7
Hermanas de la Colmena
DÍAS
Por cada luz que brilla entre el amanecer
Y el ocaso
Vale la pena morir, al menos una vez
Oráculos de Osario
Nunca olvidaría el aroma humoso de las velas de jazmín y el bordoneo perpetuo y soñoliento del templo de la Colmena, el jadeo de temor y exaltación de las demás muchachas, todos los sonidos y olores que la rodeaban en el momento en que el mundo cambió para siempre. ¿Cómo podía ser de otra manera? Habría sido abrumador conocer al Dios Viviente en la Tierra, el autarca Sulepis Bishakh am-Xis III, Escogido de Nushash, el Dorado, Señor de la Gran Tienda y del Trono del Halcón, Señor de Todos los Lugares y Acontecimientos, mil veces fuera alabado su nombre, pero lo que le sucedió a Qinnitan en ese momento fue increíble, y lo sería siempre.
Aun un año después, al abandonar una vida de suntuoso ocio en el palacio de la Reclusión para huir aterrorizada por las oscuras calles de Gran Xis, evocaría cada momento de aquel día, un día que había comenzado como muchos otros, cuando su amiga Duny la obligó a levantarse en la penumbra de la aurora.
Aquella mañana Duny estaba tan alborotada que apenas lograba susurrar.
—Levántate, Qin-ya, levántate. Es hoy. ¡Él viene! ¡A la Colmena!
Los sucesos de aquel día elevarían a Qinnitan a alturas celestiales, a honores inauditos, tan imposibles que era absurdo imaginarlos. Aun así, si hubiera sabido todo lo que iba a suceder, habría hecho cualquier cosa por escapar, como un chacal atrapado que se roe la pata en su desesperación por liberarse.
* * *
Dos filas de muchachas atravesaban el corredor. Aún tenían el pelo húmedo por el agua que se habían echado sobre la cara y la cabeza durante la purificación ritual, y la túnica pegada al cuerpo les daba una sensación de frescura que no duraría con el creciente calor del día. El pelo negro de Qinnitan colgaba en rizos húmedos, y el mechón rojizo apenas se veía cuando estaba mojado. Cuando era una chiquilla, las viejas de la calle Ojo de Gato decían que era un mechón de bruja y hacían la señal del conjuro para ahuyentar el mal, pero no había surgido ningún indicio de brujería ni nada fuera de lo común. Otros niños la llamaban «gato rayado», pero al margen de eso, cuando tuvo edad suficiente para recorrer las calles y callejones del vecindario donde vivía con sus padres, nadie le prestaba mayor atención que a un lunar en la nariz o una bizquera.
—¿Por qué viene aquí? —preguntó Qinnitan, que aún no estaba espabilada.
—Para averiguar qué piensan las abejas —dijo Duny—. Naturalmente.
—¿Qué piensan de qué? —Las sacerdotisas y la matrona de la Colmena contaban que los autarcas iban a buscar la sabiduría de las abejas sagradas, diminutos oráculos del todopoderoso Nushash, dios del fuego, pero los nombres que citaban pertenecían a un pasado remoto: Xarpedon, Lepthis, monarcas que Qinnitan sólo había oído mencionar en las peroratas de los cuidadores de la Gran Colmena. Pero ahora el autarca real y viviente, dios en la tierra, iba a consultar a las abejas del dios del fuego. Costaba creerlo. Su padre había sido sacerdote del templo de Nushash toda su vida pero nunca había recibido la visita de un autarca. Qinnitan había sido sacerdotisa novicia durante poco más de un año. No parecía justo.
Este autarca, Sulepis, era un dios bastante joven. Hacía poco tiempo que ocupaba el Trono del Halcón. Qinnitan recordaba la muerte del viejo autarca Parnad, padre del actual (que fue seguida por la muerte más violenta de varios hijos suyos que habían sido rivales del sucesor). En ese momento ella se iniciaba en el servicio de las abejas, y el silencio fúnebre que reinaba en el templo de la Colmena era tan profundo que luego le había sorprendido descubrir que las cosas no eran siempre así. Quizá la juventud del autarca explicara por qué se dedicaba a visitar un humoso abejero en un recóndito rincón del vasto y antiguo templo del fuego de Nushash.
