III

Llegaron pasado el mediodía, en un coche alquilado en La Coruña. Las Ruchas habían sido avisadas por telegrama y dieron la noticia en la tienda, en la carnicería y en la pescadería. Por su parte, también el repartidor de Telégrafos lo había contado en alguna taberna. La Rucha madre explicó, además, la comida que pensaba poner. La Rucha hija llevó el retrato de Germaine oculto bajo el mandil y lo enseñó a cuantos lo quisieron examinar. A don Baldomero se lo dijo el mozo de la botica, y don Baldomero se pasó media hora deliberando si debía ir o no a recibir a Carlos. A Clara se lo contó una cliente: «Hoy llega esa prima suya francesa», y Clara quedó un momento silenciosa y quieta, y después dijo: «Bienvenida. Pero no es prima mía, ni siquiera lejana».

Al astillero la noticia llegó telefónicamente: la recibió Martínez Couto. Creyó oportuno dar la novedad a Cayetano. Lo buscó en su despacho, pero había salido. Lo buscó entre los trabajadores, lo encontró —por fin— en las gradas. Llovía, y Cayetano se había puesto un impermeable. Martínez Couto, a cuerpo, se acercó corriendo.

—¿Sucede algo? —le preguntó Cayetano.

Martínez Couto se cobijó bajo la panza del buque en construcción.

—Sí, señor. Acaban de decirme que hoy llega la sobrina de la Vieja, y pensé que usted…

—¿Y a mí qué me importa, imbécil? ¿Por una estupidez así abandona usted el trabajo?

Martínez Couto le miró perplejo. Murmuró un: «Perdone. Yo creí…», y salió corriendo. En la oficina comentó que el amo estaba de mal humor y que lo encontraba muy cambiado.

A las doce y cinco, los habitantes del casino se habían congregado alrededor de la mesa de tresillo. Nadie jugaba. Don Baldomero llegó un poco retrasado. Hasta entonces nadie hablaba de Germaine.

El dueño del cine le preguntó:

—Y usted, don Baldomero, que es tan amigo de don Carlos, ¿qué sabe de la francesa?

Don Baldomero se sentó en silencio.

—No sé nada, ni tengo por qué saberlo.

—Como usted y don Carlos son tan amigos…

Cubeiro había pedido un vaso de vino y unas almejas: mojaba en la salsa un trozo de pan. Levantó la cabeza e hizo un guiño a don Baldomero.

—Es natural. Querrá guardarla de los peligros. Porque usted, don Baldomero, es un peligro para las mujeres.

—¡Váyase a la mierda!

—No se ponga así, hombre, que no digo nada malo. ¡Qué más quisiéramos todos que ser peligrosos para las hembras!

—El peligro será —dijo don Lino— que por causa de esa señorita se altere esta paz de que gozamos desde que murió la Vieja.

—Pero ¿no era usted el que el otro día esperaba que con la llegada de la francesa se acabase la calma chicha?

—Nadie está libre de errores.

—Pues yo puedo decirles lo que va a pasar —Cubeiro apartó el plato de las almejas, vacío, e hizo señal al chico de que trajera más vino—: Que don Carlos pondrá los puntos a la muchacha y, si puede, se casará con ella.

—Les aseguro a ustedes que don Carlos marchará —dijo don Baldomero—. Me lo dijo mil veces.

—Pero, ¡hombre!, no sea tonto. Si es guapa, como dicen, ¿cómo va don Carlos a dejar que se pierda una ocasión como ésta? Y aunque fuera fea. Son muchos cuartos los que le quedaron y pocos los que tiene don Carlos.

—A mí no me preocupa lo que haga don Carlos. Don Carlos solo no basta para armar aquí la tormenta. Pero ¿qué hará Cayetano?

—Y usted, don Lino, ¿por qué supone que Cayetano va a hacer algo?

—Lo supondría también usted si tuviese dos dedos de frente. Para Cayetano hacer algo en este caso es casi una cuestión de honor.

—¿Hacer qué? —don Baldomero empezaba a irritarse.

—Me pongo en su situación, y bien saben ustedes lo difícil que me resulta. Porque yo antepongo mi condición de ciudadano a la de sujeto particular. Para Cayetano es una cuestión de honor acostarse con ella.

—Cayetano lleva un tiempo apaciguado —intervino Cubeiro—. Prácticamente, desde que murió la Vieja está desconocido. A lo mejor…

Don Lino golpeó la mesa.

—Seamos sinceros, Cubeiro. ¿Qué pensaría usted de Cayetano si dejase madurar esa breva sin meterle el diente?

—Prohibido decir en voz alta lo que se piensa del amo. Hay chivatos.

—A mí no me lo prohíbe nadie. Yo no cobro del amo, sino de la República. Por eso puedo expresar mis pensamientos libremente. Pues lo que yo pensaría en el caso de que Cayetano no se atreviera…

—… O no lo consiguiera…

—Pensaría que toda su fachenda la gasta en aldeanas que puede comprar con regalos, o con desgraciadas a las que engaña con promesas. Eso es lo que pensaría.

El juez había permanecido silencioso, al lado de don Baldomero. Extendió la mano sobre la mesa y la golpeó.

—Un momento. Olvidan un precedente. Don Jaime no era un conquistador como Cayetano y, sin embargo, le hizo un hijo a la Vieja. Para Cayetano es cuestión de honor, como decía antes don Lino, hacer otro tanto con la francesa. Confieso que, si se rajase, le perdería el respeto y el pueblo quedaría defraudado. Porque, señores, si ustedes, en vez de charlar alrededor de esta mesa, se preocupasen de la opinión pública, sabrían que todo el mundo espera, que todo el mundo desea, que todo el mundo está seguro de que esa prenda es para Cayetano. Y yo estoy de acuerdo con la gente.

—Supongamos —dijo don Baldomero— que se casa con ella. ¿Por qué no admitir que alguna vez Cayetano se portará decentemente? Un matrimonio según las leyes de Dios y de la República: con cura y con juez.

—¡Bueno! Eso es lo mejor que podría pasar. Se habrían acabado los bandos. Después de todo, las cuestiones de rivalidad se han resuelto siempre por la cama. Hasta las políticas. Si Isabel II se hubiera casado con el conde de Montemolín, usted hoy no sería carlista.

Cubeiro dio al juez un golpecito en el hombro.

—Señor juez, es usted un ingenuo. Yo no veo las cosas tan claras. Está don Carlos. Y no sabemos lo que puede dar de sí. Pero no creo que se deje birlar la francesa sin oponer resistencia.

—Don Carlos —dijo don Lino— es un soñador. A mí me ha defraudado hace ya tiempo. Como otros muchos de este pueblo, no hace más que hablar, aunque con más cultura que los otros. Un español más de café y palabrería.

—Un soñador, sí, que le quitó la querida al amo y el amo se lo tuvo que tragar.

—A usted no le consta.

—¡Hombre! Así tuviera segura la lotería de mañana.

—A propósito de lotería —dijo don Baldomero—. Me han asegurado que el Gobierno de la República va a hacer trampa.

—¡El Gobierno de derechas, no lo olvide! Un Gobierno que usurpa la República y que hace lo posible por deshonrarla. Estoy de acuerdo con usted: mañana habrá trampa. Y, pasado, los españoles nos sublevaremos contra esa pandilla de sinvergüenzas.

Cubeiro golpeó el tapete verde con el vaso.

—Procedamos por orden. A mí me importa un bledo que hagan trampa en la lotería, porque no juego. Pero aquí no se trataba de eso. La lotería no va a hacernos ricos, pero lo que puede pasar entre el amo y la francesa es una cuestión importante. Porque imaginemos que las cosas van bien y se casan. ¡Qué tranquilidad, caballeros, para los padres de familia, para los maridos, para los novios! Porque es de suponer que el amo, una vez casado…

Se abrió la puerta del casino y entró, despavorido, el médico. Se detuvo junto a la mesa de juego. Echaba los bofes.

—¿Y ustedes aquí, tan tranquilos?

—¿Qué sucede? ¿Murió alguien?

El médico se limpió el sudor de la frente.

—La francesa. Llegó la francesa. ¡Qué mujer, Dios! Lo que cada cual tiene en su casa es pura caca, y perdonen la manera de señalar.

Se sentó en la silla que le ofrecían.

—Una mujer como Dios manda, delgada, pero llenita; distinguida, y no estas vacas que usamos por aquí.

—También la Vieja era delgada.

