Las primeras rachas fuertes vinieron al acabarse octubre. Siguió una lluvia gorda, incansable. Ennegrecían las piedras y se ensuciaba la cal de las paredes. Poco a poco enfrió el aire. Sobre la mancha oscura de los pinares amarilleaban castaños solitarios. Por San Martín había llegado el invierno.
El padre Eugenio dejó de hacer el viaje a pie, desde el monasterio, cada mañana. Cabalgaba la mula y le cobijaba el paraguas. La mula quedaba amarrada a una argolla en el corral de un tabernero que la cuidaba y le daba el pienso por cuenta de Carlos Deza.
El padre Eugenio subía apresurado la calle, bregando contra el viento. Se envolvía en la capa parda y daba grandes zancadas. Las tenderas le veían pasar y se santiguaban. Decía alguna:
—Tiene el demonio dentro. Dicen que le sale a los ojos.
El padre Eugenio entraba en la iglesia por la puerta lateral, se quitaba la capa y se remangaba los brazos. Carlos solía dejarle tabaco. Encendía un cigarrillo y preparaba la masa y los colores. Hacía tiempo que trabajaba solo. Fumaba el primer pitillo, daba un paseo, contemplaba las pinturas inacabadas. De pronto, arrebatado, trepaba por el andamio y empezaba a pintar furiosamente: paletadas nerviosas, pinceladas rápidas y largas. Le duraba la furia unos minutos, un cuarto de hora. Descendía después, paseaba, fumaba otra vez. Encendía o apagaba las luces, se retiraba al fondo de la iglesia, o a un ángulo, o subía al coro. Tomaba apuntes, rectificaba perfiles o los imaginaba.
A veces deshacía lo hecho: con calma, con cuidado, a conciencia, y pisoteaba los fragmentos coloreados hasta devolverlos a su condición de tierra. Entonces, desalentado, se sentaba en un banco, esperaba la llegada de Carlos, hacia las once, que le traía un piscolabis y un poco de aguardiente para entrar en calor; el padre Fulgencio le había autorizado a comer entre horas y a beber, si el frío de la iglesia lo hacía necesario. Necesitaba escuchar a Carlos, mientras comía, para recobrar la fe en sí mismo.
Carlos daba su opinión, siempre elogiosa; a veces entusiasmada.
—Usted me engaña, don Carlos. Eso no está todavía bien. Lo alaba por no desanimarme.
Sin decir nada, volvía a trepar al andamio, pintaba, se olvidaba de que Carlos quedaba solo, allá abajo, aterido de frío. Para no helarse, Carlos recorría las naves a pasos rápidos, que resonaban, zas, zas, en el aire húmedo. Hasta que se cansaba.
—¡Bueno, padre, volveré a la hora de comer!
Carlos daba una vuelta por el casino, leía los periódicos, miraba jugar y regresaba en busca del fraile. Lo llevaba a casa de doña Mariana. La Rucha servía la comida. Tomaban café y el padre Eugenio se retiraba a hacer sus rezos. Hacia las tres volvía a la iglesia, se encerraba en ella, trabajaba hasta tarde. Después recogía la mula y marchaba al monasterio, ya de noche, en medio del viento y de la lluvia.
Si algunas mujeres lo encontraban en el camino se apartaban.
—Dicen que lleva el demonio dentro.
El padre Eugenio seguía adelante, peleaba con el viento y el paraguas.
El padre prior, a veces, le esperaba.
—¿Qué? ¿Progresa?
—Progresa.
—¿Estará para las Navidades?
—Eso espero. Un poco antes.
—Ya empieza a hablarse en el pueblo de esas pinturas.
—¿Y qué dicen?
—Cosas raras.
—No las ha visto nadie más que el doctor Deza, y al doctor Deza le gustan.
—Siempre se hacen conjeturas. O habrá mirado alguno por las rendijas.
El cura empujó la puertecilla y la halló abierta. Se coló sin hacer ruido y cerró tras sí. La iglesia estaba iluminada y silenciosa. El cura avanzó unos pasos, escuchó, alargó la cabeza para mirar: sobre el andamio no parecía haber nadie, ni en la iglesia bicho viviente. Se escondió tras una columna, espió la parte donde la luz no llegaba. Con precauciones echó a andar por la nave lateral, hacia el ábside.
—¿Quién anda ahí?
El vozarrón llegó del coro.
—Soy yo, padre Eugenio. Don Julián.
—¿Y quién le ha dado permiso para entrar?
El cura salió a la nave mayor. El padre Eugenio, con medio cuerpo fuera del balaustre y un brazo extendido hacia la puerta, le conminaba.
—Baje de ahí, padre —gritó don Julián.
—Digo que quién le ha dado permiso para entrar.
Se oyeron los pasos rápidos del fraile por la escalera de caracol. Su figura apresurada, desacompasada, avanzó pronto por el centro. Parecía furioso.
El cura le salió al paso, sonriendo. No se había quitado la teja, y por el embozo, algo caído, sacaba una mano explícita.
—No habrá nada malo en que venga a ver mi iglesia.
—¿Su iglesia? Usted sabe que esta iglesia no es suya.
—Así es, por desgracia, pero nunca creí que usted se pusiera al lado de esas leyes.
—He prohibido la entrada. La prohibición vale para todo el mundo, incluido usted. Hasta que la iglesia sea bendita, no tiene nada que hacer aquí. Y la bendición, ya lo sabe, la hará el prior. Consta la autorización escrita.
El cura seguía sonriendo.
—Curiosidad por ver esas pinturas. Se habla tanto de ellas…
El padre Eugenio pasó, rápido, por su lado. Subió al presbiterio y se metió tras una columna. Se oyó un chasquido y la iglesia quedó en penumbra.
—Algo ya pude ver… —dijo el cura con sorna—. Y no me gusta.
El padre Eugenio reapareció.
—¿Y qué?
—Voy a escribir al señor arzobispo. Esas figuras no son cristianas.
—El señor arzobispo ha visto a su debido tiempo los cartones y les dio su aprobación.
—A pesar de eso, voy a escribirle.
—Allá usted.
Empezó a subir al andamio. La voz del cura le detuvo.
—Espere, padre.
El cura avanzó hacia él.
—Aquí, la gente viene a rezarle a santa Rita, a la Virgen de los Dolores y al Corazón de Jesús. No los veo por ninguna parte.
—Ahí estará la Virgen: ya casi está. Y esa figura grande será la del Señor. ¿No lo adivina?
—¿El Señor? Lo que veo es un mamarracho gigantesco. Y la gente no vendrá a rezar a eso. De modo que, si no me pone los santos que le pido, presentaré la dimisión.
—Haga lo que quiera.
—Pero antes escribiré al señor arzobispo. Ya se lo dije.
El padre Eugenio ascendió a la plataforma y empezó a amasar la cal.
—Nunca me expliqué por qué se gastan tantos cuartos en estas bobadas. ¡Más de veinte mil duros, se dice por ahí, que cobra el monasterio por esto! Y las elecciones encima. Ya veremos si para las elecciones dan otro tanto.
El padre Eugenio se acercó al cuenco del ábside. Encendió una luz pequeña y quedó alumbrado un trozo desnudo de pared. La cubrió de argamasa, la alisó y empezó a pintar. El cura, sin hacer ruido, trepó al andamio. El padre Eugenio pintaba los contornos de un libro, el perfil de unos dedos que lo sujetaban, las letras de un texto:
Qui sequitur me non ambulat in…
—Ganas de complicar las cosas. La gente no lo entenderá.
—¿No está usted aquí para explicarlo?
—Aun así…
El padre Eugenio abandonó los pinceles.
—Váyase, se lo ruego. No puedo atenderle ni discutir con usted. Si se me seca la argamasa, tendré que deshacer lo hecho.
El cura retrocedió con cuidado.
—¡Para lo que iba a perderse…!
El padre Eugenio le miró con ira. El cura sonreía; descendió lentamente, trabajosamente, sin desembozarse. Dijo: «Buenos días», y desapareció. Sonaron sus pisadas; después, el ruido de la puerta.
El padre Eugenio retrocedió y alumbró la figura. Dejó la luz en el suelo, se sentó en una banqueta y ocultó la cabeza entre las manos.
