9: Un destello de alas pálidas

9

Un destello de alas pálidas

CINTURÓN DEL ESPÍRITU DE LA MONTAÑA

Está arropado en muérdago y en el almizcle de las abejas

El rayo hace crecer los árboles

Y arranca gritos a la tierra

Oráculos de Osario

—¡Toby! —bramó el médico al entrar. No sabía si llorar o gritar o golpearse la cabeza contra la pared. Había reprimido sus sentimientos largo tiempo—. Maldición, ¿dónde te escondes?

Los otros dos sirvientes, su viejo mayordomo y su ama de llaves (que acababan de volver apresuradamente de una reunión de ciudadanos preocupados en la plaza, entre el Prado Oeste y la Puerta del Cuervo) se alejaron por los pasillos del observatorio, agradeciendo que el amo se desquitara con otro.

El joven apareció, enjugándose las manos en el delantal.

—¿Sí, maestro?

Chaven hizo una mueca al ver las manchas negras en la ropa de Toby, pero le sorprendía encontrar al joven trabajando tan temprano; habitualmente eludía el trabajo aun cuando el sol estaba alto.

—Tráeme algo de beber. Vino: esa bazofia torviana que ya está abierta en mi mesilla. Por los dioses, el mundo se está desmoronando.

El joven vaciló. Chaven vio miedo detrás de la hosquedad habitual.

—¿Hay… habrá una guerra?

Chaven meneó la cabeza.

—¿Guerra? ¿A qué te refieres?

—La señora Jennikin y Hariy dicen que el príncipe mayor ha muerto, maestro. Asesinado. Mi padre me contó que al morir el hermano de Olin estuvo a punto de estallar una guerra.

El médico reprimió el impulso de regañar a esa pobre herramienta roma. Todos estaban aterrorizados en el castillo. Hacía años que él mismo no sentía tanta desesperación, desde que había huido de Ulos. ¿Por qué el muchacho iba a sentirse de otra manera?

—Sí, Toby, el príncipe mayor ha muerto. Pero cuando murió Lorick, el hermano de Olin, el país era rico y no sufría ninguna amenaza, y muchos nobles ambiciosos ansiaban poner un títere en el trono de Marca Sur, en vez de un heredero niño. Supongo que el joven Barrick recibirá la regencia, y nadie querrá cargar con la culpa por lo que está a punto de suceder, así que le cederán agradecidos el honor de mantener caliente el trono de su padre.

—¿Entonces no habrá guerra? —Toby no reparó en el sarcasmo de Chaven, como si fuera una lengua extranjera. No podía mirar a su amo a los ojos, y agachaba la cabeza como una cabra terca que se niega a atravesar un portón—. ¿Me dice la verdad, maestro? ¿Está seguro?

—No estoy seguro de nada —dijo Chaven—. De nada. Tráeme el vino, y un poco de pan con queso y pescado seco, luego déjame pensar.

* * *

Dejó que la cortina tapara la ventana. Fuera aún estaba oscuro, aunque podía oler el alba en la brisa. Esto tendría que haber sido tranquilizador, pero no lo era. El vino no había contribuido a aliviar la presión que sentía en el cráneo, el temor de estar observando los primeros momentos de un colapso que pronto se propagaría tan deprisa que no habría manera de detenerlo. Había estado en medio de un embrollo similar, aunque no en Marca Sur: no quería repetir la experiencia. Y entre todos los moradores del castillo que habían sufrido el horror de la muerte del príncipe regente, sólo Chaven estaba enterado del desplazamiento de la Línea de Sombra.

Quería hacer ciertas preguntas antes de dormirse. Necesitaba hacerlas. Preguntas inusitadas.

La idea lo acuciaba desde el espantoso momento en que había visto el cadáver de Kendrick y no lo dejaba en paz, mucho más poderosa que la sed que el vino acababa de saciar. Había intentado reprimirla porque su hambre le daba cierta vergüenza y se había prometido no volver a satisfacerla de nuevo, pero se dijo que era una noche excepcional, una noche para cancelar sus propias reglas. También se dijo que las cosas que podía aprender quizá le salvaran la vida, y quizá salvaran al reino.

—¿Kloe? —llamó en voz baja. Chasqueó los dedos y miró en torno—. ¿Dónde estás, mi dueña?

Ella no apareció de inmediato, quizá contrariada porque él había abandonado la cama compartida con grosera precipitación, y no había pensado en ella al regresar, aunque hacía una hora que había vuelto a casa.

—Kloe, me disculpo. He sido descortés.

Aplacándose, ella apareció atrás de una cortina y se desperezó. Era manchada como un leopardo, pero en tonos de negro y gris, con sólo un poco de blanco alrededor de los ojos. Chaven no sabía por qué la encontraba hermosa, pero así era. Chasqueó los dedos de nuevo y ella se le acercó con lentitud, para demostrarle que no lo necesitaba. Pero cuando él la rascó bajo la barbilla, no pudo contener un ronroneo.

