6
Lazos de sangre
UN LUGAR OCULTO
Paredes de paja, paredes de pelo
Cada habitación puede contener tres hálitos
Cada hálito, una hora
Oráculos de Osario
No moraba en la antigua y laberíntica ciudad de Qul-na-Qar, aunque tenía derecho a un lugar de honor allí, por su sangre y por sus actos, y también por sus actos de sangre. En cambio, vivía en una alta cresta de las montañas llamadas Reheq-s’Lai, que significa Viento Errante o algo parecido. Aunque su casa cubría la mayor parte de la cresta, era un edificio sencillo desde todos los ángulos, al igual que la dama. Sólo cuando la luz del sol estaba en la posición atinada, y el observador miraba de cierto modo, se veía el destello del cristal y las gemas entre las oscuras piedras de la pared. En un aspecto, la casa se parecía a la gran Qul-na-Qar: se internaba en la cumbre rocosa, con muchas habitaciones bajo la superficie y una profusión de túneles que proliferaban como las raíces de un árbol añoso. En la superficie las ventanas siempre estaban cerradas, o así parecía. Los sirvientes eran silenciosos, y ella rara vez recibía visitas.
Algunos qar más jóvenes, que habían oído hablar de su fanática soledad, aunque nunca la habían visto, la llamaban la dama Puerco Espín. Otros, que la conocían mejor, temblaban ante la verdad accidental de ese nombre: habían visto que en momentos de cólera la aureolaba un nimbo de sombras puntiagudas, una mortaja de espinas fantasmagóricas.
La llamaban Yasammez, pero pocos conocían ese nombre. Su nombre verdadero sólo era conocido por dos o tres seres vivientes.
La alta casa de la dama se llamaba Shehen, que significaba «Plañidera». Como era una palabra s’a-qar, también significaba otras cosas. Sugería un final inesperado, y el aroma de la planta que en las tierras soleadas se llamaba mirto. Pero ante todo significaba «Plañidera».
Se decía que Yasammez sólo se había reído dos veces en su larga vida, la primera cuando era niña y vio por primera vez un campo de batalla y olió la sangre y el humo de las fogatas. La segunda vez había sido cuando la exilaron, expulsándola de Qul-na-Qar por crímenes o actos de arrogancia que la mayoría de los vivientes ya había olvidado.
—No podéis esconderme, ni esconderos de mí —se cuenta que dijo a sus acusadores— porque no podéis encontrarme. Me perdí en cuanto inhalé mi primer aliento.
Yasammez estaba hecha para la guerra y la muerte, coincidían todos, tal como una espada, un objeto cuya auténtica belleza sólo puede apreciarse cuando siembra destrucción.
También se decía que se reiría por tercera vez sólo cuando muriese el último mortal, o cuando ella exhalara su último aliento.
Ninguna de las historias decía nada sobre el sonido de su risa, salvo que era escalofriante.
* * *
Desde su jardín de plantas bajas y oscuras y rocas altas y grises, que parecían las sombras de soñadores aterrados, Yasammez oteó sus tierras escarpadas. El feroz viento le ceñía la capa contra el cuerpo, revolviéndole el pelo sujeto por alfileres de hueso, pero aún no lograba dispersar la niebla que acechaba en los barrancos que surcaban la ladera como zarpazos. Aun así, era tan estruendoso que aunque uno de sus pálidos sirvientes hubiera estado junto a ella, no habría podido oír la melodía que Yasammez cantaba, ni habría podido creer que su señora hiciera semejante cosa. No habría reconocido la canción, que era vieja antes de que esa montaña hubiera surgido de la tierra.
Una voz le habló al oído y la antigua música cesó. No se volvió, porque sabía que la voz no venía del despojado jardín ni de la alta casa. Elusiva, colérica y solitaria como era, Yasammez conocía esa voz mejor que la propia. Era la única voz que la había llamado por su nombre verdadero.
Ahora repitió ese nombre.
—Te oigo, oh, mi corazón —dijo la dama Puerco Espín, hablando sin palabras.
—Debo saber.
—Ya ha comenzado —respondió la señora de la casa de la cumbre, pero le alarmaba detectar tanta inquietud en los pensamientos de su amado, su gran monarca, el único astro de su cielo oscuro y frío. A fin de cuentas, era un tiempo para que las voluntades se endurecieran, para que los corazones echaran espinas—. Todo está en marcha. Tal como deseabas. Tal como ordenaste.
—Entonces no hay vuelta atrás.
Casi parecía una pregunta, pero Yasammez sabía que no era posible.
—No hay vuelta atrás —coincidió.
—Así sea. Oportunamente veremos qué nuevas páginas se escriben en el libro.