—Pues ésta es como la Vieja, pero en guapo. Así de alta, pero se contonea, y se le mueven las ancas al andar. Es una mujer como esas de los figurines. ¡Y cómo viste! Claro, viene de París.

—Aquí hemos llegado al acuerdo de que no nos interesa.

—Como las uvas verdes.

—Y todo lo que el pueblo pueda tener con ella, lo delegamos en Cayetano.

—Les advierto que no viene sola. Tiene que ser su padre el que la acompaña, porque tiene cara de Churruchao. De modo que…

—¿Ha sido alguna vez un padre obstáculo para don Juan? La existencia de un padre pondrá la cosa más apetecible. Si no, al tiempo…

—¿Y qué hizo cuando llegó? ¿Saludó al pueblo?

—Bajó del coche. Aquello estaba lleno de gente. Pues como si nada: ayudó a su padre y, con él del brazo, se metió en casa. Don Carlos, al ver tanta gente, reía.

—Don Carlos ríe siempre.

—Tendrá derecho, ¿no?

—Tendrá derecho, pero a mí ya me empieza a fastidiar, porque don Carlos ríe desde arriba, ¿me entiende?, y aquí, el único que está verdaderamente arriba, no ríe nunca —don Lino remató el párrafo con un movimiento enérgico de la mano.

—Hombre, no exagere. A veces también ríe.

—Y entonces es peor. No. El que ríe desde arriba se ríe de alguien, y de mí no se ríe nadie.

Cayetano llegó, efectivamente, serio. No se quitó la boina.

—¿No hay partida?

—Estábamos charlando.

—De la francesa, como si lo viera.

—Es el tema del día.

Cayetano se sentó, se quitó la boina y la dejó sobre la mesa.

—Merecían ustedes ser eternamente esclavos. Como los esclavos, no piensan más que en comer y en divertirse. Del resto, que se preocupe el amo. Pero el amo está a punto de cansarse.

Cubeiro echó un pitillo sobre el tapete verde, hacia el lado de Cayetano.

—No creo que sea para ponerse así. Hacemos lo de siempre. Y usted, ¿qué más quiere? Depositamos en usted la confianza: para eso manda. Alguna ventaja había de traernos la esclavitud.

Cayetano rechazó el pitillo y sacó la pipa.

—¿Saben ustedes que hay una amenaza de hambre sobre el pueblo?

—No será por la pesca.

—El pueblo no vive de la pesca, sino del astillero. Todos ustedes comen gracias al astillero.

—Menos yo —interrumpió don Lino—. Yo soy un funcionario de la República.

—¡Buena está la República! ¡Y mucho les importa a los que gobiernan que todo un pueblo se quede en la miseria!

Empezó a encender la pipa. El mechero no funcionaba. Tres cajas de cerillas cayeron en la mesa. El juez ofreció el fuego de su encendedor.

—Gracias.

Echó dos o tres bocanadas seguidas. Tenía el rostro serio y el ceño fruncido. Cubeiro hizo una seña a don Lino, que, a su vez, recogía una mirada inquieta del juez. A don Baldomero se le había hinchado la vena de la frente, y sus ojos saltaban de las fichas del juego a los ojos de Cayetano.

—Los Bancos regionales acaban de negarme el crédito. ¡A mí, al industrial más honrado y próspero de la provincia! ¡A una firma que en toda su historia no registra una letra impagada ni un compromiso sin cumplir! Pues acaban de decirme: si tiene usted dinero, trabaje con él; si no lo tiene, cierre el negocio. Nosotros no le damos ni un céntimo.

—Pero usted es rico —dijo, trémulo, don Baldomero.

—Sólo relativamente. Un industrial moderno no gana para guardar, sino para ampliar su industria. Tengo dinero, claro, pero no para hacer frente a seis meses de trabajo. Para eso están los Bancos. Pero a los Bancos, al parecer, les interesa mi ruina. Quieren desacreditarme ante los sindicatos. En el fondo, se trata de una maniobra preelectoral. Como se dice que va a haber elecciones…

—Pueden cambiar las cosas —añadió don Lino, en tono casi consternado—. El actual régimen bancario es algo que no debe durar, usted lo sabe: hay proyectos muy bien pensados de nacionalización. Y, mientras tanto, una intervención del Estado dará la solución al caso. Hay diputados que lo denunciarán con gusto en el Parlamento, y no faltan banqueros inteligentes, afectos a la República.

—Quizá no falten, quizá, y pueden cambiar las cosas…

El tono de Cayetano carecía de altivez; se volvió a don Lino, le miró y le habló —por primera vez— como a un igual; y don Lino se sintió tan satisfecho, que le echó mano al hombro y le dio unas palmadas amistosas.

—¿Quién lo duda? Pero no espero nada del Parlamento. Si no barremos a esa pandilla que nos gobierna, mal lo vamos a pasar. Tendré que vender el astillero.

Cinco rostros consternados se inclinaron sobre la mesa; cinco rostros interrogantes.

—¿Vender? ¿Dijo usted vender?

—Como suena. Se me ha declarado la guerra a muerte. ¿Y saben ustedes por qué? Porque he rechazado la intervención ajena. La Patronal de Vigo intentó controlarme. ¡Soy un mal ejemplo porque pago a mis obreros mejor que ellos! Don Carlos Deza lo sabe. Él podrá contarles.

—¡Mucho le importará ahora a don Carlos Deza! Con la francesa en casa…

—La francesa, señores, podía habernos divertido mucho en otra ocasión. Incluso a mí, ¿quién lo duda? Pero en ésta…

Quedó en silencio. Todos se habían puesto serios. Circuló una cajetilla.

—Lo que nosotros podamos hacer… —dijo, casi susurró, Cubeiro.

—¿Ustedes? ¡Arreglado estaba el porvenir del pueblo, si estuviera en manos como las de usted!

Apartó la silla y se levantó.

—He querido que lo supieran, y deseo que se entere todo el mundo.

—Pero… ¿va a haber despidos?

—No, al menos de momento. Mientras me sea posible, aguantaré sin perjudicar a nadie. Pero quizá llegue un día en que necesite la cooperación de todos.

Se volvió a don Lino. El maestro dio un pequeño repeluzno.

—A usted también, don Lino, de manera especial. Dicen que va a haber elecciones. Si las ganamos nosotros, saldrá usted diputado. Y si las perdemos…

Se puso la boina.

—… Pueblanueva del Conde se dedicará a la pesca. ¡Ya verán qué bien lo pasan! Y yo dejaré de mandar, para que mande la francesa.

Acostaron a don Gonzalo nada más llegar: le había cogido el frío en el camino, tosía y tenía calambres. La Rucha encendió la chimenea y calentó la cama con botellas de agua; añadió mantas y trajo un chal negro de doña Mariana para que don Gonzalo se envolviese mientras comía. Le sirvió Germaine, y le ayudó: partió la carne en pedazos, mondó la fruta y probó el café, a ver si estaba bien azucarado. Hablaban en francés. Carlos, desde un rincón, escuchaba en silencio y esperaba.

Ahora dormirá —dijo Germaine—, y podremos comer nosotros.

La Rucha hija se había emperifollado. Traía el pelo más rizo, los pechos más agudos y el encañonado de la cofia hecho un primor. Sirvió la comida sin errores. Carlos la felicitó. Germaine había salido a ver si su padre dormía. La Rucha preguntó:

—¿Y usted cree que la señorita me llevará consigo?

—¿Consigo? ¿Adónde?

A París, cuando se vaya.

Don Gonzalo ya dormía. La Rucha trajo el café. Germaine rechazó el coñac que Carlos le había servido.

—No puedo beber. No conviene para la voz.

Estaba sentada junto a la chimenea, cerca del fuego. Los leños ardían con llamas largas. Carlos, inmóvil, con la taza en las manos, miraba las de Germaine. Ella hablaba de París, de su carrera. Había terminado los estudios en el conservatorio, pero necesitaba perfeccionarse con cierto maestro famoso: porque su voz lo necesitaba —primores técnicos ante cuya mención Carlos ponía cara de absoluta ininteligencia— y porque el tal profesor tenía las llaves de la ópera.

—Cobra muy caro, una cantidad para mí inaccesible, y no le gustan las alumnas modestas, las alumnas que visten ropas reformadas. Para él, un buen abrigo es tan importante como una buena voz, y un pato a la naranja en La Tour d’Argent es el mejor modo de recomendarse. Tampoco le disgustan los nombres distinguidos. Espero que «Germana de Sarmiento» será de su agrado.