—Ven —dijo Chaven, y le dio a la gata el último trozo de pescado seco antes de levantarla—. Tenemos trabajo que hacer.

* * *

Era una habitación que ninguna persona viviente del castillo había visto excepto Chaven, un compartimiento pequeño y oscuro debajo del observatorio, con una puerta que daba al corredor por donde había dejado pasar al cavernero Sílex y su extraño protegido. En una pared, una hilera de estantes comenzaba cerca del suelo de baldosas y se elevaba hasta el techo bajo, y cada estante contenía una fila de objetos tapados con paños oscuros. Tras cerrar y atrancar la puerta, Chaven dejó el candelabro y recogió un objeto de gran tamaño que estaba apoyado contra la pared. Kloe, tras olfatear la habitación, brincó a uno de los estantes de arriba y se ovilló formando una pelota, los ojos brillantes y alerta.

Chaven quitó la cubierta de terciopelo con cuidado, luego extendió las alas de madera para que el espejo permaneciera erguido. Era uno de los más grandes: con la base en el suelo, la parte superior llegaba hasta la cintura del médico.

Chaven se sentó en el suelo frente al espejo y guardó silencio, escrutando el vidrio. La luz de la vela distorsionaba los objetos y arrojaba sombras largas y oscilantes: si algo se movía en las honduras del espejo, un observador tardaría un rato en cerciorarse.

Chaven guardó silencio largo rato.

—Kloe —dijo al fin, sin apartarse del espejo—. Ven aquí, mi dueña, ven.

La gata se desperezó, saltó del estante y se acercó delicadamente por el suelo. Cuando se detuvo, él tocó el espejo.

—¿Ves eso? ¡Mira, Kloe! ¡Un ratón!

Ella acercó la cara negra y gris al vidrio, clavando los ojos. Le temblaron las orejas. Algo se movía en el rincón oscuro de la habitación, pero sólo en el reflejo. Kloe se agazapó, enroscando la cola mientras observaba la sombra escurridiza de las honduras del espejo. Chaven también la observaba, sin atreverse a cerrar los ojos, ni siquiera a respirar. El espejo no reflejaba a la gata ni al médico, sólo el cuarto vacío.

De pronto Kloe se abalanzó. Por un instante pareció que su zarpa atravesaba la superficie reflectante, pero soltó un chistido de frustración, como si sólo hubiera tocado el frío vidrio. Chaven la recogió, la acarició, destrabó la puerta y la dejó en el corredor.

—Espérame.

La desconcertada Kloe resopló con irritación.

—No serías feliz aquí dentro —le dijo a la gata mientras cerraba la puerta—. Y me temo que nunca habrías saboreado ese ratón.

Volvió a sentarse ante el espejo. Al parecer la llama de la vela estaba baja, porque la habitación se oscureció rápidamente. En el espejo sólo se veían las paredes reflejadas, salvo que la cámara del espejo contenía un diminuto bulto de oscuridad tendido en el suelo.

Chaven cantó en un idioma muy antiguo, calló, cantó un poco más. Se quedó sentado, mirando esa forma oscura y pequeña. Esperó.

De pronto una criatura irrumpió como una llama, una explosión de luz pálida. A pesar de sus nervios templados, Chaven soltó un gruñido de sorpresa. Ondearon y centellearon plumas en las honduras del espejo mientras la criatura aferraba el ratón muerto con una pata ganchuda y se inclinaba para tomar la ofrenda con su afilado pico. Por un instante la cola colgó como un hilo, luego el ratón de sombra fue engullido y un enorme búho blanco miró desde el cristal con ojos de cobre derretido.

* * *

—No entiendo —dijo Pedernal, frunciendo el ceño—. Me gustan los túneles. ¿Por qué tenemos que caminar aquí arriba?

Sílex miró hacia atrás para asegurarse de que la cuadrilla cavernera formara una fila ordenada. El alba comenzaba a iluminar el cielo y teñir las sombras de plata: si hubieran sido gente alta, no habituada a la oscuridad, habrían llevado antorchas. Los hombres de Sílex se rezagaban un poco, cuchicheando, pero eso no implicaba una falta de respeto.

—Cuando vamos a trabajar en la fortaleza —le respondió al niño—, siempre entramos por la puerta. Recuerda, no hay túneles que lleven a la fortaleza desde abajo.

Le dirigió una mirada cómplice, rogando a los Ancianos de la Tierra que el niño no se pusiera a parlotear sobre la puerta subterránea que conducía al observatorio de Chaven mientras lo oían otros caverneros.

Pedernal sacudió la cabeza.

—Podríamos haber hecho buena parte del trayecto bajo tierra. ¡Me gustan los túneles!

—Me alegra, porque si te quedas con nosotros, pasarás muchos días en ellos. Ahora cállate, estamos llegando a la puerta.