Terminaron el almuerzo. El padre Eugenio había estado silencioso y hosco. Dijo que se retiraba a hacer sus rezos.
—Espere, padre. No le dije que hubo noticias de París.
El fraile se sobresaltó.
—¿Viene Germaine?
—Por fin se digna a venir.
Carlos buscó la carta en el bolsillo y se la ofreció al padre Eugenio.
—Léala.
—¿Para qué? Basta que usted me lo diga.
—Vendrá con su padre; no puede dejarlo solo.
—Es natural.
Y pide dinero para el viaje. También es natural.
—Pero ¿viene para quedarse?
Carlos plegó la carta y la guardó.
—De eso no dice nada. Que viene, solamente; que estará aquí para las Navidades y que asistirá a la bendición de la iglesia.
El padre Eugenio jugueteaba con el cuchillo.
—Gonzalo Sarmiento tiene que estar hecho un viejo. Era mayor que doña Mariana.
—Más que viejo, fofo, blando. Me hizo mala impresión cuando le vi, hace ahora un año.
—¿Tendrá, por lo menos, buena memoria?
—Y a usted, ¿le preocupa?
El fraile apartó el cuchillo.
—No. ¿Por qué ha de preocuparme?
—Hay recuerdos molestos.
—Sí. ¿Quién lo duda? Lo son, sobre todo, cuando se quisieran olvidar y no se puede. Pero cuando se les tiene voluntariamente presentes, cuando son la vida actual, la forma de vida que se ha elegido, entonces nadie puede quejarse de ellos.
El fraile se levantó y cogió el breviario.
—Aunque no lo hubiera deseado, aunque hiciese lo imposible por evitarlos, al pintar otra vez tenían que volver los recuerdos. Han pasado veintitrés años. Mil novecientos trece, mil novecientos catorce… Eugenio Quiroga no sospechaba que pudiera meterse a fraile. Eugenio Quiroga era, en realidad, otro hombre, el hombre viejo que quise enterrar, según el consejo de san Pablo. Enterrado quedó, pero no muerto. Porque recordarlo es hacerlo vivir de nuevo.
Carlos se levantó también. Se acercó al padre Eugenio y le palmoteó la espalda.
—No olvide que la base de mi ciencia consiste en hacer recordar al paciente y procurar que cuente lo que recuerda.
—Como en el confesonario. Allí entregué mis recuerdos, hace ahora veinte años.
Carlos rió.
—No quedaron bien encerrados.
—Quien los escuchó está muerto.
—Pues por lo que veo, olvidó llevarse las llaves.
El padre Eugenio se encogió de hombros.
—Voy a rezar.
Se volvió desde la puerta.
—¿Tiene que hacer esta tarde? ¿Quiere subir conmigo a la iglesia? —¿No le estorbaré?
—No. Venga conmigo.
Salió. Carlos metió las manos en los bolsillos y se acercó a la ventana. Una cortina de lluvia enturbiaba el aire, y en la mar, una dorna bregaba contra las olas. Estaba el cielo oscuro, cruzado de gaviotas. Pasó corriendo un marinero, inclinado contra la lluvia. Alguien gritaba en el muelle.
Entró la Rucha y empezó a retirar el servicio.
—Haz más café.
—Sí, señor.
—Y deja fuera el coñac.
—Sí, señor.
Carlos se sentó ante el escritorio, lo abrió y empezó a escribir.
Srta. Germaine Sarmiento. París. Mi querida amiga: He recibido su carta, y me alegro de que, por fin, se decida a venir. Empezaba a resultarme inexplicable su desinterés por unos asuntos que deben afectarle y de cuya guarda estoy encargado por una voluntad para mí más respetable que cualquier otra.
Celebro también la elección de la fecha.
Mañana mismo gestionaré el envío del dinero. Procuraré que la cantidad sea suficiente para que usted y su padre puedan hacer cómodamente el viaje.
No ignora que estos envíos están limitados, y que es difícil burlar las disposiciones que los estorban. Me aproximaré todo lo posible a la cantidad que solicita.
Hagan ustedes el viaje directamente hasta Madrid. Allí les esperaré y pondré a su disposición lo necesario para que pueda hacer las compras indispensables. Como usted puede suponer, las limitaciones legales no rigen para el interior del país.
Podría también situarle una cantidad en un Banco de Irún. Telegrafíeme a este respecto. Y avíseme con tiempo la fecha exacta de su llegada a Madrid.
Les saluda muy cordialmente,
Carlos Deza
Cerró el sobre, lo dirigió y lo lacró. Llamó a la Rucha.
—Vete a Correos y certifica esta carta.
—Sí, señor. ¿No quiere el café?
—Sí. Que lo traiga tu madre.
Examinó la carta, comprobó la firmeza del lacre. Hizo un gesto.
—De todas maneras, la abrirán…
El padre Eugenio encendió todas las luces. Quedó la iglesia resplandeciente, sin sombras, sin contrastes, como si la luz naciera dentro de las piedras o las abrazase.
—Quiero que vea primero los ábsides laterales. Sobre todo, el del Evangelio. En conjunto, es el que más me satisface.
Le tomó del brazo. Atravesaron las naves. El padre Eugenio se detuvo ante un altar cubierto de arpilleras. Alzó el brazo y apuntó a las pinturas con su dedo largo.
—Ya le expliqué en un principio que las dimensiones de la iglesia no permitían seguir la pauta bizantina. Por eso he pintado aquí a la Virgen. Sin embargo, hay precedentes. Véala. La Virgen y san Juan Bautista. Al otro lado van, como usted sabe, los cuatro Evangelistas. No pude evitar el recuerdo de Durero, al menos en el color; pero son otra cosa.
Señaló la figura de la Virgen: alargada, con manto azul, los brazos levantados y una estrella en la frente.
—¿Le gusta?
—Sabe que sí. Se lo he dicho veinte veces.
—Comprenderá que hoy necesito oírlo una vez más. Después de la visita del cura…
Señaló el cuenco del ábside.
—No quiero hablar ahora de su valor artístico. Pero, litúrgicamente, es una imagen irreprochable.
—Es, además, una figura bella. Tiene gracia y encanto.
El padre Eugenio dejó caer el brazo.
—Pero le falta misterio.
—Lo tendrá, quizá, para quien crea en él, como usted. No olvide que yo todavía estoy fuera.
El fraile no respondió. Empujó a Carlos hacia el ábside central.
—Suba al andamio.
—¿Me lo permite? —le preguntó Carlos, riendo—. ¿Levanta usted los vetos y las condenaciones?
—Hoy, sí.
—Pero ¿de veras me dejará verle pintar?
—No estoy seguro de hacerlo esta tarde. Pero ahí arriba estaremos mejor.
Treparon a la plataforma. El fraile dejó la capa en una banqueta.
—Aléjese todo lo que pueda. Hace falta una mínima perspectiva.
—Lo comprendo.
—Cuidado. No vaya a caerse.
Carlos, al borde mismo del andamio, miró la figura del Señor. El fraile, un poco apartado, oscurecidos los ojos bajo la capilla, le contemplaba.
—¿Qué?
Carlos tardó en responder.
—No puedo decir nada. Sin el rostro, esa figura da la impresión de vacío. Si me apura, de un vacío espantoso. Como si la hubieran decapitado.
—Comprendo. Es lo que esperaba. Ahora, puede sentarse.
Señaló la figura.
—Cuando termine ese brazo y el libro que sostiene, me instalaré en la iglesia, dormiré aquí, no saldré para nada hasta concluir la cabeza y el rostro. Entonces, le agradeceré que no venga.
Carlos rió.
—Tendrá usted que comer, al menos.
—Me haré yo mismo la comida. Como hace veintitrés años. También entonces…
Se detuvo. Carlos alzó la mirada lentamente. La cara del fraile se había ensombrecido. Le brillaban los ojos, apretaba los labios, los puños cerrados se pegaban contra los muslos.
—Como usted habrá sospechado muchas veces, entonces fracasé. Llegué al convencimiento de que era un artista mediocre y mi orgullo no podía soportarlo.
—Conozco una pintura suya de aquella época. No es un cuadro mediocre.
El fraile se sentó. Extendió las manos sobre las rodillas, sacudió la cabeza, respiró hondo. Después miró a Carlos.