—¿Crees que será guapo? —susurró Duny, escandalizada y excitada por su propio atrevimiento. Sulepis había pasado sus primeros meses en el trono lanzando represalias contra algunas provincias exteriores que habían cometido el error de creer que el nuevo y joven autarca sería timorato. En consecuencia, no había tenido tiempo para las procesiones y festejos públicos que permitían que la gente común tuviera la sensación de conocer a su gobernante. Qinnitan se encogió de hombros y meneó la cabeza. No podía pensar en el autarca de esa manera, y le dolía la cabeza de sólo intentarlo. Era como si un gusano tratara de decidir si una montaña tenía el color adecuado. Pero no lo tomó a mal: sabía que su amiga estaba asustada, como todo el mundo. Conocerían al dios viviente, un ser que estaba tan por encima de ellas como los astros, alguien que podía extinguir sus vidas tal como Qinnitan podía matar a una mosca.
Por un instante breve (siempre era demasiado breve), las acolitas salieron del angosto pasillo a la galería de altas ventanas que iba de los habitáculos al complejo del templo. Doce pasos, a lo sumo quince, según la velocidad de la muchacha que encabezaba la marcha, pero era la única oportunidad que tenía Qinnitan de ver la magnífica ciudad de Gran Xis, donde ella había vivido al nivel de la calle, y aunque no correteaba por doquier, estaba entre personas que hablaban con voz normal. En la Colmena casi siempre eran susurros, aunque a veces los susurros podían ser tan molestos como los gritos.
—¿Crees que hablará? ¿Cómo será su voz?
—¡Cállate, Duny!
Qinnitan tenía pocos momentos al día para saborear el mundo del exterior del templo, aunque sólo de lejos, y lo echaba de menos. Como siempre, abrió bien los ojos al cruzar la galería, tratando de asimilar cada detalle, el cielo azul teñido de gris por el humo de un millón de fogatas, los tejados color perla perdiéndose de vista como una inmensa playa cubierta de piedras cuadradas, interrumpidas aquí y allá por las altas torres de las familias más importantes. Con sus franjas de color y sus adornos de oro, las torres evocaban las mangas de espléndidas vestimentas, como si cada una fuera el puño de un hombre alzado al cielo. Pero los hombres de las familias ricas que vivían en las torres no tenían quejas contra el cielo: las manos de sus torres no estarían apretadas en un puño, sino extendidas, por si los dioses decidían derramar aún más bendiciones sobre gentes que ya estaban atosigadas de ellas.
Qinnitan se preguntaba qué habría pasado si hubiera pertenecido a la minoría dominante en vez de pertenecer a una familia de mercaderes, si su padre hubiera sido un terrateniente en vez de un mero funcionario de la administración de uno de los mayores templos de Nushash. Claro que podría haber sido peor: podría haber sido servidor de uno de los otros dioses, que eran rápidamente desplazados por el gran dios del fuego.
—Es una suerte que te hayan recibido —dijeron sus padres cuando la admitieron como acolita de las Hermanas de la Colmena, aunque ella había rezado (¡blasfemia, pero era la verdad!) para que no ocurriera—. Familias mucho más ricas que la nuestra derramarían sangre por semejante honor. ¡Servirás en el templo del autarca!
El templo era una extensión de edificios intercomunicados que parecían sólo un poco más pequeños que Gran Xis, y Qinnitan era una entre cientos de acolitas, así que era probable que la sacerdotisa que dirigía su residencia conociera apenas un puñado de nombres.
—No sé qué haré si él me mira. Si me desmayo, ¿tendrá que condenarme a muerte?
—Por favor, Duny. No, sin duda la gente se desmaya todo el tiempo. A fin de cuentas, es un dios.
—Lo dices de modo raro. ¿Te sientes mal?