—Lo veremos. —Ella ansiaba decir más, preguntar por qué esta súbita preocupación que parecía una debilidad en aquél que no sólo era su monarca sino su maestro, pero no le salieron las palabras; no pudo articular la pregunta, ni siquiera en el silencio del pensamiento compartido. Las palabras nunca habían sido amigas de Yasammez; en esto, eran como casi todo lo demás que había bajo la luna y el sol.
—Me despido, pues. Pronto hablaremos de nuevo, cuando tu gran tarea esté cumplida. Cuentas con mi gratitud.
La dama Puerco Espín se quedó a solas con el viento y sus extrañas y amargas cavilaciones, en el jardín de la casa llamada Plañidera.
* * *
La larga y pesada espada patinó sobre el alfanje de Barrick y se estrelló contra el broquel que empuñaba con el brazo izquierdo. Un relámpago de dolor le punzó el hombro. Soltó un grito, cayó sobre una rodilla, y apenas logró alzar la espada a tiempo para desviar la segunda estocada. Se puso de pie, resollando. El aire estaba lleno de serrín. Apenas lograba sostener su arma delgada.
—Detente. —Retrocedió, bajando el alfanje, pero Shaso no bajó su arma sino que atacó, apuntando a los tobillos de Barrick.
Cogido por sorpresa, el príncipe vaciló un instante antes de saltar para eludir la embestida. Fue un error. Mientras el príncipe aterrizaba torpemente, el viejo ya había dado vuelta la espada y aferraba la hoja con los guanteletes. Golpeó el pecho de Barrick con el pomo de la espada, dejándolo sin aire. Jadeando, Barrick dio un paso atrás y se desplomó. Lo rodearon nubes negras. Cuando pudo ver de nuevo, Shaso estaba erguido sobre él.
—¡Maldición! —jadeó Barrick. Quiso patear la pierna de Shaso, pero el viejo lo esquivó con facilidad—. Te pedí que te detuvieras. ¿No me oíste?
—¿Porque tu brazo estaba cansado? ¿Porque anoche no dormiste bien? ¿Eso es lo que harás en combate? ¿Pedir misericordia porque sólo peleas con una mano y está fatigada? —Shaso resopló y le dio la espalda. Sólo eso impidió que el príncipe se pusiera de pie para responder a su desprecio golpeándole la cabeza con el alfanje embotado.
Pero no sólo se contuvo por una cuestión de cortesía y honor, y por agotamiento; aun en su furia, Barrick dudaba que fuera capaz de asestar el golpe.
Se levantó despacio y se quitó el broquel y los guanteletes para frotarse el brazo. Aunque su mano izquierda era una garra de pájaro y su antebrazo era delgado como el de un niño, tras incontables y dolorosas horas de practicar con pesas de hierro había fortalecido los tendones del brazo y el hombro para poder usar el broquel con cierta destreza. Pero, aunque él nunca lo admitiría en voz alta, Shaso tenía razón: aún no tenía la fuerza necesaria, ni siquiera en el brazo sano con el que empuñaba su única hoja, ya que sus dedos tullidos no podían sostener ni siquiera una daga.
Barrick aún echaba chispas mientras se calzaba el guante de piel de venado que usaba para ocultar su mano deforme.
—¿Te sientes fuerte al aporrear a un hombre que sólo puede pelear con un brazo?
Los armeros, que hoy tenían la tarea relativamente tranquila de cortar nuevas correas de cuero en el gran banco que bordeaba la pared sur de la habitación, alzaron la vista, pero sólo un instante. Estaban acostumbrados a esas cosas. Barrick sabía que lo consideraban un niño consentido. Se sonrojó y arrojó los guanteletes al suelo.
Shaso, que se estaba desabrochando el chaleco acolchado, curvó los labios.
—Por las cien tetas de la Gran Madre, muchacho, no te estoy aporreando. Te estoy enseñando.
Habían tenido encontronazos todo el día. Aun como manera de matar largas y tediosas horas hasta que su hermano reuniera al consejo, esto había sido un error. Con Briony habrían sido civilizadas y placenteras, pero Briony no estaba allí.
Barrick se sentó para quitarse las almohadillas de las piernas. Miró la espalda de Shaso, irritado por los movimientos gráciles y lentos del viejo. ¿Quién era él para estar tan orondo cuando todo se desmoronaba? Barrick quería herirlo de algún modo.
—¿Por qué te llamó maestro?
Shaso movió los dedos con más lentitud, pero no se volvió.
—¿Qué?
—Ya sabes. El embajador de Hierosol… Dawet. ¿Por qué te llamó maestro? Y también te llamó por otro nombre… Morja. ¿Qué significa eso?
Shaso se quitó el chaleco. Su camiseta de lino estaba empapada de sudor, y se le notaba cada músculo de la espalda marrón. Barrick la había visto muchas veces, y a pesar de su furia sentía cierto afecto por el viejo tuaní, un afecto por lo conocido y familiar, por insatisfactorio que fuera.