—¿Germana?

—Sí. En Francia es menos vulgar. Yo, allí, soy Germana, en español.

—¿Y por qué de Sarmiento?

—En Francia es necesario, al menos en el mundo en que voy a vivir.

—El gran mundo, claro. Debe de ser muy atractivo.

—En cualquier caso tiene que ser el mío. La gente pobre no va a la ópera.

Las manos de Germaine, largas, bien cuidadas, manejaban la taza de café con diestra sencillez, con elegancia un poco anticuada. Carlos imaginó a Gonzalo Sarmiento iniciando a su hija, desde muy niña, en el secreto de las buenas maneras. Aquel modo de moverse le hubiera gustado a doña Mariana: pertenecía a su tiempo. Como la ópera.

Carlos dijo entonces:

—¿Quieres que te enseñe ahora la casa o prefieres explorarla sola?

Germaine rió.

—¿Hay fantasmas? .

—No. Ha sido un descuido, lo comprendo. Pero tu tía no creía en ellos.

—En ese caso, enséñamela tú.

La llevó al salón. Estaban abiertas las maderas. Germaine, riendo, señaló los cuadros.

—¿Y decías que no hay fantasmas?

—Al menos, no son de los corrientes.

La cogió del brazo y la llevó frente al retrato de doña Mariana.

—Así era tu tía a los treinta años.

—Pero este cuadro, ahora, es tuyo, ¿verdad?

—Sí. Es mío.

Germaine lo miró unos instantes.

—Era guapa.

—¿Es todo lo que te sugiere?

—Bueno. Lleva un bonito traje, y un collar…

—El traje y el collar existen todavía.

Germaine se estremeció. La brillaron los ojos, cerró las manos bruscamente.

—¿Existe el collar? ¿Es mío?

Carlos no le respondió. Se acercó a un rincón, apartó un cuadro y abrió la caja fuerte. Germaine le siguió. Miraba, anhelante, las manos de Carlos manipulando en la cerradura de clave. Cuando quedó al descubierto el hueco oscuro de la caja, suspiró fuerte. Carlos la echó la mano libre por el hombro y la atrajo.

—Ven.

Metió la mano derecha, sacó el estuche y se lo ofreció, abierto.

—Toma. Póntelo.

Germaine extendió una mano temblorosa y cogió con fuerza el collar. El estuche, vacío, quedó en la mano de Carlos.

—¿Me lo das… para mí?

—Póntelo.

Germaine corrió al espejo, con el collar apretado en la mano.

—¿Quieres encender la luz? No veo bien.

—Tu tía detestaba la luz eléctrica.

Germaine aguantaba el collar abierto sobre el pecho. Carlos se lo abrochó.

—¡Para cantar La Traviata…!

Se volvió hacia Carlos.

—¿Es bueno?

—Esmeraldas. Montura antigua.

—Eso no importa. Para cantar La Traviata irá bien… ¡Es maravilloso! ¡Y cómo impresionará a mi maestro! Voy a enseñárselo a papá. Perdona.

Salió corriendo. Carlos vio en el espejo su propia cara, gris, desencantada.

—¡Germaine…! —murmuró, y le salió una sonrisa torcida en la esquina del labio.

Sacó de la caja fuerte varios estuches, una bolsita de terciopelo, un envoltorio de seda. Lo dejó todo sobre la mesa: los estuches, abiertos; la bolsita, vacía; el envoltorio, deshecho. Cuando Germaine regresó, le dijo:

Aunque hice un inventario de todo lo que hay en la casa, esto no figura en ninguna parte. Cualquiera que sea tu determinación respecto a la herencia, puedes llevarte estas cosas. Algunas de ellas te servirán, quizá, para cantar en el teatro. Están ahí todas las alhajas de tu tía, las arras con que se casaron las mujeres de tu familia, y algunas cosas más.

Empezó a cerrar los estuches.

—En cuanto a lo demás…, los fantasmas ya veo que no te interesan. Quizá te guste saber que la sillería es francesa y que lleva en este sitio ciento cincuenta años, como la alfombra.

—¡Ah! ¿Sí?

—Valen mucho dinero. Y ese piano…

—¡Ah! Pero ¿hay un piano? No me había fijado.

—No puedo decirte el tiempo que hace que no lo tocan. Si quieres…

Levantó la tapa.

—Está abierto.

Germaine tocó una escala.

—¡Y afinado!

—Tu tía esperaba que vinieras cualquier día. Y como le dije que en tu casa había piano…

Germaine se sentó y empezó a tocar.

—Suena bien. Es un buen piano —hizo una pausa—. ¿Te molesta que toque?

—Por ahí hay un musiquero con partituras.

—No es necesario. Algunas piezas las sé de memoria. Toco hace quince años.

Improvisó unos compases. Carlos se arrimó a la pared, escondió el rostro en un lugar oscuro.

—Voy a tocar algo para ti. ¡Has sido tan bueno! ¿O prefieres que cante?

—Como quieras.

—Primero, un vals de Chopin. Chopin fue un músico polaco del siglo pasado. Quizá hayas oído hablar de él.

—No. De eso, no entiendo.

Germaine empezó a tocar.

—Es un vals, ¿sabes?

Carlos no respondió. Se fijaba en los dedos, estudiaba la ejecución. Cuando Germaine terminó, dijo:

—Es bonito. Canta ahora.

—Voy a cantar…

Germaine cerró los ojos y echó la cabeza atrás. Su mano derecha buscó algo en el bolsillo. Empezó a inhalarse. ¡Flor, floc!

—Voy a cantar la habanera de Carmen. Eso lo conocerás, seguramente. Lo tocan mucho por radio.

—No tengo radio, pero quizá lo haya oído alguna vez. A tu tía le gustaban las coplas antiguas. Seguramente está entre sus discos.

Cantaba bien. Tenía una voz áspera, dramática.

—¿Te gustó?

—Sí, pero… no la había oído nunca. Al menos, no lo recuerdo. Tengo mala memoria, y como no estoy acostumbrado…

Germaine cerró el piano.

—Es muy conocido y muy difícil. Sólo una gran soprano puede cantarlo bien —miró hacia el rincón donde permanecía Carlos: apenas se adivinaba el bulto, y de la cara veía una mancha borrosa; a ella, en cambio, la alumbraba la luz de la ventana, le pegaba de lleno, y Carlos pudo ver cómo se iba creciendo mientras cantaba—. Con esto es con lo que quiero presentarme en la ópera de París.

—¿Sólo… con una canción?

Ella rió.

—No, tonto. La ópera entera. Una ópera es una obra de teatro.

—¡Ah!

—¿Nunca has visto una ópera?

—No. Quizá no. Claro que he visto alguna comedia donde la gente cantaba.

Salió de la penumbra y se acercó. Germaine le miró a los ojos y se sintió admirada.

—Pero tú estuviste fuera de España…

—Sí, pero muy poco tiempo. Como no me entendía, tuve que volverme. Fue una lástima; hubiera aprendido mucho.

Germaine giró en el asiento.

—Juan me dijo que eres muy inteligente.

—¡Bah! Siempre se exagera… No soy mal médico, y Juan es buen amigo mío. ¿Te habló también de sus hermanas?

—Vagamente.

Carlos se apoyó en la tapa del piano. Dijo, con calor:

—Una de ellas vive aquí. Tendrás que conocerla. Y un fraile… ¿Conservas cierto retrato de tu madre?

Germaine apretó las manos contra el pecho.

—Naturalmente. Es mi tesoro. ¿Lo conoces?

—Se lo pintó Eugenio Quiroga. Ahora es fraile, ¿sabes? Es él quien ha pintado la iglesia. Fue amigo de tu padre. Y hace un año, cuando estuve en tu casa, me confundió con él.

Se echó a reír.

—Tuvo gracia aquello. Pero es que los Churruchaos nos parecemos todos.

Señaló, con un movimiento circular de la mano, los retratos.

—Puedes comprobarlo si te fijas bien en esos fantasmas. Sólo uno de ellos, sin embargo, se parece a ti.

Se levantó. El retrato de Mariana Quiroga quedaba en penumbra.

—Éste. Se llamó en vida Mariana Quiroga, y debe ser tatarabuela tuya. Pero tú eres mucho más bonita. A tu tía le gustaba recordarla. Ya te contaré su historia, si alguno de estos días estás de humor para oírla.

