¡Peste de Churruchaos, casta de locos! Por fin Pueblanueva del Conde se ha visto libre de ellos. Fueron muchos siglos de soportarlos —siete, según se dice—, sin esperanza. El mundo daba vueltas, las cosas iban cambiando, costumbres y gobiernos, y ellos seguían ahí, en sus pazos, con sus narices y sus pecas, como si no hubiera más en la tierra que sus líos, y sus caprichos, y sus disparates, y Pueblanueva para aguantarlos. Un año y otro, un siglo y otro, el tiempo eterno. La muerte no prevalecía contra ellos. Cuando nacía uno de nosotros, se le podía profetizar: «Tendrás el sarampión, vivirás del sudor de tu frente, y un día u otro tropezarás con algún Churruchao, que están ahí, esperando, y el tropiezo te hará la puñeta para el resto de tu vida». Nadie creyó jamás que pudiéramos perderlos de vista: eran nuestra enfermedad incurable, nuestra verruga en la nariz, nuestras piernas torcidas, nuestra joroba de nacimiento. O bien, si se considera desde el punto de vista de los beatos, el castigo de nuestros pecados. Que los tenemos, quién lo duda; pero, ¡caray; no tan distintos de los pecados corrientes como para merecer un castigo especial. Dicen que los pueblos tienen el gobierno que merecen; pero de los castigos el refrán no dice nada. Por eso no se ha inventado todavía el modo de remediarlos, si no es aguantar el incordio y esperar a que cambie la suerte. Para nosotros cambió. Tal día hará un año, y es de esperar que un alcalde inteligente considere el aniversario como fiesta local. Aunque la fecha exacta sea bastante dudosa. Porque si es cierto que el doctor Deza se marchó con Clara Aldán y con la borracha de su madre, como nadie los vio ni fue a despedirlos —salvo, quizá, el boticario, que se calla la boca—, el día y la hora resultan imprecisos. Fue después de la Pascua, eso sí; la primera semana o quizá la segunda. Pero en esto último, ¿qué más da? La pelea con Cayetano aconteció el sábado de Gloria. A partir de ahí cualquier día es bueno para conmemorarlo.

Al doctor Deza nadie volvió a verle el pelo después de la pelea. Bajó al pueblo varias veces, solo o en compañía de Clara, pero siempre en el carricoche y a tales horas que en las calles no había un alma; y si se supo fue porque algún trasnochador vio el vehículo parado en la plaza o frente a la casa de doña Mariana. También vino de Santiago o de La Coruña un camión de mudanzas, que de madrugada cargó los muebles en el pazo y se los llevó con rumbo desconocido. El pazo apareció cerrado, y en el tablón de anuncios del Ayuntamiento, un papel por el que se comunicaba a los interesados que don Baldomero Piñeiro cobraría las rentas de doña Mariana Sarmiento, para lo que tenía poder. Como tal apoderado, el boticario vendió las tierras del doctor Deza, las que tenía desperdigadas por las aldeas vecinas, y no sacó por ellas arriba de tres mil duros, aunque valían más. Depositó los cuartos en un banco de Vigo, que lo dijo, y aprovechó el viaje para correrse una juerga que le tuvo tres días con sus tres noches fuera del pueblo y, según dicen, borracho.

Nadie sabía adónde se habían marchado, y el boticario callaba como un muerto. Pero empezó a recibir cartas de Portugal, las cartas fueron abiertas y leídas, y así se averiguó que el doctor Deza vivía en Oporto. Un poco más adelante se descubrió que trabajaba en un hospital por el membrete que la carta traía. Que por cierto ese día fue de gran juerga en el casino, porque Cubeiro no quería creer que el doctor Deza trabajase.