Se preguntó qué pasaría si Briony se marchaba. ¿Y si Kendrick la envía a Hierosol para que se case con Ludis? Nunca volveré a verla. Le indignaba que un bandido pidiera a su hermana en matrimonio, y que su hermano tuviera en cuenta esa propuesta, pero de pronto todo se redujo de pronto a un pensamiento más sencillo y devastador: el castillo de Marca Sur sin Briony.
—Me han pedido que responda a eso ante el consejo —dijo Shaso lentamente—. Oiréis allí lo que tengo que decir, príncipe Barrick. No quiero decirlo dos veces.
Arrojó el chaleco al suelo y se alejó. Barrick no pudo contener su sorpresa. Shaso no sólo era meticuloso en el cuidado de sus armas y su equipo, sino severo con quienes no lo eran, Barrick incluido. El maestro de armas dejó la espada en el estante sin aceitarla y sin sacarle la almohadilla, cogió su camisa y salió de la armería sin decir otra palabra.
Barrick se quedó sentado, tan agitado como si Shaso le hubiera vuelto a pegar en el estómago. Hacía tiempo que tenía la sensación de ser el único que no compartía la ceguera de la gente de Marca Sur, el único que entendía la gravedad de la situación, que veía los engaños y crueldades que otros preferían pasar por alto, que intuía el creciente peligro que se cernía sobre su familia y su reino. Ahora que las pruebas eran evidentes, quería que todo se esfumara. Sólo deseaba volver a su infancia.
* * *
Después de la cena Sílex tenía el vientre lleno, pero su cabeza aún estaba intranquila. Ópalo jugaba alegremente con Pedernal, midiendo al niño con los nudos de un cordel mientras él se resistía. Había comprado tela con las pocas monedas de cobre que había ahorrado para una nueva marmita, pues pensaba hacerle una camisa al niño.
—No me mires así —le dijo a su esposo—. No fui yo quien lo sacó a pasear y le dejó rasgar y ensuciar ésta.
Sílex sacudió la cabeza. No era el coste de la camisa del niño lo que le preocupaba.
Sonó la campanilla de la puerta, un par de tirones breves. Ópalo le dio el cordel al niño y fue a atender.
—Oh, caramba… Adelante, por favor —dijo.
Enarcaba las cejas cuando regresó seguida por Cinabrio, un cavernero apuesto y corpulento, jefe de la importante familia Mercurio.
Sílex se levantó.
—Magíster, me haces un honor. Siéntate, por favor.
Cinabrio asintió y se sentó con un gruñido. Aunque era más joven que Sílex, su musculatura ya se estaba transformando en grasa. Pero su mente estaba en óptimo estado; Sílex respetaba su inteligencia.
—¿Podemos ofrecerte algo, magíster? —preguntó Ópalo—. ¿Cerveza? ¿Té de raíz azul? —Estaba alborotada y preocupada, y trataba de atraer la mirada de su esposo, pero Sílex no se dejó distraer.
—El té estará bien, doña Ópalo, gracias.
Pedernal se había quedado quieto junto al taburete de Ópalo, estudiando al recién llegado como un gato que observa a un perro desconocido. Sílex sabía que debía esperar a que el té estuviera servido, pero no pudo con su curiosidad.
—¿Tu familia está bien?
—Codiciosos como musarañas —resopló Cinabrio—, pero eso no es ninguna novedad. Veo que tú has ampliado la tuya.
—Se llama Pedernal. —Sílex tuvo la certeza de que éste era el propósito de la visita—. Es un niño de la gente alta.
—Sí, ya veo. Y he oído hablar mucho de él. Está en boca de toda la ciudad.
—¿Alguien se opone a que se quede con nosotros? No recuerda su nombre verdadero ni a sus padres.
Ópalo irrumpió en la habitación con una bandeja, la mejor tetera y tres tazas. Sonrió exageradamente mientras le servía primero al magíster. Sílex notó que estaba asustada.
Fisura y fractura, ¿tanto se ha apegado al niño?
Cinabrio sopló la taza que sostenía entre las grandes manos.
—Mientras no infrinja las leyes de Cavernal, por mí puedes recibir a una comadreja. —Clavó sus ojos penetrantes en Ópalo—. Pero la gente habla, y no es amiga del cambio. Aun así, supongo que es demasiado tarde para revelar este secreto con más delicadeza.
—¡No es ningún secreto! —protestó Ópalo.
—Obviamente —suspiró Cinabrio—. Es cosa vuestra. No he venido por eso.
Sílex sintió intriga. Miró a Cinabrio, que olfateaba el té. El magíster no sólo era jefe de su propia familia, sino uno de los hombres más poderosos del gremio de picapedreros. Se resignó a ser paciente.
