otra vez. Se hizo un silencio; los troncos ardientes crepitaban.
—Me pedía que tocase cosas vulgares, cuplés de su juventud, valses vieneses, ¡qué sé yo! A veces, los tarareaba y se reía. Y a veces me refería historias picantes de escándalos y amoríos. De tal o cual cupletera de sus tiempos. «Eso lo cantaba la Fulana, que era guapa de verdad y estuvo un tiempo liada con tal duque o tal marqués.» Después, solía decirme: «Ahora, toca lo que te gusta a ti», y yo tocaba a mi gusto. Pero también hablábamos de ti, Germaine. Le preocupaba mucho y le daba miedo pensar que ibas a encontrarte sola en este pueblo, sola y sin defensa. Probablemente por eso, sólo por eso, se le ocurrió el disparate de que pudieras casarte conmigo. Yo procuraba tranquilizarla. Y, ya ves, ella y yo nos equivocamos. Porque sé que estuviste en la misma guarida del ogro, y que el ogro te respetó. Puedes volver a Pueblanueva cuando quieras, aunque yo me haya marchado, aunque el padre Eugenio…
Se interrumpió. El fraile irguió la cabeza:
—… se haya muerto.
—No quería decir eso. En fin: que no necesitas de nuestra protección. El pueblo entero te adora y están orgullosos de ti, como si fueran tus paisanos.
Miró el reloj.
—Tengo que marchar. ¿Quieres que nos despidamos ahora?
Germaine, sin volverse, respondió:
—No. Papá no está bueno. Tendremos que esperar un par de días.
—Entonces, mándame recado. Adiós, padre Eugenio.
El fraile se levantó.
—Me voy también. El prior creerá que me he escapado del convento, y eso no es bueno para mi reputación.
Se acercó a Germaine. Ella no se movió.
—Volveré también.
Le apretó el brazo y salieron al pasillo.
—¿Está llorando? —preguntó Carlos.
En el portal, el padre Eugenio dijo:
—Supongo que usted conoce el contenido del codicilo. O que tiene, al menos, una idea.
Una sospecha solamente.
—Quiero ser franco con usted, don Carlos. El notario aconsejó que se aceptase el testamento porque, según él también sospecha, en el codicilo se le nombra a usted heredero. No he dicho nada delante de Germaine para no hacer la entrevista más embarazosa. Pero usted, si quiere, puede…
Carlos se detuvo en el umbral.
—No, no quiero. Pero, se lo aseguro, acabo de pasar el trago más gordo de mi vida. Temí que, en un arranque de nobleza, Germaine descubriera el pastel y me obligase a un rasgo de generosidad teatral del que me avergonzaría siempre.
—Yo no lo temí en ningún momento.
—Usted quizá la conozca ya mejor que yo. Porque también, para ver si una vez al menos se emocionaba, hice ese resumen de recuerdos que casi me conmovieron a mí mismo. Me alegra que haya llorado…
Se acercó al fraile y añadió en voz baja:
—Muera el cuento. Muere con la derrota final de doña Mariana.
—¿Y no será eso lo justo?
—Es posible. Pero yo la quería, y me he sentido dispuesto a perdonar sus injusticias y a sostenerlas.
Miró el reloj.
—Perdóneme, padre. El entierro de doña Lucía debe de estar a punto de salir.
Marchó corriendo. El fraile se metió en el automóvil y marchó también.
El último gorigori se apagaba en la niebla espesa, y las luces de los cirios apenas alumbraban. Don Julián, revestido de capa, alzó el hisopo y bendijo la sepultura. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Los otros curas, los monaguillos y don Baldomero respondieron: «Amén». Se retiró la cruz alzada, y los curas detrás, y los sepultureros cargaron el féretro y lo metieron en el nicho. Los asistentes se habían abierto en semicírculo y esperaban. El juez sacó tabaco y ofreció. Surgió el fuego de las cerillas, y el humo de las bocanadas se mezcló a la niebla.
—Menuda pejiguera de nublado.
—Al menos, no viene fría.
Colocaban una fila de ladrillos, sujetos con argamasa. La losa yacía en el suelo, arrimada a la pared.