«¡Si no dio golpe en su vida ni sirve para nada!» «¿Y de los cuernos? ¿Dónde me deja usted los cuernos? Bien administrados son buena fuente de ingresos.» «¿Pero usted cree que habrá puesto de puta a Clara?» «No hace falta llegar a eso. Oporto, según tengo entendido, es una ciudad de puentes, porque está sobre colinas y el río la parte en dos. Pues con haber tendido los cuernos de un lado a otro y que pase la gente, cobrando un regular peaje pueden llegar a ricos.» Todos imaginamos a don Carlos acostado a la orilla, y la gente colgada de las astas saltando de un brote en otro, mientras en la orilla de enfrente Clara cobraba; y hubo risas hasta la medianoche, y todos estábamos contentos, como si los cuernos del doctor Deza fueran la condición de nuestra felicidad, y la deshonra de Clara viniese a sustituir a la de doña Mariana, ya olvidada. Porque ahora, cuando alguien llega al pueblo, no se le cuenta la historia de la Vieja, sino que se le muestran las torres del Penedo, allá arriba, entre los árboles, y se le dice: «Pues la mujer del propietario fue visitada por Cayetano Salgado», y todo lo demás. Decimos «la mujer», pero lo que no hemos llegado a averiguar es si se casó con ella o si viven amancebados, porque si bien es cierto que el doctor Deza sacó partidas de nacimiento y de bautismo, también lo es que las necesitaba para el pasaporte, y en cuanto a Clara, como no es nacida aquí, nada pudo saberse. Considerado el asunto razonablemente, las conjeturas verosímiles son de que están arrimados; pero, tratándose de Churruchaos, ¿valen acaso las razones? El doctor Deza es capaz de haberse casado. Allá él.

Del otro Churruchao, de Aldán, también se supo. El Cubano fue un día a Santiago, a verle en el hospital, y regresó preocupado, porque Juan, al parecer, se había hecho fascista. Es lo que le faltaba, pero va con él: al fin y al cabo, su papel de redentor de los trabajadores le resultaba postizo. Y aunque aquí nadie sabe exactamente lo que son los fascistas, como la palabreja suena a insulto, nos gusta mucho decir «… Juan Aldán, que, como usted sabe, se hizo fascista…»; y en denigrarle por eso estamos de acuerdo todos, izquierdas y derechas. El señor Mariño lo decía una vez a propósito de no recuerdo qué: «Cómo vamos a aliarnos con un partido que cuenta a Aldán entre sus socios?». El desgraciado ya salió del hospital, pero no ha vuelto a Pueblanueva, ni nadie lo espera, ni se sabe dónde anda. Fascista o anarquista, mejor estará donde no le conozcan, donde no puedan avergonzarle de sus muchas vergüenzas. Una de ellas, el haber embarcado a los pescadores en el famoso negocio de los barcos, que acabó como el rosario de la aurora, pero no sin festín de despedida. Porque don Lino consiguió del Gobierno unas pesetas que sirvieron para pagar algunas deudas y de pretexto para un homenaje monstruo que se hizo al diputado. Vino, cohetes, discursos…; pero nada de mencionar al tirano. Esto fue un sábado. Al día siguiente, domingo, se botó en el astillero el barco que estaba en gradas. A la semana se pusieron las quillas de otros dos, y Cayetano mandó llamar a la directiva del Sindicato: «Necesito emplear a unos cien trabajadores. Ustedes dirán si los traigo de fuera o si se deciden a dejar de una vez esa miseria de la pesca y venirse conmigo». Se reunieron los pescadores, hubo disputa, bronca y pelea. Por fin se impuso la sensatez, y la Junta fue a ver a Cayetano. «¿Y qué haremos de los barcos?» «Amarrarlos.» «¿Y de las deudas?» «Las pago yo.» Volvieron a reunirse, a discutir y a pelear. El Cubano salió con un ojo hinchado. Pero el lunes siguiente los tripulantes de los pesqueros, como un solo hombre, aguardaban a la puerta del astillero a que tocase la sirena. Y ahí están los barcos, en la dársena, amarrados y pudriéndose, quietecitos cuando hay calma y con su balanceo si sopla el viento. RIP. Aquella noche Cayetano fue al casino. Viene muy raras veces, para poco y no gasta bromas a nadie. Pero aquella noche parecía más tratable, y todos le dimos la enhorabuena: por la botadura, y por las quillas nuevas, y porque los pescadores hubieran venido a razones. Hasta ahí las cosas fueron bien. Pero Cubeiro no parecía satisfecho, como si faltase algo. Andaba dando vueltas con su sonrisa de adulón, que lo es, hasta que dijo: «¡Ya ve usted, quién había de decirlo cuando llegó el doctor Deza y parecía que iba a comerse el pueblo!». A la mención del doctor Deza, Cayetano dejó de sonreír. Cubeiro siguió adelante: «¡Y cómo nos engañó a todos, el muy cabrón! Total, para acabar casándose con una puta». Cayetano entonces se levantó y dio a Cubeiro un sopapo que lo zapateó contra la pared. Sin decir nada, sin mirarnos, salió, y no ha vuelto al casino. Cubeiro se rascaba la cara. «¡Ya me dirán ustedes si hay quien entienda a este tío!» Sí. Pero a los pocos días llegó un oficio de Madrid en que le dejaban sin el surtidor de gasolina. Tuvo que ir al astillero, arrastrarse (según dicen), llorar, pedir perdón y dar explicaciones para que la cosa quedase en nada. Hay que decir, en honor de la verdad, que en semejante ocasión todo el mundo se puso de su parte, porque no era para tanto.

