8: El escondrijo

8

El escondrijo

PRADO Y CIELO

El rocío se eleva, la lluvia cae

Entre ellos hay niebla

Entre ellos se halla todo lo que existe

Oráculos de Osario

Había sido la hora más larga de su vida. La joven que él adoraba sin esperanzas acababa de escupirle y culparle por el asesinato del hermano, y quizá no se equivocara. Tenía tajos sangrantes en las mejillas, pues ella le había clavado las uñas; las lágrimas y el sudor le escocían las heridas. Pero lo peor era que el fracaso, el fracaso de todos los hombres que habían jurado proteger a la familia real, lo asfixiaba como las paredes de un ataúd de plomo. Hacía meses que el rey Olin se había ido y era cautivo en un país lejano. Ahora su hijo y heredero estaba muerto, acuchillado en su propia alcoba en el castillo de Marca Sur.

Si el mundo estaba a punto de terminar, pensó Ferras Vansen, capitán de la guardia real, ojalá el final llegara pronto. Así también terminaría su noche más horrible.

El jerarca Sisel, boquiabierto de espanto y murmurando a solas, había llegado desde su habitación de la Torre del Verano, y ahora se inclinaba sobre el cadáver ensangrentado del príncipe Kendrick y procuraba recordar las palabras del rito funerario (hacía tiempo que no era un sacerdote común). Habían tendido al príncipe muerto en la cama y lo habían liberado de su contracción agónica; ahora yacía con los ojos cerrados y los brazos a los lados en una semblanza de reposo apacible. Habían cubierto el cuerpo herido con un paño bordado de oro para que sólo se vieran los hombros desnudos y el rostro, pero en la tela ya florecían capullos rojos. Chaven el médico, más pálido y perturbado que nunca, esperaba para examinar al príncipe asesinado antes de que las doncellas de Kernios se llevaran el cuerpo para prepararlo para el funeral.

Atónitos como supervivientes de una horrenda batalla, los mellizos no se habían alejado de su hermano muerto. La sangre se había secado sobre su ropa de noche. Briony estaba tan manchada de rojo que un recién llegado la podría haber confundido con el asesino. Lloraba junto a la cama, de rodillas en el suelo, apoyando la cabeza en el brazo de Kendrick. El príncipe debe de estar incómodo, pensó distraídamente Vansen, y luego recordó como en un sueño que el príncipe ya estaba más allá de toda incomodidad.

El corpulento condestable Avin Brone, tan parte de la familia Eddon como podía serlo alguien que no era consanguíneo, era el único que podía tratar de alejar a la princesa de su hermano muerto.

—Hay cosas que debemos hacer, alteza —tronó con su voz profunda—. No es apropiado que esté aquí sin atender. Dejad que el médico y las doncellas cumplan su tarea.

—No lo abandonaré. —Briony ni siquiera miraba a Brone.

—Hacedla entrar en razón —le gruñó el condestable a su pálido hermano mellizo. Barrick aparentaba la mitad de su edad, un niño asustado con el pelo desmelenado—. Ayudadme, alteza —insistió Brone con más gentileza—. Nunca averiguaremos lo que ocurrió aquí, nunca descubriremos la mano cruel que hizo esto si no podemos… si debemos trabajar bajo la mirada de una familia doliente.

—¡El hombre oscuro…! —Briony irguió la cabeza, con una luz febril en los ojos—. Mi dama despertó soñando con un hombre oscuro. ¿Dónde está ese truhán de Dawet? ¿Fue él quien hizo esto? ¿Él mató a mi… mi…? —Arqueó la boca, hizo una mueca, rompió a llorar de nuevo, con gemidos convulsivos y desgarradores. Apretó la cabeza contra el costado de Kendrick.

—Alteza, por favor —le dijo Brone, tirándose de la barba con ansiedad—. Tendréis la oportunidad de despediros del príncipe como corresponde, os lo prometo.

—No es un príncipe… Es mi hermano.

