IV

Los trabajadores del astillero se congregaron en la sala de gálibos a las doce y cinco. Cayetano les habló durante diez minutos: seco, tranquilo, sincero: «Puedo ganar o perder, y perderemos o ganaremos todos. Lo que aquí os prometo es que vosotros y yo correremos la misma suerte». Dieron vivas, aplaudieron. Después salieron. A la puerta esperaban muchas mujeres, muchas hijas, que venían a recoger, a disfrutar allí mismo el aguinaldo cobrado aquella mañana —no fuera a quedarse, en buena parte, en las tabernas o en el café cantante—. Y querían también enterarse de lo que Cayetano había dicho.

—No habrá despido.

La noticia y el aguinaldo rescatado de todo peligro las alegraba. Llovía: los grupos se alejaron cantando. Gritaban a los que se encontraban:

—No habrá despido.

Lo repitieron en la lonja del pescado, en las tiendas de ultramarinos, en la barraca donde un alcoyano vendía turrón y mazapanes. «No habrá despido», «No habrá despido», se dijo en todas las casas de Pueblanueva; aquella mañana, «No habrá despido» fue el saludo de Pascua, como si se dijeran unos a otros: «El Cristo va a nacer».

—No habrá despido —dijo también Cubeiro al entrar en el casino; y el juez le respondió:

—Ya lo sabíamos.

—¿Y partida?

—Si quiere usted…

—Cayetano no vendrá. Acabo de darle veinte litros de gasolina. Se va de viaje.

—Vendrá el boticario.

Antes de don Baldomero llegaron dos o tres habituales. Ya sabían que Cayetano había hablado a sus obreros y lo que les había dicho.

—De todas maneras no hay que confiarse. Cualquier día nos encontramos con el astillero cerrado.

—¡No sea gafe, hombre!

Don Baldomero no pareció interesarse demasiado por la noticia. Se sentó y pidió un tinto.

—¿No van esta noche a la iglesia?

—¿A la iglesia? ¿A qué?

—Pues, como si dijéramos, a la inauguración.

Cubeiro rió a carcajadas.

—Va para veinte años que no la piso, desde que me casé. Ya no me acuerdo ni de cómo se santigua uno.

—Pues el que quiera ver a la francesa, allí tendrá que ir. Me consta que asistirá.

—Lo dice usted como si fuéramos a verla en traje de baño.

A Cubeiro le entró otra vez la risa. Apretó los ojos y dio unos chilliditos agudos.

—¡En traje de baño y con las nalgas bien marcadas! Pero ¿no ve que estamos en diciembre? ¡Aún si fuera por San Juan…!

Don Baldomero repartía cartas.

—Ríanse. La francesa es lo que se dice toda una dama. El que quiera verla, o tendrá que ir a la iglesia, o fijarse bien cuando pase en coche por alguna calle. Si es que va despacio.

—Tengo entendido que en el extranjero las mujeres salen más que aquí. En esos países hay más libertad de costumbres.

—En el extranjero, sí. Pero en Pueblanueva, ¿a qué va a salir a la calle una mujer como ésta?

—Por mí, que se encierre. Juego.

El juez venía de suerte. Ganó.

—Además, ya saben que el padre Quiroga pintó la iglesia. Son pinturas de mucho mérito y valdrá la pena verlas.

—Siempre serán pinturas de un chiflado.

—Todos los artistas están un poco locos, eso ya lo habrá oído usted.

—Sí, pero no lo creí nunca.

—Pues yo —dijo el juez— oí el otro día al cura que esas pinturas son una mamarrachada y que vendrá un obispo para mandar que las borren.

—Razón de más para verlas. Aunque no creo que se atrevan. El obispo no manda en esa iglesia.

—Mire, don Baldomero: le confieso que esta noche no me importa ir a la iglesia. Pero ¿qué pensará mi mujer? Nunca creerá que voy por las pinturas, sino por la francesa.

—¡Como si a usted le hubiera importado nunca la opinión de su mujer!

—También es cierto, caray. Pero no sé si me atreveré a entrar. Uno tiene su reputación, y aquí luego le cuelgan a uno que se hizo de la juventud Antoniana.

—¡Qué más quisiera usted que pertenecer a cualquier juventud!

—Podíamos ir juntos.

—¡No se me había ocurrido!

—Sí, juntos, con don Baldomero al frente. Don Baldomero podía llevar ese estandarte que saca el día del Corpus. ¿No le parece, don Baldomero?

—Ríanse. Pero les digo que esta noche irá mucha gente a la iglesia, y ustedes también. Unos, por ver a la francesa; otros, por las pinturas, y muchos, por ver a los que van.

Entraba don Lino: enfático en el andar y en el mover las manos. Se quitó el impermeable con parsimonia. Cubeiro le preguntó si pensaba ir a la iglesia aquella noche.

—Sí, señores, pienso ir allá, pero por razones estrictamente artísticas, sépanlo bien. Muchas veces me han oído decir que la iglesia de Santa María, esa joya del románico tardío, debería restaurarse. Es lo que han hecho, y a su debido tiempo les dije que estaba de acuerdo con la parte arquitectónica, y por qué considero una obligación de ciudadano ver por mis propios ojos si ahora la han pintado bien o si la han estropeado. En este último caso, escribiré un artículo denunciando el destrozo. No olviden que no desespero de que aun día la iglesia sea secularizada y convertida en lo que debe ser: propiedad del pueblo y lugar de solaz intelectual y físico, ateneo y casa de deportes. Pero eso no sucederá hasta que hayamos barrido las tabernas, hasta que se destine a la cultura popular lo que ahora se gasta en curas y militares. En una palabra, hasta que hayamos cambiado a España de raíz.

Don Baldomero interrumpió una jugada.

—Pues ya me dirá usted si España seguirá siendo España sin curas y militares.

—Y sin toreros, y sin flamencos, y sin señoritos. No será esa cochambre tradicional que usted defiende, sino una verdadera República de trabajadores.

—De todas clases —corrigió Cubeiro—. No olvide eso, don Lino: de todas clases. Porque si no son de todas clases, ¿qué pito vamos a tocar nosotros en la República? Digo yo, porque supongo que a ustedes les gustará seguir viviendo.

—Desde mi punto de vista —dijo don Baldomero, sin alzar la cabeza—, sobran algunos miles de españoles, y no movería un dedo por salvarles la pelleja, sobre todo a los maestros.

—Y desde el mío, bastantes miles más, sobre todo…

Se miraron con ira. Don Baldomero se levantó, como si fuera a medir con la de don Lino su barriga eminente.

El juez extendió una mano pacificadora.

—En una palabra: que gane uno o gane otro, a los demás nos cortarán el gañote. Pues miren, si va a ser así, prefiero que siga gobernando Portela Valladares. Ése, al menos, nos deja vivir a todos.

—A todos los que se acomodan. Ya vio usted el año pasado la represión de Asturias.

Don Baldomero volvió a sentarse.