Se oían dentro de la iglesia fuertes golpes. Carlos empujó la puerta y entró. Olía a madera. Unos obreros desmontaban el andamio. Los suelos de las naves laterales estaban ya fregados y libres de escombros, y los altares, revestidos. No se veía bien, como si la niebla se hubiera metido en la iglesia y, allí dentro, hubiera espesado más.

Preguntó por el fraile. Uno de los carpinteros le dijo:

—Por ahí andaba. Mire en la sacristía.

Lo encontró sentado en un camastro, apenas visible en la oscuridad, con una silla delante. En la silla había restos de comida y un vaso de vino. Al ver a Carlos, el padre Eugenio empujó la silla y corrió a la puerta.

—¿Ya han venido?

—La princesa queda instalada en su palacio, después de pasar con éxito todas las pruebas, menos la del garbanzo, porque aún no hubo ocasión. En cuanto al infante, su padre, hubo que acostarlo: no anda muy bien de salud. ¿Tiene usted algo que beber? Hace un frío que pela.

—Puedo hacerle café, si quiere.

—Ya veo que se ha instalado con todas las comodidades. ¡Hasta una cafetera!

—¿Ha visto las pinturas?

—No. La iglesia está en tinieblas.

El fraile encendió un infiernillo de alcohol y preparó la cafetera.

—No las vea todavía. Hay que esperar a que retiren los maderos y a que esté el altar revestido. Mañana. Ahora, cuénteme.

Señaló el camastro.

—Siéntese ahí. Estará más cómodo.

Carlos se quitó el abrigo, se lo echó por los hombros y se sentó.

—Fui a rescatar a una princesa perdida y me encontré con Adelina Patti. ¿Me comprende? ¡Una chica preciosa, elegante, en cuya garganta esperan agazapados maravillosos gorgoritos que serán, si Dios no lo remedia, deleite de filisteos! ¡Adelina Patti o algo por el estilo, muy importante, casi sublime! Hay que hablar de ella con cuidado, como un hombre de ciencia o como un crítico. En todo caso, haciendo varios distingos. Cuando oí, en la estación, sus primeras palabras, me asusté: tiene una voz grave, bien timbrada, patética hasta cuando ríe, una voz más atractiva que cualquier otra de sus buenas condiciones, pero que a mí me asustó, porque me pareció la voz de los tuberculosos a la laringe. Y ella llegó cargada de precauciones, embufandada, y sacó un aparatito y se inhaló con él. Me estremecí, palabra; le aseguro que jamás sentí mayor ternura por persona alguna. Se me ocurrió que durante todos estos años hubiera necesitado, para cuidarse, el dinero que ahora tendrá, y temí que ya fuera tarde. Todo esto lo pensaba y me dolía en el corazón, mientras ella, con la cabeza levantada y el inhalador frente a la boca, apretaba la bola de goma con la destreza que da una larga práctica.

Hizo una pausa que sólo tardó una fracción de segundo en convertirse en teatral: señaló violentamente, con el índice extendido, un lugar en el techo oscuro, y él mismo miró hacia allí, como si fueran a salir los fantasmas conjurados. El padre Eugenio seguía sus movimientos, sus actitudes, con mirada extrañada.

—Germaine es un personaje que vive para meterse en la boca un inhalador y rociarse con algo la preciosa glotis. Es la ocupación más importante de su vida. Necesita cuidar, proteger su voz: vive para su voz, alrededor de su voz, arrodillada ante su voz.

Empezó a cantar.

—¡Lanlarán, laralarán, laranlanlara, larán, larán! No hace todavía media hora me obsequió, completamente gratis, con la habanera de Carmen. Muy bien cantada, sí, señor. Preciosa voz, voz caliente, un poco amarga. Una voz para expresar amor y dolor, el amor de Margarita Gautier y el dolor de Aida. Pero no amor y dolor verdaderos, sino teatrales, con música de Verdi, que es la más socorrida.

El fraile puso sobre la silla el servicio del café.

—Era natural. También su madre cantaba.

—Me tiene usted que contar algo de su madre. Lo necesito para entender la situación sin que nada se me escape.

—Su madre hubiera sido una gran cantante, pero perdió la voz. ¿No se lo conté nunca?

—No recuerdo.

—Sí, se lo conté. Perdió la voz y se casó con Gonzalo Sarmiento.

—Y murió de parto. ¡Qué lástima! El mundo hubiera agradecido más a los dioses la conservación de aquella garganta, porque, entonces, su propietaria no se hubiera casado con Gonzalo Sarmiento y no existiría Germaine. Aunque, bien pensado, quizá los dioses hayan creado a Germaine, por intermedio de Gonzalo Sarmiento, para compensar al mundo de la pérdida de aquella otra garganta. Sí, sí, estoy seguro: Germaine es un presente de los dioses para deshacer un entuerto, o, si usted lo prefiere, para rectificar un error. Y perdone si meto a los dioses en esto, pero usted me ha acostumbrado.

—¿Por qué se burla?

Carlos alzó las manos.

—¿Yo? ¿Burlarme yo? ¡Dios me libre! Es el destino, es decir, los dioses, quienes se burlan. Y no de mí. Se burlan de la Vieja, que lo preparó todo tan escrupulosamente para que, muerta ella, los vivos hiciéramos su voluntad. Pero la Vieja no contaba con que los vivos mienten. Ella fue leal y verdadera. Su sobrina es una personilla mentirosa, que ocultó su vocación durante años para que la vieja loca no le retirase su apoyo. Quince años estudiando música y canto con los mejores maestros, mientras su tía la creía interna en un colegio aristocrático preparándose para sustituirla en el mundo.

El fraile acercó la cafetera humeante.

—Supongo que la chica tendrá derecho a escoger su vida.

—¿Quién lo duda? Y a mentir. Hay que cantar ópera sea como sea. Hay que recordar que los dioses le jugaron a mamá una mala pasada, y hay que engañar a los dioses, si hace falta. La cuestión es llegar a cantar ópera, que es una profesión honesta; más aún, brillante. Se sale en los periódicos, los críticos de todos los países se quedan sin adjetivos para elogiar la hermosa voz de Germaine Sarmiento, y, al final de la función, la triunfadora recibe ramos de flores; grandes, inmensos ramos de flores. ¡La triunfadora! Para triunfar hay dos caminos: uno, áspero, trabajoso, humillante, si no se tiene dinero; otro, fácil, si en un rincón perdido del mundo se le ocurre morirse a una tía rica. La señorita Sarmiento ha tenido suerte. Se le murió la tía rica. Y ahora viene a recoger el botín.

Echó azúcar al café y lo revolvió lentamente.

—Y uno, ¿qué puede hacer? La princesa es amable, encantadora; habla con una voz impresionante, una voz con la que uno desearía oírle hablar de amor; tiene esa gracia de las mujeres francesas que usted no habrá olvidado, y un encanto personal que envuelve, que aniquila, que impide decir lo que se piensa, que impide incluso pensar. No puedo decirle si es una coqueta redomada o si todavía ignora su poder de fascinación, pero puedo asegurarle que ya se considera miembro de una casta superior, la casta de los divos, y nos mira a todos desde arriba, pero disimulándolo con una cortesía irreprochable.

—Es usted injusto.

—No. Quisiera poder describir todas sus gracias… ¡Su propia tía se habría rendido a ellas! Personalmente le aseguro que me enamoré.

El fraile rió y encendió un pitillo.

—Es lo mejor que podría pasar.

—¡Dios no lo quiera, padre Eugenio! Es lo que me faltaba. ¡Enamorarme de una diva! ¿Me imagina usted siguiéndola de lejos en sus tournées, mendigando para comer, robando flores en los parques públicos para enviárselas la noche del beneficio?

El fraile acercó la estufilla eléctrica.

—Vamos a encender esto. No hay quien aguante el frío, y usted…, usted parece que no habla en serio.

A mí tampoco hay quien me aguante, dígalo sin rodeos. Yo mismo no puedo aguantarme.

—¿Por qué no se pone en el lugar de Germaine?

—Me resulta más fácil ponerme en el de doña Mariana. Y a doña Mariana, lo de los gorgoritos le hubiera hecho poca gracia. Comprendo que es injusto, porque a ella le gustaba la ópera, pero no cantada por su sobrina. La Vieja tenía muchos prejuicios, prejuicios anticuados e indefendibles. Como a los reyes antiguos, le divertían los bufones, pero no hubiera tolerado que nadie de su sangre fuese bufón. Y, ya ve, con toda mi habilidad dialéctica, no hubiera sido capaz de convencerla de que una cantante de ópera no pertenece al sindicato de los bufones.

