V

Don Julián mandó recado a doña Angustias de que le esperase al terminar la misa de nueve. La gente salió, pero quedaron, entretenidas en oraciones complementarias, tres o cuatro señoras. Doña Angustias despachó a su criada por delante, y entonces se le acercó la de Mariño, a cuchichear; doña Angustias le dijo que estaba rezando por sus muertos y que ya hablarían. La señora de Mariño se retiró unos bancos atrás y pudo ver cómo don Julián se llevaba a doña Angustias a la sacristía. Entonces se acercó a la de Cubeiro, que también se había rezagado, y empezó a hablarle al oído. La de Cubeiro le respondió del mismo modo. Pasaron un rato así. De vez en cuando, señalaban las pinturas. Después, se levantaron y fueron a la sacristía. La iglesia había quedado desierta; el monaguillo apagaba los cirios, y por las ventanas entraba una luz gris, escasa.

El cura le había contado a doña Angustias su conversación con el prior acerca de las pinturas. Doña Angustias hizo aspavientos y se confesó aterrorizada de aquel Cristo, que no le parecía sino el mismo Satanás en persona. El cura le respondió que, para remediarlo, convenía visitar a Germaine con cualquier pretexto y hablarle del asunto como de pasada, e insistir otro día hasta que ella misma tomase cartas en el asunto y lo decidiera; porque don Julián quería agotar todos los remedios a mano y resolverlo por las buenas antes de acudir a la Curia y armar el escándalo. A doña Angustias le pareció bien, y el cura se encargó de gestionar la visita. Fue entonces cuando entraron la de Mariño y la de Cubeiro, amilagradas, protestando de aquella falta de respeto a la casa del Señor, cometida —¿quién lo creyera?— por un fraile. Y se sumaron a la conversación y entraron en el convenio de la visita.

—¡Ay, sí! Hay que ir a saludarla y a felicitarla por lo bien que canta.

—También podríamos pedirle que diese un concierto a beneficio del Roperillo.

—¿No sería abusar?

—¿Abusar? Se pasa el día al piano, cantando sola. La Rucha se lo dice a quien quiere oírla. De modo que lo mismo le dará cantar en casa que delante del público. Y ayudaría a una obra de caridad.

—Mujer, ¿y si le da reparo?

—Con preguntárselo, no perdemos nada.

—Pero la primera vez…

—Podemos hacerlo la segunda.

—¿No será tarde? A mí me han dicho que se marcha.

—¿Marcharse? ¿Cómo se va a marchar, si lo pierde todo?

—A lo mejor no le importa.

—Una fortuna como la de la Vieja no es para tirarla.

—Y si ella se marcha, ¿a quién irá a parar? La Vieja no tenía más herederos.

—¿Quién sabe? Caí decir que hay otro testamento. Pudo arrepentirse doña Mariana y dejarlo todo a los pobres.

—No era mujer de arrepentimientos. Ni buena cristiana. También oí decir…

Don Julián las interrumpió: iba a cerrar la iglesia, y ya las avisaría. Doña Angustias intentó quedarse, pero las otras no marchaban. Por fin, se fueron juntas. La de Cubeiro insistía en que Germaine se quedaría en el pueblo; la de Mariño pensaba que no.

Don Julián marchó a su casa, se puso la sotana nueva, se acicaló. Antes de salir, bebió una jícara de chocolate. Luego encendió un pitillo, y, mientras fumaba, paseó por la galería. Después cogió el paraguas y salió. En la calle, se embozó en el manteo y abrió el paraguas.

Fue recibido por la Rucha madre. Le dijo que quería ver a la señorita. La Rucha le mandó pasar, le llevó a la salita y le pidió que esperase. Germaine estaba en el salón. Le extrañó la llegada del cura. Don Julián, al verla, se levantó y la saludó con ceremonia. Ella le rogó que se sentara.

—En realidad, no vengo a visitarla, sino que traigo el encargo de unas señoras de solicitar una entrevista.

—¿Conmigo? ¿Quieren verme a mí?

—No son unas señoras cualesquiera, sino las más respetables de la villa. La señora de Salgado…, ya sabrá usted.

Germaine movió la cabeza.

—No. No la conozco.

Don Julián abrió los ojos y alzó las manos.

—¿Es posible? Doña Angustias es la madre de los pobres, la que sostiene el culto católico, una verdadera santa. Muy rica, inmensamente rica, pero un alma de Dios, humilde y sacrificada. Su marido es el propietario de los astilleros, y su hijo, el que los dirige. ¿Tampoco ha oído hablar de don Cayetano?

—Tampoco.

—Pues me extraña, porque es lo único de que se puede hablar aquí. Don Cayetano es joven, dicen que con mala cabeza y peores ideas, pero ya cambiará. Son ventoleras de juventud. Estoy seguro de que algún día no lejano lo veremos con un escapulario al pecho… Su madre reza mucho por él, y el Señor no puede desoír los ruegos de una persona tan buena y que hace tanto bien.

Recogió la teja del regazo y la dejó sobre la mesa.

—No se llevaba con su señora tía, que en paz descanse; pero esas cosas las borra la muerte. Ya ve usted: lo ha olvidado y quiere venir a saludarla. Con dos señoras más, también muy finas y religiosas. Yo las acompañaría.

Germaine tardó en responder. Don Julián atajó:

—Yo, en su lugar, no les haría el desaire de no recibirlas. Están encantadas con usted, por lo bien que canta. Además…

Carraspeó y miró al aire.

—… aquí es costumbre, cuando viene una persona forastera…

—Se lo agradezco mucho. Y estaré encantada de recibirlas. Y a usted con ellas.

Don Julián asintió.

—Muchas gracias, muchas gracias; no esperaba otra cosa de usted —sonreía, complacido, y recogía las manos sobre el pecho¿Y cuándo, cuándo?

—Cuando quieran, cuando quiera usted.

—¿Esta tarde? Tendría que ser hacia las cinco, porque a las siete he de estar ya en la iglesia.

—Me parece muy bien, a las cinco.

Don Julián se levantó y echó mano a la teja.

—Se lo agradeceremos de veras. Y yo, particularmente… Tenemos mucho que hablar usted y yo. Porque la supongo enterada de que es la propietaria de la iglesia de Santa María.

Germaine rió.

—Eso sí lo sé, aunque no lo entiendo. En Francia, todas las iglesias son del Estado.

Don Julián puso cara de asombro y abrió los brazos.

—¿Es posible?

—Al menos, eso tengo entendido.

—Pues aquí vamos por el mismo camino. Aunque espero que la Santísima Virgen no lo consentirá. Gracias a Dios, llevamos dos años de gobierno moderado, y ahora las derechas ganaremos las elecciones. En un país como en España, sería un sacrilegio que las iglesias fuesen a parar a manos de los incrédulos. Y hay muchos en este país, créamelo. Hay tantos, que el Señor nos castigó y nos mandó estas calamidades de repúblicas y comunismos. Pero no hay que asustarse. Nos las manda para probarnos.

Don Julián permanecía de pie y Germaine le escuchaba con la cabeza levantada. Se le había soltado el manteo al cura y embarazaba el movimiento de sus brazos. Lo echó hacia atrás, lo recogió y sujetó.

—Pero la prueba ya se acaba. Como dice la canción: «… Ruge el infierno, brama Satán. La fe de España no morirá». Pues la fe nos hará triunfar en los próximos comicios y entregará la política a las manos en que debe estar. ¡Támbién de esto hablaré con usted, aunque no esta tarde. Porque las elecciones se ganan con dinero.

Le hizo una reverencia; el brazo izquierdo aguantaba el manteo; la mano izquierda, la teja; movió la derecha al inclinarse, en apertura circular, a partir del pecho, como en un paso de baile.

—Alas cinco en punto estaremos aquí. Verá qué señoras tan finas y agradables.