Cubeiro se acercó a Carreira, el dueño del cine.
—Fíjese en la cara del boticario. Como si le diera pena.
—¡Vaya usted a saber! En esto de las muertes hay sorpresas.
—Ya me lo dirá mañana. El buey suelto bien se lame. ¡Y éste tenía unas ganas de cortarse la soga…!
El juez metió las narices.
—¿De qué murmuran?
—Aquí, Carreira, decía que las lágrimas de don Baldomero son lágrimas de cocodrilo.
—Quien lo dijo fue usted.
—Lo que yo dije fue que, después de todo, no tiene por qué llorarla. Lleva más de un año deseándole la muerte.
—Nadie sabe lo que sienten los demás —dijo el juez.
—Pues yo, por un saco de huesos, no lloraría así. Porque doña Lucía era un saco de huesos.
—Tendría su aquél.
—Sí, las tetas. Ya sabe usted el cantar que le sacaron un Carnaval.
—No lo recuerdo.
Cubeiro cantó por lo bajo, al oído del juez:
La mujer del boticario
tiene las tetas de goma.
Aé, aé, aé la chamelona.
—¿Y quién se las tocó para saberlo?
—¡Ay, eso…! Hay misterios impenetrables, pero que alguien se las tocó es un hecho.
A Carreira se le había apagado el pitillo. El juez le prestó el suyo.
—A lo mejor se sabe por el marido.
Los sepultureros levantaron la losa y la aplicaron a tapar el nicho. Don Baldomero contemplaba la operación y, de vez en cuando, se secaba las lágrimas con un pañuelo. Detrás de él, hipaba la criada. La losa quedó en su sitio, tomada con cemento. Un par de golpes garantizó su seguridad.
—Ya pasaréis a cobrar por la botica.
—Un día de estos.
—Y ahora, a dormir, don Baldomero —le dijo Carlos—. Está usted muerto de sueño.
—¡Y de pena, don Carlos, de pena!
Los jugadores de tresillo se acercaron, de uno en fondo.
—Lo siento mucho, don Baldomero. ¡No se sabe lo que vale una mujer hasta que se la pierde! —Cubeiro le miraba entristecido.
—Gracias, gracias.
—¡Era una santa y estará en la Gloria! —dijo el juez.
—¡Y usted que lo diga!
Carreira le dio un abrazo.
Ya pasó todo. Ahora, a descansar.
Don Lino se había mantenido aparte, de espaldas a la pared de nichos. Se acercó, con el sombrero en la mano.
—Mis principios, don Baldomero, no me permitieron presenciar la ceremonia religiosa, pero ya sabe usted que la amistad está por encima de nuestras diferencias ideológicas. Considere que le acompaño de verdad en el sentimiento.
—Dios se lo pague.
Iban marchando, con precauciones, para no pisar las sepulturas. De los cipreses chorreaban gotas menudas y el suelo de las veredas estaba fangoso. Se oían las pisadas, chas, chas, y el ruido de un tropezón y alguien que decía:
—¡Cuidado, que resbala!
Don Baldomero se acogió a la compañía de Carlos. Acortó el paso, hasta distanciarse del grupo. Al salir del cementerio, los amigos, las mujeres, se habían alejado, carretera abajo.
—¿Los ha escuchado usted? Y, sobre todo, ¿los ha visto? ¿Se ha fijado en su sonrisa? ¡Ya que no puedo librar a Lucía de sospechas, quedará al menos mi honor sin una mancha!
El reloj de Santa María empezó a dar las seis. Inmediatamente, el gemido de la sirena ahogó las campanadas y llenó el ámbito, rodó por el valle, se escapó por encima de las aguas. Era un sonido ronco, apagado, casi fúnebre.