Su momentáneo atisbo de la libertad terminó: la pujante ciudad desapareció mientras salían de la galería para entrar en el siguiente corredor. Una tía le había dicho a Qinnitan que Xis era tan grande que un ave podía vivir toda su vida mientras volaba de un extremo al otro de la ciudad, posándose para dormir, comer y quizá iniciar una familia. Qinnitan no sabía si era cierto (su padre se burlaba de esa idea), pero era indudable que en el exterior había un mundo mucho más vasto que su reducido hábitat, mucho más vasto que el mundo que recorría al caminar de la residencia al templo por la mañana, y del templo a la residencia al anochecer, así que ansiaba ser un pájaro, extender las alas sobre una ciudad interminable.
Hasta la dicharachera Duny se calló cuando entraron en la sala hipóstila, maravillada como todas por las descomunales columnas de piedra que se elevaban hasta desaparecer en las sombras líquidas del techo. En su primera visita al templo, Qinnitan había encontrado extraño que Nushash viviera en un lugar tan oscuro, pero al cabo comprendió por qué. El fuego era más brillante cuando florecía en la negrura, más importante cuando era la única luz en un sitio sin sol.
Al final del recinto, Nushash abría los ojos mientras el sacerdote más viejo del templo encendía los grandes faroles, moviéndose más despacio de lo que parecía posible en un ser humano viviente, alzando su pértiga con la cautela de un insecto que teme ser observado por un pájaro hambriento. Este sacerdote era uno de los pocos hombres que veían Qinnitan y sus compañeras durante el cumplimiento de sus deberes cotidianos. Era un Favorecido, con lo cual no representaba una amenaza para la numerosa congregación de vírgenes, pero Qinnitan pensaba que las hermanas de la Colmena lo habían escogido porque era tan viejo que era doblemente inocuo. Ciertamente no lo habían escogido por su destreza y celeridad. Sin duda hacía horas que se dedicaba a esa lentísima labor: había encendido más de la mitad de los faroles. Su destello exponía las líneas curvas de la escritura sagrada de la pared, y los caracteres dorados del himno del dios del fuego irradiaban un fulgor rojo bajo el reflejo de las llamas:
De Ti, oh Magnífico, brotan todas las cosas buenas,
poderoso Nushash de ojos brillantes,
cimiento de la lumbre del cielo.
De Ti surgimos, y como humo vivimos en el aire un breve tiempo,
procedentes de Tu calor.
Mas sobrevivimos eternamente en las hondas llamas
de Tu corazón inmortal…
Más allá del arco macizo y profusamente decorado se extendían el laberinto y el santuario de Nushash, dios supremo del mundo, señor del fuego cuyo carro era el sol, un carro aún mayor que el palacio terrenal del autarca, sostenía su padre, con ruedas más altas que la torre más alta. (Su padre Cheshret estaba sumamente orgulloso de su patrono). El poderoso Nushash cruzaba el cielo todos los días en su gran carro y luego, a pesar de las trampas que le tendía Argal el Oscuro, a pesar de los monstruos que se le interponían, surcaba la noche más allá de las oscuras montañas, para devolver la luz del fuego al firmamento cada mañana, dando vida a la tierra y sus moradores.
Más allá de ese arco relucía la gran estatua dorada de Nushash, así como los interminables corredores y cámaras del templo, las capillas y los aposentos de los sacerdotes y las salas de almacenaje, tan abarrotadas de ofrendas que gran parte de ese ejército de sacerdotes se dedicaba exclusivamente a recibirlas y catalogarlas. Más allá de ese arco se hallaba la sede del poder del dios del fuego en la tierra, y constituía —junto con el palacio del autarca— el eje de todo el mundo en sus giros. Pero Qinnitan no tenía permitido entrar en esa parte del templo, ni ella ninguna otra mujer, ni siquiera la esposa principal del autarca y su venerada madre.