Un joven sacerdote del Trígono los esperaba en la casa de guardia de la Puerta del Cuervo. Era de cintura gruesa y al parecer no se privaba de nada, pero no trató a Sílex como si fuera lento de entendederas además de bajo de estatura, así que todo resultó más agradable.

—Soy Andros, representante del castellano Nynor —declaró el sacerdote—. ¿Y tú eres…? —Consultó un libro encuadernado en cuero—. ¿Hornablenda?

—No, él enfermó. Soy Sílex y estoy a cargo de este trabajo. —Le mostró el bastión del gremio de picapedreros, un círculo de cristal pulido muy delgado (pero asombrosamente duro) que llevaba colgado del cuello—. He aquí mi emblema.

—Está bien. —El sacerdote frunció el ceño distraídamente—. No estoy aquí para cuestionar tu autoridad, sino para decirte que las órdenes han cambiado. ¿Sabes lo que sucedió aquí hace una noche?

—Desde luego. Toda Cavernal está de duelo. —No era del todo cierto, pero sí era verdad que la noticia había circulado de casa en casa como un eco en el último lúgubre día, y la mayoría de los habitantes de la ciudad subterránea estaban alarmados y asustados—. Nos preguntábamos si era apropiado venir esta mañana, como se había ordenado originalmente, pero como no recibimos ninguna contraorden…

—En efecto. Pero en vez del trabajo que se había planeado, tenemos una tarea más triste y más urgente. La cripta familiar donde reposará el príncipe Kendrick no tiene más sitio. Era algo que sabíamos, pero no pensábamos que tendríamos que ampliarla tan pronto, pues no esperábamos… —Se interrumpió y se enjugó la nariz con la manga. Sílex notó que ese hombre estaba afligido de veras. Bien, sin duda conocía al príncipe, y quizá hablara a menudo con él. Sílex se sentía bastante contrariado, y nunca había visto al príncipe regente de cerca.

—Estamos a vuestro servicio.

El sacerdote sonrió con tristeza.

—Sí. Bien, tengo aquí tus instrucciones, impartidas por lord Nynor. El trabajo debe ser rápido, pero recuerda que se trata de la sepultura de un príncipe Eddon. No tendremos tiempo para pintar apropiadamente la nueva tumba, pero al menos podemos cerciorarnos de que sea limpia y tenga las medidas justas.

—Haremos el mejor trabajo posible.

* * *

El interior de la tumba arrojó una sombra en el corazón de Sílex. Miró al pequeño Pedernal, asombrado pero no intimidado por las grandes tallas, las estilizadas máscaras de lobo que asomaban en las profundas sombras, las imágenes de reinas y guerreros durmientes sobre los antiguos féretros de piedra. Las paredes estaban acribilladas de nichos, y cada nicho albergaba un sarcófago.

—¿Esto te asusta?

El niño lo miró como si la pregunta no tuviera sentido. Negó con la cabeza.

Ojalá yo pudiera decir lo mismo, pensó Sílex. La cuadrilla guardó silencio mientras avanzaba por la laberíntica tumba. No lo perturbaba pensar en los espíritus de los mortales, en fantasmas (aunque este lugar silencioso y oscuro no contribuía a ahuyentar ese pensamiento), sino en la extrema futilidad de las cosas. Hagas lo que hagas, todo termina en esto. Poco importa si te quedas a solas en tu casa acumulando dinero, o cantas en el salón del gremio, convidando a tus amigos y parientes a jarras de mosto de musgo, al cabo encontrarás esto… o esto te encontrará a ti.

Se detuvo junto a un nicho. En la tapa del ataúd estaba esculpido un hombre con armadura completa, el yelmo en el brazo, la empuñadura de la espada contra el pecho. Su barba estaba adornada con cintillas talladas con primoroso detalle.

—Aquí yace el padre del rey —le dijo a Pedernal—. El viejo rey, Ustin. Era un hombre fiero, pero un flagelo para los enemigos del país y justo con nuestro pueblo.

—Era un cabrón despiadado —murmuró un miembro de la cuadrilla.

—¿Quién dijo eso? —rezongó Sílex—. ¿Tú, Pómez?

—¿Y qué? —El joven cavernero, que no tenía tres años en el gremio, afrontó su mirada—. ¿Qué hizo Ustin o cualquiera de su clase por nosotros? Construimos sus castillos, forjamos sus armas para que puedan exterminarse entre ellos… y a nosotros, cada pocas generaciones. ¿Y qué obtenemos a cambio?

—Tenemos nuestra propia ciudad.

Pómez rio. Era moreno y delgado, de ojos penetrantes. Sílex pensaba que el joven había nacido en la familia equivocada. Tendría que haber sido un Vidrio Negro.

—Las vacas tienen sus propios campos, pero ¿se quedan con la leche?

—Suficiente. —Otros miembros de la cuadrilla se estaban poniendo nerviosos, pero Sílex no sabía si estaban enfadados con los comentarios de Pómez o coincidían con él—. Hay trabajo que hacer.