—Pero usted no creerá semejante estupidez.

—Yo vengo observando, padre Eugenio, algunas variantes en mi modo de pensar. A veces temo que el alma de doña Mariana se me haya metido en el cuerpo, quizá en el lugar que ocupaba antes el diablo. No habrá habido grandes dificultades para la sustitución, porque, desde el punto de vista de Dios, ¿qué más da el diablo que doña Mariana? Es el caso que, ahora, con quien discuto, a quien intento convencer, de quien me defiendo, no es del diablo, sino de la Vieja. Pero la Vieja es más fuerte que el diablo, o, al menos, se ha aposentado en mi alma con más energía. De modo que aprenda usted a distinguir cuando hablo yo y cuando habla ella. Écheme café. ¡Si tuviera usted, además, un poco de aguardiente!

El fraile buscó, encima de una cómoda, una botella.

—Algo queda.

—Démelo. Mitad y mitad. Lo necesito.

Bebió seguido, y carraspeó. Quedó apoyado en la cómoda, con la taza en la mano y la vista perdida en cualquier lugar del espacio. El padre Eugenio bajaba y levantaba repetidamente la cabeza, miraba a Carlos o escondía la mirada.

—Está bueno. A la Vieja le gustaban estas mixturas. Y la Vieja, si no hubiese muerto, andaría ahora dando vueltas a la cabeza y volviéndome loco para que averiguase todo lo concerniente a esa difunta diva cuya voz, cierto día ya lejano, arrebataron los dioses. La hija tiene que haber heredado de ella algo más que la voz. Y, a lo que colijo, biológicamente esa señora fue más fuerte que su marido. Gonzalo Sarmiento es un fin de raza en medida bastante mayor que nosotros. Pasa de los setenta y engendró a su hija cerca de los cincuenta. Germaine tiene de él la figura, casi la apariencia; pero los ojos, la boca, las manos, lo sustancial, pertenecen a la otra sangre. El mentón es el de su padre, y ese mentón delicado me hacía esperar a una muchacha débil. Quizá lo sea, pero posee una terquedad que sustituye eficazmente a la energía. ¿Por qué no me cuenta usted algo de su madre? Usted la conoció, usted le pintó un retrato, usted tuvo tiempo de observarla. El retrato que le pintó es un retrato a la antigua, un espejo del alma, si no recuerdo mal. Y no recuerdo mal, porque acabo de verlo: su hija lo ha traído consigo. Se llamaba…

—… Suzanne.

—Suzanne. Un nombre muy corriente en Francia, pero ella no era corriente, salvo si usted la idealizó. Más guapa que su hija, aunque menos extraña, pero… En fin, no sé decirlo. ¿Por qué no me lo dice usted?

—Todo lo que yo pudiera decir está en el cuadro.

—Pintado. Lo quiero oír en palabras.

—Yo soy pintor.

Carlos paseó un rato en silencio. De vez en cuando sacaba las manos de los bolsillos y se soplaba las puntas de los dedos.

—Y predicador. Pero entre uno y otro no hay… ¿cómo podría decirlo?, muy buenas relaciones. Si lo que usted pintó pudiera decirse con palabras, sería inútil pintar. Y, viceversa, cosas que se pueden decir, no podrían pintarse. Por ejemplo, si a usted se le ocurriera hacer un retrato a la hija, nadie podría averiguar por el retrato que esta señorita de buena familia necesita sentirse miembro de una casta excepcional y privilegiada para compensar las humillaciones, las miserias que ha experimentado en su pobre y aperreada vida. Es curioso: reducido a esquema clínico, el caso de Germaine Sarmiento coincidiría, be por be, con el de Juan Aldán. Pero Aldán y Germaine son personas distintas, inconfundibles. Por eso me fío poco de mi ciencia. ¿Qué quiere decir complejo de inferioridad compensado? Antes, creía saberlo. Ahora, empiezo a verlo confuso. Y, lo que es más grave, conforme dejo de creer en los complejos, voy creyendo en los pecados. Todo esto, definido a la antigua, sería mucho más claro. Soberbia, envidia, resentimiento…

Se detuvo en medio de la sacristía, y acomodó el abrigo, que le había resbalado.

—Pero también estoy de acuerdo con los que dicen que no hay que definir, sino describir. La realidad no cabe en las definiciones. Pero sucede que carezco de elementos para describir a Germaine. ¿Cómo era su madre?

El fraile se encogió de hombros.

—¡Hace ya tanto tiempo…!

—El retrato que usted pintó es el de una mujer triste. Y, sin embargo, lo pintó como regalo de boda, cuando ella iba a casarse.

—Cuando una operación quirúrgica acababa de dejarla sin voz. No olvide usted esto: una enfermedad de la laringe le arrebató todas sus esperanzas.

—Es decir, que el matrimonio no la compensaba de lo perdido. ¿Por qué se casó?

—Supongo que… por miedo a la vida. Era pobre. No tenía familia.

—Y se casó con el millonario Sarmiento, un fracasado, incapaz de ganar un real.

—Ya le he contado cómo fue.

—A mí, no; a doña Mariana. Ella me lo repitió, naturalmente, y pidió mi opinión, pero no se la di. Le hubiera servido para confirmar lo que ya sospechaba, y nos hubiéramos equivocado, quizá.

El fraile se había arrimado a la cómoda, de espaldas a un crucifijo y a un espejo. Carlos daba vueltas a su alrededor; unas veces le miraba, otras no. Unas veces le hablaba en la cara; otras, parecía dirigirse a las sombras.

—¿Y qué es… lo que sospechaba doña Mariana?

Carlos le echó desde lejos un pitillo, que el fraile recogió al vuelo.

—Gonzalo Sarmiento era una buena persona, pero tonto. Le atraía la sociedad de los artistas, pero él no lo era. Sin embargo, ¿qué importa no ser cuando puede simularse? En aquella sociedad abundaban los artistas sin obra, los que pasan cuarenta años anunciando el libro excepcional que no se escribe nunca porque la perra vida no lo permite. Quizá Gonzalo haya sido uno de éstos. Hasta que le conoció a usted. Usted era un artista de verdad y, además, un Churruchao, como él. Gonzalo dejó de simular para apropiarse un poco de la personalidad de usted. Sin darse cuenta, inocentemente, como un contagio. La prueba de su inocencia es que no escondió el original. Y el original entonces atravesaba un período de crisis, una crisis grave, profunda. Usted me la describió el otro día.

—¿Y qué?

Carlos se plantó ante el fraile.

—Eso digo yo. ¿Y qué?

Alzó los brazos y agarró al fraile por los hombros. Lo sacudió blandamente.

—No lo diga, padre, no hace falta.

Se miraron fijamente. El fraile bajó los ojos. Carlos soltó los hombros, dejó que sus manos resbalasen hasta encontrar las del padre Eugenio.

—Beba algo. Está frío. Y no vuelva a preocuparse del perdón.

—Usted, ¡qué sabe!

Carlos cogió la botella del aguardiente, sirvió un poco en un vaso y se lo ofreció.

—Beba. ¿Quién puede no perdonarle? ¿Dios? Usted cree en Él, y en el poder de un sacerdote para absolver. Y usted ha solicitado la absolución. ¿O es lo nuestro lo que le preocupa? ¿Un tribunal de Churruchaos juzgándole por adulterio? La Vieja murió y le hubiera perdonado; yo, ¿cómo me atrevería a juzgarle? En cuanto a Gonzalo, no creo indispensable que se arroje usted a sus plantas, le confiese la verdad, etc. Sería una falta de caridad, en el caso de que él lo ignore, o en el caso de que sólo su hija lo desconozca.

—No soy el padre de Germaine —dijo el fraile, con voz oscura—. Y no entiende usted nada de lo que me sucede. No podrá entenderlo nunca. Porque usted sólo ve lo humano…

Carlos le interrumpió:

—Ya. Y usted lo transporta todo al cielo, adonde a mí me resulta imposible seguirle.

—No tengo más remedio que hacerlo, porque lo siento así.

Tenía el vaso del aguardiente en la mano, a la altura del pecho. Lo apartó, y Carlos volvió a servirle. El fraile bebió y dejó el vaso en la cómoda.

—Usted lo reduce todo a folletín, y yo, a teología. Pero ¿dónde estará la verdad?

—Bueno, según como se mire. A veces, el folletín es más entretenido.