Clara se había comprado un armario de luna y lo tenía en su cuarto. También tenía espejo en el lavabo. El cuarto era grande y claro, y daba al patio, con ventana y puerta cristalera. El lavabo, en un rincón, y el armario, en el lienzo mayor de la pared, junto a la cama. Las cristaleras tenían visillos blancos, y la cama, una colcha azul. Había metido también allí dos o tres cuadros antiguos, hallados en el pazo antes de desalojarlo: bien limpios, colgaban ahora de las paredes. Eran litografías, con marcos negros y dorados, de La Vicaria, de El Testamento de Isabel la Católica. Un tercer cuadro, al óleo, en que habían pintado a una señorita de la época romántica, con bucles rubios, un traje rosa y un collar precioso en el escote, lo había colocado entre la puerta y la ventana, en un lienzo estrecho de pared donde no cabía otra cosa mayor. Aquella señorita, tan inocente, se parecía un poco a Inés, salvo el peinado, y el peinado, el suyo, preocupaba a Clara. Había pasado más de una hora copiando el de una actriz fotografiada en una revista. No le salía. Y, cuando le salió, halló que no le iba bien a la cara. Arrojó con rabia el modelo y se peinó como siempre. Después, se puso el traje negro, las medias finas, los zapatos nuevos. Abrió las maderas de la ventana y se miró al espejo del armario. Caminó hacia delante y hacia atrás; se volvió a la izquierda y a la derecha. Se echó el abrigo por los hombros, se lo puso, se lo quitó. Taconeó con furia, arrojó los zapatos y se sentó en la cama.

Pensaba que Germaine era más bonita que ella y que se movía con más gracia. Sin embargo, bien mirada, ni por la figura, ni por la cara, ella valía menos, sino por algo del conjunto que se sentía incapaz de imitar. Se levantó, calzó los zapatos y volvió a mirarse: cerró en seguida los ojos e intentó retener su imagen, recordar a Germaine, y compararlas. Sólo podía evocar a Germaine en el momento en que había empezado a cantar: de pie, con las manos apoyadas en el reclinatorio, un poco inclinada y, sin embargo, majestuosa, triunfante. Le había sorprendido una mirada al público, una mirada de través, satisfecha del silencio, de la expectación, del triunfo. La había visto sonreír, contenta, antes de arrodillarse, al terminar, cuando la gente se agolpaba delante del presbiterio y la miraban como papanatas.

—Yo hubiera enrojecido, hubiera tenido que esconderme.

Abrió los ojos. Se vio quieta, con el rostro triste, los hombros caídos. Irguió el pecho, intentó dar a la cara expresión más alegre. Pero le quedaba en las pupilas una luz temerosa, vacilante y una arruguita en la esquina de la boca. Revolvió en el cajón de la mesa de noche, sacó unos tubos y se dio en los párpados unos toques oscuros y un poco de color en los labios. Al mirarse, sonrió.

—No son los míos, pero pasan.

Echó el abrigo al brazo y entró en la habitación de su madre. La vieja se había quedado dormida, en un sillón frente a la ventana. Entornó las maderas y salió. En la puerta de la calle se puso el abrigo y abrió el paraguas. Atravesó la plaza. Al pasar frente al Ayuntamiento, un hombre la saludó.

Bajó a la playa por unas callejas. Había jolgorio en las tabernas, cantos a coro, ruido de disputas. Por el medio de la calzada, unos críos se perseguían chillando bajo la lluvia. En el pretil, de espaldas, un espectador miraba la mar. Había rolado el viento y por el norte el cielo se despejaba.

Clara cerró el paraguas y entró en el portal de doña Mariana. Dijo a la Rucha que quería ver a la señorita Germaine. La Rucha, sin responderle, le hizo un gesto de que pasara y la dejó frente al espejo del paragüero. Clara se volvió de espaldas al espejo.

—Está ahí la de Aldán.

—¿La de Aldán?

Germaine había rebuscado en los armarios de doña Mariana, y tenía en las manos un traje, de seda verde, muy antiguo de corte.

—Sí. ¿No sabe quién es?

—Claro que lo sé. Pásala. Iré en seguida.

—Sí, señorita.

La Rucha no se movió. Germaine pasaba la palma de la mano por la superficie de la seda: suave, pero recia de cuerpo, y el color no se había alterado.

—No sé cómo la recibe, señorita. Esos de Aldán no son buena gente. Y esta Clara…

Germaine levantó una mirada interrogante y apretó el traje contra el pecho. La Rucha se sintió autorizada a continuar:

—… esta Clara no es trigo limpio, ¿sabe? Antes andaba muerta de hambre. Ahora, puso una tienda y come todos los días. Pero se habló mucho de ella. Cosas de hombres. Y su señora tía, que en gloria esté, no la quiso en casa. Porque ella vino a verla, cuando la enfermedad, y le ofreció quedarse. Pero doña Mariana la conocía bien…

Germaine dobló el vestido y lo dejó en una silla.

—Aun así, tengo que recibirla.

La Rucha marchó hacia la puerta.

—La señorita es demasiado buena con quien no lo merece. Ya vio la otra noche, qué atrevida. ¡Sentarse junto a la señorita! La gente lo veía y no lo creía. ¡Se dijeron unas cosas…! Porque hace falta ser desvergonzada.

Germaine quedó de pie en medio de la habitación. De los armarios abiertos salía olor a membrillos. En el suelo se amontonaban trajes, abrigos, prendas interiores. Volvió la Rucha.

—¿La has pasado al salón?

—Ala salita.

—Tráela aquí.

Germaine recogió el traje de seda verde, lo agarró por los hombros y lo levantó en alto, frente a la luz del balcón. Clara llegó a la puerta y quedó en ella.

—Buenos días.

No veía a Germaine, sino su sombra, detrás del traje.

—Buenos días —repitió.

La cara de Germaine asomó tras la seda.

—¡Oh! ¿Es usted? Pase, por favor. Perdone que la reciba aquí —dejó caer el traje y adelantó unos pasos con la mano tendida—. Usted es la hermana de Juan, ¿verdad? No lo sabía. Juan y yo nos hemos hecho amigos en Madrid. Es muy inteligente, encantador. Pero no entendí bien el nombre que me dijo la criada…

Clara le dio la mano.

—No importa. No soy persona a quien haya que recibir con protocolo.

—Pero usted…, somos de la familia, ¿no? Carlos me dijo…

—No sé si somos parientes o no, pero llevamos el mismo mote. Y para la gente todos los Churruchaos somos unos.

Germaine acercó una silla y esperó a que Clara se sentase. Después se sentó ella misma, junto al montón de ropas viejas.

—Estaba revolviendo los armarios de mi tía. ¿No le importa que continúe? Hay cosas preciosas.

Clara señaló el traje verde.

—Con ese traje está pintada en el salón.

Se agachó y lo recogió del suelo. Acarició la seda. Germaine la contemplaba. Las manos de Clara se recrearon en la caricia.

—¿Es que piensa venderlos? —preguntó.

—No. Se los daré a las criadas.

Clara le tendió el traje.

—¿Por qué no se lo prueba? Estoy segura de que le sentará muy bien. Y con lo que se parece a doña Mariana, estaría como en el cuadro. Póngase también las esmeraldas.

Ella la miró, sorprendida.

—¿Usted las conoce?

—Sí.

Germaine colgó el traje en el respaldo de una silla y empezó a desabrocharse.

—Se las habrá enseñado mi tía…

—No. Fue Carlos. Carlos y yo… somos bastante amigos.

—Carlos era como el dueño de todo, ¿verdad?

La resbaló la falda hasta el suelo. Clara examinaba el pecho y sus caderas con mirada comparativa.

—Podía serlo, si hubiera querido. ¿No sabe que doña Mariana le adoraba? Y las esmeraldas, otro en su caso se las hubiera quedado. El testamento lo autoriza.

—¿También conoce usted el testamento de mi tía?

Clara se echó a reír. Se levantó y ayudó a Germaine a ponerse el traje verde.

—Todo el mundo en el pueblo lo conoce. Aquí no hay secretos para nadie. Y sé de quien lo leyó incluso antes que Carlos. ¡A ver! Todo el mundo tenía curiosidad de saber a quién dejaba sus cosas doña Mariana.

—Pero Carlos no se lo habrá contado a todo el mundo.

—A mí, desde luego, no. Ni creo que a nadie. Pero en este pueblo no hay secretos.

Germaine empezó a abrocharse los automáticos de la espalda. El vestido le venía justo.

—¿Y cómo sabe usted que tengo las esmeraldas?

—Conozco a Carlos.

El traje tenía un poco de cola, se abombaba detrás de las caderas y se apretaba, más abajo de las rodillas, en remolinos complicados. Germaine dio un traspiés y Clara la sujetó. «Cuidado, no vaya a caerse.» Germaine le dio las gracias.