—Ah, sí. El pobre príncipe difunto. ¿Alguna vez en su vida pisó Cavernal?

—No digas tonterías, Pómez. ¿Qué mosca te ha picado? —Miró de reojo a Pedernal, que observaba el diálogo sin inmutarse.

—¿Tú me haces esa pregunta? ¿Sólo porque nunca sentí amor por la gente alta? Si alguien debe explicaciones, eres tú, Sílex. Los demás nunca hemos adoptado a uno de ellos.

—Sal de aquí —le dijo Sílex al niño—. Ve a jugar: arriba hay un jardín. —Un cementerio, a decir verdad, pero tenía césped.

—Pero…

—No discutas, niño. Tengo que hablar con estos hombres y te resultará aburrido. Sal de aquí, pero quédate cerca de la entrada.

Evidentemente Pedernal pensaba que la conversación no lo aburriría en absoluto, pero disimuló sus sentimientos como de costumbre, cruzó el sepulcro y subió la escalera. Cuando el niño se marchó, Sílex encaró a Pómez y los demás.

—¿Alguno de vosotros está disconforme con mi nombramiento? Porque no estoy dispuesto a dirigir a gente gruñona y quejosa, ni dirigiré un trabajo si no confió en mis operarios. Pómez, ya has hablado bastante. No te gusta lo que siento por nuestros señores. Es tu privilegio: eres libre, y miembro del gremio. ¿Tienes algo más que decir sobre mí?

El joven parecía dispuesto a empezar de nuevo, pero un hombre mayor, un primo de la familia Yeso, habló.

—Él no habla en nombre de los demás, Sílex. A decir verdad, últimamente estamos hartos de escucharlo. —Otros asintieron con un murmullo.

—Sois unos cobardes —se burló Pómez—. Os deslomáis como los esclavos en las minas del autarca, hasta morir de agotamiento, y luego os arrodilláis para agradecerle a la gente alta el privilegio.

Sílex torció la boca en una sonrisa agria.

—El día en que te vea deslomarte, Pómez, será el día en que el mundo esté totalmente trastocado.

Los demás se echaron a reír y el momento de peligro pasó. Se habían desprendido algunas piedras, pero no se había producido un alud. Aun así, no era agradable que el primer día surgieran esos conflictos.

Quizá el viejo Hornablenda no quería trabajar con Pómez. Motivo suficiente para que le duela la espalda, quizá… Apenas había amanecido y ya tenía jaqueca.

—De acuerdo, gente. Al margen de lo que opinéis, éstos son tiempos tristes y ésta es una tarea importante. Manos a la obra, pues.

* * *

—No puedo afrontar esta situación —declaró Barrick.

Briony no podía creer que él la abandonara frente a Avin Brone y los otros nobles.

—¿A qué te refieres? —susurró, con el siseo de una serpiente. Notó que los consejeros, todos hombres, la miraban con reprobación—. Shaso no ha confesado, Barrick. No es seguro que haya matado a Kendrick. Después de tantos años, estás en deuda con él.

Barrick agitó la mano con desdén, y Briony sintió una punzada de furia tan penetrante como una daga tuaní. Luego vio que Barrick tenía los ojos cerrados, el rostro más pálido que de costumbre.

—No me siento bien —dijo.

Había sido una mañana tan terrible, tan desquiciada, que aunque le oprimía el corazón ver su cara pálida (tan semejante a la máscara exangüe e inerte de Kendrick) sintió una apremiante sospecha. ¿Barrick no quería saber nada sobre lo que venía a continuación por algún motivo? ¿El condestable Brone y los demás ya habían hablado con él?

Su hermano se tambaleó al levantarse. Un guardia se le acercó para cogerle el codo.

—Continúa —le dijo Barrick a Briony—. Debo acostarme.

Otro pensamiento aún más aterrador: ¿Y si no está meramente enfermo, si lo han envenenado? ¿Y si alguien había planeado matar a todos los Eddon? Horrorizada, murmuró una rápida plegaria a Zoria, y luego pidió la ayuda del Trígono. ¿Quién haría semejante cosa? ¿Quién concebiría semejante locura?

Alguien que quisiera el trono. Miró a Gailon de Estío, pero el duque parecía normalmente preocupado al ver a Barrick tan sudoroso y débil.

—Llevadlo a la cama, y llamad a Chaven —le ordenó al hombre que le asía el bazo—. No, que un paje vaya en busca de Chaven, para que él reciba a mi hermano en sus aposentos.

Cuando se llevaron a Barrick de la sala, Briony notó con satisfacción que su propia máscara aún estaba en su sitio, la máscara impasible que su padre le había enseñado a usar en público. Había despreciado a Avin Brone por su crueldad en la noche del asesinato de Kendrick, pero le agradecía que le hubiera recordado su deber. Tenía una responsabilidad hacia la familia Eddon y su pueblo: no volvería a revelar sus verdaderos sentimientos. Pero le costaba mostrarse imperturbable cuando estaba tan asustada.