—Total —resumió Cubeiro—: que esta noche, en la iglesia, don Baldomero pensará en matar a don Lino; don Lino, en cargarse a don Baldomero, y el juez, en ver cómo escapa de uno y otro. ¿Saben qué les digo? Que perderán el tiempo, porque yo, si por fin me decido a ir, procuraré colocarme cerca de la francesa, a ver si es esa mujer pistonuda que aseguran o si es como otra cualquiera. Y no olviden lo que decía el otro: en España no habrá paz mientras la gente no fornique lo suficiente. La única política razonable aquí tendrá un lema: pan y prostitución. Porque si usted, don Lino, y usted, don Baldomero, pudieran acostarse con quien les diera la gana, incluida la francesa, no pensarían en matar ni en reformar a España. España está bien como está, ¡qué caray!, pero con amor libre o, al menos, con más putas.

—Es decir, suprimiendo la Iglesia, porque quien se opone a que la gente fornique a su albedrío son los curas.

—De acuerdo.

—Pues ya ve usted como volvemos al punto de partida. Santa María de la Plata, nuestra joya románica tardía, será secularizada después de arrojar a los curas, y entonces, en vez de servir de antro a ceremonias ridículas y de escondrijo a un Dios vengativo y alcahuete, será el centro de recreo de unas juventudes educadas en el culto a la verdad, con salud de cuerpo y de espíritu; unas juventudes a las que se habrá inculcado el desprecio a los prejuicios ancestrales y el culto a la fraternidad. Y cuando llegue ese momento, señores, ¿qué habrá quedado del problema sexual que tiene a los españoles acoquinados de miedo ante la venganza de un Dios enemigo de la vida? Entonces, como todos los pueblos civilizados desean y están a punto de alcanzar, las relaciones entre hombre y mujer se habrán convertido en algo natural y hermoso, sin drama y sin pecado. Créanmelo, señores: Santa María de la Plata habrá alcanzado su más noble destino cuando sirva de cobijo al amor espontáneo y fecundo de las generaciones futuras.

—Ya entiendo —dijo Cubeiro, muy serio—. Lo que usted pretende es convertir la iglesia en una casa de putas. Estoy de acuerdo.

Carlos fue a buscar al fraile a eso de las siete. Le encontró atareado, dando órdenes a dos frailes jóvenes que habían venido a ayudarle.

La iglesia estaba limpia, los altares revestidos, los bancos en su sitio. Resonaban carreras rápidas en las losas desnudas, y las voces de fray Eugenio, agudas, urgentes, rebotaban en las bóvedas y se multiplicaban en el ámbito vacío.

—Me alegro de que haya venido. Hay un problema de iluminación. ¿Quiere venir a acompañarme?

Le arrastró hasta debajo del coro.

—Fíjese bien, porque se hará lo que usted diga.

Gritó:

—¡Atención, fray Pedro! ¡Todas las luces!

La iglesia quedó enteramente iluminada. Las bombillas, escondidas en las aristas de los capiteles, en los ángulos de las pilastras, alumbraban las bóvedas encaladas. Las cimbras de los arcos quedaban en penumbra; se creaban rincones de sombra y rincones de luz, zonas brillantes y zonas opacas, y las estructuras de piedra parecían surgir de la oscuridad esponjosa.

—¿Qué le parece, don Carlos?

—Bien. Está bien logrado. Parece algo fantástico.

—¡Deje sólo las luces de los ábsides, fray Pedro!

Se oscurecieron las naves.

—¿Y ahora?

Las pinturas de los ábsides recibían la luz de focos instalados detrás de los altares. Figuras y colores resaltaban, violentos, al fondo de un bosque de sombras.

—Mejor. Doy la razón al prior, al menos por una vez. Así tiene más misterio.

—Pues así quedará, aunque sea del gusto del prior. ¡Fray Pedro!

Fray Pedro se acercaba por el pasillo central. Era un fraile joven, casi adolescente.

—Usted quedará al cuidado de las luces. Ya lo sabe: se encenderán sólo los ábsides.

—Pero la gente tropezará, si esto queda tan oscuro.

—Ponga velas en los laterales. Y encienda también las luces del pórtico, las de fuera. A las nueve en punto.

—¿Los ábsides también a esa hora?

—¡No, fray Pedro, por todos los santos! ¡Los ábsides inmediatamente antes de empezar la misa, cuando yo le haga la señal! Y ahora váyase con su compañero al convento y recuerden que deben estar aquí a las doce menos cuarto.

Se volvió a Carlos:

—Me he tomado la libertad de alquilar un autobús para que puedan ir y venir. No le había dicho que la misa la cantarán los frailes. Pensé que sería más solemne… y mejor cantada.

—Lo sabía ya. Me lo dijo el prior.

—¿Le ha visto usted?

—Le he invitado a cenar con nosotros. Por eso vengo a buscarle. Quiero que usted esté ya en casa cuando él llegue.

—A cenar, ¿con quién?

—No se asuste, padre. A cenar con nosotros, y con Germaine, y con su padre. Es lo natural, y el prior lo estimó así. No tenga escrúpulos: la cena será de vigilia.

—Mis escrúpulos no van por ese lado. No puedo ir, compréndalo.

—Pero, padre Eugenio, ¿qué dirá su antiguo amigo don Gonzalo, que está deseando verle? Le recuerda con admiración y afecto: «¡Un gran artista Eugenio Quiroga, sí!». Y Germaine… quiere darle las gracias por el retrato de su madre. Póngase la capa y vámonos. Está ahí el coche.

Al fraile le tembló la voz.

—Don Carlos, ¿por qué me ha armado esa trampa?

—Padre Eugenio, porque dos personas llevan todo el día preguntándome por usted; dos personas que desean abrazarle y quizá valerse de usted contra mí. Ande: le esperan con impaciencia.

—Tengo derecho a pasar la Nochebuena en paz.

—¿Quién se lo discute? Y a cenar bien, una cena mejor que la conventual. Y a escuchar quizá la bellísima voz de nuestra Adelina Patti. Lo que se dice una Nochebuena en familia.

Buscó la capa del fraile y se la echó por los hombros. El fraile se dejó llevar hasta el coche. Al subir dijo:

—Podré estar poco tiempo. No confío en que esos muchachos recuerden mis instrucciones. Y cuando vengan los curas…

El portal de doña Mariana estaba iluminado y la puerta abierta. El padre Eugenio se detuvo al pie de la escalera.

—Don Carlos, se lo ruego…

—No sea niño. ¿Quién se acuerda de lo pasado hace veinte años?

—Yo lo recuerdo y basta.

—Olvídese.

Subieron. Se oía, apagado, el piano.

—¿Ve usted? Le reciben con música. Nuestra querida Germaine toca a Debussy, acaso para sentirse esta noche más francesa. ¿Quiere que la sorprendamos tocando? Podrá usted aplaudirla antes de saludarla, y eso ayuda mucho a romper el hielo.

—No se burle, por Dios.

El padre Eugenio quedó en el cuarto de estar, frente a la chimenea. Trajeron luces.

—Espere un momento, padre, y caliéntese. Aquí, al menos, no pasará frío.

Carlos salió. Cesó repentinamente la música del piano y se oyó por el pasillo un taconeo rápido.

—¡Padre Eugenio! ¡Qué alegría!

Germaine se detuvo a la mitad de la habitación. El fraile se había vuelto bruscamente y la miraba.

—¿Puedo darle un abrazo o sólo la mano?

Silencioso, petrificado, el padre Eugenio le tendió los brazos.