—Un cuadro ocioso, un cuadro como muchos miles de cuadros. Bien pintado, sí. Antes de los treinta años yo había alcanzado la maestría. Dominaba el oficio, pero eso no basta.
Volvió a suspirar, inclinó la cabeza, habló con voz queda, como consigo mismo.
—No basta saber el oficio, saberlo admirablemente. El arte moderno no tolera más que al artista genial, no necesita más que del genio. Puede pasarse sin el buen pintor, como sin el buen escritor. El arte moderno es voraz de hombres hasta la crueldad, hasta el satanismo. Cada recién llegado tiene que tomar el arte donde lo dejaron sus predecesores y adelantar por el mismo camino, si el camino no está andado, o lanzarse al vacío. El arte moderno es una historia trágica. Hace veinticinco años los pintores lo sabíamos ya. Unos, por su propia experiencia o su intuición personal; otros, porque lo oían decir. Yo fui de estos últimos. Mis maestros me habían comunicado los secretos de la técnica, y también los trucos, pero no me habían dicho que eso fuera sólo un punto de partida, sino que era un punto de llegada y que sólo había que ponerse a pintar tranquilamente, a ganar medallas y dinero. Pero yo no fui a Roma, sino a París, y descubrí otro mundo sin tranquilidad, brutalmente sincero: frenético, desorientado, pero vivo, quizá diabólicamente vivo. Estoy hablándole de hace veinticinco años.
Buscó los cigarrillos, ofreció uno a Carlos. Encendieron.
—Usted no puede, quizá, imaginar lo que significa en la vida de un hombre ya formado descubrir que tiene que empezar de nuevo y que todo lo hecho no sirve de nada. Fue mi caso y el de otros muchos. La primera impresión, la mía al menos, era de que todo el mundo se había vuelto loco. No entendía en absoluto lo que veía. Llegué a reírme y a pensar que aquellas gentes no sabían pintar y hacían mamarrachadas. Hasta que comprendí que sí, que sabían pintar, y que aquello, lo que yo no entendía, lo pintaban deliberadamente y que tenía su razón de ser, una razón de ser necesaria y profunda, la razón de la vida. Ellos eran la pintura viva y yo estaba muerto, con todo mi saber, con mis técnicas para las que no había problemas.
Se levantó, fue hasta el fondo del ábside, cogió un pincel y retocó una línea. Se rió.
—¿Ve usted? Esto que acabo de hacer no es legítimo tratándose de un fresco, pero Goya también lo hizo. Es un truco.
Dejó el pincel.
—Usted, y tantos otros, conocen el proceso desde fuera: un capítulo extraño en la historia de la pintura. Sienten interés por algunos cuadros, por algunos pintores, leen libros, asisten a exposiciones. Después, juzgan. Pero en cada momento del proceso está la vida del hombre que logró dar un paso adelante, del que logró inventar y descubrir; está un corazón que sufre y espera, que se entusiasma y se desalienta, y los de muchos otros que se detuvieron. El camino del arte moderno es un camino de cadáveres, en el que sólo unos cuantos se mantienen erguidos y en movimiento. Al artista antiguo no se le exigía la genialidad, sino la maestría. Aprendía a pintar, seguía pintando, mejoraba o no, añadía algo al arte o vivía de réditos.
—Pero también el arte antiguo es un proceso —le interrumpió Carlos—. Y sus etapas están también marcadas por los genios y por los cadáveres.
—¿Quién lo duda? Pero yo no me refiero al artista genial, sino al que sólo sabe su oficio. Entonces, tenía algo que hacer, cumplía una misión noble; ahora, no. Éstos son los cadáveres a que me refiero.
Sonrió.
—Se halla usted ante uno de ellos.
—En todo caso, usted será un cadáver que intenta resucitar.
—O que intenta engañarse con la verdad. ¿Qué sé yo? Quizá por segunda vez.
Regresó lentamente, volvió a sentarse, acercó el asiento al de Carlos y le palmeó la espalda.
—¿No siente frío?
—Le confieso que sí.
—Espere. Encenderé la estufa.
Lo hizo. Carlos acercó las manos al calor.
—Hay un momento —continuó el padre Eugenio— en que el hombre tiene que elegir entre la verdad y la mentira. Lo cómodo, lo tranquilo, es siempre la mentira, porque la verdad es sólo una y las mentiras son muchas y puede escogerse la que más acomode. Alguna vez le dije que Gonzalo Sarmiento era, entonces, una mentira viviente. Quizá fuese su ejemplo el que me decidiese: elegí la verdad porque Sarmiento me daba asco y pena y me humillaba. Me propuse estudiar seriamente el arte moderno, descubrir su razón y su camino. Pude hacerlo sin grandes dificultades materiales: recibía unas pocas pesetas, las rentas de lo que había heredado, y con eso me defendía. Puedo asegurarle que vivía mejor que muchos. La miseria no tuvo la culpa de mi fracaso. ¡Oh, si no hubiera sido así! Podría ahora hacer míos todos los tópicos del artista incomprendido, de la sociedad cruel, de la dura necesidad que obliga a la traición más alta. Pero no me sucedió nada de eso. Tampoco me condujo al fracaso mi vida viciosa. Yo era sano y saludable. Jamás me emborraché y las mujeres no me perturbaron más allá de lo normal —miró furtivamente a Carlos—. Vivía modestamente, trabajaba. Trabajaba mucho, con método, con rigor. Me atrevo a decir que con inteligencia y tesón.
—Se encerraba usted en su estudio, sin querer ver a nadie, y se hacía su comida —dijo Carlos, riendo.
—Eso fue después. Eso fue cuando empecé a sospechar que me faltaba talento.
Se levantó violentamente.
—¿Ha experimentado eso alguna vez, don Carlos? ¿Conoce usted la situación del hombre que llega a comprobar la estrechez de sus límites, cuando los hubiera deseado inmensos? ¿Sabe usted lo que es ir comprendiendo día a día, juzgando día a día atinadamente, y creerse que aquello puede hacerlo uno y superarlo, y comprobar de pronto la más absoluta impotencia?
—Sí. Nosotros no tenemos talento creador. Llegué a ser un buen técnico del psicoanálisis, pero me limitaba a aplicar métodos ajenos. Comprendía sus defectos, pero me sentía incapaz de corregirlos o mejorarlos. Nosotros tenemos inteligencia crítica.
—¿Y se ha resignado usted? ¿No aspiraba usted a otra cosa?
—Ya me ve.
—Yo no pude resignarme. Mi maestría me había hecho forjarme una idea exagerada de mí mismo. Era ambicioso y orgulloso.
—Yo también.
—Se me ocurrió que la culpa de mis limitaciones la tenía mi modo normal, más bien vulgar, de vivir; una vida regular, metódica, esforzada, que me había permitido asimilar en un año de estudio el esfuerzo de treinta maestros durante treinta años. Evidentemente, el talento de Van Gogh estaba estrechamente unido a su anormalidad personal. Sabíamos que muchas de las grandes conquistas del arte moderno se debían al vino, a las drogas, a cualquier procedimiento artificial que permitiese, que facilitase el salto a la locura. La sensibilidad, en su estado normal, había dejado de ser útil. Había que forzarla, que tensarla, que romperla incluso. Yo elegí el vino.
—Dijo usted hace poco que jamás se había emborrachado.
—Es cierto, salvo en ese período de experiencias a que usted se refería antes. Me encerré en mi estudio, me emborraché. La primera vez excesivamente. No me sirvió de nada. Me desperté en el suelo, con dolor de cabeza y el estómago revuelto.
Le dio una gran risa, una risa oscura, cavernosa.
—¿Lo imagina usted, don Carlos? ¡Me harté de vino para descubrir el secreto de los amarillos, y amanecí a cuatro patas…! En el lienzo había unas cuantas manchas anodinas: no había pasado de ahí. Y en vez de reírme de mí mismo, decidí repetir la experiencia, pero con método, racionalizar la borrachera: beber lo suficiente para que mi espíritu rompiese sus propias fronteras, pero sin que la conciencia me abandonase —volvió a reír, pero con risa más queda y un poco entristecida—. El vino excitaba, efectivamente, mi imaginación. Se me ocurrían cosas nuevas y las pintaba. Pero ¿sabe usted?, no era la imaginación pictórica, sino la literaria la excitada. Inventaba asuntos. ¿No le da risa? Inventaba asuntos cuando ya la pintura se había liberado del asunto.