—Mi hermano, el príncipe Barrick, no regresará —dijo—, así que no tiene sentido hacer esperar más a nuestro huésped. Hacedlo entrar.

—Pero, alteza… —murmuró el duque Gailon.

—¿Qué pasa, Estío, pensáis que no tengo el menor seso? ¿Que soy una marioneta que sólo puede hablar cuando mi padre o un hermano mío están presentes para tirar de las cuerdas? Ordené que lo hicierais entrar. —Desvió la cara. Que Zona me dé fuerzas, rezó. Si me aprecias, no me prives ahora de tu amor. Ayúdame.

La intensidad con que murmuraban los consejeros la habría inquietado mucho en circunstancias normales, pero las circunstancias no eran normales y quizá nunca volvieran a serlo. Gailon Tolly y el conde Tyne de Costazul ni siquiera intentaban ocultar su enfado. Esos hombres nunca tenían que acatar órdenes de una mujer, ni siquiera una princesa.

No puedo preocuparme por lo que piensen ellos, y no puedo ser tan paciente con ellos como mi padre. En él, lo considerarían una rareza. En mí, lo verán como una debilidad.

Abrieron la puerta y la guardia real entró con el hombre moreno. El capitán Ferras Vansen aún procuraba no mirarla. Otro hombre que la menospreciaba, sin duda. Briony aún no había decidido qué hacer con Vansen, pero debía dar un ejemplo. ¿Era posible que asesinaran al príncipe regente de los reinos de la Marca en su cama sin que hubiera más castigo que si hubieran robado una manzana a un buhonero?

A su señal, los guardias se detuvieron y permitieron que el hombre que escoltaban continuara por su cuenta hasta el pie de la tarima y las sillas de los mellizos, que por el momento estaban lado a lado frente al trono del rey Olin.

—Mi más sentido pésame —dijo Dawet dan-Faar, inclinándose. Había cambiado su indumentaria de días atrás por un austero atuendo negro. En él, resultaba exóticamente elegante—. No hay nada que pueda decir para atenuar vuestra pérdida, alteza, pero es doloroso ver a vuestra familia tan desolada. Sin duda mi señor Ludis también desearía expresar sus más profundas condolencias.

Briony escrutó su rostro en busca de una señal de burla, un destello de humor negro en sus ojos. Por primera vez notó que no era un hombre joven, que quizá sólo tuviera diez años menos que su padre, aunque su tez morena no tenía arrugas, y su mandíbula era firme como la de un mozo. Al margen de eso, no reparó en nada fuera de lugar. Si fingía, lo hacía magistralmente.

Aun así, ésa es su destreza. Tiene que serlo. Si no fuera un impostor y adulador experto, no sería el enviado del ambicioso Ludis. Y también estaba la historia de la hija de Shaso, que Barrick le había contado: otro motivo para despreciar a ese hombre. Pero innegablemente era bien parecido.

—Vos no estáis exento de sospechas, lord Dawet, aunque mis guardias me dicen que vos y vuestro séquito no abandonasteis vuestros aposentos.

—Les agradezco que digan lo que es sólo la pura verdad. —La sonrisa atractiva y taimada que recordaba hizo su primera aparición del día, pero sólo por un instante, y luego la seriedad del asunto la disolvió de nuevo—. Dormíamos, alteza.

—Quizá. Pero el asesinato no siempre es cometido por la mano del instigador. —Cada vez le resultaba más fácil mantener el rostro duro, la mirada severa y firme—. El asesinato se puede comprar, tal como un pastel en una pastelería.

Dawet volvió a sonreír. Parecía divertirse con la situación.

—¿Y qué sabéis de comprar cosas en pastelerías, princesa?

—No mucho —concedió ella—. Lamentablemente, ahora sé un poco más sobre el asesinato.

Él asintió.

—Es verdad. Lo cual nos recuerda que aunque disfrute de esta esgrima verbal con vos, y lo digo sinceramente, alteza, debemos afrontar asuntos más tristes y graves. Permitidme, pues, que os haga una pregunta, en vez de complacerme en una fingida indignación. ¿En qué me beneficiaría a mí matar a vuestro pobre hermano?

Briony tuvo que morderse el labio para contener un gruñido de consternación. Poco tiempo atrás Kendrick estaba vivo. Ojalá hubiera un modo de llegar al día de anteayer, como si uno entrara en una casa por una ventana en vez de ir hasta la puerta… un modo de cambiar o impedir esos horribles sucesos.

—¿En qué os beneficiaría? —preguntó, ordenando sus pensamientos—. No lo sé. —Su voz era más vacilante de lo que hubiera deseado. Avin Brone y los demás observaban atentamente. Y con desconfianza, le pareció. Como si ella fuera a demostrar menos recelo y cautela porque el hombre era guapo y elocuente. El resentimiento le encendió las mejillas.