A las seis menos diez en punto había entrado en la tienda una labradora con su cesto. Pidió a Clara que le ayudase a dejarlo en el suelo y después suplicó una silla para sentarse, que venía muy cansada. «Debía tener un banco aquí, señorita, que sitio para él tiene, arrimado a la pared, y así podría una cobrar huelgos sin molestarla.» Sacó de la faltriquera un pedazo de pan y empezó a comer. Clara había repasado el mostrador y esperaba. La labradora habló de la niebla, que venía muy mal al campo, y de que se le había puesto enferma una vaca y ya llevaba gastado más de un duro en botica. Después, sin transición, saltó a la carestía de todo y al poco dinero que ganaban los labradores y a lo mucho que gastaban los de la villa. Acabó por confesar que necesitaba unas varas de tela para unas enaguas de su hija, pero que no estaba decidida a comprarlas, aunque sí a enterarse de los precios. Clara sacó del anaquel varias piezas y las echó en el mostrador. La labradora, con la punta de dos dedos, tomaba la tela, la cataba y la rechazaba. Así todo el repertorio.
—Pues esto es lo que tengo.
Entonces la aldeana se dolió de que ahora los tejidos fuesen malos y se rompiesen en seguida, y que años atrás, antes de la guerra, eran mucho mejores y duraban, y con lo que sobraba a las madres se hacía el ajuar de las hijas. Y que eso debía de ser porque antes había rey y ahora al rey lo habían echado y gobernaban unos señores que no se sabía quiénes eran y que sólo pensaban en medrar y en robar a los pobres. Clara decía que sí a todo y empezó a recoger las piezas, pero la labradora le dijo que no tuviera prisa, que, a lo mejor, se decidía por alguna. En esto, sonó la sirena del astillero y Clara se puso nerviosa.
—Ande, si lo va a llevar, decídase ya y le haré una rebaja.
A la mujer se le alegraron los ojos. Preguntó cuánto. Clara dijo una cifra. Ella la encontró cara. Clara rebajó otro poco. La labradora no se movía.
—Dígame lo que quiere pagar y llévesela, porque voy a cerrar la tienda.
—¡Ay, señorita, con lo cansada que estoy, y me va a echar de aquí! Eran las seis y diez cuando la labradora se marchó, con cuatro varas de tela blanca rebajadas en un veinte* por ciento. Rezongaba letanías sobre el trabajo que costaba a los pobres ganar una peseta.
Cayetano surgió de la niebla repentinamente. Traía puesto el traje de faena, una boina y la pipa en la boca. Clara quedó de pie, en medio del umbral.
—Voy a cerrar la tienda.
—No son más que las seis y veinte.
—A esta hora, y con niebla, ya no hay quien compre.
—Pues, por mí, cierra.
Hizo ademán de entrar. Ella se interpuso.
—Contigo dentro, no.
—Pues, entonces, no cierres.
Se miraron de frente, ella en lo alto de los escalones, él en la calle.
—De mí no vas a sacar nada, te lo aseguro.
—Ayer hemos quedado en que vendría.
—Pensé que te volverías atrás.
—Ya ves que no.
—¿Por qué insistes?
Cayetano la apartó suavemente y entró. Se había quitado la boina y la llevaba en la mano.
—Cierra o deja abierto, me es igual; pero hazte a la idea de que todos los días, a esta hora, me tendrás de visita.
—¿Y si no quiero?
Él se encogió de hombros.
—Tengo que reparar una injusticia. ¿Cuánto tiempo llevas en Pueblanueva? ¿Tres años? Soy lo bastante imbécil para no haberme dado cuenta hasta ayer de que eres la, única mujer digna de mí. Ya ves si tengo que correr para cobrarme de tres años perdidos.
—¿Para cobrarte… en especie?
—Deja eso a un lado, Clara.
—No me dirás que vienes para casarte conmigo.
—Todo pudiera suceder. Claro que eso depende de ciertas circunstancias. Pero si a mi madre le gustaría que me casase con la francesa, no creo que te pudiera poner reparos. Eres tan Churruchao como ella y bastante más guapa, al menos para mi gusto.
Clara había empezado a reír. Riendo, pasó al interior de la tienda y se quedó junto al mostrador. Cayetano se acercó.
—Vamos a hablar en serio, Cayetano. A mí no es nada fácil engañarme.
—No intento hacerlo.
—Has hablado de casarte.