—Era ambas cosas, alteza.

—Es hora de levantarse, Briony —musitó Barrick sin convicción, como si dijera una mentira que nadie iba a creer.

Avin Brone miró al capitán de la guardia pidiendo ayuda. Vansen se aproximó, odiando la tarea que le imponía su deber. Brone ya tenía un brazo de la muchacha en sus manazas. Vansen tomó el otro, pero Briony se resistió, fulminándolo con una mirada de odio, y él la soltó.

—¡Princesa! —jadeó Brone—. Vuestro hermano mayor ha muerto, y eso no se puede cambiar. Mirad en torno. ¡Mirad allí!

—Déjame en paz.

—¡Que los dioses maldigan esta noche! ¡Mirad hacia la puerta!

Frente a la cámara del príncipe regente, docenas de caras pálidas aguardaban en silencio. Como fantasmas proyectados por las lámparas, los moradores del castillo estaban apiñados allí, observando con incrédulo horror.

—Vos y vuestro hermano sois ahora las cabezas de la familia Eddon —susurró Brone—. La gente necesita que seáis fuertes. Vuestra pesadumbre deberá esperar a que estéis a solas. ¿No podéis ser fuerte por vuestro pueblo?

Pareció que ella le escupiría en vez de hablar, pero al cabo Briony sacudió la cabeza, se enjugó las mejillas y los ojos con el dorso de la mano.

—Tenéis razón, lord condestable —dijo—. Pero no os perdonaré por ello.

—No ocupo mi puesto para ser amado ni perdonado, alteza. Venid, estáis de duelo, pero sois una princesa. Hagamos lo que debemos hacer. —Le ofreció su voluminoso brazo.

—No, gracias —dijo ella—. ¿Barrick?

Su mellizo se le acercó con paso vacilante.

—¿Qué…?

—Iremos a la capilla. —Ahora el rostro de Briony Eddon era una máscara, dura y pálida como arcilla blanca templada al fuego—. Allí rezaremos por Kendrick. Encenderemos velas. Y si el condestable y este presunto capitán de la guardia logran encontrar al que mató a nuestro hermano bajo sus narices, tendremos la serenidad para dictar la sentencia apropiada.

Cogió el brazo del hermano, sorteó a Ferras Vansen sin mirarlo, como si fuera una vaca o una oveja, una criatura demasiado estúpida para despejar el camino por propia voluntad. Mientras pasaba, él vio que sus ojos lagrimeaban de nuevo, pero que mantenía la cabeza erguida. Los que estaban en el pasillo retrocedieron hacia las paredes para cederles el paso. Alguien hizo preguntas inquietas, pero Briony y su hermano pasaron entre ellos como si fueran árboles, y sus voces sólo fueran el susurro del viento.

—Eminencia, ¿iréis con ellos? —le preguntó Avin Brone al jerarca Sisel cuando los mellizos se alejaron—. Necesitamos que se aparten para realizar nuestro trabajo, pero mi corazón siente aflicción por ellos y por el reino. ¿Los guiaréis en sus plegarias, les ayudaréis a encontrar fuerzas?

Sisel asintió y siguió al príncipe y la princesa. Vansen no podía creer que su jefe hubiera despachado al jerarca (un hombre de los dioses que sólo respondía al trigonarca, en la distante Sian) como si fuera un lacayo.

Cuando todos se hubieron marchado, Brone arrugó el ceño y escupió. Semejante falta de respeto en la cámara funeraria del príncipe escandalizó a Vansen, pero el condestable parecía concentrado en otras cosas.

—Al menos la Puerta del Cuervo estará cerrada toda la noche —gruñó—. Pero mañana la noticia se propagará de casa en casa como un incendio, y llegará a las comarcas vecinas, gústenos o no. No podemos silenciar las preguntas ni ocultar la verdad. Pronto el príncipe y la princesa tendrán que mostrarse, o cundirá el temor entre la gente.