—Hablemos con franqueza, alteza. Éstas son épocas aciagas y la franqueza puede ser nuestra mejor amiga. Mi amo, Ludis Drakava, tiene a vuestro padre como rehén, aunque lo llamemos de otro modo. Esperamos un cuantioso rescate en oro o un rescate aún más valioso… pues vos, encantadora princesa, seréis parte de él. —De nuevo sonreía burlonamente. Pero ¿se mofaba de ella o de otra cosa? Quizá hasta de sí mismo—. Desde el punto de vista de Hierosol, la muerte de vuestro hermano mayor sólo enlodará las aguas y retardará el pago de ese rescate. Tenemos al rey y no le hemos causado daño… ¿Por qué asesinaríamos al príncipe? En realidad, sólo me interrogáis porque soy un forastero, y no precisamente un amigo. Pero lamento esto último. Lo lamento de veras.

No podía dejarse distraer. Dawet era demasiado astuto, demasiado rápido. Así se debía de sentir un ratón frente a una culebra. Pero este ratón no se dejaría confundir fácilmente.

—Porque sois un forastero, y no precisamente un amigo. Así es. Y porque, como sabréis, es posible que un cuchillo tuaní haya matado a mi hermano. Como el que lleváis en la cintura.

Dawet bajó la vista.

—Lo desenvainaría para mostraros que no está manchado de sangre, princesa, pero el capitán de vuestra guardia lo amarró con firmeza antes de permitirme entrar.

Briony notó que Ferras Vansen, que antes la eludía, ahora le clavaba los ojos. Pero cuando se cruzaron sus miradas, él se ruborizó y agachó la vista. ¿Ese hombre está loco?

—Él habría preferido quitármelo —continuó Dawet—, pero es costumbre entre los míos no apartarnos del cuchillo una vez que alcanzamos la mayoría de edad. A menos que estemos en la cama.

Esta vez fue ella quien se ruborizó.

—Decís muchas palabras, lord Dawet, pero pocas que vengan al caso. Los cuchillos se pueden lavar. No es tan fácil limpiar nuestra reputación.

Él ensanchó los ojos.

—¿De nuevo chocamos nuestros aceros, alteza, tanteando el estilo de nuestro rival? No, creo que no me batiré, pues veo que sois una de esas personas que intercambia pocas estocadas y luego apunta directo al corazón. ¿Qué sabéis de mí, princesa? ¿O qué creéis saber de mí?

—Más de la cuenta. Shaso nos contó lo que ocurrió con su hija.

Briony se sorprendió al ver la expresión de esa cara angulosa. No era vergüenza ni enfado por la acusación, sino una cólera que evocaba al dios Perin cuando despertó en el monte Xandos y descubrió que le habían robado el martillo.

—¿De veras?

—También nos contó que vuestra crueldad la obligó a encerrarse en un templo, y que murió allí.

La cólera de Dawet se transformó en algo aún más extraño, una súbita extinción de la llama, tal como Shaso cuando se replegaba detrás de sus rasgos pétreos. Quizá fuera de esperar. A fin de cuentas, eran parientes.

—Ella murió, en efecto. ¿Y él dijo que fui yo quien provocó esa situación?

—¿No es verdad?

Él cerró los ojos de largas pestañas. Al abrirlos, le clavó la mirada.

—Hay muchas clases de verdad, alteza. Una es que arruiné a una muchacha de una casa noble en mi propia tierra. Otra podría ser que yo la amaba, y que la herida infligida a mi reputación por las habladurías de mujeres necias en el palacio fue mayor que todo daño que yo le hubiera causado. Y que cuando su padre la echó de su casa, yo la habría acogido, la habría hecho mía, pero que ella no soportaba que sus padres la hubieran expulsado de su vida para siempre. Tenía la esperanza, infundada, a mi entender, de que algún día ellos volvieran a aceptarla. Así que decidió ir al templo. ¿Murió allí? Sí. ¿De pena? Sí, quizá. ¿Pero quién causó esa pena? —Sacudió la cabeza y encaró a los nobles de Marca Sur. Cuando él dejó de mirarla, Briony notó que se había inclinado hacia delante en la silla—. ¿Quién la causó? —repitió en voz baja, pero con una fuerza que sugería que interpelaba a todos los presentes—. Es un interrogante que aun para los sabios sería difícil de responder.

Ella se recostó, un poco insegura. Los nobles, sobre todo los miembros del consejo, la observaban con suspicacia. Y no podía culparlos del todo: era como si por un rato no hubiera habido nadie en la sala, salvo ella y el extranjero de tez oscura.

—Entonces… ¿culpáis a Shaso por la muerte de su hija?

Él se encogió de hombros.

—Los sabios pueden trastocar cualquier argumento, alteza, y a veces la verdad parece sumamente mudable. Tal es la época en que vivimos.