—Que Dios te bendiga.

Germaine, sin embarazo, sólo retuvo las manos del padre Eugenio. Se inclinó y le besó la derecha. Él la retiró inmediatamente.

O, que je suis heureuse de vous voir! Asseyez-vous près de moi, parlez-moi, je vous en prie!

Arrastró al fraile hasta el sillón y se sentó muy cerca de él. La actitud del padre Eugenio se había dulcificado. Empezaba a sonreír.

Dites-moi: est—ce—que je ressemble á maman?

El padre Eugenio silabeó:

Non. Mais tu es aussi belle.

Carlos había quedado junto a la puerta, había mirado, había sonreído y, de pronto, se sintió excluido del coloquio. Vaciló y marchó a la cocina.

—Vendrá por aquí Paquito, el Relojero. Denle ustedes de cenar.

Germaine sentó al prior a su derecha y al padre Eugenio a la izquierda; mientras duró la cena habló con él preferentemente. Don Gonzalo Sarmiento se sentó al lado del prior, tosió mucho e interrumpió varias veces la conversación para recordar hechos de veinte años atrás y personas que nadie conocía. Carlos, entre don Gonzalo y el padre Eugenio, apenas dijo nada. Escuchaba: unas veces mirando al plato y otras a la puerta por donde entraba y salía la Rucha. Observó que Germaine comía con gran delicadeza; que las manos de don Gonzalo, hinchadas de la arterioesclerosis, se movían torpemente; que el padre Eugenio procuraba esconder las suyas, y que las del prior eran largas y duras, largas y escuetas, y que las movía con energía y seguridad. La charla de Germaine era voluble; la del padre Eugenio, precavida. Don Gonzalo se equivocaba y nunca terminaba las frases, y el prior sólo intervenía con palabras suavemente burlonas. Germaine vestía de negro, un traje escotado, y se había puesto las esmeraldas de doña Mariana. Estaba muy bonita y había elogiado la elegancia de la mesa, la calidad del servicio y hasta se había dignado reconocer la nacionalidad francesa del cristal y la vajilla. La Rucha comenzaba a servir dirigida por Carlos, pero insensiblemente la dirección había recaído en Germaine. Al preguntar dónde servía el café, la Rucha consultó a Germaine.

—¡Oh, no sé! Donde sea costumbre.

Pero añadió en seguida:

—Junto a la chimenea, supongo. Allí no hará frío.

Don Gonzalo se retiró sin tomar café. Tosía cada vez más y hubo que llevarlo a la cama. Germaine comentó:

—Se va a morir pronto. ¡Cómo me gustaría que durase unos años más! Si, al menos, presenciase mi debut, sé que moriría más contento.

Carlos se había retirado al hueco de la ventana y revolvía el azúcar de su café.

—Esperemos que el Señor premie en vida sus largas esperanzas.

—Lo dice usted, don Carlos, como si no confiase gran cosa en el Señor.

—¡Por el contrario, padre prior! No confío en nadie más que en Él.

—Usted no es muy creyente, ¿verdad?

—Según. Comparado con otros médicos, soy de una credulidad asombrosa.

—¿Y usted, señorita? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque vamos a asistir dentro de media hora a la misa de Navidad, y, si es usted creyente, le pediría un favor.

—Pídalo.

—¿Por qué no canta en la misa?

—¿Cantar?

—Sí, cualquier cosa, un Ave María. Después de la elevación, por ejemplo.

Germaine consultó al padre Eugenio con una mirada. El padre Eugenio se apresuró a intervenir:

—Sí, debes cantar. Sería muy hermoso.

—Pero no sé si mi voz llenará la iglesia.

Carlos adelantó una mano.

—Es bastante más pequeña que la ópera de París, y sus condiciones de sonoridad son excelentes. Nunca se te oirá mejor que en Santa María.

Y corrigió en seguida:

—Es decir, supongo yo.

El prior bebió un sorbo de coñac. Parecía animado y alegre.

—Es una verdadera suerte que sepa usted cantar. Dará solemnidad a la misa, que, sin usted, y con los coros del convento, defraudaría a mucha gente. Mis frailes cantan gregoriano, pero la gente prefiere los cuplés. ¡Y yo que esperaba que esta noche fuese excepcional! Pero el señor arzobispo, siempre con su asma, no se atrevió a venir, a pesar de habérselo prometido a doña Mariana, y no pude encontrar ni un solo canónigo dispuesto a sacrificarse. Un Ave María cantado por usted será una verdadera sorpresa.

—Pero yo no estoy acostumbrada a cantar sin piano.

—Será lo mismo el órgano, ¿verdad? El padre organista estará prevenido. No es un maestro, pero tampoco lo hace mal. Y él conoce alguna Ave María. Déjeme que recuerde…

Empezó a tararear por lo bajo. Luego alzó la voz y continuó el tarareo.

—¿La conoce usted?

—Sí —dijo Germaine—. Es la de Gounod.

—Pues quedamos en eso. Advertiré al organista. Y cuando él empiece…

El padre Eugenio se levantó.

—Tengo que marchar.

—Voy con usted, padre Eugenio. Quiero estar presente cuando lleguen los señores curas —se dirigió a Germaine—. Porque a los curas no les gustan las pinturas del padre Eugenio, ya lo sabrá. Y yo tengo que estar allí y repetirles que la curia arzobispal no puso inconvenientes, y que a mí me gustan. ¡Siempre templando gaitas!

Se levantó también.

—¿Va usted a sentarse en el presbiterio? —preguntó, de pronto, a Germaine.

—¿En el presbiterio? No entiendo.

Carlos se acercó.

—Es un privilegio que tienen las mujeres de nuestra familia. Tu tía se sentaba siempre allí.

—Si usted renunciase hoy a ese derecho, se ganaría la simpatía de los curas; pero si va a marcharse pronto, ¿qué le importa? Haga lo que quiera, porque el problema no pasa de local, y del privilegio, sólo usted está en condiciones de aprovecharse.

—Ella no puede renunciar —dijo Carlos, mientras ayudaba al prior a ponerse la capa.

—¿Que no puede? ¿Por qué?

—Porque no es dueña del privilegio. Puede no aprovecharlo, pero el privilegio pertenece a todas las mujeres de la familia, y la renuncia de una de ellas carece de valor. Ni siquiera podrían renunciar todas las mujeres vivas, porque, lo mismo que lo usaron las muertas, tienen derecho a usarlo las que no han nacido.

Se volvió hacia Germaine.

—No obstante, si sientes escrúpulos, siéntate en un banco cualquiera. Debo, sin embargo, recordarte que tu tía tenía especial interés en ocupar su sitio precisamente hoy.

Germaine sonrió e hizo un movimiento rápido de manos.

—No contaba con eso. ¿Usted qué me aconseja, padre Eugenio?

El padre Eugenio no respondió inmediatamente. Miró al prior; luego, a Carlos. El prior habló por él:

—El padre Eugenio está de acuerdo con el privilegio: su madre también se sentaba en el banco del presbiterio.

—Entonces, ¿me sentaré yo?

—Personalmente puedo asegurarle que no es pecado, ni ofensa a Dios, ni falta de respeto.