—Está sabroso, doña Ópalo —dijo al fin Cinabrio—. Mi esposa hierve las mismas raíces una y otra vez, y es como beber agua de lluvia. —Dejó de mirar el rostro expectante y preocupado de Ópalo para volverse a Sílex con una sonrisa que le partió la cara mofletuda en pequeñas arrugas, como un martillazo sobre pizarra—. Ah, te estoy atormentando, pero no es mi intención. Te aseguro que no hay nada malo en esta visita. Necesito tu ayuda, Sílex.
—¿De veras?
—Así es. Sabrás que estamos cavando en la roca de la fortaleza interior. Una tarea engorrosa. La familia real quiere expandir las bóvedas funerarias y unir varios edificios mediante túneles.
—Me he enterado, desde luego. El viejo Hornablenda está a cargo, ¿verdad? Es buen hombre.
—Estaba a cargo. Ha renunciado. Él dice que es por su espalda, pero tengo mis dudas, aunque tiene sus años. —Cinabrio asintió lentamente—. Por eso necesito tu ayuda, Sílex.
Sílex meneó la cabeza, confundido.
—¿Qué…?
—Quiero que dirijas el trabajo. Como sabes, cavar bajo el castillo es un asunto delicado. Huelgan las aclaraciones, ¿verdad? He sabido que los hombres están aprensivos, quizá debido a la renuncia de Hornablenda.
Sílex estaba anonadado. Muchos caverneros mayores o más importantes que él tenían la experiencia necesaria para reemplazar a Hornablenda, incluido uno de sus hermanos.
—¿Por qué yo?
—Porque eres sensato. Porque necesito a alguien de confianza para dirigir este trabajo. Has trabajado con la gente alta y te fue bien. —Miró de soslayo a Ópalo, que había terminado su té y de nuevo medía al niño, aunque Sílex sabía que estaba pendiente de cada palabra—. Podemos hablar de ello más tarde, si me prometes que lo harás.
¿Cómo podía decir que no?
—Desde luego, magíster. Es un honor.
—Bien, muy bien. —Cinabrio se levantó con cierto esfuerzo—. Cerremos el trato con un apretón de manos. Ven a verme mañana y te daré los planos y la lista de hombres. Gracias por la hospitalidad, doña Ópalo.
Ella ahora sonreía con franqueza.
—Un placer, magíster.
En vez de irse, Cinabrio se acercó a Pedernal.
—¿Qué dices, niño? —preguntó, remedando severidad—. ¿Te gusta la piedra?
El niño lo miró con cautela.
—¿De qué clase?
Cinabrio se echó a reír.
—¡Buena pregunta! Ah, maese Sílex, quizá tenga pasta de cavernero, si no crece demasiado para entrar en los túneles. —Aún reía entre dientes cuando Sílex lo acompañó a la puerta.
—¡Qué gran noticia! —Los ojos de Ópalo brillaban—. Ahora tu familia lamentará sus desplantes.
—Quizá. —Sílex estaba contento, pero sabía que el viejo Hornablenda tenía la cabeza bien puesta. ¿Había un motivo para que hubiera renunciado a un puesto tan prestigioso? ¿Ese ofrecimiento sería una fruta envenenada? Sílex no estaba habituado a la amabilidad de los notables, aunque no tenía razones para desconfiar de Cinabrio, que tenía reputación de ser ecuánime.
—El pequeño Pedernal nos ha traído buena suerte —ronroneó Ópalo—. Tendrá una camisa, y yo tendré ese chal… y tú esposo mío, tendrás un elegante par de botas nuevas. No puedes andar por el castillo de la gente alta con ese calzado zarrapastroso.
—No gastemos plata que aún no hemos visto —dijo él, pero de buen humor. Aunque recelara de su asombrosa buena fortuna, le alegraba ver a Ópalo tan feliz.
—Y pensar que hubieras dejado al niño allí —dijo ella, desbordante de alegría—. ¡Habrías abandonado nuestra suerte en la hierba!
—La suerte es una cosa extraña —le recordó Sílex—. Como dicen, hay que cavar mucho antes de descubrir la veta entera.
Se sentó a terminar el té.
* * *
Kendrick había reunido al consejo en la capilla de Erivor, dedicada al dios del mar que siempre había sido el protector de la familia Eddon. La cámara principal estaba dominada por la estatua del dios en esteatita verde adornada con metal brillante, con rizos de algas doradas en el cabello y la barba. Erivor enarbolaba la lanza dorada para calmar las aguas, para que los antepasados de Anglin pudieran cruzar el mar desde Connord. Durante generaciones los Eddon se habían bautizado y casado ante el altar de piedra que estaba al pie de la estatua, y muchos habían yacido allí para ser velados después de su muerte: los ecos que llegaban desde el alto techo con mosaicos a veces parecían ser las voces de otros tiempos.