—Es decir, no responderéis la pregunta directamente, pues ya habéis pintado un bonito cuadro de la situación que no os deja mal parado. Si pensáis así, supongo que también creéis que él podría ser el asesino de mi hermano.

Dawet puso cara de sorpresa.

—¿No lo ha confesado? Alguien me dijo que lo había hecho. Pensé que cuestionabais mi inocencia en la muerte de vuestro hermano sólo para confirmar si yo era su cómplice, además de su compatriota. Os aseguro, alteza, que cualquier tuaní que no sea un niño os hablará del famoso odio de Shaso por mí. —Frunció el ceño—. Pero si no está probado que él lo hizo… entonces no, no lo consideraría un asesino.

—¿Qué? —exclamó Briony con voz demasiado estridente. Gailon de Estío la miró con reprobación. Briony sintió el impulso de hacer engrillar al joven duque. Las reinas tenían ese poder, ¿por qué no la princesa regente? A pesar de sus defectos, Dawet dan-Faar no la regañaba con la mirada sólo porque había elevado la voz—. ¿Estáis bromeando? Vuestro odio es evidente. ¡Está claro en cada uno de vuestros gestos y palabras!

El emisario sacudió la cabeza.

—No le tengo afecto, y así como él piensa que yo le he causado daño, creo que él me ha causado el mismo daño o más. Pero mi desafecto no lo convierte en asesino. No puedo creer que matara a alguien de forma tan traicionera, y menos a alguien de vuestra familia.

—¿A qué os referís?

—Sólo sé que él tenía una deuda de honor con vuestro padre. Cuando mi padre luchó contra el último autarca, Parnad el Insomne, Shaso no vino a ayudarnos porque no podía romper el juramento que había prestado a vuestro padre. Cuando su esposa enfermó, tampoco regresó, por respeto a ese mismo juramento, y tampoco regresó para su funeral. ¿Y ahora me preguntan si creo que mataría al hijo de Olin? ¿En estado de ebriedad y a traición? Quizá Xand haya dado temples más recios y corazones más obstinados que el de Shaso dan-Heza… pero yo no conozco ninguno.

Esas palabras le provocaron aún más incertidumbre, y no sólo sobre la culpa de Shaso. ¿Este Dawet era un monstruo inteligente, o un incomprendido? A menudo la gente pensaba que Barrick era desagradable y cruel, porque no lo veían en su totalidad.

Barrick. Una súbita alarma. Está en cama. Tendría que ir a verlo. En verdad, la conversación la había perturbado mucho; no le disgustaría terminarla.

—Tendré en cuenta vuestras palabras, lord Dawet. Ahora podéis iros.

Él hizo otra reverencia.

—Una vez más, alteza, mis condolencias.

Cuando él se fue, los consejeros aún la observaban, pero sus rostros eran más inescrutables que antes. De pronto comprendió que había conocido toda su vida a esos vecinos, amigos y familiares, pero no se fiaba de ninguno de ellos.

No te muestres vulnerable ante nadie salvo tus parientes, le había dicho su padre una vez. Como es un grupo pequeño, puedes vigilarlos a todos. En aquel momento había pensado que bromeaba.

Pero me quedan pocos parientes, pensó. Mi madre y Kendrick han muerto. Mi padre está ausente y quizá nunca regrese. Sólo me queda Barrick.

La sala parecía llena de gente extraña y hostil. De pronto sólo quería ver a su mellizo. Se levantó y salió de la sala del trono sin otra palabra, tan rápidamente que los guardias tuvieron que darse prisa para alcanzarla.

* * *

—No será fácil —le dijo Sílex a Ópalo mientras terminaba la sopa—. No tenemos hombres suficientes para hacer un buen trabajo, y quizá el gremio no pueda conseguirme más a tiempo; el funeral será dentro de cinco días. Así que por ahora sólo arrojamos escombros a los mismos pozos donde íbamos a trabajar antes de la muerte del príncipe. Luego habrá que despejar todo de nuevo.

—¿Quién haría una cosa tan terrible?

Pensando en su trabajo, Sílex no entendió de inmediato lo que ella decía.

—Ah, te refieres al asesinato del príncipe.

—Desde luego, viejo tonto. ¿A qué otra cosa? —dijo ella, fingiendo enfado—. Esa familia sufre una maldición. Es lo que decían hoy en la plaza Cantera. El rey cautivo, el hijo menor lisiado, ahora esto. Y también la muerte de la madre de los hijos, aunque eso fue hace años… —Frunció el ceño—. ¿Qué se dice sobre la nueva reina? Si algo les sucede a esos pobres mellizos, ¿su bebé heredará el trono? Piensa en ello: antes de siquiera haber nacido.

—Fisura y fractura, mujer, los mellizos todavía están vivos… ¿Deseas atraer un mal sobre ellos? No les des ideas a los ociosos dioses. —La posibilidad de que le sucediera algo a la joven Briony, que le había hablado con tanta amabilidad como si fuera un amigo o un pariente, le causó más aprensión que un día entero en la tumba real—. ¿Dónde está Pedernal?