—En ese caso…

Salieron los frailes. Germaine les acompañó hasta la escalera. Carlos quedó en el cuarto de estar, apoyado en la repisa de la chimenea. El calor de las brasas le calentaba las piernas.

—Qué raro es todo esto, ¿verdad? —dijo Germaine.

—Sí. Tardarás en comprenderlo.

Hizo una pausa breve. Sonrió vagamente.

—Es curioso…

—¿Qué?

—Hace cuarenta años, tu tía vino a Pueblanueva a hacerse cargo de la herencia de su padre. Pensaba vender sus bienes y volverse a Madrid, donde se divertía bastante. Aquí se encontró a mi padre, y mi padre le explicó muchas cosas que ella ignoraba, semejantes a ésa del privilegio.

Sacudió la ceniza del cigarrillo sobre las brasas de la chimenea, y mantuvo el rostro inclinado, un poco oculto.

—Por ejemplo, que ella no era realmente propietaria de sus bienes, sino sólo depositaria, porque los propietarios son los Sarmiento, los vivos como los muertos y los por nacer. Que venderlos, reducirlos a dinero, era un pecado contra ellos. Que su deber consistía en recibirlos, conservarlos y transmitirlos. Mi padre no se refería, claro está, al dinero: pensaba que el dinero no tiene sangre ni espíritu. Se refería a lo que está humanizado por el contacto con las vidas de los muertos, a lo que ellos espiritualizaron e hicieron parte de ellos mismos. Esta casa, estos objetos, muebles, alhajas, y ciertos privilegios disparatados, como ese de sentarse las hembras en el presbiterio.

—Y ella, ¿qué hizo?

—Tu tía era entonces una muchacha bastante frívola; lo era porque nadie le había enseñado a no serlo. Al principio, se rió de mi padre; luego, comprendió sus razones. Se quedó en Pueblanueva, en medio de estos objetos que también su enorme espíritu vivificó. Se hizo cargo no sólo de su herencia material, sino también, y ante todo, de la espiritual. Conservó para transmitir, ¿entiendes?

Germaine negó.

—¿Y esperaba de ti que hicieras conmigo lo que tu padre hizo con ella?

—Quizá.

—Pero tu padre…

—Mi padre era un hombre más elocuente que yo, y, sobre todo, creía firmemente en lo que decía. Y lo que él consiguió, lo más probable es que yo no lo consiga.

Germaine se acercó lentamente a Carlos y le tomó de un brazo.

—Hay otra diferencia, Carlos. Yo no soy una muchacha frívola. Yo no me he divertido jamás. Sé lo que es trabajar, angustiarse, desesperarse y pelear para que la esperanza no se muera del todo. Tengo una vocación a la que amo, y ese amor me ha costado…, nos ha costado, a mi padre y a mí, veinte años de sacrificios.

Carlos bajó la vista.

—Comprendo.

Quedaron en silencio. Se oía en la cocina rumor de voces. Pasaron por la calle unos pescadores cantando.

—¿Nos vamos a la iglesia?

—Cuando quieras.

En el pasillo se pusieron los abrigos. Carlos bajó a la cuadra y sacó el coche. Esperó a la puerta. Vio a Germaine descender las escaleras. Parecía, contra la luz, doña Mariana.

Clara apagó la bombilla y se acercó a la puerta entreabierta. Acababan de dar las once y media. Un autobús entró en la plaza, dio la vuelta y se detuvo ante la iglesia: Clara vio bajar a varios frailes, hasta quince. Después, el coche aparcó en una esquina de la plaza.

Los frailes entraron, y las puertas de la iglesia quedaron abiertas. Se veía, en su interior, un resplandor suave. Iban y venían sombras. Alguien, con una vela en la mano, iba encendiendo otras. También encendieron el pórtico, y entonces el resplandor dejó de percibirse.

Llegaban las beatas, solas, en grupos o en parejas. Y algunos hombres. Clara reconoció a los viejos verdes del casino y le dio risa.

—¿También éstos?

De momento, no entraron. Encendieron pitillos y pasearon bajo el pórtico. Hablaban alto, pero no se entendía lo que hablaban. Al entrar en la plaza el coche de Carlos, se agruparon junto a la verja. Clara, entonces, cerró la tienda y atravesó corriendo la plaza. Llegó a tiempo de ver cómo Carlos daba la mano a Germaine y la ayudaba a bajar, pero no pudo verles las caras. Los del casino se quitaron las gorras; Carlos y Germaine entraron.

Entró Clara también, y quedó al fondo, junto a una columna. La iglesia se iba llenando. Los altares principales permanecían oscuros, y apenas se adivinaban algunos bultos que se movían. En el coro, alguien ensayaba en el órgano.

Vio pasar a Carlos, solo, y entrar por la puerta que conducía al coro. Estuvo arriba unos minutos, salió, se detuvo un momento, como mirando, y echó por la nave lateral. Clara se apretó contra la columna. En la plaza había jolgorio de conchas y panderetas, y unas niñas cantaban villancicos. Vino un fraile corriendo, cerró las puertas y dejó abiertos los postigos. Los que cantaban y tocaban entraron, pero el fraile les advirtió de que tenían que estar callados.

La iglesia se había llenado. Mucha gente, de pie, se agolpaba alrededor del presbiterio. Se oyó el motor de un automóvil y, a poco, entró doña Angustias, acompañada de una sirvienta. Clara oyó decir a doña Angustias:

—¡Qué oscuro está esto!

Y a la criada:

—Cójase a mí, señora, no vaya a tropezar.

Se fueron por el pasillo central. Cuando doña Angustias se sentaba, el reloj empezó a dar las doce. Cesó el órgano. Entró un tropel de muchachas: las detuvo el silencio y, en puntillas, se perdieron por las naves. Al dar la última campanada, súbitamente, se encendieron los altares. Clara cerró los ojos y los abrió en seguida. El órgano empezó a tocar. La gente miraba a los ábsides; Clara, al presbiterio. Germaine estaba arrodillada en el sitio de doña Mariana. Entonces, Clara avanzó por el pasillo central, tranquilamente, la cabeza un poco inclinada. Oyó comentarios en voz baja, voces de beatas escandalizadas: «¡Ése no es Jesucristo, es el demonio!». Carlos no estaba. La luz refleja del ábside iluminaba a Clara, la ofuscaba. Entornó los ojos, miró al suelo, y leyó el nombre de doña Mariana en la gran losa: se detuvo, y la rodeó para no pisarla. Había llegado al final de los bancos. A su izquierda, doña Angustias cuchicheaba con la vecina. Clara atravesó el espacio vacío, subió las escaleras del presbiterio, hizo una genuflexión y se arrodilló al lado de Germaine. Germaine se volvió a mirarla. Clara inclinó la cabeza y escondió la cara bajo el velo. Salían los curas revestidos. De las filas de bancos llegaba un murmullo. Clara entendió claramente una voz que decía:

—¡Qué escándalo! ¡Atreverse…!

Entonces, el coro de frailes inició el canto.

Don Baldomero se había arrimado a la primera columna, del lado de la Epístola. Desde allí vería bien a Germaine. Detrás de él, emboscado en las sombras, don Lino hablaba con el juez, que estaba un poco detrás. Cubeiro, a fuerza de empellones, había logrado sentarse.