Barrick ya estaba harto de voces que no deseaba oír: no le gustaba mucho la capilla.
Hoy habían formado un círculo de sillas bajo la escalera que conducía al altar de piedra.
—Es la única cámara de este castillo donde podemos gozar de cierto aislamiento con sólo cerrar la puerta —explicó Kendrick a los nobles—. Cualquier cosa importante que se diga en la sala del trono o la Cámara del Roble se propagará por Marca Sur antes de que el orador haya concluido.
Barrick se movió incómodamente en la dura silla de respaldo alto. Había mascado corteza de sauce desde la cena, pero el brazo tullido aún le dolía a causa de los golpes de Shaso. Miró con resentimiento al maestro de armas. El impasible Shaso clavaba los ojos en los frescos que resplandecían a la luz de las lámparas, como si el nacimiento y triunfo de Erivor fuera lo más interesante que había visto jamás. Barrick no había asistido a muchas de esas reuniones: el consejo sólo invitaba a los mellizos desde la partida de su padre, y ésta era la primera vez sin Briony, lo cual contribuía a su desazón. Se sentía incompleto, como si al despertar hubiera descubierto que tenía una sola pierna.
Gailon de Estío hablaba en voz baja al oído izquierdo del príncipe regente. Sisel, jerarca de Marca Sur, ocupaba la posición de honor, a la diestra de Kendrick. El jerarca, un hombre esbelto y activo de sesenta inviernos, era el sumo sacerdote de las Marcas, y aunque en ciertas cosas debía actuar como representante del Trígono que residía en la distante Sian, también era el primer norteño que ocupaba ese puesto, y en consecuencia muy leal a los Eddon. La trigonarquía no se alegraba de que Olin hubiera preferido a un sacerdote local en vez de a su propio candidato, pero ni Sian ni el Trígono poseían tanto poder en el norte como antaño.
Alrededor de la mesa estaban reunidos muchos nobles eminentes, Tyne de Costazul, lord Nynor el castellano, el osuno condestable Avin Brone, y Rorick Longarren, el primo petimetre de Barrick, que era conde de Esponsales (resultaba extraño, pensó Barrick, que estuviera asociado con esa gente hosca de hablar sencillo), así como muchos más, algunos con modorra después del almuerzo, y otros que ocultaban su irritación por haber tenido que renunciar a un día de caza o cetrería. Ésos no habrían asistido si no hubiera sido por su interés en reducir los impuestos destinados al rescate, pensó Barrick. No les importaba que la prenda de negociación fuera su hermana.
Con gusto los habría ensartado a todos con la lanza dorada de Erivor.
Sólo Shaso demostraba una decorosa gravedad. Había ocupado un lugar en el extremo de la mesa, con un espacio entre él y los nobles de ambos lados. Parecía un prisionero que compareciera en un juicio.
—Deberíais exponer vuestro argumento ante todos —le dijo Kendrick a Gailon, que todavía susurraba. Ante esta señal, los otros nobles giraron la cabeza hacia la cabecera de la mesa.
El apuesto duque Gailon hizo silencio y se ruborizó. Aparte de Barrick y el príncipe regente, era el más joven de la reunión.
—Sólo decía que cometeríamos un error si entregáramos tan fácilmente la princesa a Ludis Drakava —comenzó—. Todos ansiamos el regreso del rey Olin, pero aunque Ludis respete su palabra y nos lo entregue sin jugarretas, ¿qué pasará después? Que los dioses den larga vida a Olin, pero un día envejecerá y morirá. Muchas cosas pueden suceder antes de ese día, y sólo los insomnes Hados lo saben todo, pero algo es seguro: cuando nuestro monarca se haya ido, Ludis y sus herederos podrán aspirar al trono de las Marcas.
Y esa aspiración será más válida que la tuya, pensó Barrick, y por eso te opones. Pero era alentador descubrir que tenía un aliado, aunque fuera el despreciable Gailon Tolly. Quizá debiera agradecer que Gailon fuera el mayor de los hijos de Tolly. Aunque fuera un mojigato ambicioso, parecía noble como Silas en comparación con sus hermanos, el imprevisible Caradon y el desquiciado Hendon.
—Para ti es fácil decirlo, Estío —gruñó Tyne Aldritch—, pues ya has recaudado tu parte del rescate. ¿Qué hay de los demás? Seríamos tontos si no aceptáramos la oferta de Ludis.
—¿Tontos? —intervino Barrick—. ¿Somos tontos si no vendemos a mi hermana?