Ahora hay un agujero en el reino, comprendió Ferras Vansen. Un agujero terrible. En ese momento un hombre fuerte podía intervenir para llenarlo. ¿Y si Avin Brone consideraba que él era ese hombre?

Parecía indicado para el papel. El condestable era alto como Vansen, que no era ningún alfeñique, pero Brone tenía casi el doble de anchura, con una enorme barba hirsuta y hombros tan amplios como su enorme vientre. Con su capa negra (Ferras sospechaba que se la había echado sobre su ropa de noche, y luego se había calzado las botas), el anciano parecía una roca contra la que podía estrellarse un barco… o sobre la que podía construirse una gran casa. Y había otros en el reino que podrían pensar que la corona les iría a medida.

Mientras el médico Chaven se ocupaba del cuerpo del príncipe, Avin Brone se acercó a los dos guardias asesinados.

—Éste es Gwatkin, ¿verdad? No reconozco al otro.

—Caddick; era nuevo. —Ferras frunció el ceño. Pocos días antes los hombres se burlaban de Caddick Piernas Largas porque nunca había besado a una muchacha. Ahora el joven también era nuevo en la muerte—. Tendría que haber habido dos más aquí, pero preferí vigilar el extremo de la fortaleza donde se alojan los extranjeros. —Contuvo una abrupta erupción de bilis—. Tendría que haber habido dos guardias más para proteger al príncipe…

—¿Y ha hablado con esos guardias? Por los dioses, hombre, ¿y si todos están muertos y los extranjeros recorren el torreón con espadas ensangrentadas?

—Hace un rato envié un mensajero y un guardia regresó. Los conduce uno de mis mejores hombres, Dyer, ya le conocéis. Él jura que el embajador hierosolano y su séquito no abandonaron sus aposentos.

—Ah. —Brone movió el cuerpo de un guardia con la punta de la bota—. Acuchillado. Parece que no pudo defenderse. ¿Pero cómo pudo un contingente de hombres atacar y asesinar al príncipe sin que nadie lo supiera? Porque sólo un contingente pudo realizar esta funesta tarea.

—Un contingente no pudo pasar inadvertido, mi señor. Los corredores no estaban desiertos. —Ferras miró los ojos abiertos de Gwatkin, la mandíbula abierta como si la muerte hubiera sido una sorpresa—. Pero los sirvientes oyeron algo al anochecer: discusiones y gritos, pero ahogados. No entendieron las palabras ni reconocieron las voces, pero todos convenían en que no parecían hombres trabados en lucha.

—¿Dónde están los criados del príncipe? ¿Dónde están sus pajes?

—Fuera de aquí. —Ferras no pudo contener cierta irritación ante las preguntas de Brone. ¿Acaso el condestable creía que el capitán Vansen no tenía seso, sólo porque era hijo de un granjero? ¿Que no había pensado en investigar estas cosas por su cuenta?—. El príncipe les ordenó que se fueran. Pensaron que quería estar solo, para reflexionar o quizá para deliberar con alguien sobre el destino de su hermana.

—¿Con alguien?

—No lo saben, señor. Estaba solo cuando les ordenó que se marcharan. Terminaron durmiendo en la cocina con los marmitones. Uno de los pajes regresó para buscar un objeto religioso y encontró al príncipe moribundo y dio la alarma.

—Hablaré con él, entonces. —Brone se acuclilló junto a los guardias asesinados. Tironeó del chaquetón de uno de ellos—. Tiene armadura.

—La mayor parte de la sangre brotó de la garganta cortada. Ésa fue la causa de la muerte.

—¿También del otro?

—Tenía la garganta cortada, señor, pero no murió por eso. Miradle el rostro.

Brone examinó el segundo cuerpo.

—¿Qué le pasó en el ojo?

—Lo perforaron con algo punzante, señor. Y penetró en el cráneo, por lo que veo.

Avin Brone silbó sorprendido y se levantó como un oso saliendo de su cueva en primavera.

