Preludio

Ven, soñador, ven. Pronto presenciarás cosas que sólo pueden ver los durmientes y los hechiceros. Móntate en el viento y déjate llevar. Un corcel veloz y temible, sí, pero es una travesía de leguas y la noche es breve.

Volando más alto que las aves, pasas rápidamente sobre las tierras secas del continente meridional de Xand, por encima del inmenso palacio-templo del autarca, que se extiende sobre los canales de piedra de su gran ciudad de Xis. No te detienes: hoy no espiarás a reyes mortales, ni siquiera al más poderoso de ellos. En cambio, vuelas sobre el mar hasta el continente septentrional de Eion, sobre la sempiterna Hierosol, antaño centro del mundo pero hoy juguete de bandidos y caudillos. Tampoco te detienes aquí. Sigues adelante, revoloteando sobre principados que ya prestan fidelidad a las legiones conquistadoras del autarca, y sobre otros que aún no lo hacen pero pronto lo harán.

Allende las nubosas montañas que delimitan el sur de Eion, más allá de los enmarañados bosques que se hallan al norte de la serranía, llegas a la verde comarca de los Reinos Libres, desciendes sobre campos y brezales, sobrevuelas las prósperas tierras de la poderosa Sian (que otrora fue aún más poderosa), sus vastos labrantíos y transitadas carreteras, dejando atrás antiguas mansiones de piedra derruida, hasta llegar al reino que bordea la región gris que se halla más allá de la Línea de Sombra, las tierras más septentrionales aún habitadas por humanos.

En el umbral de estas tierras septentrionales perdidas e inhumanas, en el país de Marca Sur, se yergue un alto y viejo castillo que otea una ancha bahía, una fortaleza aislada y protegida por el agua, altiva y llena de secretos como una reina que ha sobrevivido a su regio esposo. Está coronada por magníficas torres, y los variopintos tejados de los edificios más bajos son su falda. El angosto terraplén que une el castillo con la tierra firme se extiende como la cola de un vestido de novia hasta formar el resto de la ciudad, que se acurruca en los pliegues de las colinas y en la linde de la bahía. Este antiguo baluarte cobija ahora a hombres mortales, pero tiene un aire de otra cosa, de algo que ha llegado a conocer a estos mortales y hasta se digna cobijarlos, pero sin amarlos del todo. Aun así, hay cierta belleza en este lugar rústico que muchos llaman Marca de las Sombras, en sus banderas orgullosas y deshilachadas por el viento y en sus calles salpicadas de sol. Pero aunque esta fortaleza escarpada es la última cosa brillante y hospitalaria que encontrarás antes de entrar en la tierra del silencio y la niebla, y aunque lo que vas a experimentar tendrá aciagas consecuencias aquí, tu viaje no se detendrá en Marca Sur, todavía no. Hoy te llaman en otra parte.

Buscas al hermano gemelo de este castillo, en el remoto y embrujado norte, el gran reducto de los inmortales qar.

De pronto, como si cruzaras un umbral, entras en sus tierras crepusculares. Aunque el sol de la tarde aún ilumina el castillo de Marca Sur, poco más allá de la Línea de Sombra, todo lo que mora en este lado de ese muro invisible está sumido en una noche silenciosa y perpetua. Los prados son profundos y oscuros, la hierba está perlada de rocío. Recostado en el viento, ves que los caminos relucen como carne de anguila y forman dibujos sutiles, como si un dios hubiera escrito un diario secreto en la faz de la tierra brumosa. Sobrevuelas altas montañas nimbadas de tormentas y bosques vastos como naciones. Ojos brillantes centellean en la oscuridad bajo los árboles, y en los valles vacíos susurran voces.

Y al fin ves tu destino, una construcción alta y pura y orgullosa a orillas de un encrespado y tenebroso mar interior. Si había algo sobrenatural en el castillo de Marca Sur, hay muy poco de natural en este otro: han acumulado millones de millones de piedras en mil matices de oscuridad, ónice sobre jaspe, obsidiana sobre pizarra, y aunque las torres poseen una elegante simetría, es un tipo de simetría que revolvería el estómago de los meros mortales.

Ahora desciendes, apeándote del viento para correr a través de los laberínticos pasillos, a menudo estrechos, pero sigues los pasajes más anchos y mejor iluminados: no es bueno errar al azar en Qul-na-Qar, este antiquísimo edificio (cuyas piedras, según algunos, fueron extraídas tanto tiempo atrás que los océanos de la joven tierra aún estaban calientes), y en todo caso no te sobra el tiempo.

Los qar, habitantes de las sombras, tienen un dicho que significa, en una traducción aproximada: «Aun el Libro de la Lamentación comienza con una sola palabra». Es decir, aun los asuntos más importantes tienen un comienzo sencillo y puntual, aunque a veces sólo se puede describir mucho tiempo después: un primer trazo, un germen, una inhalación casi inaudible antes de cantar una canción. Por eso ahora te apresuras: la serie de acontecimientos que dentro de unos días sacudirá no sólo la Marca Sur sino el mundo entero hasta sus raíces está comenzando aquí y ahora, y tú serás testigo.

En las profundidades de Qul-na-Qar hay un salón. En verdad hay muchos salones en Qul-na-Qar, tantos como ramas en un árbol añoso y deshojado, incluso en todo un huerto seco de esos árboles, pero aun los que sólo han visto Qul-na-Qar durante el sueño inquieto de una mala noche sabrían qué salón es éste. Es tu destino. Ven. El tiempo apremia.