—Suficiente —tronó Kendrick—. Volveremos después sobre esa cuestión. Primero hay asuntos más apremiantes. ¿Podemos fiarnos de Ludis y su enviado? Obviamente, si aceptáramos este ofrecimiento… y hablo sólo hipotéticamente, Barrick, así que hazme el favor de guardarte los comentarios… no podríamos permitir que mi hermana abandonara nuestra protección hasta que el rey estuviera en libertad y a salvo.
Barrick se movió en el asiento, sofocado de furia (nunca habría creído que Kendrick pudiera hablar con tanta soltura sobre la entrega de su hermana a un bandido), pero el príncipe regente había hablado con otro propósito.
—Sabemos muy poco sobre Ludis —continuó Kendrick—, salvo por su reputación, y menos sobre su enviado. Shaso, quizá puedas informarnos sobre Dawet dan-Faar, pues pareces conocerle.
Su pregunta cayó sobre el maestro de armas tan suavemente como un nudo de seda. Shaso se movió.
—Sí —gruñó—. Le conozco. Somos… parientes.
Esto provocó murmuraciones.
—Entonces no deberíais participar en este consejo —declaró el conde Rorick. El primo de Barrick estaba vestido a la última moda, y los tajos de su jubón rojo eran de amarillo chillón. Se volvió hacia el príncipe regente, pavoneándose como un ave durante el cortejo—. Esto es vergonzoso. ¿Cuántos consejos hemos celebrado, hablando sin saberlo no sólo para los oídos de las Marcas, sino también de Hierosol?
Shaso reaccionó. Como un viejo león al que despiertan del sueño, parpadeó y se inclinó hacia delante. Bajó una mano, acercándola a la empuñadura de la daga.
—Un momento… ¿Acaso me llamáis traidor?
Rorick lo miró altivamente, pero palideció.
—Nunca nos dijisteis que erais pariente de ese hombre.
—¿Por qué iba a decirlo? —Shaso le clavó los ojos, pero aflojó los hombros—. Él no tenía la menor importancia para vosotros antes de venir aquí. Ni siquiera yo sabía que estaba al servicio de Ludis hasta el día que llegó. Mi última noticia era que conducía una compañía de saqueadores y salteadores en Kracia y el sur.
—¿Qué más sabes de él? —preguntó Kendrick con hostilidad—. Él te dio un nombre… ¿mordiya?
—Significa tío, a veces suegro. Se burlaba de mí. —Shaso cerró los ojos un instante—. Dawet es el cuarto hijo del viejo rey de Tuan. Cuando era joven, fui instructor suyo y de sus hermanos, tal como he sido instructor de los hijos de esta familia. En muchos sentidos él era el mejor, pero en otros el peor: rápido, fuerte y sagaz, pero con el corazón de un chacal del desierto, y atento sólo a su propia conveniencia. Cuando vuestro padre me capturó en la batalla de Hierosol, creí que nunca volvería a verle a él ni al resto de mi familia.
—¿Y cómo se puso Dawet al servicio de Ludis Drakava?
—Como decía, no lo sé, Ken… alteza. Supe que lo habían desterrado de Tuan a causa de… de un crimen que cometió. —El rostro de Shaso se endureció—. Sus tropelías continuaron y se agravaron, y al fin abusó de una joven de buena familia y ni siquiera su padre pudo protegerlo. Exiliado, cruzó el mar para ir de Xand a Eion, ingresó en una compañía de mercenarios y ascendió hasta liderarla. No luchó por su padre ni por Tuan cuando nuestro país fue conquistado por el autarca. Tampoco yo, pues ya me habían traído aquí.
—Una historia complicada —dijo el jerarca Sisel—. Con perdón, pero nos pedís que creamos demasiadas cosas, lord Shaso. ¿Cómo os enterasteis de estos hechos mientras estabais aquí?
Shaso lo miró sin decir nada.
—¿Veis? —intervino Rorick—. Nos oculta algo.
—En verdad son tiempos funestos si hemos de ser tan desconfiados —dijo Kendrick—. Pero la pregunta del jerarca es justa. ¿Cómo supiste lo que le sucedió después de irte de Tuan?
Shaso adoptó una expresión aún más rígida.
—Hace diez años, recibí una carta de mi difunta esposa, que en paz descanse entre los dioses. Fue la última que me envió antes de morir.
—¿Y usó esa carta para hablarte de alguien que debió ser uno de tus muchos discípulos?
El maestro de armas se apoyó las manos oscuras en las rodillas, las estudió como si nunca hubiera visto manos.
—La muchacha que él arruinó era mi hija menor. Después, en su aflicción, fue al templo e ingresó como sacerdotisa de la Gran Madre. Cuando enfermó y falleció dos años después, mi esposa me escribió para contármelo. Mi esposa pensaba que Hanede había muerto de aflicción… que no la había matado la fiebre sino la vergüenza. También mencionaba a Dawet, angustiada al ver que ese hombre prosperaba cuando nuestra hija estaba muerta.