—Si no podemos encontrar un contingente, ¿hay un solo asesino? Tiene que pelear muy bien para matar a dos hombres con armadura. Y Kendrick no es torpe con la espada. —Sobresaltado por sus propias palabras, Brone hizo la señal del conjuro—. O no lo era. ¿Tuvo la oportunidad de armarse?

—No hemos visto ningún arma, salvo las de los guardias. —Vansen reflexionó—. Quizá el príncipe fue la primera víctima. Quizá ordenó que los guardias se marcharan, como los sirvientes, y cuando regresaron el asesino ya había atacado.

Brone se volvió hacia Chaven, que había alzado el paño dorado para examinar el cuerpo. El príncipe regente ya parecía una estatua funeraria, pensó Ferras, frío y blanco como el mármol.

—¿Sabéis cómo murió? —preguntó el condestable.

El médico real alzó la cara preocupada y redonda.

—Ah, sí. Mejor dicho, os puedo mostrar por qué murió. Venid a mirar.

Ferras y el condestable se acercaron a la cama. Ahora fue Ferras quien hizo la señal del conjuro, un puño sobre el pulgar para impedir que Kernios, el dios de la muerte, reparase en él. Había visto muchas muertes violentas desde su infancia, pero hacía largo tiempo que no hacía ese gesto.

La exangüe palidez del príncipe y su cabello rubio le daban una inquietante semejanza con su hermana menor. Ferras se sintió perturbado al ver su indefensa desnudez, aunque a menudo había visto a Kendrick bañándose en el rio al cabo de una cacería larga y polvorienta. Los brazos del cadáver estaban cubiertos de tajos superficiales, ahora limpios de sangre, heridas defensivas. También le habían lavado la sangre del pecho y del estómago, pero no había manera de embellecer esas heridas más grandes, media docena de tajos rectos, lívidos en los bordes y turbadoramente rojos en lo más hondo.

—No es una espada —dijo el condestable. Respiraba con dificultad, como si las heridas lo perturbaran más de lo que demostraba—. ¿Un cuchillo?

—Quizá. —Chaven frunció el ceño—. Quizá un puñal curvo… ¿Veis que los cortes son más anchos en un extremo?

—¿Un cuchillo curvo? —Brone enarcó las tupidas cejas. Miró a Ferras, cuyo corazón dio un respingo.

—Sé quién tiene un cuchillo así —dijo.

—Todos lo sabemos —dijo el condestable.

* * *

Barrick sentía un hueco en la cabeza. El susurro de la manta que tenía Briony sobre el camisón, el ruido de sus propias pisadas, el murmullo de la gente del corredor, todo zumbaba en su cabeza como el rugido del mar en una caracola. Le costaba creer en la realidad de lo que había pasado.

—Príncipe Barrick —llamó alguien, un paje—. ¿De veras ha muerto? ¿El príncipe Kendrick ha muerto?

Barrick no osaba hablar. Apretó los dientes para no romper a llorar.

Briony gesticuló para ahuyentar a los curiosos, que se volvieron para pedirle noticias al jerarca Sisel, demorando su andar. Al final del corredor los mellizos doblaron hacia la capilla de Erivor, y en el siguiente giro Briony tomó otra dirección.

—No, por aquí —murmuró Barrick. Su pobre hermana, perdida en su propia casa.

Ella meneó la cabeza y siguió por el corredor, giró de nuevo.

—¿Adónde vamos?

—No a la capilla. —Su voz sonaba despreocupada, como si no hubiera ocurrido nada inusitado, pero al volverse tenía los ojos tan vacíos que él sintió espanto—. Allá sólo nos encontrarán.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

Su hermana le asió el brazo y lo condujo por otro corredor. Cuando llegaron a la puerta de la vieja despensa, él lo entendió.

—Hace años que no venimos aquí.