Entonces ya se había marchado don Lino, a quien duró poco la gloria local. Un día apareció en La Gaceta su traslado a La Coruña. El diputado lo atribuyó a méritos personales y andaba muy orondo. Se le dio un vino, durante el cual aseguró que no olvidaría a Pueblanueva en los días de su vida. Al siguiente se llevaban los muebles y él tenía que coger el autobús con su familia, cuando en esto Aurorita que se pone a llorar y a decir que ella no marchaba, y patatús viene y patatús va, y el autobús que da bocinazos, y la gente que se junta, y el diputado que no sabe qué hacer. Total, que la chica estaba preñada de dos meses. Don Lino retrasó el viaje, la boda se arregló, y murió el cuento. La chica se casó por lo civil, en el juzgado. Pero después que se marchó su padre, una mañana fue a la iglesia con marido, padrinos y testigos, y don Julián les echó la bendición. Por cierto que se aprovechó la boda para encender la nueva iluminación, no en honor de los cónyuges, sino de doña Angustias, que iba de madrina y gracias a la cual la hija de don Lino se casaba por la Iglesia. Porque doña Angustias se había metido en el asunto y prometió un buen regalo.

Esto de la iluminación es otro cuento. Con la iglesia quemada, con el doctor Deza en paradero ignoto, con el padre Quiroga sepultado en el monasterio, de donde no ha vuelto a salir, dan Julián se presentó un día en casa de doña Angustias a cantar la palinodia: «¡Si usted no arregla la iglesia, quemada y vacía quedará per saecula saeculorum!». Doña Angustias se conmovió, se echó a llorar, llegaron a un acuerdo, y al día siguiente, los albañiles otra vez en la iglesia. En poco tiempo se levantó en el altar mayor, donde antes estaba la pintura quemada, una hermosísima gruta de cemento, con flores, hierbas y arbustos, agua corriente imitando una cascada, la Virgen de Lourdes coronada de bombillas y una santa Bernardita con su vela eléctrica en la mano; y luces escondidas aquí y allá, que parecía cosa de teatro. El día de la inauguración fue de fiesta. Se cantó misa de tres curas y se trajo de Santiago a un famoso canónigo para el sermón. El canónigo no hizo más que alabar a doña Angustias y garantizarle que, con aquel regalo, se había ganado el cielo. Alguien se percató de que había desaparecido del presbiterio el banco del privilegio. Y preguntado don Julián, se limitó a responder. «¿Yo qué sé? Lo habrán tirado los albañiles». También estaba allí el prior del monasterio, con su sonrisa de cazurro. «Y el padre Eugenio, ¿qué hace?» «Trabaja. ¿Qué va a hacer? Trabaja y casi sostiene él solo el monasterio.» «Pero ¿en qué trabaja?» «En sus pinturas.» Siguió el interrogatorio, pero el prior no dijo más.