Don Baldomero reconoció la sombra de Carlos que llegaba al presbiterio. La sombra que le seguía era, sin duda, la de Germaine. Don Baldomero rectificó su postura. Oyó decir a don Lino:

—Si esto sigue a oscuras, será una misa negra.

Se abría y se cerraba la puerta de la sacristía: un rayo de luz atravesaba el presbiterio, pero no alcanzaba el banco. La sombra de Carlos había desaparecido, y la de Germaine quizá fuese aquel bulto sentado, o arrodillado, que no se esclarecía.

—Pues si de pronto encienden las luces, esto será como el teatro.

La sombra de un fraile se acercó al altar mayor y empezó a encender las velas. Don Baldomero identificó a Germaine, arrodillada. De las pinturas no se veía nada.

—Ya verán como a las doce en punto…

Don Baldomero sacó el reloj: las manecillas luminosas estaban a punto de juntarse. Se juntaron. Poco después, el reloj de la iglesia empezó a dar las doce. Tan, tan…

—Pues si vamos a estar así una hora…

Se encendieron los altares. Don Baldomero no atendió a las exclamaciones a media voz, a los susurros, a los comentarios. Clavó los ojos en Germaine, pero no pudo verle la cara. La tenía inclinada y oscurecida por la mantilla.

—¡También es un fastidio!

—¡No querrá usted que se luzca como en un baile!

—Pues hemos venido aquí para eso.

Entonces, don Baldomero levantó un poco la vista y quedó envarado, apretado contra la columna, con los dedos arañando la piedra. Le cayó el sombrero.

—¿Le pasa algo, don Baldomero?

No contestó ni se movió. Una cosa le agarrotaba el corazón, le subía a la garganta, le paralizaba la respiración. Hizo un esfuerzo, el cuerpo se le aflojó y empezó a temblar.

—¿Le pasa algo?

Se inclinó a recoger el sombrero. Después dijo: «Perdonen», y se escurrió por la nave lateral. Empujó a éste y a aquél. Llegó, rebotado, a la sombra de un confesonario, y quedó allí, con los ojos cerrados y el sombrero cogido contra el pecho… Un tiempo indefinido, sin oír el canto, sin enterarse de lo que sucedía alrededor.

—¡Ni que hubiera visto al demonio! —dijo don Lino.

Carlos dejó a Germaine instalada ante el banco del privilegio y subió al coro. El organista daba instrucciones a los frailes sobre el canto.

Se acodó al barandal. Subía un murmullo de rezos, de conversaciones a media voz, de rosarios movidos, de pisadas cuidadosas. Una puerta remota, cada vez que se abría, sacaba a los goznes chirridos que parecían quejas. Ascendía también un olor cálido de multitud, y de cirios quemados, y de humedad.

—No. Empezaremos cuando salgan los oficiantes. Como siempre.

—Pues creo que el padre Eugenio dijo…

El padre Eugenio llegó corriendo por la escalera de caracol. Atravesó el coro y se dirigió a Carlos.

—Van a dar las doce.

Se arrodilló. Un fraile cuchicheó con el organista y señaló al padre Eugenio, y el organista dijo que no. Entonces se oyó el ruido de un mecanismo y el reloj dio los cuartos.

—Tin, tan. Tin, tan…

—Con la última campanada.

—Como en los cuentos, ¿verdad?

Con la última campanada, el organista empezó a tocar y se encendieron las luces. Los frailes no se movieron, atentos a sus papeles de música. El murmullo creció. Carlos miraba al presbiterio, espiaba a Germaine: su cabeza seguía inclinada. El padre Eugenio le tiró del abrigo.

—¿Qué le parece?

—Extraordinario.

—¿Y usted cree que ese murmullo…?

—No sé, padre.

Una mujer caminaba por el pasillo. Cuando casi rebasaba la primera fila de bancos, Carlos reconoció a Clara.

—¿Qué irá a hacer ésa?

Hizo una seña al padre Eugenio.

—Es Clara Aldán.

Clara se arrodilló al lado de Germaine. Carlos sonrió.

—¿Cómo no se me había ocurrido…? Y, sin embargo, tenía que ser.

—¿Qué dice?

—Me estaba llamando asno.

Salían los oficiantes. El prior, de sobrepelliz, salió también y se inclinó ante el altar. Los frailes cantaban ya. Carlos se arrodilló y acercó su boca al oído del padre Eugenio.

—Me gustaría saber qué piensa ahora doña Angustias.

—¿De las pinturas?

—No. De que Clara Aldán se haya atrevido. Doña Angustias y las demás.

—¿Usted cree que les importará más eso que las pinturas?

—Quizá hayan hecho de ambas cosas una sola.

—¿Quiere usted decir un mismo asombro?

—Sí. Eso…

En el presbiterio empezaba la ceremonia.

—No sé qué pensará la gente, padre Eugenio, pero yo lo encuentro impresionante. Fíjese en el conjunto.

—Le ruego que no lo juzgue estéticamente. Una vez más le digo que esa pintura quiere ser la oración de todos, la revelación a todos de algo que Cristo es.

El padre Eugenio le miró, interrogante, y Carlos esquivó la respuesta. Apartó la mirada, la dirigió al altar, donde el diácono cantaba el Evangelio. Germaine escuchaba con la cabeza erguida, y Clara, un poco atrás, con la cabeza agachada. Germaine había cerrado el misal y lo sostenía con las manos, apoyadas en el pecho; Clara había cruzado los brazos, y el prior, de cuando en cuando, miraba a una y a otra.

—Apostaré a que está riendo.

El padre Eugenio no le oyó, o no quiso oírle. De repente, se levantó y se incorporó a los cantores. Carlos, acodado en la barandilla, paseó la mirada por la multitud de los fieles. Pocos escuchaban el recitado del Evangelio. Hablaban entre sí, se atrevían a señalar algo en el presbiterio. ¿Clara? ¿Las pinturas? Hasta que el prior se arrodilló, recibió la bendición del oficiante, fue incensado y subió al púlpito. Entonces, todos se sentaron.

—Venerables hermanos en el Señor…

Carlos se sentó también. El prior recitaba unos latines y empezaba a explicarlos. «Qui sequitur me non ambulat in tenebras, sed habebit lumen vitae.» Era, evidentemente, una cortesía con el padre Eugenio. Hubiera sido más natural referirse al Nacimiento de Jesús. Iba a levantarse para comentarlo con el fraile, cuando se sintió sacudido por un hombro. Se volvió. Don Baldomero se inclinaba hacia él.

—Venga.

—¿Qué le sucede?

—Venga, se lo suplico.

Carlos se levantó de un salto.

—Aquí, no. Venga afuera, don Carlos. Es sólo un minuto.

Le agarró del brazo. Bajaron rápidamente las escaleras.

—¿Adónde me lleva?

—Tengo que hablarle.

Carlos se metió en la capilla de los Churruchaos, vacía y sin más luz que una lámpara de aceite delante del Crucificado.

—Aquí. Podremos incluso sentarnos.

Señaló uno de los sepulcros.

—Siéntese ahí. Si la sepultura de la Vieja puede ser pisada, don Payo Suárez de Deza no se ofenderá por soportar sus posaderas.