—Pero la teología es más seria. En último término, no soy yo quien ha puesto mi pecado delante de Dios. No se me hubiera ocurrido. Aquello surgió, como usted ha adivinado, en un momento de crisis, y me ayudó a superarla. No transformando en pasión mi angustia de fracasado: eso hubiera tenido una relativa justificación humana. La cosa sucedió fríamente: ella, desencantada de la copia, vino en busca del original, y yo pensé que la embriaguez de una aventura con una mujer bonita me sacaría de la desesperación. Y así fue. Y nunca consideré que hubiera hecho mal, porque me había sido útil, porque me había servido de remedio. Esto sucedió en la primavera de 1914; Suzanne pasaba los primeros tiempos de su embarazo. Sobrevino la guerra y marché de Francia.

—Esto, padre, todavía no es teología. Siento decepcionarle, pero no pasa de folletín. Y usted hizo el peor papel, el de traidor.

—Después vine a Pueblanueva. Hice amistad con el padre Hugo. El padre Hugo me enseñó a ver la vida de otra manera. Ya ve usted: si me hubiera tropezado al padre Fulgencio, ahora no tendría problemas. El padre Fulgencio es un moralista, por no decir un jurista. Es de los que admiten la prostitución como mal menor y condenan el adulterio porque destruye la familia. El padre Hugo era un hombre religioso. Veía a Cristo en las criaturas, sus manos tocaban el misterio, sus palabras lo mostraban. Pero no intentaba penetrarlo, ni reducirlo a términos racionales. Se arrodillaba, se anulaba ante él. Y nos enseñaba a reconocerlo y a arrodillarnos también. Para el padre Hugo, el más hondo de los misterios tangibles eran los hombres, todos y cada uno de ellos. «Piensen ustedes en los que conocen, piensen en ustedes mismos. ¿No es absurdo que Cristo haya muerto para redimirnos? Aparentemente, ninguno de nosotros, ni de los vivos, ni de los muertos, ni de los que nacerán, merece el sacrificio de Dios, y, sin embargo, el sacrificio se hizo. Luego, hay algo en cada hombre que nosotros no entendernos racionalmente, algo que sólo adivinan los que aman a sus semejantes. Por ese algo, Dios nos amó y nos impuso el deber de amarnos los unos a los otros. Fíjense bien: la moral predicada por Cristo consta sólo de dos mandamientos de amor; luego lo inmoral es no amar. El gran pecado es no amar a los semejantes, y el mayor de todos los pecados, el desprecio. El lujurioso peca porque usa de la mujer como de un instrumento; el que explota a los trabajadores peca porque hace al trabajador instrumento de su codicia. En ambos casos, el ser humano pierde para el otro la condición de hombre. Pero la Revelación de Cristo, en lo que al hombre atañe, nos dice que todos somos iguales por estar hechos a la imagen y semejanza de Dios y porque todos somos en Cristo, porque Cristo es el sostén de nuestro ser, y ningún hombre, cualquiera que sea su conducta, puede destruir esa cualidad, sin la que no sería hombre. Por tanto, no existen hombres despreciables, y el que los desprecia, lujurioso o explotador, pretende arrebatarles su condición divina.»

Había oscurecido la tarde, y el padre Eugenio, arrimado a la cómoda y con las manos extendidas, era poco más que una sombra. Carlos, cerca de la pared, le escuchaba. Adelantó unos pasos y tendió la mano.

—Perdóneme, padre Eugenio. Si en vez de estar yo presente estuviera Cayetano Salgado, me explicaría ese recuerdo de las hermosas palabras del padre Hugo. ¡Ya lo creo! Podrían servir a Cayetano para dar a su socialismo cierto tinte cristiano, si le apetecía o si lo necesitaba. Pero yo no soy reformador social, ni moral, ni siquiera un hombre de honesta conducta. ¿Qué tiene eso que ver con nuestro caso?

—¿Es que no ha comprendido todavía que yo usé a Suzanne como de un instrumento y que desprecié a Gonzalo?

—Bien. Pero usted se arrepintió y fue perdonado.

—¿Está seguro? No de que haya sido perdonado, que eso sólo lo sabe Dios, sino de que me haya arrepentido.

—Hombre, usted me lo dio a entender. Entró en un convento, se metió a fraile… No iba a llevar consigo sus pecados.

—Yo me metí a fraile, pero el pintor quedó fuera. Yo me arrepentí de mis pecados, pero el pintor todavía considera que aquella aventura sucia que le sirvió para salir de un atolladero y salvar lo que podía ser salvable, estuvo bien.

Se pasó las manos por los ojos, las mantuvo así unos instantes.

—Una parte de mí se ha resistido siempre a Dios, y yo sé por qué. Lo que en mí hay de artista, lo que más amo de mí, lo que me hace estimarme cuando todo en mi ser se siente despreciado, sobrevive y subsiste gracias a aquel pecado: sin él se hubiera destruido. Yo, después, no he querido destruirlo, o, al menos, olvidarlo. He esperado siempre rescatarlo, redimirlo, transformando el arte en oración. Ahora se explicará usted lo que le dije el otro día.

En la iglesia habían cesado los martillazos. Abrieron la puerta, y un carpintero asomó.

—Eso ya queda listo, padre. Los maderos los dejamos en el pórtico.

Llevó la mano a la gorra y se retiró.

—¿Por qué no vemos ahora esas pinturas?

—Si usted lo prefiere…

Salieron de la sacristía. Los carpinteros habían abierto la puerta grande y sacaban por ella los últimos maderos. El padre Eugenio corrió a comprobar que la puerta quedaba bien cerrada.

—Lucirán mejor mañana, no le quepa duda. Ahora…

Encendió los altares laterales. Repitió algunas consideraciones, oídas y sabidas de Carlos.

—Bueno. Veamos ahora esto. Póngase ahí, en el medio.

Carlos se situó encima de la lápida de doña Mariana. El fraile encendió la luz. La pintura del ábside aparecía terminada. El fraile hizo visera con la mano: miraba a Carlos.

—¿Qué?

—Bien. Muy bien.

—¿Sólo eso? ¿El rostro? ¿No le sugiere nada?

Carlos se sentó en la esquina de un banco.

—Me sugiere que usted tiene miedo a Cristo.

—¿Por qué lo dice?

—Porque ha pintado al juez.

El fraile descendió las escaleras del presbiterio. Se acercó, casi jadeante.

—Luego, ¿cree que no he acertado?

—No se trata de acertar o no. Ha hecho usted una pintura impresionante, la pintura de un Ser que es justo y misericordioso; pero parece haber olvidado la misericordia.

El fraile dormía aquella noche en la iglesia: faltaban todavía retoques y detalles, y tenía que estar allí a primera hora de la mañana para dirigir la ornamentación y, después, para tomar parte en la bendición, que se haría sin fieles, por el prior y los frailes.

Cuando Carlos salió a la plaza, había anochecido. Brillaban las losas, caía un agua fina, azulada. Bajo los soportales, unos chiquillos alborotaban. Subió el cuello del abrigo, metió las manos en los bolsillos, atravesó la plaza, chapoteando. La tienda de Clara estaba todavía abierta. Se acercó a la puerta. La tienda parecía vacía.

—¡Clara!

Clara, sentada en una silla baja, leía. Alzó la cabeza, vio a Carlos y rió.

—¡Hombre! ¿Ya estás de vuelta?

—Vengo de la iglesia.

—¿Te vas a hacer beato? No te va.

Carlos se quitó el abrigo. Lo sacudió.

—¿Dónde puedo colgar esto?

—Ahí, detrás de la puerta, hay un clavo.

Sacó una silla por encima del mostrador.

—Toma y siéntate. Es decir, si no tienes prisa. ¿Has visto a mis hermanos?

Carlos apartó la silla y se acercó al mostrador. Las planchas de madera brillaban pulidas.

—Sí. He visto a Juan, a Inés y al novio de Inés.

—¿El novio de quién?

Le dio la risa a Clara, una risa ancha, alegre, pero repentinamente quedó seria.

—Cuéntamelo todo y no me engañes.

—¿Suelo hacerlo?

—No, pero interpretas las cosas a tu modo y una no sabe a qué atenerse.

—¿Lo quieres con detalles?

—Quiero saber lo que pasa.