Ella sacó un trozo de vela del estante interior, la encendió en una antorcha de la pared. Cuando cerraron la puerta, la luz de los anaqueles arrojó las sombras familiares que en un tiempo Barrick conocía tanto como la forma de sus propios nudillos.

—¿Por qué no fuimos al templo? —preguntó. Temía oír la respuesta. Nunca había visto a su hermana en ese estado.

—Porque nos encontrarán. Gailon, el jerarca, todos ellos. Y nos harán hacer cosas. —Había intensidad en su rostro pálido—. ¿No entiendes?

—¿Entender qué? Kendrick… Briony, mataron a Kendrick. Alguien mató a Kendrick. —Agitó la mano, tratando de comprender—. ¿Quién?

Brillaban lágrimas en los ojos de su hermana.

—No importa. Es decir, claro que importa pero… ¿No entiendes? ¿No entiendes lo que sucederá? Te nombrarán príncipe regente, y me enviarán a Hierosol para que me case con Ludis Drakava. Es casi seguro que ahora lo harán. Estarán aterrados. Harán cualquier cosa paira que regrese nuestro padre.

—No son los únicos. —Briony no podía seguirle el ritmo a Briony, que pensaba tan rápidamente como si se hubiera zambullido en un río torrentoso y lo hubiera abandonado en la ribera fangosa. Barrick no podía pensar. Parecía que las pesadillas que lo atormentaban habían invadido el mundo de la vigilia. Alguien tenía que enderezar las cosas. Le asombró oírse decirlo, pero en este momento era verdad—. Yo también quiero que vuelva nuestro padre.

Briony iba a decir algo, pero le temblaban los labios. Se sentó en el suelo polvoriento de la despensa y se abrazó las rodillas.

—Pobre… Kendrick. —Contuvo las lágrimas—. Estaba tan frío, Barrick. Aun antes de… antes del final. Estaba tiritando. —Gimió, apretó la cara contra los brazos.

Barrick miró el techo de la despensa, que ondulaba como agua en la fluctuante luz de la vela. Deseó que él y Briony estuvieran juntos en un río, alejándose a flote.

—Aquí nos escondíamos de él cuando éramos pequeños, ¿recuerdas? Él se enfadaba cuando no podía encontrarnos. ¡Y funcionó muchas veces!

—Aunque la tía Merolanna se lo dijera, siempre se olvidaba. —Ella alzó la vista con una sonrisa pícara—. Iba y venía por los corredores. «¡Barrick, Briony! ¡Se lo diré a padre!». Y se enfadaba mucho.

Callaron un largo instante, escuchando un eco fantasmal.

—¿Qué haremos, entonces? No quiero ser príncipe regente. —Barrick reflexionó—. Podemos escapar. Si nos vamos, no podrán nombrarme príncipe regente y no podrán entregarte a Ludis.

—¿Y quién gobernará Marca Sur? —preguntó Briony.

—Que se encargue Avin Brone. O ese mojigato de Gailon. Los dioses saben que lo desea.

—Pues entonces no debería hacerlo. La hermana Utta dice que no debemos confiar el poder a la gente que lo codicia.

—Pero son los únicos que lo quieren. —Él se acuclilló junto a ella—. No quiero ser príncipe regente. Además, ¿por qué no puedes serlo tú? Eres mayor.

A pesar de su congoja, su hermana no pudo contener una sonrisa.

—Eres un monstruo, Barrick. Es la primera vez que lo admites. Y en todo caso, es una diferencia de instantes.

Barrick se sentó. No atinó a sonreír. Una fatiga venenosa le invadía los brazos, el corazón y la cabeza como un humo gris, enturbiándole los pensamientos.

—Me quiero morir, eso es lo que quiero. Irme con Kendrick. Es mucho más fácil que escaparse.

—¡No digas eso! —Briony le aferró el brazo y le acercó el rostro—. Ni siquiera pienses en dejarme sola.