La procesión de acolitas entró en el pequeño corredor de la izquierda, y sus suaves pisadas se dirigieron al templo de la Colmena de las Abejas Sagradas del Dios del Fuego, por darle su nombre completo. Si las jóvenes hermanas no hubieran esperado este día durante semanas, en este momento habrían comprendido que hoy todo sería distinto: la suma sacerdotisa las aguardaba, junto con su acolita superiora. Aunque no era tan venerada como el oráculo Mudry, la suma sacerdotisa Rugan era la matrona del templo de la Colmena, una de las mujeres más poderosas de Xis. Aun así, era una mujer muy común e incluso amable, aunque no toleraba la necedad.
La suma sacerdotisa batió las palmas y las muchachas guardaron silencio y formaron un semicírculo alrededor de ella.
—Todas sabéis qué día es hoy —dijo con su voz profunda— y quién viene. —Se tocó la túnica ceremonial y la capucha, como para asegurarse de que se las había puesto—. Huelga aclarar que el templo debe estar inmaculado.
Qinnitan reprimió un gruñido. Se habían pasado la semana aseando. ¿Cómo podía quedar más limpio?
—Daréis las gracias mientras trabajáis —continuó Rugan con rostro severo—. Alabaréis a Nushash y nuestro gran autarca por este honor. Reflexionaréis sobre la monumental importancia de esta visita para nuestras vidas. Más aún, mientras trabajáis, reflexionaréis sobre las abejas sagradas, que no se quejan de su labor incesante.
* * *
—Son tan hermosas —dijo la acolita superiora.
Qinnitan hizo una pausa en su tarea para mirar las grandes colmenas cubiertas por traslúcidas redecillas de seda, vastos cilindros de arcilla decorados con engarces de cobre y oro y entibiados en invierno por recipientes de agua hirviente que se colocaban bajo los gruesos soportes ceremoniales. Ésta era una de las tareas más ingratas de las acolitas: Qinnitan tenía varias quemaduras en las manos y en las muñecas, por culpa de las escaldaduras. Las abejas del dios del fuego vivían en casas más espléndidas que los hombres, salvo los más encumbrados y afortunados. Como si lo supieran, las abejas cantaban satisfechas, un zumbido profundo que hacía cosquillas en los oídos y erizaba el vello de la nuca.
—Sí, superiora Chryssa —dijo Qinnitan con sinceridad. Era lo que más le gustaba del templo: las colmenas con sus atareadas y serenas abejas—. De veras lo son.
—Es un día maravilloso para nosotras. —La acolita superiora aún era una mujer joven, y su cara delgada era bonita cuando uno aprendía a no mirar la cicatriz que bajaba del ojo a la mejilla. La cicatriz inspiraba muchas especulaciones risueñas en los aposentos de las acolitas. Qinnitan nunca se había armado de coraje para preguntarle cómo la había adquirido—. Un día absolutamente maravilloso. Sin embargo, niña, no pareces del todo feliz.
Qinnitan se sobresaltó, temiendo que su expresión delatara su extraño estado de ánimo.
—Oh, no, superiora. Me considero la muchacha más afortunada del mundo por estar aquí, por ser una hermana de la Colmena.
La acolita superiora no parecía creerla del todo, pero aprobó con un cabeceo.
—Es verdad, quizá haya más muchachas que se alegrarían de ocupar tu lugar aquí que granos de arena en la playa, y has tenido la enorme fortuna de haber llamado la atención de la matrona Rugan. De lo contrario, una muchacha de tu… De lo contrario, no te habrían seleccionado entre tantas candidatas dignas. —Chiyssa palmeó el brazo de Qinnitan—. Fue tu astuta lengua, aunque todavía debes aprender cuándo no usarla. Creo que su eminencia abriga la esperanza de que llegues a ser acolita superiora, lo cual sería un honor aún más grande. —Asintió, enfatizando sus propios esfuerzos y su propia fortuna—. Aun así, es una vocación elevada y solitaria, y a veces es difícil abandonar a la familia y los amigos. Lo fue para mí, cuando era joven.