—Voy a buscar el collar. ¿Quiere usted esperarme? No sé cómo las mujeres de antes podían caminar dos pasos.

Clara se acercó a la ventana. Los magnolios del jardín goteaban sobre la arena, pero había cesado de llover y el cielo estaba más claro. Sintió el taconeo de Germaine y se volvió. Germaine traía en la mano el estuche.

—Está usted muy guapa.

—¿Quiere decir que me parezco a mi tía?

—Usted es más guapa que ella.

Resplandecieron las esmeraldas en la mano de Germaine. Clara se acercó y rozó el collar con los dedos.

—Es precioso.

—¿Quiere probárselo?

—No, no —se llevó las manos a la garganta y la rodeó con ellas—. Póngaselo usted. Para una chica pobre una alhaja así es una tentación o un tormento.

—Yo también era pobre.

—Entonces, se lo explicará.

El escote del traje bajaba hasta el arranque de los pechos. Quedó el collar sobre la piel; centelleante, tembloroso. Germaine irguió la barbilla.

—Ahora, un espejo.

—En el del salón se verá usted mejor.

Salieron al pasillo. La Rucha hija bruñía la cera. Las vio pasar amilagrada.

—¡Qué cosa más bonita! ¡Y qué guapísima está! Se parece a la difunta señora… Abrió los ojos y dejó caer el mango del cepillo. Se adelantó corriendo.

—¿Quiere que le abra las maderas? Espere. Yo iré delante. Abrió la puerta del salón, entró la primera, franqueó las maderas de las ventanas. Germaine estaba ya frente al espejo, y Clara, un poco detrás, miraba por encima del hombro de Germaine la imagen reflejada.

La Rucha hija había juntado las manos y se le había parado el rostro en un gesto mudo, estupefacto. Germaine retrocedió unos pasos y empezó a tararear un aire de La Traviata. Clara se apartó y se apoyó en el piano. Germaine, sin dejar de mirarse, evolucionaba, movía los brazos a compás del aria. Las cornucopias, los cristales de los cuadros, las superficies pulidas de los bronces, reproducían su figura, y la luz se quebraba en los cristales de la lámpara, encima de su cabeza, y enviaba a su frente reflejos de arco iris.

—Un día cantaré así en el teatro, con este collar y este traje. Será un gran día, y miles de personas me aplaudirán. Dejó caer los brazos y miró con alegría, con satisfacción, a Clara, a la Rucha.

—Así no me parezco a mi tía, ¿verdad?

—No —dijo Clara—. Ella era de otra manera.

Cayetano había estado silencioso durante la comida. Doña Angustias le preguntó si tomaría café con ella.

—Sí; pero sólo un momento. Hablaba con una mezcla de acritud y distracción, sin mirarla.

—¿Te pasa algo, hijo mío? ¿Tienes algún disgusto?

—No, mamá. Cosas del negoció.

A don Jaime le sirvieron el café en la mesa. Cayetano llevó a su madre del brazo hasta el cuarto de estar y la ayudó a sentarse. Él permaneció de pie. La criada dejó encima de la camilla la bandeja con el servicio. Doña Angustias llenó las tazas.

—¿Tomarás también una copa?

—Sí, mamá; pero de prisa.

—Ven. Siéntate a mi lado.

Alargó la mano, agarró el brazo de Cayetano y tiró suavemente.

—Quiero pedirte el coche para esta tarde. A las cinco.

—Bien. Ya lo tienes.

—Pero siéntate, quédate un poco conmigo. Y deja de pensar en los negocios.

Cayetano se dejó arrastrar. Sentado ya, cogió la mano de su madre.

—¿Así?

Ella sonrió.

—Así. Como siempre. Desde hace algún tiempo me pareces menos mi hijo.

Él la soltó la mano.

—Es que algunas cosas no van bien, mamá. Tengo muchas preocupaciones.

—Se diría que ya no me quieres.

—¡No digas tonterías!

—No son tonterías, hijo. Una madre es una madre, pero un hombre necesita algo más. Si dejaras de pensar en mí para pensar en otra mujer, en una mujer buena con la que quieras casarte…

Hablaba suavemente y espiaba el rostro, los ojos distraídos de Cayetano.

—¡Pues bueno estoy yo ahora para casarme!

—Algún día tendrás que hacerlo; y a mí me gustaría que fuese pronto. Todas las madres desean conocer a sus nietos.

Cayetano se volvió hacia ella y la tomó de las manos.

—¿Qué pensarías si alguien te dijera que nuestro negocio está en peligro?

Doña Angustias rió y tomó la taza del café.

—Pues no lo creería. Pensaría que me estaban tomando el pelo.

—No es así, mamá. Podrían decírtelo y sería cierto. Por eso ando preocupado —miró a su madre y vio en sus ojos un temor, una incomprensión—. No es que suceda nada grave. Tengo enemigos y he de defenderme, ¿comprendes?

—Pero así ha sido siempre, hijo mío.

Ahora es distinto. No son los de aquí, sino gente de fuera, poderosa. Pero no te preocupes. He ganado otras veces y volveré a ganar.

Cogió la taza que su madre le ofrecía y bebió un poco.

—Cuestión de días, quizá de un mes. No tienes ni que pensar en esto.

Dejó la taza y se levantó.

—¿Ya te vas? Yo quería contarte…

Le miró implorante. Cayetano respiró fuerte y dejó caer los brazos.

—Está bien, mamá. Cuéntame.

Se sentó otra vez, se reclinó en el sofá y miró al techo.

—Te escucho.

—¿Sabes para qué quiero el automóvil esta tarde? Vamos a hacer una visita don Julián y unas señoras de la parroquia. Vamos a casa de…

Se interrumpió, porque Cayetano se había crispado, se había vuelto hacia ella y la miraba con sorpresa.

—¡No irás a decirme que vais a ver a esa señorita!

—Sí. A su casa vamos. Es una señorita encantadora. ¡Y cómo canta! Si hubieras ido a la Misa del Gallo, la habrías oído. ¡Qué voz! ¡Una verdadera maravilla! Y tan guapa, tan modesta. Quien haya visto a su tía y quien la vea a ella no comprenderá cómo de la misma sangre pueden salir mujeres tan distintas. ¡Con qué devoción oyó la misa! Pero hay que oírla cantar. Voz como la de ella no la escuché nunca. Una voz así es un verdadero milagro del Señor, y la mujer que canta como ella no puede ser mala.

Cayetano bajó la cabeza. Doña Angustias espiaba su rostro, el movimiento de su frente y de sus labios.

—¿Y eso te hace olvidar que su tía te ofendió durante treinta años? ¿Basta eso para que vayas a la casa de la mujer que te hizo desgraciada? —en la voz de Cayetano había un fondo de amargura.

—¿Qué culpa tiene su sobrina, la pobrecita? ¡Tan guapa, con esa voz! Nada más verla, se olvida una de las ofensas y se piensa que todo se puede perdonar.

Reclinó la cabeza en el hombro de Cayetano y le acarició la barbilla.

—¡Qué feliz me harías si te casaras con una mujer como ella!

—¡Cállate!

Cayetano se apartó bruscamente y se levantó.

—Perdóname, mamá. Aunque esperaba esto, porque lo esperaba, nunca pensé que llegase tan pronto y tan fácilmente. Perdóname.

Iba a marchar. Doña Angustias tendió la mano.

—¿No me das un beso?

Él se inclinó y la besó. «Pienso invitarla a comer, ¿sabes?» Cayetano no respondió. Salió de la habitación sin mirar a su madre. Doña Angustias sonreía.

Llevaron a don Gonzalo hasta el sofá de doña Mariana: se encontraba mejor desde que no llovía y no quiso acostarse. Pero quedó dormido sin terminar el café.

Germaine estaba muy atareada en deshacer unas sayas bajeras cuya preciosa seda violeta podía servirle. Carlos, en silencio, contemplaba las llamas de la chimenea.

—¿Sabes que han empezado las visitas? —dijo, de pronto, Germaine, sin mirar a Carlos—. Primero estuvo un cura a decirme si podría recibirlo esta tarde con unas señoras. Le dije que sí. ¿Hice bien?

Carlos levantó la cabeza lentamente y fijó la vista en el retrato de Germaine.

—¿Quiénes son?