—Picasso no se ha liberado del asunto —le interrumpió Carlos.
—Dejemos a Picasso aparte. No sé lo que pinta ahora, ni cómo pinta. ¡Son veinte años apartado, don Carlos! La pintura habrá llegado a conclusiones que yo no pude sospechar. No sé si se ha destruido ya o si ha renacido de sí misma. En cualquier caso, es una historia en la que yo no he podido intervenir. A pesar de mis pinceles diestros y de mi conocimiento de los trucos. A pesar de aquel mes de borrachera sistematizada en que el vino había de servirme para la conquista de nuevos amarillos. A pesar de todo lo que pasó entonces.
Se detuvo bruscamente y estuvo un momento callado, con los ojos perdidos en el fondo de la iglesia. Se levantó luego, llegó a la pared del ábside y la golpeó por una parte seca.
—Pocas personas habrá capaces de pintar un fresco con la solidez con que está pintado éste. Puedo garantizarle que antes caerá la iglesia… Y tardará siglos en cuartearse. Los fieles de Pueblanueva tienen pinturas para varias generaciones. De eso, al menos, estoy seguro. Y si consigo acertar con la cabeza…
Se interrumpió.
—Pero esto ya no es un problema de pintura, sino de teología. Voy a pintarles el Cristo que les vengo predicando inútilmente hace años. Voy a meterles su Figura por los ojos, ya que no logré meterla en sus corazones. Para eso no hace falta ser un genio de la pintura. Con lo que sé, me sobra. Si acierto a traducir en formas y colores esta imagen que llevo dentro…
—Que no es una imagen.
—Eso es lo malo. Es una idea. Pero las ideas pueden traducirse. Los grandes Cristos de la pintura son ideas traducidas a imágenes.
Carlos se levantó y se acercó al padre Eugenio.
—No acabó usted de contarme cómo terminó su experiencia. Dejó la historia en el mejor momento.
El padre Eugenio apartó la cabeza, la levantó hacia el libro pintado a medias.
—¿No me ve usted aquí? La experiencia acabó metiéndome a fraile.
—Un fraile que no renunció jamás a la pintura.
—Cierto. Pero ya de otra manera. El padre Hugo me ayudó a resolver mi problema personal y me ofreció perspectivas nuevas. «Ya verá usted, padre. Fundaremos en el monasterio una gran escuela de pintura religiosa. Y para eso lo que necesita es saber teología». Pero el padre Hugo se murió y al padre Fulgencio la gran escuela de pintura religiosa no le ha interesado nunca. Usted sabe de sobra que si estoy pintando eso es porque supone una ganancia para el convento. Al padre Fulgencio no le importa si acierto o no. Le basta con cobrar.
Se alejó unos pasos y contempló el espacio vacío donde había de estar la cabeza de Cristo.
—El Señor es Justicia y Amor; es Belleza y Razón; es Fuerza y Mansedumbre. ¿Cómo expresar todo eso con unos ojos, unos labios, unos cabellos y una frente? El Señor es, sobre todo, Misterio Sólo entrando en el Misterio puede uno acercarse un poco a la Realidad del Señor. Pero el misterio es impenetrable.
Se volvió bruscamente.
—Y luego hay que convencer a la gente de que el Señor es eso. Hay que convencer al cura, que prefiere un Corazón de Jesús bonito. ¿Se da cuenta? A veces me desanimo y me dan ganas de tirarlo todo y dar unas manos de cal encima y que pongan lo que quieran.
—¿Es lo que hizo usted la otra vez? ¿Mandarlo todo a paseo?
—Ya le dije lo que hice: me metí a fraile.
Carlos anduvo unos pasos lentos, hasta quedar junto a él, muy cerca de él, casi pegado.
—Supongo que la necesidad de decir la verdad no se satisface con una parte de la verdad.
—¿Por qué lo dice?
Carlos se encogió de hombros.
—Alguna razón habrá tenido para contarme esa historia. Y la tendrá también para no contármela entera. Como amigo de usted, tengo que respetar su silencio.
El padre Eugenio apagó bruscamente las luces.
—Vámonos ya. Se hizo tarde. Otro día hablaremos.
Encendió la linterna y alumbró el camino.
—Con cuidado. La escalera está ahí. No vaya usted a caer.
La noticia de que Germaine vendría para las Navidades la llevó Cubeiro al casino. Lo había oído en la peluquería mientras se afeitaba, y en la peluquería los clientes se habían interesado y habían hecho conjeturas.
De todos los presentes, sólo don Baldomero conocía su retrato.
—¡Vamos, hombre, díganos cómo es!
—Por una fotografía poco puede saberse.
—Con menos de una fotografía me las arreglaba yo cuando muchacho —a Cubeiro se le agrandaron los ojos—. Ya lo creo.
—Es una chica guapa, desde luego. Y muy bien puesta de pitones. Se rieron. Cubeiro metió las manos bajo el jersey y remedó unos pechos.
—¿Redondos?
—Apuntados.
—¡Vaya! Eso es algo. ¿Y de ancas?
—La fotografía está de frente y sentada.
—¿Y de la cara? ¿No se saca nada por la cara?
—¿Nada de qué?
Cubeiro guiñó un ojo.
—Nada de sus costumbres.
—No querrá que la chica se retrate con un letrero al cuello diciendo lo que hace.
—Pues debía llevarlo. Aunque, como francesa…
Volvió a guiñar el ojo y a reír.
—Supongo que en Francia también habrá mujeres honradas —dijo, molesto, don Baldomero.
—Sí, pero no las exportan.
—No irá usted a decirme que aquí no tenemos putas.
—No es lo mismo.
—Ya me explicará la diferencia.
—Pues la hay, créamelo.
Don Baldomero golpeó la mesa.
—Mire, Cubeiro, aunque nos pese, esa fruta se da en todas partes, aquí como en La Habana, y sabe igual aquí que allá.
Cubeiro le miró con desdén.
—¡Cómo se nota que no estuvo nunca en La Habana! Porque hay cada mulata…
Entró en una explicación detallada de las virtudes, propiedades y buenos hábitos de las mulatas. De joven había estado en Cuba y conocía el paño. ¡Aquellos tiempos! Se habían ido a paseo con el desastre de Santiago de Cuba. Y era una pena, sobre todo para la juventud, que en Cuba tenía más libertad y más ocasiones. No con las blancas, naturalmente, pero sí con las mujeres de color, mulatas, zambas o cuarteronas.
—Porque disfrutar, lo que se dice disfrutar, nunca como con aquella criada de mi pensión, que después acabó bailando rumbas en el teatro. ¡Qué cuerpo, mi madre, y qué manera de moverse! Las de aquí, incluidas las francesas, son puras aficionadas.
—¿Es que también se acostó con francesas?
—¡Hombre! De todo hay que probar en esta vida.
—Usted no estuvo en Francia.
—¡Ah! Pero Francia está en todas partes. En Vigo, sin ir más lejos: calle de la Cruz Verde, siete. ¿No oyó usted hablar de Renée? Es una hembra de bandera y de lo mejor enseñado que hay por ahí. Por veinte duros…
Entró Cayetano con la pipa en los labios. Colgó en el perchero el impermeable y preguntó si no había partida.
—Estábamos de conversación. Don Baldomero trajo una buena noticia.
Don Baldomero protestó:
—No. La noticia la trajo usted.
—Es igual.
Cubeiro miró a Cayetano con los ojos achicados por la risa.
—¿No sabe que para Navidades tendremos aquí a la francesa?
—Ya lo sé. ¿Y qué?
—Pues nos habíamos echado a pensar cómo sería. Y hablando, hablando, llegamos a Renée, una puta de Vigo que también usted conocerá.
Cayetano se sentó y pidió barajas.
—¿Es que no tiene ganas de hablar?
—De bobadas, no.
Cubeiro seguía riendo.
—¡Bobadas, sí, sí! Que le diga aquí, don Baldomero, las tetas que tiene la francesa. Ya verá usted si son bobadas.