—¡No estoy para bromas, don Carlos! ¿Usted se ha fijado en el Cristo del ábside?

—Es muy hermoso. Una pintura realmente notable. Representa, como usted sabe, al juez Eterno.

—¡Me mira, don Carlos! ¡Me mira y me acusa! ¡Me ha llamado asesino!

—¿Quiere echarme el aliento, don Baldomero? —se acercó a él, riendo—. Usted ha bebido esta noche.

El boticario dejó caer los brazos.

—No estoy borracho.

—No intentará darme a entender que el Cristo le ha hablado. Es una pintura, y las pinturas no hablan, ni siquiera en los milagros.

—No. No se trata de un milagro. ¡Ojalá lo fuera! Porque cuando Cristo habla con su Voz a un pecador es para perdonarle.

—Bien. No escuchó usted ninguna voz. Se siente usted acusado, pero no por Cristo, sino por usted mismo. Vio usted la pintura y se sintió asesino. ¿Y qué? Pudo también sentirse ladrón.

—No, porque no soy ladrón. No he robado jamás. Pero a mi pobre Lucía, ¿quién la mató?

—Su señora no ha muerto todavía.

—Morirá. Morirá pronto. Y soy yo quien le envió a la muerte, quien vio llegar la muerte y no la detuvo, quien le abrió la puerta y le dio facilidades. Es cierto que no le clavé el puñal ni le eché arsénico en la comida; pero hay muchas maneras de matar. Recuerde que una vez le confesé que deseaba su muerte.

—¿Por qué no busca un cura y se confiesa? Ahora mismo el padre Eugenio está vacante. Yo podría, si usted se prestara a ello con buena voluntad, quitarle de la cabeza esos pensamientos; pero no estoy autorizado para perdonarle.

—Es que a mí… nadie me va a perdonar. Eso es lo que he leído en los ojos del Cristo.

Carlos se apartó lentamente y fue a sentarse lejos. Llegaban los ecos del sermón del prior, un rumor que parecía remoto.

—Veo que leyó demasiadas cosas. Casi no tuvo usted tiempo.

—Basta con una mirada para destapar la tapa de los pecados, basta eso para descubrir los horrores que uno lleva dentro.

—Yo sé de alguien que se alegraría si le escuchase. Alguien que tiene sus dudas acerca de la eficacia de ese Cristo.

Don Baldomero bajó la cabeza y cruzó las manos: parecía abrumado.

—Es un Cristo implacable. Nadie podrá mirarlo en paz. ¡Y luego, esas palabras escritas…! ¡Esas terribles palabras a las que el prior estará quitando importancia! ¿No las ha leído?

—Mi latín yace en el olvido, don Baldomero.

El boticario le miró de soslayo y volvió a hundir la cabeza.

Yo soy la Luz, la Verdad y la Vida. Quien me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida.

—Muy hermoso. Del Evangelio, ¿no?

—Sí, del Evangelio.

—¿Entonces? No son palabras nuevas, ni aun para mí. Y supongo que el prior, contra lo que usted piensa, intentará darles la importancia que tienen.

—En el Evangelio están escritas muchas cosas que olvidamos o que necesitamos olvidar. Se dicen en latín, y uno no les presta atención. ¿Cómo se podría vivir si se tuvieran en cuenta ésas y otras? Quien me sigue no caminará en tinieblas… Pero ¿quién podrá seguirle? Esa es la cuestión, y ni el padre prior ni nadie es capaz de resolverla. Ninguno de los que están en la iglesia siguen a Cristo. Ni los que están fuera. Todos andamos en tinieblas sin querer reconocerlo. Decimos que esto es la luz, y vamos tirando. Hay siempre una esperanza, ¿comprende?, o un engaño; uno se agarra a lo que hay. Lucía estaba tuberculosa y muere de su enfermedad. Pero, de pronto, a un joío fraile se le ocurre pintar ese Cristo que le sigue a uno con la mirada, que le acusa, y ¿quién va a atreverse a ser hipócrita delante de Sus Ojos? Ni esperanza, ni engaño, sino la verdad. Y no hay derecho. El padre Eugenio no tiene compasión. Uno viene a la iglesia para estar tranquilo. Se necesita la verdad que consuela, no la que inquieta, menos aún la que le llama a uno por su nombre.

Se levantó y metió las manos en los bolsillos.

—Mire usted, don Carlos: he venido a esta iglesia durante cuarenta años. Si no recuerdo mal, soy pecador desde que tengo uso de razón: pecador contumaz, empedernido, usted lo sabe. Pues miedo, lo que se dice miedo, terror pánico, no lo he sentido hasta hoy. Y es horrible. Cuando salga de aquí tendré que emborracharme. Y creo que no volveré a entrar aquí mientras esté ese Cristo.

El prior había terminado seguramente su sermón, porque la iglesia estaba en silencio. Don Baldomero se arrimó a la pared, callado, encogido, hundida la cabeza. Carlos no se movió. Se oyeron unos campanillazos distantes, y otra vez el silencio, hasta que el coro rompió a cantar.

—¿Sabe usted qué es eso?

—Sí. El Benedictus.

—¿Antes o después de alzar?

—Después.

—Entonces, perdóneme. Tengo que volver al coro. Si quiere, venga conmigo. Y si piensa que la mirada de ese Cristo no le dejará entrar en la iglesia, podemos empezar un tratamiento.

—No.

Salieron. Don Baldomero corrió hacia el postigo entreabierto, sin mirar al presbiterio, sin santiguarse, y se hundió en las sombras del pórtico. Carlos subió al coro. Terminaban el Benedictus. El padre Eugenio continuaba arrodillado. Carlos se sentó en un banco pegado a la pared del fondo. La cabeza del Cristo rebasaba la línea ondulante de los frailes cantores: enorme, fascinante. La miró.

—Pues puede que tenga razón el boticario.

El padre Eugenio se levantó, dijo algo al organista y volvió a su sitio. El organista tocó los primeros compases del Ave María. Carlos se puso en pie y, sin hacer ruido, se aproximó al barandal. Vio cómo Germaine se levantaba y apoyaba las manos en el respaldo del reclinatorio. Empezó a cantar, y todas las cabezas se volvieron hacia ella. Se suspendieron los rezos, surgió un murmullo seguido de silencio. Los curas oficiantes la miraron. El prior estaba en una esquina del presbiterio, inmóvil.

La gente de los bancos traseros se levantó. Los que, de pie, llenaban las naves laterales, se agolparon, se empinaron. Los que ocupaban las primeras filas invadieron las gradas del presbiterio, se arrodillaron en ellas, vueltos hacia Germaine.

Clara se echó un poco atrás, hasta dejar a Germaine sola. Los monaguillos se apartaron también, se pegaron a la pared.

Germaine cantaba con voz grave, profunda, áspera, una voz poderosa que llenaba la iglesia, una voz tremolada, matizada, que hacía de la oración una queja. El padre Eugenio, arrancado de su asiento, escuchaba.

—Tiene una voz extraordinaria —dijo uno de los frailes, y empezó a tararear por lo bajo el Ave María. El padre Eugenio lo mandó callar.