—No lo sé. Las más importantes del pueblo, según el cura. Una, sobre todo.

—Doña Angustias, la madre de Cayetano Salgado.

—Ésa.

Carlos se volvió hacia ella.

—¿Sabes quién es? La mujer de un hombre que se pasó la vida amando a doña Mariana, madre de otro que la odió siempre. La vida de Pueblanueva, en los últimos treinta años, giró alrededor de ese amor y de ese odio. Pero ni el amor ni el odio son eternos. El demonio que Cayetano lleva dentro se apaciguó al morir tu tía, y llegó a confesarme su temor de que su madre, a la que adora, quiera zanjar el asunto como en las novelas, por medio de un matrimonio.

Germaine soltó las tijeras y se echó a reír.

—¿Conmigo?

—Doña Mariana no lo deseaba, pero lo temía. Hay algunas razones, al menos desde el punto de vista local, para pensar que si te quedas en Pueblanueva acabarás casándote con Cayetano Salgado.

—Pero yo no me quedaré en Pueblanueva.

—Ni Cayetano quiere casarse contigo. Claro está, que todavía no te conoce —añadió Carlos, sonriendo—. Acaso el día en que te vea y te hable cambie de opinión. Eres una muchacha codiciable y posees un sinfín de cosas tan codiciables como tú misma, al menos para Cayetano.

Se interrumpió y acercó un poco su butaca a la de Germaine.

—Siento que mis principios me impidan asistir a la entrevista de esta tarde, pero me interesaría observar a doña Angustias, seguir su mirada por encima de los muebles, de los espejos, de los candelabros; espiar su asombro cuando le enseñes el salón, cuando pise la alfombra, cuando vea temblar los cristales de la araña —por cierto, puedes decirle que es de cristal de La Granja y que vale una fortuna—; cuando se encuentre ante el retrato de su enemiga y descubra las esmeraldas alrededor de su garganta. Te recomiendo que se las enseñes. Que se las dejes tocar incluso. Las imaginará en seguida sobre el escote de una nieta suya, que es el único modo posible, en cierto modo, de que llegue a poseerlas.

—¿No fantaseas un poco? —Germaine había abandonado la labor; cruzada de brazos escuchaba a Carlos.

—No. Tu tía lo sabía, y un día me dijo que sus huesos temblarían en la tumba si sus bienes fueran a parar a los Salgado. Y si tú…

—¿Y si yo, qué?

Carlos cerró los ojos, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, se echó atrás en el asiento.

—La gente de Pueblanueva piensa que don Jaime Salgado fue amante de tu tía, lo que no es cierto. Cayetano sabe la verdad; la sabe hace poco tiempo y no le hizo gracia saberla. Pensar que su padre había poseído a la mujer más poderosa del pueblo le compensaba de los sufrimientos de su madre. Su orgullo, en cierto modo, quedaba satisfecho. Pero desde que conoce la verdad, entre Salgados y Churruchaos queda una cuenta pendiente. Y a Cayetano le gustaría saldarla contigo, aunque sin casarse.

—¿Por qué conmigo?

—En la operación… —Carlos movió las manos suavemente y las volvió a los bolsillos— tú no serías tú, sino sólo un símbolo, una representación de la sangre enemiga. Y acaso él tampoco fuese él, sino instrumento de una oscura venganza agazapada desde hace siglos en las almas de los siervos, de cuyos hijos se sirvieron sin el menor escrúpulo los hombres de tu familia y los de la mía. Cayetano tiene malísima reputación, porque ha seducido y abandonado infinitas mujeres del pueblo, solteras y casadas. Es una reputación injusta. Cayetano es cualquier cosa menos un Tenorio. Sería largo explicarte sus motivos, pero es el caso que, desde que murió tu tía, no se le conoció ni una sola aventura.

Germaine se había quedado seria, le había salido en la frente un pliegue largo, sutil. Su mano derecha se agarró con energía al brazo de la butaca.

—¿Por qué me has obligado a venir aquí, Carlos? No tengo nada que ver con tales historias, ni deseo verme mezclada en ellas. Deberías haberlo comprendido.

Lo dijo con dureza, con sequedad. Carlos sonrió levemente.

—¿Y el Destino? ¿No cuentas con el Destino? Hace poco más de un año tampoco yo deseaba verme metido en nada, sino marcharme, y aquí estoy. El Destino, para mí, fue un recuerdo; para ti, un testamento. Aparentemente estás aquí por mi voluntad, o por la de tu tía; pero tu tía y yo somos instrumentos del Destino.

—Eso es una bobada —Germaine se levantó con furia—. Ni mi tía ni tú teníais derecho a meterme en esta situación estúpida.

—Es el precio que pagas por un dinero que tampoco tiene nada que ver contigo. Y el dinero es algo más que lo que sirve para pagarse el mejor profesor de canto de París. El dinero es sangre, odio, historia. El que tú quieres llevarte trae consigo todo esto, inevitablemente.

Germaine se acercó a la ventana, de espaldas a Carlos, silenciosa. Don Gonzalo roncaba apaciblemente y en el hogar las llamas se habían apagado. Carlos hurgó en las brasas y añadió un leño.

—No me explico por qué sois tan crueles. Tiene que ser la vida que lleváis en este agujero del mundo, tu vida y la de mi tía, ociosos, sin ninguna obligación que os ate, sin una ambición ni una esperanza.

Carlos se levantó y se acercó también a la ventana. Germaine continuaba de espaldas. El viento del Norte rizaba las aguas de la mar y el cielo, al reflejarse en ellas, se hacía verdoso.

—Estás equivocada. Tu tía no deseó verte metida en esta historia, pero no podía ignorar que entrarías en ella contra tu voluntad y la suya.

—¿Y para evitarlo fue para lo que pretendió sujetarme cinco años a Pueblanueva y a ti?

—Esperaba que en ese tiempo aprendieses a amar lo que ella amaba. En cuanto a mí, te dije lo que te dije sólo para prevenirte. Doña Angustias te hará esta tarde toda clase de zalemas. Verá en ti la nuera soñada. ¡La dueña de la fortuna de doña Mariana! ¡Y con tu hermosa voz! ¿Imaginas con qué placer te escucharía cantar la nana a sus nietecitos? Es una infeliz esta doña Angustias, una auténtica buena persona. Muy cristiana, muy religiosa y muy apenada por la mala vida de su hijo. No le permitiría que te hiciese objeto de una ofensa.

—¿Y yo? ¿Piensas que lo permitiría yo?

—Estoy seguro de que no. No te creo mujer capaz de dejarse seducir por Cayetano, ni siquiera de enamorarte de él. Por ese lado, estoy absolutamente tranquilo. Existe…, ¿cómo te diría?, una imposibilidad metafísica. No pertenecéis a la misma especie. Sería como si una mujer se entregase a un orangután.

Germaine se volvió hacia Carlos y le miró de frente, con fría dureza. Le brillaba la ira en los ojos, los labios se adelgazaban contraídos.

—Has dicho algo verdadero, Carlos. No pertenezco a vuestra especie. Vuestro mundo me es tan ajeno como el de la Luna. Estoy aquí como en un planeta desconocido. No os entiendo ni entiendo lo que pasa a mi alrededor. Hablo con vosotros con las palabras de todos, no con las mías, porque las mías no las entenderíais jamás. Esta mañana…

Se detuvo, dejó de mirar de frente.

Esta mañana tuve otra visita. Esa muchacha que se sentó a mi lado en la iglesia. Me has dicho de ella el otro día no sé qué cosas, y la había imaginado como una heroína de novela. No es más que una desgraciada que lleva el sexo y la envidia escritos en la cara. No es una mujer decente. Tenías que habérmelo advertido, y yo no hubiera cometido el error de recibirla.

Carlos, bruscamente, la cogió, de las muñecas y le miró las palmas de las manos.

—¿Te ha manchado?

Germaine retiró las manos de un tirón y las escondió en la espalda.

—A esto no tienes derecho, Carlos.

Y tú tampoco a juzgar a una persona a la que desconoces.

—Me basta con lo que he visto y con su reputación.

—¿No quieres meterte en la vida de Pueblanueva, pero haces caso a sus chismes?

—Es suficiente con lo que veo. Clara Aldán se hartó de envidiarme esta mañana. Veía en sus ojos el deseo de aniquilarme para quedarse con mi collar.