Se acercó al oído de Cayetano.
—Don Baldomero vio el retrato. Es una mujer estupenda. Y ahora que está usted vacante…
Cayetano le miró con desprecio. «Siéntese a jugar, si quiere —le dijo—, y no sea degenerado». Cubeiro se apartó como si le hubieran escupido.
—¡Degenerado! ¿No te jode el amo?
Don Lino, el director del Grupo Escolar, avanzaba por el salón con solemnidad. Se quitó el sombrero, lo arrojó sobre un diván y alzó una mano como para imponer silencio.
—Traigo dos noticias importantes, caballeros. Dos noticias de muy buena tinta, completamente garantizadas. La primera, que va a haber elecciones.
Cayetano barajaba las cartas parsimoniosamente. Levantó la mirada.
—¿Y la otra?
—Que para las Navidades vendrá la francesa. Y son dos cosas que ya tenía ganas de que pasasen, qué caray. Porque ya está uno harto de las derechas y porque en este pueblo, desde que murió la Vieja, no hay nada de que hablar. Antes, al menos, cuando usted tenía queridas, había un cuento cada dos meses. Pero desde que usted se nos hizo casto…
Se sentó y puso las manos sobre la mesa.
—Aparte de eso, juego, si hay partida.
Cayetano soltó la baraja y se dirigió al maestro:
—Dígame, don Lino: ¿Qué preferiría usted: salir diputado a Cortes o acostarse con la francesa?
Don Lino se desabrochó el chaleco y dejó suelto el vientre abultado. Vestía una camisa a rayas azules, sin corbata. Las rayas de la camisa se combaban siguiendo la curva del vientre. Al final, bajo la cintura, bailaba una leontina.
—Habría que pensarlo.
—Suponga usted que ambas cosas están en mi mano y que le doy a elegir.
—En tal caso, y viniendo de usted…
Se echó atrás en la silla, miró a los circunstantes, uno a uno.
—Aunque estos señores me tengan por imbécil, preferiría salir diputado. Porque, pensándolo bien, ¿qué saca uno de acostarse con una mujer, más que un poco de gusto? En cambio, ser diputado…
Aclaró bruscamente:
—De izquierdas, claro.
—Se supone.
—Ser diputado…
Se irguió, hinchó el pecho, cerró los ojos, adelantó los brazos y las manos abiertas.
—… es lo que uno ha soñado siempre sin atreverse a pensarlo.
Cayetano le dio un golpe en la barriga. Don Lino se encogió súbitamente.
—Cualquier ciudadano tiene derecho a serlo.
—Incluso usted. ¿Y quién sabe? No es muy probable que pueda ofrecerle a la francesa para pasar la noche; pero, a lo mejor, le regalo a usted un acta.
Don Lino miró a Cayetano con estupor. Sonrió. Volvió a erguirse, a hinchar el pecho. Adelantó la mano derecha y quedó con ella en alto.
—Pues yo —dijo Cubeiro— preferiría acostarme con la francesa. Porque eso de diputado no trae más que disgustos.
—Usted es un degenerado —dijo Cayetano sin mirarle.
Después de cenar, don Lino se había quedado silencioso y distraído. Aurorita se acercó a darle un beso y las buenas noches. El chico estudiaba en un rincón y dijo que tardaría en acostarse.
—Buenas noches, hija mía.
Aurorita miró a su madre, que retiraba el servicio de la mesa. La madre le sonrió. Salieron juntas. Aurorita le dijo, en voz baja.
—¿Le hablarás hoy?
—Sí. Esta noche.
Don Lino fumaba un cigarrillo. El chico le preguntó qué quería decir «Sucre (a) Charcas, capital constitucional de Bolivia»; tardó unos minutos en darle la explicación. La madre seguía entrando y saliendo.
—¿Vas al casino o nos acostamos?
—No. Hoy no voy al casino. Hoy…
María había salido. Cuando regresó se fijó en ella. Seguía siendo bonita, pero las arrugas le estropeaban los ojos. Llevaba el gesto resignado y triste.
—Cuando quieras nos acostamos.
Sacó del chaleco un duro y lo echó sobre la mesa.
—Toma. Es lo que he ganado hoy. Bueno, la verdad es que gané seis veinticinco; pero la una veinticinco que falta la necesito.
María recogió el duro.
—Gracias. Me viene muy bien.
—El dinero siempre viene bien.
—¡Que lo digas!
—Pero no siempre para bien. De la mitad, al menos, de los males del mundo tiene la culpa el dinero. Es el veneno de las conciencias, la tentación de los justos, la defensa de los ruines, el castigo del rico y la desesperación del pobre. El dinero…
El chico levantó la cabeza del libro, miró un momento a su padre, sonrió y siguió estudiando. María limpiaba las migas de pan caídas en el mantel de hule.
—Puedes irte acostando. Yo terminaré en seguida.
—Ya.
Don Lino se levantó, dio un beso al chico y marchó por el pasillo. Antes de entrar en la alcoba adelantó una mano y encendió la luz. La cama estaba preparada. Se quitó la chaqueta y la dejó en una silla. En la alcoba vecina Aurorita tarareaba por lo bajo. Al sentir a su padre se calló.
Cuando llegó María, don Lino se metía en la cama. Por el escote de la camiseta le asomaba una pelambrera gris, áspera, rizada.
—Tenía que hablarte de Aurorita —dijo María; y don Lino la miró con inquietud.
—¿Sucede algo a nuestra hija?
—Parece que tiene novio.
—¿Novio?
—Bueno. Un pretendiente. Tú lo conoces: estuvo contigo en la escuela. Ramiro, el hijo de Benito, el de los coches de alquiler.
—No es mal muchacho.
—La hija quiere que tú lo sepas.
—Eso es buena señal…
María, en camisa, se quitaba las medias. Conservaba la figura, aunque algo más gorda y blanda. Todavía atractiva.
—También yo tengo algo que decirte.
María levantó la cabeza, y sus manos —la media apenas baja— se detuvieron.
—¿Alguna mala noticia?
—Una noticia buena. Más que una noticia, una buena esperanza, una buena promesa y, quizá, una buena ilusión. Y no tengo a quién contarlo más que a ti…
María escondió el rostro y acabó de quitarse la media.
—… a ti, que me has desilusionado, pero que sigues siendo mi compañera. Aunque no lo creas, cuando siento necesidad de contar a alguien mis alegrías todavía pienso en ti como en años más felices, como en años en que la confianza no se había destruido entre nosotros. Lo cual, rectamente interpretado, significa que sigo considerándote lo que has sido siempre y como si nada hubiera sucedido.
Oyó un sollozo de María y se incorporó.
—No era mi intención despertarte los malos recuerdos y te pido perdón. Sólo quería explicarte…
Ella sacudió la cabeza, sin mirarle. Él retrocedió unos pasos, hasta quedar apoyado en la cama.
—Siempre hacen falta palabras previas, entrar en situación. El exordio. Porque yo quería contarte… ¿Me escuchas? Quería contarte que después de muchos años sin ilusiones unas palabras quizá vanas han hecho renacer las mías. ¿Sabes que…? —se acercó a María, la acarició—. ¿Sabes que me han propuesto presentarme a diputado?
María levantó la cabeza y le miró entre lágrimas.
—Diputado. ¿Te das cuenta? ¡Diputado a Cortes!
Ella se limpió los ojos con el dorso de la mano.
—Y eso, ¿nos sacará de pobres?
Don Lino meneó la cabeza.
—Soy un hombre honrado y condenado a la modestia para toda la vida. Ser diputado no nos sacará de pobres, pero me dará dignidad. Y eso también vale.
María había vuelto a sollozar, aunque suavemente. Don Lino siguió hablando.
Clara iba a cerrar la puerta cuando apareció Carlos. Llovía fuerte y las losas bajo los soportales estaban húmedas, pisoteadas. Clara había baldeado un poco delante de la puerta y lo había barrido después, y brillaba. Le echaba un vistazo desde el mostrador, y la sombra de Carlos cegó los brillos. Clara reconoció la sombra y la vio vacilar. Ella misma vaciló. Carlos apareció en seguida, con una sonrisa tímida bajo el ala del sombrero. Quedó en medio de la puerta, indeciso.