Antes de que Qinnitan pudiera aprovechar esta oportunidad para hacerle a la reverenciada y misteriosa Chiyssa ciertas preguntas sobre su infancia, las redecillas que cubrían las colmenas ondearon en una súbita corriente, aunque el peso de los centenares de abejas que se aferraban a ellas les impedían moverse demasiado. La brisa transportó un susurro de temor y entusiasmo que hizo que la acolita superiora y sus jóvenes subalternas se enderezaran y girasen hacia la puerta, donde había aparecido la suma sacerdotisa, alzando los brazos, abriendo las manos como flores.
—Loado sea el altísimo —jadeó Chiyssa—. ¡Él está aquí!
Qinnitan se hincó de rodillas junto a la acolita superiora. Un creciente murmullo de pasos resonaba en los bruñidos suelos de piedra a medida que entraban soldados. Llevaban una gran espada curva en el cinturón y un largo y reluciente tubo de acero afiligranado en el hombro. Tenían que ser los Leopardos del autarca, pues nadie más podía usar esa armadura negra y dorada. Era asombroso: nunca había creído que vería hombres en la columnata de la Colmena, y menos cien hombres con mosquetes. Esta rareza fue seguida por varias docenas de sacerdotes de Nushash con túnica, luego un contingente aún mayor de soldados con armas más convencionales pero no menos temibles, lanzas largas y espadas. Al fin el susurro de las pisadas cesó. Qinnitan echó una ojeada a Chiyssa, que estaba radiante de entusiasmo y una emoción más intensa, una especie de júbilo.
Una gran litera apareció en la puerta, un objeto de madera dorada y gruesas cortinas bordadas con el halcón de alas anchas de la familia real. Musculosos soldados dejaron la litera al lado de la puerta y uno de ellos se adelantó para correr las cortinas. Aunque ninguna mujer del templo decía una palabra, Qinnitan notó que todas inhalaban al mismo tiempo. Un rostro surgió de las sombras de la litera, alumbrado por los faroles.
Qinnitan tragó saliva, aunque por un instante le pareció imposible. El autarca era un monstruo.
No, no un monstruo, comprobó con una segunda ojeada, pero el joven de la litera parecía un viejo encorvado y nudoso y su cabeza era demasiado grande para su cuerpo enclenque. Parpadeó y miró distraídamente de un lado a otro como un hombre adormilado que comprende que abrió la puerta que no debía, volvió a refugiarse detrás de las cortinas.
Ante la mirada atónita de Qinnitan, los Leopardos alzaron los mosquetes y patearon el suelo con un estruendo ensordecedor. Por un instante pensó que habían disparado sus armas, y algunas hermanas soltaron alaridos de temor y consternación. Mientras morían los ecos, media docena de hombres con armadura negra y dorada aparecieron en la puerta y una figura tan extraña como la que ocupaba la litera los siguió al interior del templo.
Era alto, media cabeza por encima del Leopardo de más talla, pero no se trataba de una deformidad: tenía una apariencia inusitada por la longitud del cuello, la estrechez del rostro, la extensión de los dedos. Bajo la alta corona cupular, su rostro parecía una cara común que se había estirado un poco, con una larga quijada y una nariz curva y huesuda como un pico de halcón que congeniaba extrañamente con su juventud, y una tez tersa y parda que se tensaba sobre el cráneo. Llevaba una barba corta y negra y miraba en torno con ojos enormes y brillantes. Algunos sacerdotes se adelantaron y comenzaron a salmodiar y balancear sus incensarios, llenando el aire de humo.
—¿Quién es ése? —susurró Qinnitan al amparo del ruido que hacían los sacerdotes.
—¡El autarca, so tonta! —replicó Chryssa. Le molestaba que Qinnitan osara susurrar, aunque las voces de los sacerdotes la encubrieran.
Tenía mayor sentido que el alto fuera su monarca, pues trasuntaba un poder innegable.
—¿Entonces quién es el otro… el hombre de la litera?
—El escotarca, su heredero. Ahora cállate.