Y así continuamos en paz, gracias a Dios y a Cayetano Salgado. Fuera de Pueblanueva la cosa está que arde. En Pueblanueva no se mueve una rata, ni tampoco hay por qué. Se trabaja y se da gusto al amo, y el gusto del amo es que la gente trabaje y no se metan unos con otros. Los beatos, en la iglesia; los socialistas, en su local; los borrachos, en sus tabernas. Como mandan las izquierdas, las derechas no pían, pero tampoco les preocupa gran cosa, porque van tirando. Cuando el señor Mariño regresa de Santiago y dice que se va a armar la gorda, todos sabemos que en Pueblanueva, no. Es el estado ideal. Cada cual a lo suyo, y los locos, fuera. Y, a propósito de locos, con el nuestro pasó una cosa muy chusca. Se presentó un día en el astillero con la pretensión de ver a Cayetano. «Espera —le dijeron—, que ahora viene.» «Es que quiero verlo solo.» Pasaron el recado; Cayetano dijo que sí; pero, al entrar Paquito en la oficina, Martínez Couto le arrebató el bastón. «¡Dame el bastón, hijo de la gran puta!» «O lo dejas aquí o no entras.» El Relojero se tiró como una fiera a recobrarlo y, en esto, llegó Cayetano. «Pero ¿qué pasa? Quién trata de esa manera a mi amigo el Relojero?» La gente de la oficina se había juntado alrededor y jaleaban. «Este cabrito, que me quitó el bastón.» «A ver, démelo, Martínez.» —«¡No! gritaba el Relojero—, ese bastón es mío», y quería recobrarlo como fuera; pero Martínez Couto se lo echaba a Cayetano y Cayetano a Martínez Couto, y así estuvieron divirtiéndose hasta que, a una señal del amo, dos o tres de los presentes sujetaron al loco mientras Cayetano examinaba el bastón. Resultó que escondía un mecanismo que, con un gatillo, disparaba un pincho de acero de un palmo de largo y afilado como un bisturí, y tan recio, que allí mismo, al probarlo, atravesó una puerta. «¡Ah, miserable! ¿con que querías matarme?» «Quién se lo dijo?» «¡No hay más que verlo! Me querías atravesar la barriga.» ,Ese bastón es para defenderme!» Pataleaba el loco, se retorcía y decía demonios por aquella boca; contra don Carlos Deza principalmente, a quién llamaba traidor, sin que nadie pueda explicarse las razones. No le valió de nada. Fue detenido y está en el manicomio de Conjo, donde dicen que no habla con nadie y se muere poco a poco de tristeza.

También anda triste Cayetano. ¿Por qué? Tiene lo que apeteció durante toda su vida, y nadie se lo disputa. Pero es el caso que anda triste. Al principio, nos chocó. Ahora, estamos acostumbrados y ya no se comenta. Apenas se habla de él; y ese poco, bien. Dicen por ahí fuera que no tenemos libertad. ¡Qué tontería! La gente sigue bebiendo; se murmura del Gobierno cuando sale a cuento, y en las noches de calor la juventud fornica en los sembrados que es una gloria. ¿Habrá libertad mayor? El que no esté contento, que se vaya. Pero Pueblanueva del Conde es un paraíso, si se compara con lo de antes. Y lo será para siempre.

Madrid, Ferrol, Villagarcía de Arosa, Madrid.

Marzo de 1961-Enero de 1962.