—¿Se lo enseñaste?

—Sí, pero ya lo conocía.

—¿Y no te dijo también que un día se lo ofrecí y que lo rechazó?

—¿Te has atrevido?

Carlos abandonó la ventana y caminó hasta el fondo de la habitación. Germaine no dejaba de mirarle, furiosa, con los puños cerrados y apretados contra los muslos. Carlos se volvió repentinamente.

—¿Por qué no? Podía hacerlo. Pude haberle ofrecido del mismo modo cualquier cosa de esta casa, porque tengo el derecho de elegir para mí una de ellas, la que se me antoje, la más valiosa, la que más te guste. El collar, o la lámpara, o esas tijeras con que tu tía se cortaba las uñas. Cualquiera. Un día le enseñé el collar a Clara y se lo puse al cuello, y le pregunté si lo quería, aunque a sabiendas de que iba a rechazarlo.

—¿Querías pagarle algo?

—No. Quería hacer feliz, aunque sólo fuese por un momento, a una persona que desconoce la felicidad y que la merece.

Germaine adelantó unos pasos.

—Tu la rendrais bien heureuse si tu couchais avec elle! —dijo, y se llevó la mano a los labios.

Carlos abrió la boca para responder, pero la cerró bruscamente y sonrió.

—Si eso es lo que llamas hablar con tus palabras, es cierto que no te entiendo —dijo.

La miró, miró a don Gonzalo y salió de la habitación. Germaine dio unos pasos. Sonó el ruido de una puerta cerrada de golpe. Don Gonzalo abrió los ojos.

—¿Ha sucedido algo?

—Nada. Carlos, que se marchó.

En el casino se jugaba una partida sombría, dramática, atravesada dé errores, de súbitos denuestos, de hoscos silencios. No había mirones y las voces estallaban en el salón vacío. Carlos se acercó a los jugadores. Dijo: «Buenas tardes», y le respondieron con gruñidos. Se apartó, buscó un rincón, se sentó en una mecedora. En la gramola, abierta, yacía un disco abandonado. El chico del bar dormitaba. Carlos le despertó con unas palmadas y pidió coñac.

En una pausa del juego se levantó Cubeiro y se acercó a Carlos.

—¿Sabe usted que hoy ha marchado don Baldomero? Tuvo malas noticias de su mujer. Parece que está en las últimas.

Se sentó cerca, en una silla.

—Los hay con suerte. Se desentiende de ella cuando la cosa se pone grave y acude al final a certificar la defunción. Dentro de un año tendremos boda.

Le llamaron de la mesa de juego. «Ya voy.» Se levantó y golpeó el hombro de Carlos.

—Don Baldomero me pidió que le avisara a usted. No le dio tiempo a despedirse.

Encendió un cigarrillo y marchó hacia la mesa. Le habían vuelto a llamar.

Carlos bebió el coñac y encendió la cachimba. Estaba encogido y tristón. En vez de fumar, golpeaba la mesita con la taza de la pipa: rítmicamente, marcando el compás de una canción que no cantaba.

Entró Cayetano un rato después. Se acercó a los jugadores. Le ofrecieron un puesto y lo rechazó. Asistió a una jugada, se rió del juez, que la había hecho mal, y fue hacia Carlos.

—¿Quieres dar una vuelta conmigo?

—Bueno.

—Vamos a pie hasta cualquier sitio.

Salieron. En la calle, Cayetano le cogió del brazo.

—Si no te importa, vamos hacia el muelle. Hoy no habrá nadie allí.

El muelle estaba barrido del viento Norte, que azotaba las redes puestas a secar. Se acogieron al cobijo del faro.

—Es una lástima que no acabemos de ser del todo amigos, Carlos. Hay ocasiones, como ésta, en que necesito hablar con un amigo de verdad.

Carlos sonrió y se subió el cuello del abrigo.

—Puedo, al menos, escucharte.

—Ya lo sé, pero no me basta. Los hombres como yo tenemos que ser solitarios. Llevo dos horas hablando conmigo mismo y no hago más que dar vueltas y vueltas a los mismos pensamientos.

Un sol frío espejaba en la mar. Cayetano sacó del bolsillo unas gafas oscuras y se las puso.

—He cometido un error. Empecé la pelea a lo bravo, cuando tenía que haber sido diplomático. Hay dos magnates de las finanzas a quienes anteayer arrojé un guante a la cara y ellos lo han recogido tranquilamente. Se sienten seguros y saben que yo no lo estoy. Esta mañana he tenido las pruebas: me han telefoneado de Bilbao para decirme que sólo pueden enviarme ciertos materiales si los pago al contado, porque los Bancos rechazarán el papel girado contra mí. He respondido que bueno, que pagaré al contado y que no me importa la actitud de los Bancos; pero en estas condiciones el margen de tiempo de que dispongo disminuye a la mitad. Tendré que acudir a un empréstito: puedo obtener dinero hipotecando mis propiedades, desde luego, pero esto hará que mi crédito disminuya. Y no es fácil encontrar particulares que dispongan de una cantidad elevada y que estén dispuestos a jugárselo en mi aventura. Medio millón de pesetas, por lo menos. Y quizá más.

Miró bruscamente a Carlos.

—No pretendo insinuarte con esto que seas tú el que me las prestes. Ya sé que tus principios no te permiten hacerlo. Pero me gustaría que reconocieses conmigo que hemos llegado a esta situación gracias a una doble estupidez: mi prisa por comprar las acciones de la Vieja y la tuya por disponer del dinero. Sin la ocasión que dio esa venta, a nadie se le hubiera ocurrido meterme el diente, porque no había por dónde metérmelo. Pero aquí todos sabemos lo que tiene cada cual y ellos no podían ignorar que al desprenderme de tanto dinero me quedaba un flanco al descubierto. Debíamos haber tenido calma.

—La heredera de doña Mariana también tiene prisa. Ha esperado muchos años y ha esperado pobremente.

—Pero ¿vas a permitir que se lleve los cuartos?

—No lo sé.

—Serás tonto. Tienes la sartén por el mango y la ocasión de ganar algún dinero. La Vieja dejó las cosas así con esa intención, está bien claro.

—Las intenciones de la Vieja se estrellan ante la terquedad de su sobrina y la abulia de un servidor. Claro está que ella a eso no lo llama terquedad, sino vocación, ideal… Siempre aparece una palabra hermosa.

—¿Por qué no te casas con ella?

—¿Me crees capaz de crearla una ilusión que la compense de los aplausos, de las flores, de los públicos entusiasmados?

Cayetano rió. «¡Ya sé que es una gran cantante!» Y, de pronto, se entristeció.

—¿Sabes que a estas horas mi madre está con ella?

—Sí. Tu madre y don Julián y unas señoras más. Les dará la merienda y, después, las llevará al salón y cantará para ellas un aria de Carmen. O quizá dos arias. Y cuando las señoras la aplaudan y la llenen de elogios, ella bajará los ojos medio cerrados de felicidad y les dará las gracias cortésmente. También en esto se equivocó la Vieja. Germaine no sirve ni para que me case con ella ni para que tú la hagas tu querida.

Palmoteó en la espalda de Cayetano.

—No habrá folletín, ni historia de amor. Por esta vez, las comadres de Pueblanueva y nuestros amigos del casino quedarán defraudados.

Germaine no es una infeliz que pudiera ser tu víctima, ni siquiera tu legítima y pacífica esposa, sino una mujer con los pies en la tierra y los sueños en la ópera de parís. Necesita dinero para hacer su carrera y viene a buscarlo. Lo demás le trae sin cuidado.

Cayetano sacó la petaca, ofreció un cigarrillo a Carlos y eligió otro para sí. Estuvieron en silencio mientras los liaban.

—Un dinero que aquí ayudaba a mantener próspera una industria de la que vive el pueblo.

—Y a sostener una enemistad, no lo olvides.

—A veces pienso que las cosas estaban mejor como estaban. Tener a la Vieja ahí, odiarla. Yo había nacido en eso, como quien dice, y eso había sido mi vida. Ahora, han cambiado las cosas y he cambiado yo. Nunca creí que la muerte de la Vieja pudiera trastornarlo todo de esta manera.

Le tembló la voz.

—Hasta los sentimientos hacia mi madre han cambiado. Hoy me he irritado con ella porque fue a visitar a la francesa. Me parece una humillación y me siento humillado.