Se hizo un largo silencio en la pequeña capilla.
—Lamento saberlo, Shaso —dijo al fin Kendrick—. Y lamento haberte obligado a pensar de nuevo en ello.
—No he pensado en otra cosa desde que supe el nombre del embajador de Hierosol —dijo el viejo. Barrick ya conocía esa actitud de Shaso: se ocultaba en un recoveco de sí mismo, como el dueño de un castillo asediado—. Si Dawet dan-Faar no estuviera bajo la protección del sello del rey, uno de nosotros dos ya estaría muerto.
Esto había tomado a Kendrick por sorpresa, y era evidente que no le agradaba.
—Esto habla mal del enviado, desde luego. ¿Significa que tampoco debemos fiarnos del ofrecimiento?
El jerarca Sisel carraspeó.
—Por mi parte, pienso que el ofrecimiento es sincero, aunque el mensajero no lo sea. Como muchos bandidos que llegan al poder, Ludis Drakava ansia transformarse en un auténtico monarca. Ya ha solicitado al Trígono que lo reconozca como rey de Hierosol. Le convendría vincularse con una casa noble. Sian y Jellon no consentirían. Aunque los separen las montañas, Hierosol está demasiado cerca de ellos, y consideran que Ludis es demasiado ambicioso. Sospecho que por eso pensó en Marca Sur. —Frunció el ceño, reflexionando—. Hasta es posible que lo haya planeado desde un principio, y por eso capturó al rey Olin.
—¿Quería que el rescate nos pusiera en aprietos antes de hacernos esta otra propuesta? —preguntó un barón de Marrinswalk, agitando la cabeza—. Muy astuto.
—Toda esta cháchara sobre el cómo y el por qué no cambia los hechos —protestó el conde Tyne—. Él tiene al rey. Nosotros no. Él quiere a la hija del rey. ¿Se la damos o no?
—¿Coincides con el jerarca, Shaso? —Kendrick clavó los ojos en el maestro de armas. Nunca había compartido la lealtad de Briony hacia el viejo tuaní, pero tampoco compartía el rencor de Barrick—. ¿Debemos fiarnos de su oferta?
—Creo que es genuina, sí —dijo Shaso—. Pero el conde de Costazul nos ha recordado cuál es la auténtica cuestión.
—¿Y qué opinas tú? —insistió Kendrick.
—No me corresponde opinar. —El viejo entornó los ojos—. Ella no es mi hermana. El rey no es mi padre.
—A mí me corresponde tomar la decisión definitiva. Pero primero deseo oír el consejo de otros, y siempre fuiste uno de los consejeros de mayor confianza de mi padre.
Barrick notó que Kendrick había hablado de su padre, pero no de su propia confianza. El maestro de armas se puso aún más rígido ante este desliz, pero habló con mesura.
—Creo que es mala idea.
—Insisto, es fácil hablar para el que no sufre las consecuencias —dijo Tyne Aldritch—. Vos no debéis recaudar dinero para el rescate, ni entregar un diezmo de vuestras cosechas. ¿Qué os importa si los demás salimos perjudicados?
Shaso se negó a responder al conde de Costazul, pero Gailon Tolly intervino.
—¿Acaso nadie ve más allá de sus propios intereses? —preguntó—. ¿Pensáis que sois los únicos que padecéis privaciones? Si no entregamos la princesa a Ludis, y creo que no deberíamos entregarla, todos deberemos compartir el peso de la mayor privación: la ausencia del rey.
—¿Qué dijo nuestro padre? —preguntó Barrick. Esa reunión era como una pesadilla, una confusión de voces y rostros. Aún no podía creer que su hermano tuviera en cuenta la propuesta del lord protector—. Tú leíste su carta, Kendrick: tiene que haber dicho algo sobre esto.
Su hermano asintió, pero no miró a Barrick a los ojos.
—Sí, pero en pocas palabras, como si no lo tomara en serio. Lo describió como un ofrecimiento tonto. —Kendrick parpadeó con súbita fatiga—. ¿Acaso eso nos ayuda a decidir, Barrick? Sabes que nuestro padre no permitiría que lo canjearan por nadie, ni siquiera por el porquerizo más ruin. Siempre puso sus ideales por encima de todo lo demás. —Y añadió, con cierta amargura—: Y sabes que idolatra a Briony desde que estaba en pañales. Bastante te has quejado de ello, Barrick.
—¡Pero tiene razón! ¡Es nuestra hermana!
—Y los Eddon somos los monarcas de Marca Sur. Hasta nuestro padre daba prioridad a sus responsabilidades por encima de sus deseos personales. ¿Quién te parece más importante para nuestro pueblo, nuestro padre o nuestra hermana?