—Vengo de ahí, de la iglesia, y como vi esto abierto…
—Entra.
Clara se acodó al mostrador y esperó a que Carlos subiese el escalón, a que buscase con la mirada donde sentarse: torpe de movimientos, más que de costumbre, y sin dejar de sonreír. Por fin, halló la banqueta y la arrastró, pero sin sentarse en ella.
—Seis meses, día por día, sin verte —dijo Clara—. Si no fuera por los cuentos que me traen de ti, te hubiera dado por muerto.
—¿Cuentos?
—¡Claro, hombre! Eres de las personas del pueblo de quienes se cuentan cosas.
—¿Y qué te contaron?
—Lo he olvidado.
Señaló la banqueta.
—Si no traes prisa, siéntate. Me alegro de verte. Y no te culpo de que no hayas venido; yo te lo pedí…
Carlos se quitó el sombrero y lo dejó encima del mostrador. Luego se sentó.
—¿Qué tal te va el negocio?
—¿No se me nota en la cara?
—Estás guapa, pero eso no es ninguna novedad.
—Gracias.
—¿Quieres decir que te va bien?
—Al menos, no me va mal. Trabajo todo el día y gano para vivir.
Carlos dejó de sonreír. Algo iba mal del cordón de su zapato. Se agachó y sus dedos tantearon el suelo.
—Me hace gracia oírte hablar así.
—Soy tendera y hablo como los tenderos. Todo se pega.
—Me alegro de tu éxito. ¿Y de Juan?
—Escribe a veces. Siempre cuenta que va a hacer cosas, pero nunca las hace.
—Tienes que darme su dirección.
—¿Vas a escribirle?
—Probablemente iré a verle. Un día de éstos marcho a Madrid.
Clara veía la cabeza de Carlos, los cabellos rojos, recios, en punta, como los de un chiquillo despeinado. Alargó la mano hacia ellos, por encima del mostrador, la detuvo en el borde, la retiró.
—¿Para siempre?
—Ida por vuelta.
Carlos hizo, por fin, el nudo del zapato. Sin levantar la cabeza, añadió:
—Es que… Viene la sobrina de doña Mariana. Tengo que ir a esperarla.
—¡Por fin…!
Carlos se irguió lentamente y repitió:
—Por fin.
—¿Y después?
—Quizá pueda marcharme. Si ella se hace cargo de esto, claro.
—No será tan imbécil que vaya a tirar una fortuna.
—Eso espero.
—Aunque no me extrañaría nada que volviese a marchar. Y que se llevase el dinero de la Vieja…
—El testamento…
—¿Qué importa el testamento? El testamento eres tú, y a ti te sacará lo que quiera, si se lo propone. Ahí tienes a la Galana.
Las manos de Carlos esbozaron en el aire un movimiento de protesta.
—No es lo mismo. A la Galana le di lo mío. Y tuve mis razones.
—Pues si a la francesa le das lo que no es tuyo, que se lo darás, no te faltarán razones para justificarte. Si no, al tiempo.
—También vendrá su padre.
Clara se echó a reír.
—¿Por qué me dices eso? ¿Para que esté tranquila?
—Porque forma parte de la noticia. Un viejo bastante chocho. Lo conozco.
—No creo que el viejo le estorbe para engatusarte. Al contrario. ¿Qué más puede querer para su hija, por muy bonita que sea? Incluso la aconsejará…
—¿Para qué va a hacerlo? Lo que deseo es verme libre cuanto antes de este asunto. Le daré facilidades.
Clara volvió a reír. Miró a Carlos de través y Carlos esquivó su mirada.
—Pero ¿sin que ella ponga nada de su parte?
—¿Qué quieres decir?
—¡Hombre! Tienes la sartén por el mango en ese asunto. Hay que darse a valer. Si desde el principio le pones las cosas fáciles…
—Se las pondré sobre ruedas.
Clara se sentó en el mostrador.
—Dime, Carlos: ¿no tienes un poco de miedo a esa chica?
—¿Por qué he de tenérselo?
—Me da la impresión de que te pone miedo cualquier mujer que no sea pan comido.
—Estás equivocada. No me da pizca de miedo. ¿Te haces una idea de los recursos que se pueden usar con una chica como ésa? Por sus cartas, me parece bastante ingenua.
Se levantó, se acercó al mostrador, habló en voz baja.
—Es una chica de ciudad que ha vivido modestamente. Encuentro natural que le atraiga el dinero, pero yo debo intentar que se sienta también atraída por lo demás. Intentarlo, al menos, por lealtad a la Vieja. Ella quería que su sobrina heredase, con los bienes, el espíritu; quería que llegase a amar sus cosas como ella las amó y vivir entre ellas como ella vivió. No va a serme fácil, pero es una tarea interesante. No me voy a aburrir.
—Se enamorará de ti.
—Eso ya no es tan seguro. Y no lo deseo.
Clara quedó pensativa. La luz recortaba su perfil sobre un fondo ordenado de cajas y paquetes. Carlos advirtió entonces que traía más corto el pelo, y que el jersey rojo que vestía era nuevo, y que le ceñía los pechos. Clara había cruzado las piernas hacia el interior de la tienda y sus manos reposaban en el regazo. Las tenía más blancas y más finas; en la muñeca izquierda, bajo la manga del jersey, asomaba una pulsera de fantasía. Carlos le cogió la mano y curioseó la pulsera. Clara le dejó hacer, sin volverse; luego dijo:
—¿Piensas presentármela?
—¿Por qué no? Espero incluso que seáis amigas.
Clara dio un repeluzno y Carlos la soltó. Ella se volvió bruscamente.
—Eso, no.
—¿Por qué? Es lo natural.
—No puedo quererla, ¿no lo comprendes? Y si no la quiero, no podré fingirle amistad. Le tendré envidia, ya se la tengo. Y me revienta que le den hecho lo que a mí me cuesta tanto trabajo tener.
Cogió a Carlos de un brazo y le miró a los ojos.
—Y si llegas a enamorarte de ella, la odiaré a muerte.
—Razón suficiente para que no me enamore.
Clara apartó el brazo, quedó en silencio y, silenciosamente, descendió del mostrador. Estuvo un momento de espaldas a Carlos. Después se llegó al anaquel del fondo, recogió unas cajas, las metió en su sitio, arregló algo que se había caído, siempre de espaldas y sin volver la cabeza. Carlos buscaba con la pierna la banqueta; la encontró y se arrodilló en ella. En la plaza la lluvia caía más fuerte.
—Como comprenderás —dijo Clara, de repente—, yo ya no me hago ilusiones. El último día que estuviste aquí puse de mi parte todo lo que una mujer puede poner y no me sirvió de nada. Pero me gustaría que tú, al menos, resolvieses tu vida. Esa chica te conviene. Sólo te pido que, si es posible, te la lleves de aquí. De lo contrario, marcharé yo.
Carlos puso cara de estupor.
—¿Serías capaz… ahora?
—¿Por qué no? Lo he pensado mucho este verano y lo sigo pensando.
Carlos movía la cabeza y sonreía.
—¿Por qué dices que no?
—Porque tú, como yo, estamos metidos en esto, y de aquí, si no nos saca el Destino, no hay quien nos saque.
—¿Y quién te dice que el Destino no es la francesa?
—Eso pretendió doña Mariana: hacer de su sobrina un Destino gobernable desde la tumba a través de las cláusulas de su testamento. Pero no contó con ella ni conmigo, y ella tendrá su voluntad, y la mía, te lo juro, no se moverá para cambiar las cosas. Si la niña quiere quedarse, que se quede, que no se lo he de estorbar; pero si quiere marcharse, le pondré puente de plata. Que se lo lleve todo y que haga lo que quiera. Una situación parecida hizo a mi padre desgraciado, pero aquello no puede repetirse, porque ni yo soy mi padre ni Germaine será doña Mariana.
Se interrumpió, esperó respuesta de Clara.
—Antes —continuó— bromeaba cuando te dije que haría esto y lo otro. No pienso hacer nada.
Volvió a callar y a esperar respuesta. Entonces se dio cuenta de que Clara había escondido la cara.
Se oyeron unos golpes en la puerta de la celda. El padre Eugenio abrió.