—Pues mira: llegué a un piso donde había cuatro muchachas cosiendo…

Clara no le interrumpió: escuchó media hora seguida, miraba a los ojos de Carlos, o a sus manos, o a la plaza, en que el orvallo azul seguía cayendo. A veces, con más fijeza; y entonces Carlos apartaba la vista de ella y la dejaba resbalar por las cajas ordenadas en los anaqueles, o jugueteaba con un cordel anudado, o con un botón.

—… por fin, Juan nos acompañó a la estación. Le preguntó a Germaine si podría escribirle alguna vez, y ella respondió que tendría mucho gusto en recibir carta suya y en contestarle. Se despidieron muy cariñosos. Después, me acompañó a mi departamento, que estaba algo apartado del de Germaine, ellos venían en coche-cama, y yo, en segunda. Me dio un abrazo y me dijo: «No olvides que el porvenir artístico y la felicidad de esta muchacha están en tus manos». Y yo le pregunté: «Y tú, a qué te crees más ligado, ¿a su porvenir artístico o a su felicidad?». Se echó a reír. «A este respecto, ya sabes a qué atenerte.» Subí al vagón, me hizo un saludo y fue corriendo a despedirse otra vez de Germaine. Entonces pitó el tren…

Clara dijo:

—Es hora de cerrar. ¿Por qué no me esperas un minuto y le echo un vistazo a mamá? Luego, puedes llevarme a cualquier sitio y me invitas a una copa.

Volvió pronto. Se había puesto un abrigo y traía el paraguas.

—Sal ya.

Apagó la luz y echó la llave a la puerta.

—¿Puedo cogerte del brazo? Es que, así, te taparé mejor.

Salieron de los soportales. Ante la puerta del café cantante, Carlos se detuvo.

—¿Por qué no vamos a casa de la Vieja? Conocerás a Germaine.

—Todavía no he decidido si quiero conocerla o no.

—Es encantadora, y habla muy bien el español.

—No, no. Otro día.

Entraron. Marcelino el Pirigallo hacía cuentas inclinado sobre el libro mayor. Les vio entrar y acudió rápidamente. En el fondo, junto al escenario apagado, el pianista y la cupletera ensayaban, por lo bajo, una canción. Clara pidió mariscos y vino.

—Así, me ahorro la cena.

Empezó a comer con ganas.

—Ahora, te dejo que me hables de mis hermanos a tu manera.

—Creo que Inés hace bien en casarse, y que Juan no sabe qué hacer.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre?

—Me equivoqué tantas veces, que he decidido andarme con cuidado. Las personas dan sorpresas.

—¿Y Germaine?

—Ya te lo dije: encantadora. A cualquier muchacha le gustaría ser como ella.

Clara arrancó con fuerza la uña de un percebe.

—A mí, no.

—¿Qué sabes, si no la conoces?

—Nunca me gustaría ser como la mujer de quien puede enamorarse mi hermano. Y quizá de quien puedas enamorarte tú.

—Si sucediera, sería contra mi voluntad.

—Te equivocas. Es la mujer de quien querrías enamorarte. Lo mismo que Juan. Una mujer fuera de vuestro alcance, que no ha contado con vosotros y no plantea problemas sentimentales, ni pone en compromisos. ¡La mujer ideal, desengáñate! Se puede uno enamorar y hasta morir de amor, pero no hay que casarse con ella, ni mantenerla…, ¡ni hacerle un hijo, qué caray!

Carlos retiró bruscamente las manos.

—Eso es casi despreciarnos, a Juan y a mí.

—No, hijo. ¿Cómo voy a despreciarte? —le tembló la voz un instante—. Es atenerme a vuestra manera de ser. La Vieja dejó las cosas arregladas para que Germaine y tú acabarais casándoos, y algo de eso llegó a decirme, o a darme a entender. Bueno. ¿Qué vas a hacer? ¿Se lo has dicho ya? ¿Has empezado a cortejarla?

—No me gusta.

—No mientas. Te gusta lo mismo que a Juan. Antes, cuando me contabas lo de Madrid, se te notaba. Y te fastidia que haya preferido a mi hermano.

—Eso era casi inevitable. ¡Si vieras a Juan, elegante, hecho un señorito revolucionario! Está casi guapo. ¡Y habla tan bien! Tiene un aire romántico y fiero que debe de resultar muy atractivo para las mujeres. A su lado, soy casi un palurdo. Pero eso no quiere decir que me tenga por inferior a Juan, sino sólo que él, ahora, tiene cualidades muy brillantes. Hay mujeres a quienes gustan esas cosas. Pero esa clase de mujeres no me atrae.

—No me imagino a Juan hecho un brazo de mar y dando conversación a una chica.

—Es que… el dinero da mucha soltura. Permite elegir el disfraz en que uno se siente más a gusto, o perfeccionarlo, si ya estaba elegido.

Clara levantó la vista de los percebes.

—Y tú, ¿no te disfrazas?

—Yo no tengo dinero. Estoy tan pobre, tan pobre, que no me quedará otro remedio que trabajar. Y ese día…

—A propósito… ¿No has oído que Cayetano va a cerrar el astillero?

Carlos movió la cabeza.

—No lo creo.

—Está corrido por la villa, y todo el mundo anda muerto de miedo. Porque, si es cierto, vamos a morir de hambre todos. ¡Y yo, que estaba tan contenta con mi tienda!

Sacó un pañuelito y se limpió los labios.

—Gracias por los percebes. Un día de estos te invitaré a comer. Quiero que veas mi casa. Estoy comprando ajuar y, si las cosas no se ponen mal, llegaré a tener un hogar decente.

Suspiró.

—Algo es algo, ano crees? Este mes, pagado todo y descontado el tanto por ciento para amortizar, voy a quedarme con más de sesenta duros: el doble de lo que necesito para vivir. Y como estoy vestida para el invierno, puedo ahorrar. Casi estoy contenta.

Lo dijo con franqueza en la voz, con un fondo de tristeza. Carlos acudió al quite.

—¿Por qué casi?

Clara apartó la banqueta, se echó un poco atrás, apoyó las manos en el borde de la mesa.

—Hice pacto con el diablo. Estuvo a verme una noche, cuando aún vivía en el pazo. Llegó en figura de murciélago y empezó a revolotear por encima de mí, y yo, aquella noche, estaba desesperada y me sentía mala. Había esperado a alguien inútilmente. El murciélago me convenció con facilidad de que todo daba lo mismo: pecar que no pecar.

Cruzó las manos y bajó la cabeza.

—La mitad de lo que pretendía lo he conseguido, pero a costa de la otra mitad. La gente ya me respeta; voy por la calle sin que nadie se meta conmigo, y puedo hablar alto porque pago lo que compro y no debo nada a nadie. Pero cuando se acaba el día y me quedo sola empiezo a temblar, porque en el fondo de mi alcoba me espera el diablo.

Carlos llegó a la casa de doña Mariana cuando daban las nueve en el reloj de Santa María. Se sintió con pocas ganas de hacer la tertulia a Germaine antes de cenar, y volvió sobre sus pasos. Recorrió el malecón y el muelle del puerto de pescadores, hasta la taberna del Cubano. No había nadie en los soportales, y la taberna estaba medio vacía. Preguntó por el Cubano.

—Estará ahí dentro.

El Cubano había destinado a oficina el antiguo reservado de la taberna. Una bandera libertaria cobijaba el cromo de la República, y una mesa de pino soportaba papeles, libros de cuentas y avíos de escribir.

—Pase, don Carlos.

El Cubano, el presidente del Sindicato y un patrón discutían de cifras. Se pusieron de pie al entrar Carlos.

—Ya ve. Aquí andamos liados con esto, no se levanta cabeza.

El Cubano pasó a Carlos un pliego de cuentas.

—No podemos quejarnos de cómo va la pesca. Ahora mismo, las dos «Sarmientos» han vendido en Vigo la carga al mejor precio. Sin embargo, seguimos alcanzados, y cuando venza el trimestre no tendremos para pagar los intereses de la hipoteca. Y no podemos decir que se tiren los cuartos, porque aquí no cobra más que el que trabaja. ¿Va a tomar algo?

Carlos pidió un tinto.

—¿Cuál es el déficit ahora?

—Vamos por las veintidós mil.

—Puedo hacerles un préstamo. Aunque quizá sea el último. Porque, como ya sabrán, hoy ha llegado la heredera.

El patrón se rascó la cabeza y miró al presidente.

—Se le agradece.

—Pero no podemos seguir así, don Carlos —dijo el Cubano—. Antes de poco habremos empeñado la flota entera. ¿Y después?

Carlos sorbió el vino.