Para atravesar el salón de un extremo al otro hay que caminar una hora, o al menos da esa impresión. Lo alumbran muchas antorchas y unas luces exóticas que titilan como luciérnagas bajo vigas oscuras que semejan ramas de acebo y endrino. Las dos largas paredes están cubiertas de espejos, y cada óvalo está tan sucio de polvo que resulta raro ver el reflejo mate de las luces chispeantes y las antorchas, y más raro aún vislumbrar otras formas más oscuras que se mueven en el vidrio turbio. Esas formas están presentes aun cuando el salón está vacío.

Ahora el salón no está vacío, sino lleno de siluetas bellas y terribles. Si volvieras a cruzar la Línea de Sombra para ir a uno de los grandes mercados de los reinos de la bahía al sur, y allí vieras a la humanidad en todas sus formas y tamaños y colores, procedente de todo el ancho mundo, aun así te maravillarías de su uniformidad después de haber visto a los qar, los crepusculares, reunidos en este salón alto y oscuro. Algunos son bellos como jóvenes dioses, altos y proporcionados como los más agraciados monarcas de los hombres. Algunos son pequeños como ratones. Otros son imágenes propias de las pesadillas de los mortales, con dedos como garras, ojos de serpiente, cubiertos de plumas o escamas o una pelambre aceitosa. Llenan el salón de un lado a otro, ordenados según jerarquías primordiales e intrincadas, mil formas diferentes que sólo comparten su común aversión por la humanidad y, en este momento, un vasto silencio.

En el frente de la larga habitación bordeada por espejos, dos siluetas ocupan altas sillas de piedra. Ambas tienen una semblanza de humanidad, pero con un aura ultraterrena que significa que ni siquiera un hombre ciego y borracho los confundiría con mortales. Ambas están quietas, pero una está tan inmóvil que cuesta creer que no es una estatua de mármol claro, tan pétrea como la silla donde está sentada. Tiene los ojos abiertos, pero están vacíos como los ojos pintados de una muñeca, como si el espíritu hubiera abandonado su cuerpo juvenil, ataviado de blanco, y no pudiera hallar el camino de regreso. Apoya las manos en el regazo, como aves muertas. Hace años que no se mueve. Sólo una levísima agitación, el ascenso y descenso del busto en pausas dolorosamente largas bajo el manto, nos indica que respira.

El hombre que está sentado junto a ella es dos palmos más alto que la mayoría de los mortales, y eso es lo más humano que hay en él. Su rostro pálido, que otrora fue asombrosamente bello, ha envejecido con los siglos hasta volverse duro y afilado como el pico de un peñasco barrido por el viento. Aún posee una especie de belleza tremebunda, tan peligrosamente atractiva como la imponencia de una tormenta que se cierne sobre el mar. Tienes la certeza de que sus ojos han de ser claros y profundos como el cielo nocturno, infinita y fríamente sabios, pero están ocultos detrás de un harapo anudado en la nuca, y su larga cabellera plateada cubre casi toda la cabeza.

Es Ynnir el Rey Ciego, y la ceguera no es sólo suya. Pocos ojos mortales lo han visto, y ningún mortal lo ha vislumbrado fuera de los sueños.

El señor del Pueblo Crepuscular alza la mano. El salón ya estaba en silencio, pero ahora el silencio se torna más profundo. Ynnir susurra, pero cada criatura presente le oye.

—Traed al niño.

Cuatro siluetas encapuchadas de forma humana sacan una camilla de las sombras que hay detrás de los tronos gemelos y la ponen a los pies del rey. Sobre ella yace ovillado lo que parece un niño mortal, y su delicado cabello color paja está apretado en rizos húmedos sobre la cara dormida. El rey se inclina, tal como si mirase al niño a pesar de su ceguera, memorizando sus rasgos. Mete la mano en su ropaje gris, otrora suntuoso, pero ahora extrañamente andrajoso, casi tan polvoriento como los espejos, y saca una pequeña bolsa que pende de una correa negra, la clase de objeto sencillo en que un mortal llevaría un amuleto o una hierba medicinal. Con sus largos dedos, Ynnir pasa el cordel sobre la cabeza del niño y sujeta la bolsa bajo la tosca camisa y contra el angosto pecho del pequeño. Entre tanto el rey canta, y su voz es un murmullo soñoliento. Sólo logras oír las últimas palabras.

Por estrella y por piedra,

el acto está consumado,

ni piedra ni estrella

el acto arruinarán.

Ynnir hace una larga pausa, con un titubeo que casi podría ser mortal, pero al fin habla con palabras claras y firmes.

—Llevadlo. —Las cuatro figuras alzan la camilla—. Que nadie os vea en las tierras del sol. Viajad deprisa, y regresad pronto.

El líder encapuchado inclina la cabeza una vez, y luego se van con su carga dormida. El rey se vuelve un instante hacia la pálida mujer que tiene al lado, como si esperase que rompiera su largo silencio, pero ella no se mueve, y ciertamente no habla. Se vuelve hacia los demás, hacia los ávidos ojos y las mil formas inquietas, y también hacia ti, soñador. Nada que el hado ya haya urdido es invisible para Ynnir.

—Así comienza —dice. Se rompe el silencio. Un creciente murmullo llena el salón espejado, un caudal de voces que crece hasta reverberar en las vigas oscuras y espinosas. Mientras la algarabía del canto y los gritos se derrama por los interminables pasillos de Qul-na-Qar, cuesta diferenciar si ese ruido descomunal es un cántico triunfal o funerario.

El rey ciego asiente lentamente.

—Ahora, al fin, comienza.

* * *

Recuerda esto, soñador, al ver lo que viene a continuación. Como dijo el rey ciego, esto es un comienzo. Lo que no dijo, aunque no obstante es cierto, es que se trata del comienzo del fin del mundo.