—En cama. Estaba cansado.

Sílex se levantó y entró en el dormitorio, donde Pedernal tenía su yacija de paja al pie de la cama de ambos. El niño se apresuró a ocultar algo bajo la camisa enrollada que usaba como almohada.

—¿Qué es eso? ¿Qué tienes ahí, niño?

Un niño normal lo habría negado todo, pensó Sílex mientras se agachaba, pero Pedernal se limitó a ocultar sus sentimientos mientras él hurgaba bajo la camisa y cerraba la mano sobre una confusa combinación de formas.

Comprobó que eran dos objetos, y al mirarlos a la luz vio un saco negro con un cordel, que le resultaba familiar, y una piedra traslúcida y grisácea.

—¿Qué es esto? —preguntó, sosteniendo el saco. Lo que contenía era duro y pesado como piedra. El saco estaba cerrado con una costura, pero el bordado del resto era intrincado y hermoso—. ¿Dónde lo encontraste, niño?

—No lo encontró —dijo Ópalo desde la puerta—. Lo tenía encima cuando lo encontramos a él. Es suyo, Sílex.

—¿Qué hay dentro?

—No sé. No nos corresponde abrirlo, y él no ha querido.

—Pero esto podría contener… no sé, quizá algo que nos indique quiénes son los padres. Una joya con el apellido de la familia, quizá. —O una cara reliquia que ayudará a pagar su mantenimiento, pensó Sílex sin poder evitarlo.

—Es suyo —repitió Ópalo. Se arrodilló junto al niño, le acarició el pelo claro y Sílex comprendió que quizá ella no quisiera averiguar el apellido del niño, ni el nombre de los padres…

—Bien —dijo, mirando el saco, pero ahora la piedra le llamaba la atención. Lo que al principio le había parecido un resto sedimentario pulido por la lluvia o el mar, o quizá el fragmento de un cacharro, era algo mucho más extraño. Era una piedra que parecía clara, pero al examinarla comprendió que era de una clase que nunca había visto, y no podía reconocer dónde encajaba en la Familia de Piedras y Metales. Un cavernero que no reconocía a qué familia pertenecía una piedra era como un granjero que se cruzara no sólo con una nueva raza vacuna, sino con una vaca que volaba.

—Mira esto —le dijo a Ópalo—. ¿Qué crees que es?

—¿Astilla de nube? —sugirió ella, nombrando un cristal raro—. ¿Hielo de tierra?

Él meneó la cabeza.

—No, no es ninguno de los dos. Pedernal, ¿dónde hallaste esta piedra?

—En ese jardín, fuera del lugar donde estabais cavando. —El niño estiró la mano—. Devuélvemela.

Sílex miró al niño y el saco cosido. Se lo devolvió a Pedernal, pero se quedó con el turbio cristal. Él y Ópalo tenían que hablar sobre ese saco misterioso, pero haría una cosa cada vez.

—Me quedaré con la piedra —le dijo al niño—. Sólo provisionalmente, porque nunca he visto nada parecido y quiero ver si alguien me dice qué es. —El niño lo miraba con expectación. Sílex tardó un instante en comprender por qué—. Si me permites. Tú la encontraste, desde luego.

El niño asintió, satisfecho. Mientras Sílex y Ópalo salían, Pedernal se quedó boca arriba, mirando el techo mientras apretaba el saco de cuero entre los dedos.

Ópalo volvió a sus quehaceres, pero Sílex se quedó sentado, haciendo girar el cristal en la mano. Lo extraño era que parecía tener una forma artificial, cierta regularidad, como si lo hubieran cortado de una piedra más grande, pero no había fracturas. Al contrario, los bordes eran redondeados. Y sin duda era algo que no había visto nunca. Una mancha oscura nadaba en su interior.

Lo perturbó, y cuanto más lo pensaba, más se perturbaba. Parecía algo que sólo podía venir de detrás de la Línea de Sombra, pero en tal caso, ¿qué hacía en el castillo de Marca Sur? ¿Y era coincidencia que el niño lo hubiera hallado en el cementerio, a poca distancia de los aposentos donde habían asesinado al príncipe regente? ¿O que lo hubiera encontrado un niño que venía de más allá de la Línea de Sombra?

Miró a Ópalo, que remendaba un agujero en la rodilla de los pantalones de Pedernal. Ansiaba pedirle su opinión, pero sabía que él se desvelaría y no quería privarla también a ella de lo que podía ser su último descanso feliz por un tiempo. Pues sentía un creciente temor.

¿Qué había dicho Chaven? No dudes que si la Línea de Sombra continúa su avance, acarreará males muy oscuros.

Que al menos Ópalo tenga esta noche, decidió. Que sea feliz esta única noche.

—Estás callado, Sílex. ¿Te sientes mal?

—Todo está bien, querida. No te preocupes.