Un hermano lego esperaba.
—De parte del padre prior, que vaya a verle antes de marchar.
—Iré en seguida.
Se retiró el lego. El padre Eugenio dejó la puerta abierta. Se puso la capa, se santiguó y salió.
Barrían el claustro ráfagas frías. Se asomó y miró al cielo: nubes oscuras volaban del sudoeste, retorcidas, furiosas.
—Volverá a llover.
Entró en la celda y cogió el paraguas. Con él colgado al brazo llegó a la celda del prior. Estaba abierta.
—Entre, padre, y espere unos instantes.
El prior daba instrucciones a un monje joven acerca de unas misas. Cuando terminó, le acompañó a la puerta y la cerró.
—Ya tenemos el lío armado, padre Eugenio.
Se sentó ante su mesa y mandó sentar al fraile.
—Ayer vino aquí el capellán de Santa María. ¡No sabe usted cómo estaba! Que si va a escribir al arzobispo, que si esas pinturas son intolerables…
—Ya lo sé. También estuvo a verme.
—Y usted, ¿qué piensa?
El padre Eugenio abrió las manos desanimadamente.
—¿Qué quiere que piense? Seguir adelante y Dios dirá. Pero a usted le consta que fueron aprobadas por el arzobispo. No he introducido variación alguna, y en cuanto al conjunto de la iglesia, toda modificación está de acuerdo con la Memoria que acompañaba a los cartones. Usted la leyó.
El prior respondió distraídamente.
—Sí.
Miraba al cielo por la ventana abierta.
—Hace mal día, ¿verdad?
—Mucho viento. Lloverá.
—Sin embargo, tengo que ir a Pueblanueva a ver esas pinturas. Esta misma mañana. Es necesario, ¿sabe? El cura está hecho una furia y detrás del cura tiene que haber alguien atizando el fuego.
El padre Eugenio se puso en pie.
—Puedo cederle la mula.
—No, padre; no. La mula la necesita usted. Pero puede decir a su amigo el doctor Deza que me mande el coche. Porque tiene un cochecillo, ¿verdad? Alguna vez me llevó en él. 0 si no…
Se levantó, sonriente, y se acercó a la ventana. El viento le alborotó el cabello.
—¿Qué le parece si le pidiéramos el automóvil a doña Angustias? Sería de gran efecto.
El padre Eugenio inclinó la cabeza.
—Como mejor le parezca a Su Paternidad.
—Decidido. Le gustará que se lo pida. En cuanto llegue a la iglesia, le telefonea y le suplica, de mi parte, que me envíe el automóvil a eso de las once. No tiene por qué decir que es usted, sino un fraile cualquiera.
—Comprendo.
Puso la mano en el hombro de fray Eugenio.
—Así, si es ella la que mueve el laberinto, sabrá que la visita del cura no fue inútil y que me preocupo del asunto. En cuanto a usted, siga pintando.
El padre Eugenio le miró entristecido, saludó y fue hacia la puerta.
—No ponga esa cara, padre Eugenio. Sea usted un poco más vulgar. Le conviene. ¿Sabe que dicen en el pueblo que usted está endemoniado?
El padre Eugenio se volvió bruscamente.
—¿Eso dicen?
—Sí, y usted tiene la culpa. Un fraile no debe andar por el mundo con esa cara dramática que usted usa, sobre todo desde que empezó a pintar. Una cara así despierta la desconfianza del que la lleva y de lo que representa.
Se acercó lentamente al fraile, le apuntó con un dedo.
—Y usted representa a la Iglesia y la esperanza de salvación.
Carlos llegó corriendo, a las once menos cuarto. El padre Eugenio no había subido al andamio. Paseaba la nave de arriba abajo, con la cabeza agachada y las manos a la espalda.
La iglesia estaba apenas iluminada por la luz gris de la mañana. Carlos empujó la puerta. Sonaban al fondo secos, rápidos, los pasos del fraile.
—¡Padre Eugenio!
Fue hacia el fondo de la iglesia. El padre Eugenio ya venía a su encuentro.
—¿Sucede algo? —preguntó Carlos.
—Quizá. Quiero que esté usted aquí cuando venga el prior. Voy a necesitar su apoyo.
Contó en dos palabras la conversación de aquella mañana.
—¿Y usted cree que el prior se pondrá de parte del cura?
—¿Qué sé yo? Si no le gustan las pinturas, y lo más probable es que no le gusten…
—Pero usted está respaldado por el arzobispo.
—Sí. ¿Y qué? Si alguien protesta, en el arzobispado lo tendrán en cuenta.
—En todo caso, ésta es una iglesia privada, y yo represento los derechos del propietario. Puedo hacer que mi opinión prevalezca.
—¿Quién lo duda? Pero la iglesia permanecerá vacía. Y yo no he pintado para que usted y yo vengamos de tarde en tarde a recrearnos en las pinturas y a lamentar que la gente no las entienda. Ayer le dije que quiero meter por los ojos de los fieles una cierta idea de Cristo que no conseguí inculcarles con la palabra…
Levantó los puños crispados.
—¡Se lo aseguro, don Carlos! ¡Estas pinturas no son una obra de arte, no quieren serlo, sino una oración de penitencia, un desagravio y al mismo tiempo una lección de teología…!
Se sentó desalentado en la esquina de un banco de enfrente. El fraile tenía hundida la cabeza y todo él parecía decaído, desmantelado.
—Lo que usted quiere que sean quizá no se me alcance, pero como obras de arte las entiendo y me gustan.
—Si el pueblo cristiano las rechaza pensaré que el Señor rechaza mi oración.
Carlos rió.
—Pero ¿por qué meten ustedes a Dios en todo? En este lío no alcanzo a verlo por ninguna parte, créamelo, y se lo digo sin la menor intención blasfematoria. El cura obra movido por alguien, es evidente; pero ¿por qué pensar que este alguien obra movido por Dios? ¿O es que Dios suele valerse de las beatas para expresar su opinión?
Se levantó.
—Ande. Déjese de elucubraciones, y vamos a poner esto bonito para que haga buen efecto al prior.
Agarró al fraile de un brazo y le empujó a levantarse.
—Sin embargo…, empecé estas pinturas con el mismo ánimo con que en la Antigua Ley se ofrecía el Sacrificio y pedí al Señor una señal de si lo aceptaba o no.
—¿Y a quién se le ocurre poner a Dios en ese trance?
—Es que yo necesito saber que estoy perdonado.
Carlos volvió a reír.
—Perdonado ¿de qué? ¿De ese mes que pasó usted borracho allá en su juventud, buscando un nuevo amarillo?
El fraile le miró rápidamente, escondió la cabeza y corrió por la nave adelante. Se oyó un chasquido, y la iglesia quedó alumbrada.
—Retire usted esas arpilleras de los altares y limpie un poco. Yo arreglaré aquí arriba.
El fraile subió al andamio y se perdió en el fondo del ábside. Carlos desembarazó el altar de la Epístola y el del Evangelio y limpió las mesas.
—Pues por muy bruto que sea el prior, esto tiene que gustarle —gritó.
Oyó lejana la respuesta del padre Eugenio:
—El prior no es un bruto.
La llegada del prior fue precedida de un ruido de automóvil que se detuvo ante la fachada de la iglesia. Carlos arrojó una escoba con la que barría.
—¡Ya está ahí!
Corrió a la puerta lateral, la abrió y esperó. Había empezado a llover, y un gran chorro de agua salpicaba el umbral. El prior apareció en la esquina de la iglesia, corriendo, y le hizo un gesto de saludo. Carlos se adelantó a recibirlo. El prior traía abierto el paraguas y le cobijó.
—Tenía que haber supuesto que el padre Eugenio le metería en este laberinto. Es incorregible.
Tendió la mano a Carlos.
—Usted estará de acuerdo con él y contra el cura, me lo supongo.
—Es que, además, soy el primer interesado. Pienso que el padre Eugenio hizo bien en avisarme. Las pinturas fueron desde un principio negocio mío.
—Quizá, quizá…
Entraron. Carlos cerró la puerta y pasó el cerrojo. El paraguas del prior quedó chorreando, en un rincón.
El prior había adelantado unos pasos y miraba a todos lados.
—Pues ya se habrán gastado ustedes dinero en la iluminación.