—¿No estarás dando demasiada importancia a lo que no la tiene?

—Quizá. Pero, antes, mi madre me parecía perfecta y ahora comprendo que no lo es.

Arrimado al parapeto del muelle se acercaba un hombre con una caña de pescar. Se detuvo, saludó y arrojó el anzuelo a la mar verdosa: lo arrojó volteándolo primero sobre su cabeza. Al soltarlo, el arte atravesó el aire y fue a caer allá lejos.

La señora de Cubeiro pidió a Germaine que cantara también la La donna é mobile y Germaine hubo de explicarle que La donna é mobile estaba escrita para tenor. Entonces la señora de Mariño le pidió que cantara Princesita, y Germaine confesó que tal canción la desconocía. Para terminar, cantó algo de Madame Butterfly.

Mientras cantaba, la señora de Mariño intentaba contar los prismas de la lámpara; pero al llegar a treinta y siete se perdía. La señora de Cubeiro daba vueltas al bolso y miraba sucesivamente a don Julián, a doña Angustias y al cuello de Germaine: una mirada almibarada, admirativa, que abarcaba desde la voz hasta la gracia de su moño. Doña Angustias, erguida, quieta, sin mover más que los ojos, calculaba las dimensiones de la alfombra: ocho metros, lo menos, de larga y unos seis de ancha. Tenía que ser muy antigua y en alguna parte estaba algo gastada, pero lucía, y, sobre todo, el que cubriera todo el salón, de pared a pared, la hacía más extraordinaria. Alfombras así sólo debían existir en los palacios, y a ella nunca se le ocurriera pensar que lo fuera la casa de doña Mariana. Vista desde la calle no parecía tan grande.

Don Julián peleaba bravamente contra el sueño. Fijaba los ojos en el piano, gozaba del placer de que los párpados se fueran cerrando y cuando iniciaba el cabeceo los abría y sonreía a la señora de Cubeiro. La señora de Cubeiro hacía entonces un gesto, como diciendo: «¡Qué bonito!», y don Julián asentía.

Aplaudieron. Doña Angustias se levantó, se acercó a Germaine y le dio un beso.

—¡Nunca esperé, hija mía, que pudiera besar a una persona de su familia, y ya ve…! Porque supongo que usted sabrá…

Germaine movió la cabeza.

—Yo no sé nada.

—Más vale así. Porque podremos ser buenas amigas. Un día vendrá a comer a mi casa, ¿verdad? No es un palacio como éste, pero es una buena casa. Y el despacho de mi hijo lo trajeron de un castillo de Inglaterra. La alfombra también.

La señora de Mariño susurró a la de Cubeiro que era la ocasión de invitar a Germaine a que diese un concierto a beneficio del Roperillo, y la señora de Cubeiro lo consultó en voz baja a don Julián; pero el cura dijo que no, que se había hecho tarde y que ya hablarían de eso otro día.

Se levantaron y se acercó a Germaine.

—Canta usted muy bien, hija mía. Está usted destinada a grandes triunfos. Pero no olvide que la carrera de las tablas está sembrada de peligros. Aunque no dudo que usted sabrá sortearlos todos.

Germaine recibía afablemente felicitaciones y consejos: sonriente, modosa, casi modesta.

—Eso espero, padre.

—Yo también. Nunca le faltará la protección de la Santísima Virgen. Y a propósito…

Paseó la mirada alrededor, la fijó en la lámpara.

—… Un día de estos vendré a verla yo solo para tratar de otro asunto. Las pinturas de la iglesia, eme comprende? No estamos satisfechos con ellas, ni el clero, ni estas señoras, que representan a los fieles. Y como usted es la dueña del edificio…

—¿Se refiere a las que pintó el padre Eugenio?

—Sí; a ésas precisamente. No dudo que tendrán mérito, pero son impropias de la casa del Señor.

La señora de Cubeiro se llevó las manos a la cabeza.

—¡No me explico cómo pudo ocurrírsele a un fraile semejante cosa! Aunque, claro, a tal fraile tenía que ser. Porque usted sabrá…, Germaine volvió la cara, sorprendida, hacia la señora de Cubeiro.

—No sé nada. Tampoco de eso sé nada.

—Dicen que el padre Eugenio está loco.

El cura le dio un codazo.

—No es eso, no lo crea usted. Lo que sucede es que el padre Eugenio tiene ideas especiales. Pero ya hablaremos del caso. Ahora…

Se dirigió a doña Angustias.

—Tendrá usted abajo el automóvil, ¿verdad? Porque ya debía estar en la iglesia. Hoy se retrasará el Rosario.

Apresuraron la despedida. Doña Angustias repitió la invitación a comer y convinieron que sería al día siguiente, a la una. Germaine las acompañó hasta el portal y esperó a que el coche arrancase.

—¡Retírese, no se vaya a enfriar…!

—¡Retírese…!

Germaine sintió frío y buscó el calor de la chimenea. Hizo unas inhalaciones. Llamó a la Rucha y le pidió algo de beber.

—¿Tú conoces a estas señoras?

—Ya lo creo. Y podría contarle…

Germaine le dejó contar: lo que en el pueblo se hablaba de cada una de ellas, y de las hijas, y de los maridos. De doña Angustias, sólo que era muy rica y muy buena. Lo dijo con retintín, y Germaine le fue tirando de la lengua hasta que le sacó la historia de los amores de don Jaime y del hijo que doña Mariana había tenido de él.

—Eso dice la gente, que es muy mala, pero yo nunca lo creía de la señora, que en gloria esté. Una mujer como ella, de tan buen corazón, no podía haber abandonado a un hijo y no verlo después nunca más y desheredarlo… Ese cuento lo inventaron los envidiosos.

Le preguntó también si sabía dónde guardaba doña Mariana sus papeles, y la Rucha le respondió que en el escritorio y en unos armarios que don Carlos tenía siempre cerrados. Las llaves no estaban entre las que Carlos había dado a la señorita: unas llaves de oro, muy antiguas.

Germaine pidió que le trajera las prendas que estaba deshaciendo. Se entretuvo un rato. Volvió a llamar a la Rucha.

—La tienda de la señorita Clara, ¿está muy lejos?

—En la plaza, frente a la iglesia.

—¿Y tendrá unos encajes que necesito?

—Si quiere, puedo ir a ver.

—Tengo que escogerlos yo. Dame el abrigo.

Mientras le ayudaba a ponerlo, la Rucha completó los informes:

—Sigue por esta calle hasta que encuentre un arco, donde hay una Virgen con una lamparilla. Suba la cuesta y vaya por la izquierda, que en la derecha están los mirones del casino. Llegará a la plaza. Frente a la iglesia hay unos soportales. Allí. No hay más tienda que ésa.

Hacía buena noche. El viento había calmado y el golpe de la resaca era suave. Olía a marea baja. Germaine caminó de prisa. Unos transeúntes se volvieron a mirarla. Bajo el arco, unos chiquillos alborotaban en torno a la castañera. Subió la cuesta, atravesó la calzada y se metió bajo los soportales.

No había nadie en la tienda. Golpeó.

—¡Va! ¡Va en seguida!

Se oyeron unos pasos y el ruido de una puerta. Entró Clara. Al ver a Germaine quedó quieta, sorprendida. Germaine le sonrió.

—Necesito unos encajes y pensé que usted los tendría.

—Pero ¿vino sola?

—Hace muy buena noche, y esto es tan chico…

Clara cogió una silla y la pasó por encima del mostrador.

—Siéntese.

—Gracias. He seguido curioseando en los armarios de mi tía y he encontrado cosas preciosas. Unas sedas antiguas como no se fabrican ya ni en Francia. Para ropa interior…

Clara se acercó al anaquel y cogió un montón de cajas.

—Esto es todo lo que tengo.

Las fue destapando. Germaine rechazó lo blanco y lo de color, pero entre lo negro halló algo que le servía.

—¿No vino Carlos por aquí?

—No suele hacerlo. Cuando no está en el casino, está en su casa, con sus libros, o en el barrio de los pescadores.

—Hoy hemos tenido unas palabras…

Germaine dejó de hurgar en los encajes; alzó la cabeza y sonrió a Clara.

A usted puedo decírselo porque es su amiga. Discutimos. Yo estuve impertinente. Temo haberlo ofendido.