Por un instante él estuvo a punto de contárselo, de revelar el secreto que había escondido tanto tiempo, esas noches de temor y desdicha… pero no era fácil romper con un hábito de tantos años, ni siquiera en estas circunstancias.

—Serás tú quien me abandone —dijo en cambio.

En medio del largo y oscuro silencio que siguió, alguien llamó a la puerta de la despensa. Los mellizos, sobresaltados, se miraron con ojos dilatados a la luz de la vela. La puerta se abrió.

Entró su tía abuela, la duquesa Merolanna.

—Sabía que estaríais aquí, vosotros dos. Claro que sí.

—Te mandaron a encontrarnos —dijo Briony con voz acusadora.

—Por supuesto. Todo el castillo está aterrado, y os está buscando. ¿Cómo pudisteis ser tan malvados? —Pero Merolanna no estaba tan enfadada como parecía. Parecía otra sonámbula. Su rostro ancho y pálido, sin maquillaje, parecía una cosa sacada de una madriguera y arrastrada al sol—. Lo peor que podéis hacer es desaparecer así, después… después de…

Briony jadeó penosamente, se arrastró hacia Merolanna y sepultó su rostro en el voluminoso camisón de la anciana.

—Oh, tía… Lo mataron… ¡Se ha ido!

Merolanna le acarició la espalda, aunque procuraba mantener el equilibrio con el peso de la muchacha en sus piernas.

—Lo sé, querida… Sí, nuestro pobre Kendrick…

Entonces la espantosa realidad subió por la espalda de Barrick y volvió a su cabeza, una cosa horrenda y abrumadora que tapaba toda luz y sentido, y se acercó a Merolanna y le echó los brazos a la cintura, quitándole de nuevo el equilibrio. No tuvo más opción que aferrar los anaqueles y sentarse lentamente en el suelo entre su ropa abultada. Los abrazó a ambos, y el cabello de ambos se mezcló en su regazo como las aguas de dos ríos, rojo y dorado, mientras los dos lloraban como chiquillos.

También Merolanna volvió a llorar.

—Ah, mis pobres patitos —dijo, mirando al vacío mientras las lágrimas surcaban sus arrugadas mejillas—. Ah, mis pobres pollitos. Sí, pobrecillos…

* * *

Briony se había secado los ojos antes de reunirse con Avin Brone y los demás, e incluso había permitido que Merolanna la peinara, pero aún se sentía como una prisionera que salía de una celda para comparecer ante la justicia.

Pero aunque el jerarca Sisel (que había recorrido medio castillo buscándolos, según les contó Merolanna) parecía echar chispas a pesar de su decorosa expresión de seriedad y pesadumbre, Brone no regañó a Barrick y Briony por su travesura.

—Os esperábamos —dijo cuando se acercaron los mellizos, que no se apartaban de Merolanna, buscando protección—. Aún nos quedan tareas desagradables esta noche, y ahora vosotros sois las cabezas de la familia Eddon.

—¿Cuál de nosotros? —preguntó Barrick de mala gana—. No puedes tener dos cabezas.

—Cualquiera de los dos —dijo Brone, sorprendido, como si no hubiera pensado en ese dilema—. Ambos. Pero debéis ver lo que hacemos, procurar que se haga justicia.

—¿De qué habláis? —preguntó Briony. Vansen, el capitán de la guardia, estaba detrás del condestable. Tenía rasguños en la cara, y Briony sintió una punzada de vergüenza, recordando que lo había atacado. Pero él está con vida, y mi hermano fue asesinado, pensó, y la sensación se evaporó. No lo miró a los ojos, y así era más fácil no tenerlo en cuenta.

—Hablo del cuchillo que provocó las heridas de vuestro hermano y sus guardias, princesa. —Brone se volvió al oír un ruido de pasos. Un grupo de guardias entró en el corredor y se detuvo al final, esperando—. Dígaselo, capitán Vansen.

El hombre aún no podía mirarla a la cara.

—Era curvo —murmuró—. El médico Chaven lo notó al examinar las heridas. Una daga curva.