—Sí. Y también de que eso dependía de ciertas circunstancias. —¿Cuáles son?
—Te lo diré a su debido tiempo.
—Nunca me casaría contigo.
—Si no lo quieres, no pienso obligarte.
—Y, sin casarme, no hay nada de lo que pretendes.
—De eso, también llegaremos a hablar.
—Puedes darlo por resuelto.
—Hablas así porque no me conoces. ¿Te costaría mucho trabajo prescindir de lo que has oído por ahí y atenerte a lo que veas?
—¿Y a lo que ya he visto, no?
—No sé a qué te refieres.
—No nos conocemos de anteayer, Cayetano. Incluso hay por el medio una bofetada…
Cayetano se llevó la mano a la mejilla y se la acarició.
—Aquel día tenía que estar ciego. Y lo estaba. Me pasaba lo que te está pasando a ti: que había hecho caso de cuentos.
—Cuando el río suena…
A Cayetano se le oscureció la mirada.
—¿Quieres decirme con eso que no estaba equivocado?
Clara volvió a reír.
—Quise saber la cara que ponías. Y no me gusta. Tú eres de los que, para casarte, pondrías como condición acostarse primero, para cerciorarte de eso que tú llamas circunstancias.
Cayetano se enderezó y la miró a los ojos.
—¿No estás llevando las cosas muy de prisa?
—Me es igual, porque yo no la tengo.
—De todas maneras, ¿por qué las pones difíciles?
—Será porque yo lo soy también.
Cayetano se desabrochó la chaqueta de cuero y empezó a quitársela.
—¿Puedo colgar esto?
—Allí hay un clavo.
Por la abertura del mono azul asomaban las puntas de una camisa de seda y el nudo de una corbata escocesa. Cayetano se alisó el cabello.
—¿Me quieres escuchar un momento?
—Habla.
—Concédeme que entiendo un poco de mujeres. ¡No te rías! Entiendo. Admito que las haya comprado a todas, pero no por eso dejan de ser muchas. Podría decirte quiénes, de las de aquí, y te llevarías muchas sorpresas, porque de algunas no se llegó a saber.
—No siento la menor curiosidad por conocer sus nombres.
—Ni yo voy a decírtelos. Algunas satisfacciones, como algunas venganzas, basta que sean secretas.
Sacó un cigarrillo, lo puso entre los labios, y siguió hablando mientras buscaba el mechero y encendía.
—Pues de todas ellas, ninguna me hubiera servido para mi mujer. Entiéndeme bien, no quiero decir para casarme, tener hijos y arreglarme por fuera con una querida. No. Me refiero a esa mujer que los hombres como yo necesitan, una mujer de categoría. Porque yo voy a llegar a mucho. Esto de ahora, mi astillero, el mando y el poder en Pueblanueva, no es más que el principio.
Hizo una pausa, chupó el cigarro y miró a Clara con cierta ternura.
—Ya ves. Ni de esto he podido hablar con ninguna. ¿Qué menos necesita un hombre que una mujer a quien contar sus proyectos, sus esperanzas, sus dificultades y sus triunfos? Yo me los he contado a mí mismo, pero yo no me respondo, ni me doy ánimos cuando hace falta animarse, ni me consuelo si es necesario. Porque también, a veces, he necesitado consolarme. Aunque te rías.
—¿Por qué voy a reírme? Serás un hombre como todos.
—Por encima de todos, pero un hombre. Y, hasta ahora, sólo encontré una mujer que estuviera a mi altura, pero la odiaba. Y aunque no la odiase, no me hubiera servido.
Volvió a callar. Clara se había cruzado de brazos y le escuchaba inmóvil, con los ojos medio entornados y un interés creciente en ellos.
—Yo no creo en Dios, pero creo en el Destino, y el mío fue que la única persona capaz de comprenderme y de escucharme fuese mi enemiga. De todas maneras, llenó mi vida de algún modo. Luché contra ella quince años. Sabía que ella estaba ahí, y que aunque también me odiase, me consideraba como enemigo a su altura. Nos hemos despreciado mutuamente, pero de labios afuera. Si yo hubiera muerto, como ella murió, estoy seguro de que encontraría el pueblo tan vacío como yo lo encuentro.