—Es muy difícil ofender a Carlos.

—¿Está segura?

—Casi estoy por decirle que es imposible. Carlos lo comprende todo, hasta el insulto. Llega a ser desesperante.

—Conmigo no tuvo tanta paciencia. Se marchó. Pero yo tenía razón.

Clara cruzó los brazos y la miró fijamente.

—Usted vino aquí para hablarme de eso, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y por qué?

—No lo sé.

—Probablemente es cierto que tiene usted razón, pero no por eso voy a ponerme de su parte. No soy justa.

—Usted le quiere, ¿verdad?

—¿Se lo dijo él?

—Se ve en seguida.

Clara levantó una parte del mostrador y salió fuera.

—Entre aquí. Hace menos frío. Cerraré para que no nos estorben.

Echó cerrojos y tranquillas a la puerta de la calle. Germaine pasó el mostrador, dejó la silla en un rincón, pero no se sentó. Clara entró en las habitaciones interiores y salió a poco con una toquilla negra en la mano.

—Quítese el abrigo y póngase esto. Si no, la cogerá el frío cuando salga.

Se sentó, de un salto, en el mostrador; recogió las piernas y se las tapó con el borde de la falda.

—La mejor manera de entenderse es poner las cosas claras. Y usted me parece que no está al tanto de todo. Usted…

Se detuvo. Germaine había vuelto a sentarse y se arrebujaba en la toquilla.

—¿No le hace raro que nos hablemos de usted? A mí me resulta forzado. No suelo hablar de usted más que a los ancianos, a los desconocidos y a los que me merecen muchísimo respeto.

—¿Es que no me encuentras respetable?

—Sí. Pero no superior. No quiero ofenderte, pero estoy acostumbrada a considerarme igual a todo el mundo.

—Puesto que para entendernos las cosas han de quedar claras, debo decirte que esta mañana, cuando viniste a mi casa, mi criada me dijo que no te recibiera.

—Tu criada es una esclava para quien sólo los ricos son respetables.

—También me dijo que no tenías buena reputación.

—Eso es cierto: mi reputación y la de doña Mariana son igualmente malas e igualmente injustificadas. En Pueblanueva, cuando no hablaban de ella, hablaban de mí. Por eso nos entendíamos tan bien.

—Según mi criada, mi tía te echó de su casa.

—Eso es mentira.

—Pero si fuese verdad no lo reconocerías.

—No acostumbro a mentir, y los mentirosos me dan asco.

—¿No te has visto nunca obligada a hacerlo?

—Como cualquiera, pero no lo hice.

Germaine se levantó y se acercó a ella lentamente.

—Yo sí he mentido algunas veces, y no me arrepiento de haberlo hecho. Pero no acepto que nadie me juzgue por eso… más que aquellos que tengan derecho a juzgarme.

—A Carlos no lo consideras con ese derecho, ¿verdad?

Germaine negó con la cabeza. Y añadió:

—No.

Clara cruzó las manos por delante de las rodillas y se inclinó. Le cayó una guedeja sobre la frente y la sacudió con un movimiento brusco.

—Sin embargo, el demonio lo puso en situación de juzgarte. Estás en sus manos.

—Intento defenderme. Pero me gustaría saber si por haber insistido en una mentira que ya encontré hecha todo el mundo va a ponerme dificultades.

A eso no puedo contestarte. Yo, por lo pronto, no lo hago. Estoy dándote facilidades.

Germaine regresó a su asiento, bajó la cabeza y estuvo un rato callada. Luego dijo:

—¿Has necesitado alguna vez dinero?

—Siempre.

—¿Lo has necesitado de tal manera que de tenerlo o no dependiese tu porvenir?

—Sí. Durante casi toda mi vida y hasta no hace mucho tiempo. Vendí después mi casa y puse esta tienda. Mi casa era lo único que me quedaba. Podía encerrarme en ella y ocultar el hambre. Lo hice alguna vez. Al venderla tuve suerte por primera vez en mi vida.

—Te explicarás que yo pelee por ese dinero.

—Naturalmente. En tu caso, haría lo mismo.

—Entonces, ¿por qué Carlos me lo niega? ¿Por qué se empeña en que me quede aquí toda mi vida, por qué intenta obligarme a renunciar a lo que más deseo? Te digo esto porque te supongo enterada…

—Nunca es fácil saber los porqués de Carlos. De otro hombre pensaría que obra así porque quiere casarse contigo.

—¿Casarse conmigo?

Empezó a reír con risa convulsa, nerviosa, que sonaba a falso. Clara saltó del mostrador, se aproximó a ella con la mano extendida, pero no la tocó. Quedó mirándola, con una media sonrisa entre sorprendida e irritada, y retrocedió hasta el mostrador.

Germaine se sosegó. Levantó la cabeza. Clara seguía mirándola.

—Es una ocurrencia estúpida.

—¿Por qué? —preguntó Clara.

—La explicación es larga.

Clara retrocedió hasta apoyarse en el mostrador.

—Me gustaría escucharla. Para mí, casarse con Carlos no es ninguna estupidez. Y creo que para doña Mariana tampoco. Dejó las cosas como las dejó sólo para que Carlos se case contigo.

Hizo un gesto desolado.

—En fin, creo que esto no debía haberlo dicho. No estoy segura de que doña Mariana haya pensado tal cosa, aunque yo lo creo.

Vaciló. Germaine se acercaba a ella; sus dedos jugueteaban con los flecos del mantoncillo. Parecía más tranquila.

—Sigue.

—Le gustaba mandar, ¿sabes? Estaba acostumbrada a hacerlo y a que le obedecieran, y Carlos siempre fue difícil de manejar: es un tipo que se escurre como una sardina. Entonces ella pensó que sus bienes serían un buen cebo para ti y tú un buen cebo para Carlos. A cualquiera se le hubiera ocurrido otro tanto. A cualquiera, claro está, que no sea como tú y como yo.

Germaine hizo una mueca de desagrado.

—¿Piensas que nos parecemos en algo?

—Tenemos…, ¿cómo te lo diría?, cualidades comunes, además de la facha y del color del pelo; pero somos muy distintas. Se nota en que no te gusta el hombre que me gusta a mí. Para mí, Carlos es el mejor hombre del mundo, a pesar de sus defectos.

Germaine encogió los hombros.

—¡Un pueblerino! ¿Cómo pudo pensar mi tía, cómo puede ocurrírsele a nadie que me case con él?

—Aquí se le ha ocurrido a todo el mundo, Carlos incluido. Quizá porque estiman tanto a Carlos que no encuentran en Pueblanueva ninguna mujer que lo merezca. Tenías que venir tú de París…

—Ahora que me conocen, no pensarán lo mismo.

—¿Tan por encima de nosotros te sientes sólo por cantar bien?

—Es que ni tú ni los demás, incluido Carlos, comprenderéis nunca que el hecho de cantar bien me coloque tan por encima de vosotros. Lo estaría aunque yo misma no lo quisiera. Pero será inútil que te lo explique.

Clavó en los ojos de Clara una mirada dura, fría. Clara no parpadeó. Germaine dijo:

—Es curioso. Tu hermano me previno de que había una diferencia, pero nunca esperé que fuese tanta.

Clara saltó, enfurecida:

—¿Qué te dijo de mí ese imbécil?

—¡Oh, nada malo! Simplemente, que no erais iguales. Y es cierto. Tu hermano me entendió desde el primer momento. Si esta conversación la tuviera con él podría explicar ciertas cosas… Él, por ejemplo, entendería las razones por las que no podría casarme nunca con un hombre como Carlos, y también eso de que me considere por encima de mucha gente. Tu hermano está también por encima de vosotros, es un hombre de otra clase. Comprende y aprueba que yo viva para mi arte y comprendería también, y aprobaría, que mi marido fuese algo menos que un marido y algo más que un secretario, tan devoto y sacrificado a mi arte como yo misma. En fin: esa persona que tiene a su cargo los asuntos de una cantante, los que ella no puede personalmente resolver. Es muy complicado cantar hoy en Milán y la semana que viene en Nueva York… ¡Y la propaganda y las relaciones sociales! ¿Entiendes? Eso es lo que tiene que ser mi marido.

Clara la había escuchado primero seria y un poco irritada. Conforme Germaine hablaba se le iba borrando la irritación. Al final rió.