El murmullo cesó con el Agnus, surgió otra vez —más tenue— al extinguirse el canto, se estabilizó durante la comunión y se apagó definitivamente con el Ite… Ya no unánime, sino por sectores: este grupo de hombres, aquellas beatas aisladas, unas mocitas de los últimos bancos. Germaine había vuelto a arrodillarse, y el prior, en una de sus evoluciones por el presbiterio, le dijera, al pasar:

—Bien, muy bien. Que descanse.

Y corrigió inmediatamente:

—La felicito.

Se abrieron las puertas al retirarse el clero. La gente que estaba de pie empezó a salir, sin meter ruido; pero se quedaban en el pórtico y esperaban. Clara vio avanzar a Carlos por el pasillo central; entonces, hizo a Germaine un ligero saludo y se escurrió por la nave del Evangelio. Las qué ocupaban los bancos se habían puesto de pie, pero no salían.

—Vámonos —dijo Carlos.

Surgían voces más altas en el pórtico. Germaine descendió las gradas, con tranquilidad, con majestad. Miraba discretamente a un lado y a otro.

Carlos iba detrás, con la cabeza baja y una sonrisa en la boca. Doña Angustias, primera del primer banco de la derecha, contemplaba abiertamente a Germaine, sonreía con bondad y contento. La señora de Mariño, que estaba a su lado, dijo:

—¡Qué guapa es!

Y doña Angustias respondió:

—Parece mentira que de aquella bruja…

Las que no la veían bien se subían a los bancos. Las más próximas cerraban el paso, rozaban con las manos tendidas el abrigo de Germaine. En el pórtico, hombres y muchachos habían abierto calle. Al pasar Germaine, un mozalbete empezó a aplaudir y aplaudieron casi todos. Germaine se detuvo. Le resplandecía la satisfacción en las pupilas.

—¿Qué hago? —preguntó a Carlos.

—Sigue. Y, desde el coche, saluda.

Iban todos detrás, en grupo cerrado. Carlos abrió la portezuela y ayudó a Germaine a subir.

Ahora.

Entonces, Germaine se volvió y sonrió. La gente se pegaba al coche, en silencio, con las cabezas levantadas.

—Gracias. Buenas noches. Felices Pascuas.

—¡Arre, Bonito!

El coche arrancó. Caía una lluvia fina, dulce, sin viento. Bajo la lluvia, desparramándose por la villa con los paraguas abiertos, con ruido de zuecos, la gente hablaba de Germaine.

—Te los has metido en el bolsillo —dijo Carlos—. Evidentemente, el prior es un buen político. Te aconsejó lo que a mí nunca se me hubiera ocurrido, y te aconsejó lo mejor.

—¿Por qué lo dices?

—Porque a partir de este momento sucede todo lo contrario de lo que yo esperaba, de lo que esperó también doña Mariana, y quizá de lo que todo el mundo deseaba. No heredas el odio que le tuvieron, sino admiración, y quizá amor. ¡Y todo por tu hermosa voz!

—Entonces, a mi tía, ¿no la querían?

—A tu tía la odiaban, aunque sin razón. La odiaban como se odia al que no se entiende.

—¡Pobre tía!

—No la compadezcas. A ella no le importó jamás, no le importó jamás que la odiasen. Comprendía que era la medida de su poder.

El coche caminaba por la cuesta mojada, daba tumbos en los baches. Pasaban grupos de muchachos y muchachas cantando canciones de Navidad. Al final de la calle, un corro escuchaba la voz alegre de una gaita.

El coche se detuvo. Carlos saltó y ayudó a Germaine. La Rucha hija esperaba en el portal. Se acercó corriendo, con el paraguas abierto.

—¡Qué lindo, señorita! ¡Qué voz, más preciosa! ¡Y cómo está la gente!

Abría los ojos con admiración y extendía la mano libre, como si fuera a acariciar.

—¡Cómo le hubiera gustado oírla a la difunta señora, que en gloria esté!

En el portal cerró el paraguas y pidió permiso para subir.

—Bueno —dijo Carlos—, yo también te felicito. Desde hoy puedes hacer lo que quieras en Pueblanueva del Conde. Tu voz te da derecho a todo.

—Gracias.

—Aunque quizá te traiga también algunos inconvenientes: invitaciones y cosas así. A estas horas, varias señoras importantes pensarán la manera de llevarte a sus casas y agasajarte. Para oírte otra vez, claro.

—¿Tendré que ser amable? —preguntó Germaine con ingenuidad.

—Desconozco el modo correcto de comportarse una diva ante un público de ignorantes, pero te aconsejaría que aceptases. Hay que aprovechar la ocasión: es la primera vez que admiran a un Churruchao. Lo corriente fue que se nos temiese o se nos despreciase. ¿Serás tú la encargada de reconciliarnos con nuestro pueblo?

Germaine le tendió la mano. Estaba satisfecha.

—Hasta mañana, Carlos.

—Felices Pascuas.

Germaine subió dos escalones y se detuvo.

—Dime, Carlos, ¿quién es aquella chica que se sentó a mi lado?

—Clara, la hermana de Aldán.

—Es muy bonita. Me hubiera gustado hablar con ella, pero marchó en seguida, como si huyera.

—No te preocupes. Ya le hablarás un día de estos —el tono de Carlos fue seco.

Germaine le miró a los ojos.

—¿No la quieres?

—Después de tu tía, es la persona a quien más admiro y respeto en este mundo.

El monaguillo ayudaba a don Julián. Los otros curas se desvestían solos. El prior, con la sobrepelliz doblada y colgada al brazo, buscaba la capa.

—No se vaya, padre —dijo el cura—. Tenemos que hablar.

—Están ahí fuera todos mis frailes esperándome.

—Que esperen. Para eso es usted el prior.

—Hace una noche fría.

—Para todos. También para usted y para mí. Sólo que ustedes llevan una capa más gruesa que mi manteo.

Quedó en sotana.

—¿No echa una copita? Es Nochebuena.

—Se agradece.

Don Julián mandó al monaguillo que sacase copas para todos.

—Tenemos que ver esas pinturas, padre prior. Ya le dije el otro día…

—Estuve en Santiago, y en el arzobispado las encuentran correctas.

—¿Qué les importa a los de Santiago? Ellos no tienen que lidiar con los feligreses y escucharlos, como yo. Mañana mi casa será un jubileo. Las estoy oyendo, a la presidenta de las Hijas de María, y a la de la Juventud Católica, y al presidente de la Adoración Nocturna…

El prior sorbió el vino y carraspeó.

—Usted estará acostumbrado a torearlos. Si uno fuese a hacer caso de lo que piensan los feligreses…

—Pues no hay más remedio, créame. No están los tiempos para bromas. ¡Y con las elecciones encima! Tendría gracia que, por causa de la pintura, perdiésemos los votos de nuestros feligreses.

Se acercaron el diácono y el subdiácono.

—Aquí, estos señores estarán de acuerdo conmigo. ¿Se fijaron en las pinturas de la iglesia?

El subdiácono era bajo, rechoncho, con una alegre cara colorada.

—Pues yo, la verdad… Algo vi, pero no me fijé mucho.

—Yo sí me fijé —dijo el diácono.

—¿Y qué le parecen?

—No entiendo de eso. Muy bonitas, no son.