—No íbamos a dejar las pinturas en tinieblas.
—Es natural. Pero con tanta luz, ¿no cree que la iglesia pierde misterio? Yo iluminaría solamente los ábsides y dejaría el resto en penumbra.
No esperó respuesta. Descendió al fondo de la iglesia, apoyó la espalda a la puerta y miró. El padre Eugenio, al borde del andamio, esperaba, con los pinceles en la mano. El prior le gritó:
—¡Siga pintando, padre, no vaya a escapársele la inspiración! Ya subiré ahí.
Se volvió a Carlos.
—Esto está bien, ¿sabe? Me gusta.
Se le afilaba el rostro como un cuchillo, se le empequeñecían los ojos maliciosos. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho y la capilla ligeramente echada sobre la frente ancha. Al mirar alzaba el rostro inmóvil, pálido, un poco oscurecido por la barba.
—Ya lo creo que está bien —dijo Carlos.
—Sí, pero no lo repita muchas veces. No hay que dar alas al padre Eugenio. En estos asuntos siempre hay que ceder para ganar, y él si se sabe apoyado no cederá.
Se acercó al ábside del Evangelio, contempló la pintura, pasó la mano por la piedra del altar. Atravesó luego la iglesia y se detuvo ante la losa de doña Mariana.
—¿Conque es aquí donde quiso enterrarse la señora? ¡Con lo bien que estaría en un nicho del cementerio!
Cogió a Carlos del brazo.
—Usted estará de acuerdo con ella probablemente, pero yo pienso que no hay por qué meter tanto barullo. ¿Por qué se le habrá antojado enterrarse aquí para que todos la pisen?
Ante el ábside de la Epístola soltó el brazo de Carlos y se alejó unos pasos.
—El cura es un paleto —dijo a media voz. Y añadió—: Vamos a ver qué hace el fraile. ¿Usted lo ha visto pintar?
—No le gusta.
—Pudor de artista, ¿verdad?
Hablaba con una sonrisita leve, con un tono de remota burla.
—A mí me parece que se puede pintar lo mismo sin echarle tanto teatro.
Fray Eugenio, subido a una banqueta, perfilaba el hombro de Cristo. Volvió a medias la cabeza.
—Le pido perdón, padre, pero no puedo dejar de pintar… Si se seca la masa…
El prior dio un codazo a Carlos y dijo en voz baja:
—¿Lo ve?
Estaba encendida la estufa. Se sentaron. El prior miraba al padre Eugenio, y Carlos miraba al prior.
—¿Usted fuma, padre?
—No, gracias. Es una costumbre que no puedo pagarme.
El padre Eugenio dejó caer el pincel. Descendió de la banqueta. Quería disimular la ansiedad. La luz le iluminaba de lleno.
El prior se levantó.
—¿Se puede mirar ya, padre?
El padre Eugenio afirmó con la cabeza.
—Pero esto está sin terminar. Le falta lo principal.
—Sí. Lo más difícil.
—¿Y qué piensa hacer?
—No puedo explicarlo.
—Comprendo. Pretende pintar lo inexplicable. Está bien.
Carlos pensó que sin aquel tono cazurro el prior podría ser simpático.
—Por primera vez estoy de acuerdo con usted, padre Eugenio. Me gusta esto. Y voy a defenderle, no se preocupe.
La cabeza, los hombros del padre Eugenio se irguieron, y el rostro resplandeció.
—¿De veras?
—¿Qué había pensado? ¿Que iba a dejarle en la estacada? Soy tan responsable como usted. Pero, además, esto me gusta. Y tiene que gustar a todo el mundo.
Carlos había quedado atrás. El prior le indicó que se acercara.
—¿Piensa usted hacer alguna fiesta cuando se bendiga la iglesia? Porque esto conviene que lo vean. Canónigos de Santiago, gente así. Hay muchas iglesias que pintar, y el padre Eugenio podría hacerlo, ya lo creo. Aunque…
Los cartones estaban a la vista, en unos atriles. El prior los examinó.
—Al padre Eugenio le costará un gran sacrificio hacer concesiones; pero yo, en su caso, las haría. La Virgen un poco más bonita, el Cristo muy bien peinado. Eso atrae a la gente. Y usted podría darse el gusto de llenar de figuras como éstas los ábsides gallegos. ¡Ya lo creo! Le vendría muy bien al convento. Y usted sería feliz.
Empezó a reír.
—Esta mañana le dije al padre Eugenio que su cara es demasiado dramática. Quite al menos el drama de la cara de Cristo.
Cogió del brazo a Carlos y al padre Eugenio y los empujó hacia la escalerilla. Sonreía agradablemente.
—Mañana mismo iré a Santiago, al arzobispado. Hay que evitar que don Julián arme el barullo. Convendría que viniese alguien a ver esto, alguien de campanillas. ¿Estaría dispuesto, don Carlos, a sufragar los gastos?
Carlos se despertó temprano. Habían llamado a la puerta y habían gritado: «¡Son las siete, señor!». Y él había respondido: «¡Bien, en seguida!». Pero había vuelto a dormirse. A partir de las ocho la casa se llenó de ruidos: unas mujeres, contratadas por la Rucha madre —«de toda confianza»—, se encargaban de limpiar, de darle vuelta a todo, de dejarlo reluciente, sin que quedase objeto sin repaso ni alfombra sin sacudida. Cera nueva para los pisos, bujías nuevas en lámparas y palmatorias, repuesto de petróleo en los quinqués. A esto la Rucha hija había hecho objeciones.
—Pero, señor, ahora que viene la señorita, ¿por qué no aprovecha para instalar luz eléctrica? Nadie anda ya por el mundo con velas, y a ella le va a dar tristeza.
—¿Tú crees?
—Claro, señor. A los jóvenes no nos gusta andar ensombrecidos.
—En todo caso, ya lo dirá cuando venga.
—Claro. Cuando la casa sea suya hará lo que quiera en ella.
Llamó y mandó que le trajeran el desayuno. Fumaba un pitillo cuando la chica le trajo su ropa limpia y planchada y un montón de camisas.
—Tampoco estaría mal que se hiciese un traje como los que usa todo el mundo, porque con esta chaqueta no parece un señor.
Se levantó. Después de asearse recorrió la casa. Lo habían puesto todo patas arriba. En el salón, dos mujeres procedían a enrollar la alfombra. Otra sacaba brillo a los bronces y latones. Una muchachita muy espigada y desenvuelta lavaba los marcos de las puertas.
Mandó que bajasen su maletín al portal y que lo metieran en el coche en cuanto llegase.
—Pero ¿no lleva más que esto? ¿Y para eso pasé yo tantas horas planchándole camisas?
Decididamente no hacía nada al gusto de la Rucha hija. La invitó con un gesto a resignarse.
—Dile a tu madre que venga.
La Rucha vieja salió de la cocina secándose las manos en el mandil. Carlos le dio unos billetes.
—Arreglaréis dos habitaciones. La que fue de la señora, para la señorita, y la que yo ocupo ahora, para el señor.
—Luego, ¿usted ya no dormirá aquí?
—Probablemente, no.
La chispa de luz que saltó en los ojos de la Rucha vieja bien pudiera interpretarse como alegría.
—Lo vamos a sentir mucho, señorito. Ya nos habíamos acostumbrado a usted. ¡Dos personas nuevas…! ¡Y extranjeras! Cada uno con sus gustos.
—Pondré un telegrama con el día y la hora de llegada. Para que tengáis preparada la comida.
—¡Ya verá el señorito! Se chuparán los dedos…
El coche había llegado. Carlos dio una nueva vuelta por la casa, hizo alguna advertencia. Se había detenido ante el retrato de doña Mariana.
—Y ese cuadro, ¿lo mandaremos al pazo? Porque tengo entendido que es del señor.
—Todavía no. Hasta que busquemos otro para su sitio.
—Claro. Quedaría deslucida la chimenea sin ese cuadro.
Hacía frío. Mandó cerrar las ventanillas del coche. Ofreció tabaco al chófer. A la salida de Pueblanueva empezó a llover.
—¿Cree usted que llegaremos al exprés de Madrid?
—Con un poco de suerte, señor, ya lo creo que llegaremos.