—No creo que doña Mariana pensara en Carlos para que te sirviera de correveidile. Tenía una gran idea de Carlos.

—Y yo la tengo igualmente grande de ese correveidile. Tiene que ser un hombre de mundo, de presencia agradable, culto, que hable idiomas, que sepa llevar un frac, ¿me comprendes? Carlos es un patán.

Clara soltó una risa breve, aguda, y se encogió sobre sí misma.

—¿Un patán Carlos? ¿Un patán? Pero ¿dónde tienes los ojos?

Dejó de reír, se irguió.

—Pero no es un maniquí, eso puedes tenerlo por seguro. Ni aunque estuviera enamorado de ti se prestaría a ser tu marido de esa manera.

Miró a Germaine con ojos grandes, claros.

—Él también es orgulloso. Y no lo imagino de segundón de nadie. Carlos nació para morirse de asco en su torre o para llegar a las nubes. Para eso, para que llegase a las nubes, doña Mariana quería casarlo contigo. Porque no tiene dinero y jamás hubiera admitido que tu tía le dejase el suyo. Yo no le sirvo más que si se queda en su torre.

Germaine hizo un gesto de cansancio.

—En fin, el porvenir matrimonial de Carlos no llega a interesarme. Allá él, ¿no crees?, y en todo caso, allá tú y él. Yo venía a pedirte una ayuda… Esperaba que influyeses a mi favor, que pudieras convencerle de que es injusto obligarme a quedar aquí, y que me iré de todas maneras…

—Carlos no me ha hecho caso nunca.

Germaine se levantó, dejó la toquilla encima de una banqueta y se puso el abrigo.

—Lo siento.

—¿Y los encajes? ¿No los llevas?

—Mandaré a la criada a buscarlos.

Clara saltó del mostrador y abrió la puerta. Esperó a que Germaine llegase.

—No creas que te guardo rencor ni que te deseo mal.

—Mejor así.

—En cuanto al consejo… puedo darte uno: háblale al padre Eugenio. Es el compinche de Carlos, y si él no consigue nada, no lo conseguirá nadie. Y no me lo agradezcas. Me habías hecho perder toda esperanza, pero si te vas…

Germaine se detuvo en el umbral.

—Tengo entendido que hay otra mujer, una mujer indigna, de la que Carlos no podrá separarse nunca. ¿O es que a ti no te importa tener a Carlos repartido?

Clara cerró la puerta de golpe. Oyó el taconeo de Germaine sobre las losas, alejarse. Era un taconeo seguro, de mujer que camina con la cabeza levantada.

Carlos no vino a cenar. Mientras don Gonzalo se acostaba, Germaine preguntó a la Rucha si estaba muy lejos el monasterio y si era posible alquilar un automóvil para ir allá. La Rucha dijo que sí.

—Encárgate de que esté aquí a las diez. Vendrás conmigo.

Germaine entró en su habitación, se puso una bata y unas zapatillas y salió al pasillo. Su padre ya se había acostado. Golpeó la puerta con los nudillos y entró. Don Gonzalo se alumbraba con quinqué de petróleo, y yacía, abrumado de mantas y edredones, en una cama de dosel. Había dejado sus ropas en una butaca y las zapatillas sobre la alfombra. Germaine las apartó con el pie.

—¿Cómo te encuentras?

Se sentó en el borde de la cama y acarició la mano de don Gonzalo.

—Bueno, no muy mal. Creo que mejor. Estoy muy caliente.

—Debes cenar en cama todas las noches. Hace demasiado frío. ¡Y esta humedad…!

—Como en París, ¿verdad?

—Más que en París, papá. Mucho más.

Don Gonzalo le apretó la mano.

—Cuida la garganta. Es más importante que mi reumatismo. Recuerda que tu madre…

—¡Por favor, papá! —trajo una segunda almohada y acomodó a su padre—. Así estarás mejor.

—Tenía tu misma edad, más o menos, y las mismas esperanzas. Una noche no se abrigó bien, ¿sabes? Sólo eso: un pequeño descuido. Y se quedó sin voz. Fue muy triste aquello.

—Yo estoy fuerte, papá, y mi garganta está bien.

—Eso decía ella cuando empezó a toser, y ya ves… Luego, la operación.

Germaine bajó la cabeza. Soltó la mano de su padre y, sin mirarle, le arregló el embozo.

—El catarro no hizo más que descubrir la enfermedad que mamá tenía. Me lo has dicho muchas veces. Se hubiera presentado igual, más tarde…

Se levantó.

—¿Es fatal que yo la herede? Dímelo, papá: ¿estoy condenada a perder la voz, más tarde o más temprano?

Don Gonzalo rebulló bajo las mantas. Quiso sacar un brazo, pero Germaine lo sujetó.

—No. Nadie dijo que hayas de heredar… aquello, forzosamente. Es un miedo que tengo. Pero cuando te vea el médico lo sabremos.

Germaine se arrodilló lentamente junto a su padre. Oscilaba la luz del quinqué, las sombras se movían, chicas y grandes, alternativamente. Germaine cruzó los brazos, apoyó en ellos la barbilla y levantó la cabeza hacia su padre.

—No me verá.

Él le echó la mano y le acarició el cabello.

—Ahora, cuando seamos ricos… En seguida. Tendremos dinero para que te vea el mejor especialista del mundo. Aquel de Ginebra, ¿no recuerdas? Alguien nos dijo que el mejor especialista estaba en Ginebra. ¿O es en Londres? Yo no lo recuerdo bien.

—No quiero que me vea nadie, papá. ¿No lo comprendes? No quiero saber nada. Sólo quiero cantar. Si un día…

Escondió la cabeza entre las manos y permaneció en silencio. A don Gonzalo le dio la tos.

—En fin: después de haber cantado alguna vez, ya no será lo mismo. Pero si el médico me dijera que sí, o que se corre el peligro, o que hay una probabilidad, no me atrevería a cantar en público. Temería perder la voz de pronto y quedar en ridículo, y eso sería espantoso para mí.

Esperó la respuesta unos instantes. Don Gonzalo parecía repentinamente abstraído.

—Pues yo iría a que me viese un buen especialista. Con dinero…

—Todavía no sabemos si lo tendremos.

Don Gonzalo se incorporó difícilmente. Le dio de nuevo la tos. Germaine le obligó a taparse.

—¿Te dijo algo Carlos?

—No. Nada nuevo. Pero tengo mis ideas…

—El dinero sólo puede ser para ti —se destapó de nuevo—. ¿A qué viene, si no, ese testamento? Mi prima no estaba loca.

—No lo sabemos, papá.

—Pero el abogado dijo…

—El abogado dijo que procurásemos llegar a un acuerdo con Carlos. Eso es lo que dijo, y eso es lo que, seguramente, haremos. Mañana mismo, porque tenemos que marchar en seguida.

—Yo me encuentro bien aquí. ¡Es tan buena esta cama! Como la mía cuando era niño. Desde entonces no tuve una cama así.

—Te compraré la mejor cama del mundo. ¿O es que ya te has olvidado de Italia? La mejor cama del mundo bajo el sol más hermoso.

Arregló de nuevo el embozo y subió el edredón, que se había escurrido.

—No vuelvas a destaparte. Mañana iré a ver al padre Eugenio.

—¿Al padre Eugenio? Me parece muy bien. El padre Eugenio es un buen amigo y nos quiere. ¡Oh, si lo hubieras visto hace veinticinco años! Lo que se dice un gran artista. Admiraba mucho a tu madre.

—Tiene influencia sobre Carlos.

—Es natural. El padre Eugenio tiene una gran personalidad. ¡Ya lo creo! Era lo que se dice un hombre importante. Recuerdo…

—Bueno, papá. Déjate ahora de recuerdos. Lo iré a ver mañana. Y ahora, vas a dormir. ¿Has tomado ya la medicina?

—No. Y no me hace falta hoy. He tosido menos.

—La tomarás, papá, aunque no hayas tosido.

Cogió de la mesa de noche un frasco y una cuchara. Vertió el jarabe y se acercó.

—A ver. Incorpórate un poco. Y no seas niño. Tienes que tomar la medicina.

Don Gonzalo levantó la cabeza y miró con terror la cuchara que se acercaba. Cerró los ojos, abrió la boca. Germaine vertió dentro el jarabe. Don Gonzalo puso cara de niño gruñón.