Brone esperó a que Vansen siguiera hablando, luego gruñó de impaciencia y abordó a los mellizos.

—Una daga tuaní, altezas.

Briony tardó un instante en comprender lo que decía, luego la cara apuesta y burlona del embajador surgió en su mente.

—¡Ese hombre, Dawet…! —Lo haría despellejar. Quemar vivo.

—No —dijo Brone—. No abandonó sus aposentos en toda la noche. Ni él ni su séquito. Los teníamos bajo vigilancia.

—¿Entonces…? —preguntó Briony, pero pronto comenzó a entender.

—¿Shaso? —dijo Barrick con voz extraña y tensa, llena de temor y una suerte de extraña euforia—. ¿Estás diciendo que Shaso mató a nuestro hermano?

—No lo sabemos con certeza —dijo el condestable—. Debemos hablar con él. Pero es un par de Marca Sur, un estimado amigo de vuestro padre. Necesitamos que ambos estéis allí.

Mientras Brone los conducía hacia la armería, el contingente de guardias los siguió, los rostros duros, los ojos ocultos por los yelmos. El jerarca y Merolanna no los acompañaron, sino que fueron a rezar a la capilla familiar.

Briony se preguntó qué estaba pasando. ¿Todo el mundo se ha vuelto del revés de repente? ¿Shaso? No podía ser cierto. Alguien debía haber robado la daga del viejo. Más aún, ni siquiera tenía que ser la daga de Shaso. Le costaba no creer a Chaven, pero sin duda había otras explicaciones. Debía de haber docenas de armas tuaníes disponibles en los mercados del puerto. Pero cuando se lo susurró a Barrick, él meneó la cabeza. Como si hubiera agotado sus sentimientos fraternales con sus lágrimas, apenas la miró.

Misericordiosa Zoria, ¿ahora se transformará en otro Kendrick? ¿Me entregará a Ludis porque es mejor para todo el reino? Sintió un escalofrío helado en la piel.

Tres guardias esperaban en la armería, frente al cuarto de Shaso.

—No se ha ido —dijo uno de ellos, mirando al vacío mientras hablaba, pues no sabía si hablarle al condestable o a su capitán, Vansen—. Pero hemos oído ruidos extraños, y la puerta está atrancada.

—Derribadla —dijo Brone, y se volvió a los mellizos—. Atrás, altezas, por favor.

Los guardias patearon la puerta y la tranca se astilló por dentro. La puerta se abrió. Los guardias irrumpieron con las alabardas en ristre, y rápidamente retrocedieron. Una forma oscura apareció en la abertura como un espíritu monstruoso invocado desde el averno.

—Matadme, pues —gruñó una voz extrañamente líquida. Por un momento Briony pensó que Shaso estaba poseído por un demonio que no había aprendido a usar bien el cuerpo usurpado, pues el maestro de armas se mecía en la entrada y no se podía mantener erguido—. Supongo que soy un traidor. Así que matadme. Si podéis.

—Está ebrio —dijo Barrick lentamente, como si ésta fuera la mayor sorpresa que les había deparado la noche.

—Lleváoslo —ordenó Avin Brone—. Pero tened cuidado: es muy peligroso.

Briony no se resignaba a creerlo.

—¡No lo lastiméis! ¡Vivo! ¡Debéis capturarlo vivo!

Los guardias avanzaron, apuntando con la pica de la alabarda, obligando al hombre de tez oscura a volver a su cuarto. Briony vio que la habitación estaba desordenada, la ropa de cama hecha jirones y desparramada en el suelo, y el altar del rincón destrozado a golpes. Está loco, entonces, o enfermo.

—¡No lo lastiméis! —repitió.

—¿Queréis condenar a muerte a estos guardias? —rugió Avin Brone—. ¡Ese viejo es un guerrero formidable!