Se corrigió en seguida:
—Como lo encontraba hasta ayer. Y ayer más que nunca, porque esa tonta de Germa¡ne, o como se llame, hace más grande el vacío que dejó la Vieja. Pero ayer nos hemos encontrado.
—Seamos francos. Ayer viniste a proponerme que me acostase contigo.
—Bien. ¿Y qué?
—Yo, a eso, no le llamo encontrarse.
—Fue mi última equivocación. Ahora ya sé a qué atenerme.
Tendió las manos abiertas encima del mostrador.
—Lo que haya de pasar, pasará. Tampoco tengo prisa. Pero no olvides que eres la mujer más mujer de Pueblanueva, y acabarás comprendiendo que soy el hombre más hombre.
Golpeó suavemente las planchas de madera pulida, brillante.
—Ahora me voy. Volveré mañana y todos los días, ya te lo dije. Y no intentes cerrar la tienda.
Descolgó la chaqueta y se la puso. Luego, recogió la boina.
—Hasta mañana, Clara.
Desde el umbral se volvió y repitió:
—Hasta mañana.
Don Baldomero, de regreso del cementerio, halló en el anís la colaboración adecuada a su pena. Cuanto más bebía, más lloraba y más elocuentes palabras dedicaba a la difunta. La criada le dijo que comiese algo, y él rechazó la invitación por ofensiva.
—¡Pues váyase a la cama a dormir la mona, que buena falta le hace!
Don Baldomero consideró entonces la manera vulgar que el pueblo tenía de entender las penas y, con medias palabras y lengua gorda, describió su tristeza y la nostalgia de Lucía, aquella santa, aquella víctima inocente, y el miedo que tenía de acostarse en el lecho desierto. ¡En la peor ocasión se la llevaba Dios, cuando el sosiego de la madurez podía haberles traído unos años de felicidad tranquila! Razonaba tumbado en el sofá, e interrumpía los razonamientos para llorar o beber: hasta que volvió la criada y, sin respeto a su congoja, lo cogió de los hombros, lo sacudió y se lo llevó, casi a rastras, a la cama. Carlos le preguntó si le necesitaba para ayudarla, y ella le respondió, desde la puerta, que lo había desnudado muchas veces, y que ¡las que quedaban! Añadió que si le apetecía cenar algo que esperase. Carlos dijo que no, y se marchó.
La niebla llenaba el portal y ascendía por la escalera. Carlos se ató la bufanda al cuello y caló la boina. El aire estaba húmedo y acre. En la calle miró hacia arriba y hacia bajo: del muelle llegaban voces, y se veían las señales que alguien hacía a un barco con un farol potente. Se encaminó a la plaza. A la puerta del Ayuntamiento hablaban unas mujeres, y sus voces se apagaban en la niebla. Se metió bajo los soportales, hacia la tienda de Clara. Iba sin prisa, y, antes de entrar, se detuvo a mirar las torres de la iglesia, dos manchas negras y alargadas, sin contornos, en las que se reflejaba el resplandor apagado de los faroles. Estuvo unos minutos apoyado a una columna, y ya no miraba las torres, ni la plaza, ni nada. Los rumores, las voces, los pasos, parecían remotos o cercanos, como si entre la niebla hubiera vericuetos por donde el mismo sonido se perdiese, se alejase y volviese a aproximarse. Sintió frío en los pies, golpeó las losas y se acercó a la tienda de Clara. Iba a entrar, cuando vio a Cayetano, arrimado al mostrador. Movía las manos tranquilamente, y Clara le escuchaba, erguida, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Retrocedió hasta hallar apoyo para la espalda, los ojos muy abiertos, la mano quieta en el aire y el cigarrillo en ella. Y miró, desde un rincón hurtado a las luces. Cayetano seguía hablando: no llegaban sus palabras, ni siquiera el eco.
—Éste ya descubrió a Clara —dijo.
Dio una chupada al cigarrillo y lo arrojó al suelo bruscamente. Entornó los ojos, sonrió y volvió a meterse en la niebla.