—¿Y la gente?

—La gente, ¿qué quiere usted? De momento, bien. Pero ¿y si hay que amarrar? ¿O si hay que rebajar salarios?

El presidente jugaba con la boina.

—Si pudiéramos traer un patrón de pesca bueno, un hombre joven. Uno de esos que dicen: aquí, y se saca el copo cargado. Que los hay. Nada más que en Bouzas encontraríamos siete.

Suspiró.

—Pero, de momento, no podemos comprometernos a pagar el sueldo que piden, y ellos no están por entrar en el asunto como nosotros, a un tanto fijo y reparto de ganancias.

—¡Sí, sí, ganancias! Todo el jaleo que usted oyó al entrar, don Carlos, es porque queríamos dar a la gente un aguinaldo de diez duros por barba, que mañana es Nochebuena, y no podemos pasar de los cinco. ¿Y a quién que se pasa el año por esos mares se le pueden dar cinco duros para que coma en Navidad?

—El caso es que, sin un buen patrón de pesca, no vamos a ninguna parte.

—Lo que nos sacaba de apuros era la ayuda del Gobierno. Aldán decía siempre que el Gobierno no dejaría desamparada una empresa así, y que al Gobierno le convenía como ejemplo. Pero, ya ve, con éste de ahora, ni contar. No piensa más que en elecciones.

—Y si encima cierran el astillero…

—¿Qué es lo del astillero? —preguntó Carlos.

El Cubano amontonaba los papeles dispersos y los colocaba a un lado.

—Algo que no entiendo. Que si lo van a cerrar porque don Cayetano no tiene dinero.

Miró a Carlos con expresión asombrada.

—¿Usted lo cree? Porque si Cayetano no tiene dinero, ¿quién lo va a tener?

Se echó hacia atrás la gorra y levantó la cabeza. La lámpara colgada hacía brillar la frente ancha del Cubano.

—Pero si es cierto, buena hambre se va a pasar en Pueblanueva. Porque la verdad es que aquí, el que no come de Cayetano… —Eso hay que reconocerlo: son más de ochocientos sueldos entre obreros y empleados.

—Y a usted algo le tocará también, don Carlos, porque la difunta tenía sus cuartos metidos en el astillero.

Carlos se levantó.

—No les parecerá mal que les deje. Voy a enterarme.

—Pero no falte mañana, cuando repartamos el aguinaldo. Por poco que sea…

Llegó en dos zancadas al astillero. Estaba cerrado el portón y el postigo abierto. Preguntó al guarda jurado por Cayetano.

—No lo vi salir.

—Pase recado si puedo hablarle.

El guarda se metió en una garita gris. Se oyó un timbre y la voz que preguntaba.

—Que sí, que le espera. Venga conmigo.

Atravesaron las oficinas desiertas y frías, apenas alumbradas por la luz del exterior. Cayetano estaba en su despacho. Abrió la puerta.

—No estoy para nadie —dijo al guarda.

Dio a Carlos una palmada.

—¿Qué te sucede, que traes esa cara?

Señaló el sofá. Carlos se sentó.

—Me han dicho que cierras el astillero. ¿Es cierto?

Cayetano sonreía. Cogió una botella y una copa.

—¿Quieres beber?

—Bueno.

—No es cierto. No voy a cerrar.

Carlos cogió la copa que Cayetano le tendía.

—¿Entonces?

—Ya sé que en Pueblanueva anda el pánico suelto. ¡Tenía que dejarles así unos cuantos días y hacerles pasar unas Navidades amargas, para que se dieran cuenta de lo que me deben! Pero no lo haré. Mañana, a las doce, hablaré a mis hombres y les explicaré lo que sucede, por si lo entienden.

Se sentó al lado de Carlos.

—Nuestros amigos Masquelet han empezado a atacarme. No ellos solos, sino la Asociación Patronal en masa y como un solo hombre. Se habla de elecciones, ¿comprendes?, y debilitarme a mí es debilitar al socialismo, y hundirme es decepcionar a los trabajadores. Está bien calculado el momento. Ayer recibí aviso de los Bancos de que me cerraban los créditos y de que sólo si les hipotecaba el astillero me darían dinero. Y hoy, no hace más que una hora, me ha llegado una oferta de compra que es un verdadero ultimátum en muy buenas condiciones, según ellos, y con quince días de plazo para responder. Todo esto después de haber investigado a conciencia mi situación económica y financiera, que estoy informado de que lo hicieron. ¿Te das cuenta?

Pegó un salto y quedó sobre la alfombra, un poco inclinado hacia Carlos, con el brazo derecho extendido y el puño cerrado.

—¡Esto empieza a gustarme! Luchar contra doña Mariana me resultaba aburrido y no tenía más alcance que el puramente local. Pero estos hijos de la gran puta representan el capital de la región, son enemigos dignos de mí. Me voy a dar el gustazo de patearles la cabeza.

Metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la mesa.

—La nómina mensual del astillero no llega a las cuatrocientas mil pesetas y las letras de pago inmediato rozan el millón. Claro está que debo hacer compras inaplazables de material por muchísimo dinero, pero me queda un margen de noventa días para pagarlas. Otro, en mi caso, se achicaría, despediría a la mitad de la gente, aplazaría la entrega de los barcos o vendería el astillero. Pero yo voy a jugarme el tipo. Los dos barcos en quilla se botarán en las mareas vivas de abril y los entregaré en la fecha estipulada. Estoy seguro de que, en tres meses, cambiarán mucho las cosas. Y si cambian, como espero, esos tipos sabrán quién es Cayetano Salgado.

Carlos dejó la copa vacía sobre la mesilla.

—Y todo por la venta de las acciones.

—La venta de las acciones no fue más que el pretexto. Hace tiempo que tenían ganas de meterme mano y reducirme a la obediencia. Ya les oíste una vez: soy un mal ejemplo.

Cayetano arrastró una silla y se sentó frente Carlos.

—Tú, si no fueras un romántico, tendrías ahora la gran ocasión de hacerte rico. Pero tu delicadeza no te ha dejado en condiciones de asociarte conmigo; ya sé que cuatrocientas veinticinco mil pesetas de las que yo te di están en una cuenta corriente a nombre del hijo de doña Mariana y las otras cuatrocientas veinticinco mil las pondrás un día de estos a nombre de la francesa. Casi un millón de pesetas congelado, para que mis amigos los banqueros se beneficien. Con ese dinero mi jugada tendría menos riesgo y a ti te permitiría unirte a mí en pie de igualdad, ganar conmigo y hacerte fuerte.

Jamás dispondría de un dinero que no me pertenece.

—Ya lo sé. Pero no te negarías a hacerlo ante una amenaza de hambre. ¿No quieres tanto a Pueblanueva? ¿No sueñas con la libertad de la gente? ¡Pues ya verás qué libres son si me arruinan! Cualquiera que venga en mi lugar les dará sueldos de hambre.

Golpeó la rodilla de Carlos con el cuenco de la pipa.

—Te apuraste demasiado y, ahora, ya no tiene remedio. Puedes creerme que lo siento. Porque el día que entregues a la francesa el capital de doña Mariana vas a quedarte por puertas.

Se sirvió coñac, lo bebió y encendió un cigarrillo. Carlos se levantó.

—Gracias por tu franqueza. No dudo que acabarás ganando.

—Tenlo por seguro.

Ya en la puerta, Cayetano añadió:

—Ya sé que mañana se inaugura la iglesia y que ese chiflado del padre Quiroga ha pintado unos santos que meten miedo a la gente. Iría de buena gana, pero mañana, precisamente, tengo que decir unas palabras amables a dos presidentes de consejos de administración. Lo que se dice dos genios de la Banca. Me iré a La Coruña antes de almorzar y dormiré allí. Si quieres algo…

Tendió la mano a Carlos y Carlos se la estrechó.

—¿Te das cuenta de que es la segunda vez que nos damos la mano? La primera vez fue hace un año, cuando llegaste.

De pronto se echó a reír.

—¿Sabes que el otro día he visto a la Galana? No quiso saludarme. Pero la llamé y le dije que en el astillero hay siempre un sitio para su marido. Entonces me respondió, muy seria, que no necesitaba favores de nadie, que para vivir ella y su marido les bastaba con su trabajo. ¡Claro! ¡Con una finca que vale cinco o seis mil duros! Así cualquiera es orgulloso.

Seguía lloviendo. Junto a las gradas del astillero un hombre se calentaba al fuego de una pequeña hoguera.