Shaso no permaneció desarmado largo tiempo. Arrebató la alabarda a un guardia y aturdió al hombre con el asta, luego la estrelló contra el yelmo de otro que intentó aprovechar la brecha. Dos guardias ya habían caído. La habitación era demasiado pequeña para empuñar bien las picas. Shaso se puso de espaldas con la pared y se plantó allí, con el pecho jadeante. Tenía sangre en los brazos y la cara, sangre vieja y seca, apenas visible contra su piel.

—Capitán —dijo Brone—, traedme arqueros.

—¡No! —Briony intentó interponerse, pero el condestable le aferró el brazo y la sostuvo a pesar de sus forcejeos.

—Perdonadme, alteza —dijo apretando los dientes—. Pero no perderé a otro Eddon esta noche.

De pronto alguien se le escabulló. Barrick. Mientras Avin Brone maldecía, el hermano de Briony traspuso la puerta.

—¡Shaso! —gritó—. ¡Deja eso!

El viejo alzó la cabeza.

—¿Eres tú, muchacho?

—¿Qué has hecho? —preguntó el príncipe con voz trémula—. Los dioses te maldigan, ¿qué has hecho?

Shaso ladeó la cabeza intrigado, luego puso una sonrisa horrible y amarga.

—Lo que tenía que hacer… Lo que era correcto. ¿Me mataréis por ello? ¿Por el honor de la familia? Vaya ironía.

—Entrégate —dijo Barrick.

—Que los guardias me capturen, si pueden. —Su risa aguardentosa era terrible—. No me importa si vivo o muero.

Por un instante nadie habló. Briony estaba aturdida de desesperación. Las oscuras alas de su ominosa premonición no habían sido negras, sino rojas; ahora se extendían sobre toda la casa de Eddon.

—Debes tu vida a nuestro padre —dijo Barrick, con la voz tensa de aflicción o temor o algo que Briony no reconoció—. Hablas de honor… ¿Renunciarás a los últimos vestigios de ese honor? ¿Matarás a hombres inocentes en vez de rendirte?

Shaso lo miró. Por un instante perdió el equilibrio, pero pronto alzó la alabarda.

—¿Eres capaz de hacerme esto, muchacho? ¿De recordarme mi honor?

—Claro que sí. Mi padre te salvó la vida. Juraste que le obedecerías a él y a sus herederos. Entrega tu arma y actúa honorablemente, si no has renunciado a tu honor por completo. Actúa como un hombre.

El maestro de armas miró a Barrick, luego a Briony. Soltó una risotada que terminó en un resuello áspero.

—Eres más cruel que tu padre, incluso que tu hermano. —La alabarda cayó al suelo con estrépito. Shaso volvió a mecerse y esta vez se desplomó. Los guardias se abalanzaron sobre él y comprobaron que no estaba fingiendo, que había caído desmayado de ebriedad o agotamiento u otra cosa.

Los guardias lo alzaron del suelo, uno por cada pierna y cada brazo. No era fácil, pues Shaso era corpulento.

—Llevadlo a la fortaleza —ordenó Brone—. Encadenadlo bien. Cuando se despierte, lo interrogaremos minuciosamente, pero no dudo que hemos hallado a nuestro asesino.

Mientras pasaba junto a Briony, Shaso entreabrió los ojos. La vio y trató de decirle algo pero sólo pudo gruñir, y volvió a cerrar los ojos. Su aliento apestaba a bebida.

—No puede ser —dijo ella—. No lo creo.

Ferras Vansen, el capitán de la guardia, había encontrado algo en el suelo junto a la austera cama de Shaso. Lo recogió con un trapo y lo mostró a los mellizos y el condestable, asiéndolo con delicadeza, como un criado que llevase una corona real.

Era una daga tuaní curva, casi tan larga como el antebrazo de un hombre, una daga que todos habían visto antes, envainada en el cinturón de Shaso. La empuñadura estaba envuelta en cuero afiligranado. La afilada hoja, que normalmente relucía, estaba embadurnada de sangre.