—Beban el vino y vamos a la iglesia. Las cosas hay que arreglarlas en caliente.

Les precedió el monaguillo. Don Julián le mandó que iluminase toda la iglesia. El prior, con un gesto amplio, lento, mostró las naves deslumbrantes.

—Hace setecientos años, cuando la construyeron, Santa María de la Plata debía de ser una cosa así. ¡Está hermosa!

—De espaldas al altar, sí, padre prior. Está más blanca y más limpia, y seguramente ya no tiene goteras. Pero mire las caricaturas que nos puso ahí su fraile.

Apuntaba con el dedo la cara del Cristo. El prior miró de medio lado, con los ojos entornados y un gesto serio.

—Yo diría que es grandioso.

Abrió los brazos y afirmó con la cabeza, dos, tres veces. «Grandioso», repitió.

Don Julián hizo una mueca de irritación y manoteó con violencia.

—Pero, hombre, ¡calle! ¿Cómo puede usted encontrar bien eso? ¿Usted cree que Cristo fue así?

—No sabemos cómo fue Cristo. Todas nuestras imágenes son hipótesis, más o menos convincentes.

—Pero no podía tener cara de forajido. ¿Y la Virgen? Hagan el favor de acompañarme al altar del Evangelio.

Fue delante, airado, con paso rápido. Se detuvo.

—Ésta no es la Virgen. Seca, parece de palo. ¿Y esos brazos levantados? ¿Y ese santo vestido de pellejos? Supongo que será san Juan Bautista, y yo me pregunto qué pito toca san Juan Bautista junto a la Virgen. ¡Aún si fuera el Evangelista o san José!

Al prior le nació en los labios una sonrisa burlona.

—No sé si sabe, padre, que la Virgen representa a la Iglesia orante, y que san Juan Bautista es el Precursor, y representa también…

—¡Déjese de representaciones! Yo necesito una Virgen que le guste a la gente y un Cristo que dé ganas de rezar, no de escapar.

—Pues habrá de contentarse con lo que tiene, porque las pinturas ya están hechas, y la Curia arzobispal las aprobó.

El subdiácono permanecía vuelto hacia la Virgen.

—A mí no me disgusta. Claro que puede ser la Virgen u otra santa cualquiera.

—Yo no entiendo —dijo el diácono, mientras se limpiaba las gafas con el revés del manteo—. Pero Vírgenes así no recuerdo haberlas visto.

Don Julián agarró al prior por los hombros.

—Déjese de gaitas y escúcheme. Lo pintado, pintado está, pero se puede remendar. Dígale al padre. Eugenio que hable conmigo. A la Virgen, le ponemos la túnica blanca, en vez de roja, y queda hecha una Purísima Concepción. En cuanto al Cristo, habrá que retocarle la cara, quitarle los Evangelios y poner en su lugar la bola del mundo. Con eso, y con un Corazón pintado, bien rojo, que destaque, ya me encargaré de convencer a los feligreses.

—Se lo diré al padre Eugenio.

—No tiene que decírselo, sino mandárselo. Para algo es usted el prior.

—Pero ¿y don Carlos Deza? ¿No cuenta usted con su opinión? De momento, es el que manda en la iglesia.

—Don Carlos Deza es un chiflado, pero el patronato de la iglesia recae ahora en esa muchacha. Y usted comprenderá que a una persona que canta tan bien y con tanto sentimiento no pueden agradarle estos mamarrachos. Ya me encargaré yo de hablarle.

El prior le golpeó la espalda con la mano abierta.

—No irá a decirle que es pecado mortal…

—Yo sé lo que he de decirle.

El prior aludió a los frailes que esperaban y marchó. Los curas quedaban discutiendo en el presbiterio. En un rincón, el monaguillo cabeceaba.

El prior ascendió al autobús y dio orden de arrancar. Los frailes dormitaban, con las cabezas reclinadas en el hombro del vecino o echadas hacia atrás. El padre Eugenio, en el asiento delantero, miraba al fondo oscuro de la calle. El prior se sentó a su lado.

—Hace un frío que pela.

El coche atravesó el pueblo y se metió en la carretera negra, bajo las ramas desnudas de los castaños. El prior había cerrado los ojos. El padre Eugenio le golpeó suavemente el brazo.

—¿Diga, padre?

—Estos días, ahí solo, me acostumbré a fumar más de la cuenta.

—Puede hacerlo, padre.

Volvió a cerrar los ojos. El padre Eugenio lió un cigarrillo, lo encendió, arrojó al suelo la cerilla.

En la oscuridad del coche brillaba la brasa. Alumbraba el rostro endurecido del padre Eugenio; luego, todo volvía a la negrura. En los últimos bancos, un fraile roncaba. El prior volvió la cabeza, contempló los cuerpos inclinados, sacudidos por los tumbos del autobús, los ojos cerrados por el sueño y la fatiga. Sólo el padre Eugenio se mantenía despierto, pero más encorvado que de costumbre, más vencida su cabeza ornitorrinca.

En el atrio del monasterio lucía una sola ventana. El prior saltó el primero y esperó a que todos los frailes descendiesen.

—Pueden retirarse. Hoy quedan dispensados de maitines.

Los frailes saludaron, se desparramaron por los claustros. El hermano portero cerró la puerta con ruido de cerrojos.

El padre Eugenio había llegado a su celda, cuando oyó pasos. La voz del prior dijo en las sombras:

—Espere, padre.

El padre Eugenio se detuvo, dejó la puerta entreabierta y se arrimó al quicio.

—Padre Eugenio, quiero decirle, y lo siento, que sus pinturas no han tenido mucho éxito.

—Me he dado cuenta.

—Don Julián está intratable. Dice que hay que repintar esto y aquello…

—Antes prefiero destruirlas.

—No se apure. Deje pasar unos días, vaya a ver a don Julián, escúchele, dígale que lo estudiará, y no se dé prisa en estudiarlo. Cuando se hayan acostumbrado a verlas, no les disgustarán. Todo es cuestión de hábito.

El padre Eugenio adelantó un paso.

—La opinión de don Julián no me preocupa: no es nueva, y contaba con ella. Pero a la gente tampoco le han gustado.

—¿Se lo han dicho?

—Hay cosas que no hace falta oírlas.

—¿Y eso le importa más?

—Eso es lo único que me importa, porque yo pinté para el pueblo.

El prior le agarró un brazo.

—Entonces, padre, se ha equivocado. Es una lástima…

—Para mí, mucho más. Para mí…

Se interrumpió y se tragó un sollozo. El prior le golpeó la espalda.

—No se ponga así, padre. No es usted niño.

Quedaron en silencio. La lluvia rumoreaba sobre los patatales del jardín. Por el fondo del claustro pasó la sombra de un fraile. Se oyó el golpe de una puerta, batida por el viento.

—Retírese y tranquilícese. Y no olvide que es Navidad.

El cuerpo del padre Eugenio se sacudía. Se había llevado las manos al rostro y lo ocultaba.

—Nunca le tuve por un buen fraile, padre Eugenio, y quizá no lo sea; pero muchas veces he sido injusto con usted y le pido perdón. Que Dios le acompañe.

El prior le golpeó la espalda suavemente; luego, se alejó, de prisa.