Qinnitan se sintió estúpida. Su padre le había contado que el escotarca, el heredero ceremonial del autarca, era enfermizo, pero se había olvidado por completo, y nunca habría adivinado que sufriera un mal tan evidente. Aun así, teniendo en cuenta que la vida y el gobierno del autarca dependían de la salud y el bienestar del escotarca, según una antigua tradición xixiana, le extrañaba que el autarca hubiera escogido a un hombre tan enclenque.
Se recordó que eso no importaba. Esa gente estaba tan por encima de ella (todos los actos de la dinastía estaban por encima de ella) como los astros del cielo.
—¿Dónde está la matrona de este templo? —preguntó el autarca con una voz aflautada pero potente que vibró en el recinto como una campana de plata.
La matrona Rugan avanzó con la cabeza gacha, y su andar habitualmente vivaz se redujo al andar furtivo de un animal asustado. Eso, más que los soldados o los sacerdotes o ninguna otra cosa, le reveló a Qinnitan que estaba en presencia de un poder incomparable y aterrador.
—Vuestra gloria se refleja en todos nosotros, oh, Señor de la Gran Tienda —dijo Rugan con voz trémula—. La Colmena os da la bienvenida y las abejas se regocijan con vuestra presencia. La madre Mudry vendrá a ofreceros la sabiduría que puedan brindaros las sagradas abejas de Nushash. Ella suplica vuestra generosa indulgencia, oh, Dorado. Es demasiado anciana para esperar aquí, en el ventoso templo exterior, sin gran incomodidad.
Una sonrisa burlona cruzó la cara de pájaro del autarca.
—La anciana Mudry me honra en exceso. No he venido a consultar el oráculo. No quiero nada de las abejas.
Aunque intimidadas por la presencia de cien soldados armados, muchas hermanas de la Colmena no pudieron contener un jadeo de sorpresa, quizá de reprobación. ¿Visitar el templo sin consultar a las abejas sagradas?
—Me temo que no entiendo, oh, Dorado. —La confundida Rugan retrocedió un paso, se hincó sobre una rodilla—. El mensajero del sumo sacerdote dijo que deseabais venir a la Colmena porque buscabais algo…
El autarca soltó una risotada. Su extraña vibración le puso la carne de gallina a Qinnitan. La cortina de la litera tembló como si el enfermizo escotarca estuviera espiando.
—Eso dijo —respondió el autarca—. Y a eso he venido. Ven, Pan-hyssir. ¿Dónde estás?
Un hombre robusto con túnica oscura y una barba larga y angosta como una cascada gris salió de atrás de la guardia de los Leopardos: Panhyssir, sumo sacerdote de Nushash, supuso Qinnitan, otra de las personas más poderosas del continente de Xand. Parecía tan displicente y ajeno a los triviales asuntos humanos como los zánganos de las colmenas sagradas.
—Sí, Dorado.
—Dijiste que éste era el lugar donde encontraría a la prometida que buscaba.
Panhyssir no parecía preocupado, a diferencia de las sacerdotisas; ya había supervisado la selección de cientos de prometidas para el autarca, así que esta tarea sería rutinaria.
—Sin duda está aquí, Dorado. Lo sabemos.
—¿De veras? Entonces la encontraré yo mismo. —El autarca dio unos pasos, echando un vistazo a las filas de hermanas aterradas y arrodilladas. Qinnitan, al igual que sus compañeras, ignoraba lo que ocurría, pero vio que el autarca y sus Leopardos se dirigían hacia ellas, así que clavó la mirada en el suelo y trató de quedarse tan quieta como las baldosas.
—Es ésta —dijo el autarca en las cercanías.
—Así es, Dorado, es ella —dijo Panhyssir—. Es imposible engañar al Señor de la Gran Tienda.
—Bien. Que me la traigan esta noche, junto con sus padres.
Sólo cuando las ásperas manos de los guardias le aferraron los brazos para ponerla de pie, Qinnitan comprendió que esta cosa asombrosa e increíble le había sucedido justamente a ella.