—¡El pueblo ama a Briony!
—Sí, en efecto. Su ausencia le provocaría tristeza, pero no le provocaría el temor que siente desde que el rey se ausentó. Un reino sin rey es como un hombre sin corazón. ¡Que los dioses guarden a nuestro padre y a nosotros, pero sería mejor que nuestro padre estuviera muerto y no meramente ausente!
Este comentario rayano en la traición provocó un escandalizado silencio, pero Barrick sabía que su hermano tenía razón. Aunque todos fingían lo contrario, la ausencia del rey era una muerte en vida para los reinos de la Marca, tan antinatural como un año sin sol. Y ahora, por primera vez, Barrick veía la tensión que se ocultaba tras los rasgos aparentemente ingenuos de su hermano, la magnitud de su agotamiento y su preocupación. Barrick se preguntó cuántas otras cosas le había ocultado Kendrick.
Los otros nobles reanudaron la discusión. Pronto fue evidente que Shaso y Gailon estaban en minoría. Ya que Briony se casaría un día por conveniencia política, sostenían Tyne, Rorick y el condestable Avin Brone, valía la pena canjear ahora su virginidad por algo tan valioso como el regreso del rey Olin. Sin embargo, pocos tenían la franqueza de confesar, como Tyne, que el plan también los atraía porque les permitiría ahorrar muchos delfines de oro.
Los ánimos se caldearon y las voces subieron de tono. En un punto, Avin Brone amenazó con golpear la cabeza de Ivar de Argentia, aunque ambos defendían la misma opinión. Al fin Kendrick exigió silencio.
—Es tarde y todavía no me he decidido —dijo el príncipe regente—. Debo consultarlo con la almohada. Mi hermano Barrick tiene razón en una cosa: se trata de nuestra hermana, y no tomaré a la ligera una medida que la afectará tanto. Mañana anunciaré mi decisión.
Se puso de pie; los otros se levantaron para desearle buenas noches, aunque la animosidad aún impregnaba el aire. Barrick estaba insatisfecho con muchas cosas, pero no envidiaba a su hermano mayor, que como el perro de un arriero tenía que morder los talones de esos toros renuentes para que se movieran en la misma dirección.
—Quiero hablar contigo —le dijo a Kendrick cuando su hermano se iba de la capilla. Los guardias del príncipe regente ya habían formado una muralla silenciosa a sus espaldas.
—Esta noche no, Barrick. Sé lo que piensas. Aún tengo mucho que hacer antes de dormirme.
—¡Kendrick, es nuestra hermana! Está aterrada… Fui a sus aposentos y le oí llorar…
—¡Suficiente! Por el martillo de Perin, ¡¿puedes dejarme en paz?! A menos que tengas una solución mágica para este problema, lo único que te pido esta noche es silencio. —A pesar de su furia, Kendrick también parecía estar a punto de llorar. Agitó la mano—. Basta.
El azorado Barrick sólo pudo seguir a su hermano mayor con los ojos mientras regresaba a sus aposentos. Cuando Kendrick se tambaleó, un guardia tendió la mano para sostenerlo.
Basta, Briony. Aún no puedo decirte nada más. Debo reflexionar y hablar sobre este asunto. Eres mi hermana y te amo, pero debo gobernar mientras nuestro padre no está. Vete a la cama.
Recordando las palabras que Kendrick le había dicho horas atrás, evocando ese día espantoso, yacía insomne en la oscuridad, aunque, a juzgar por los sonidos, sus damas no tenían ese problema: como siempre, la primorosa Rose roncaba como un perro viejo. Briony había logrado adormilarse un rato, pero la había despertado un sueño terrible en que Ludis Drakava (nunca lo había visto, y lo único que sabía de él era que tenía la edad de su padre) era una vieja criatura de telarañas, polvo y huesos, que la perseguía por un bosque gris y tupido. No había podido volver a dormirse. Se preguntó si eran sueños como ése los que privaban a Barrick del reposo y la salud.
No sabía qué hora era. Aún no había oído la campana del templo dando la medianoche, pero no podía faltar mucho. Debo de ser la única del castillo que está despierta.
En otras ocasiones ese pensamiento habría sido más estimulante que perturbador, pero ahora sólo testimoniaba el terrible destino que pendía sobre ella como el hacha de un verdugo.
¿Habrá tomado Kendrick una decisión?
Su hermano no había revelado sus pensamientos cuando lo visitó en sus aposentos al anochecer. Ella había llorado, y ahora eso la enfadaba consigo misma. También le había suplicado que no la desposara con Ludis, luego se había disculpado por su egoísmo. ¡Pero él sabrá que nadie desea el regreso de nuestro padre más que yo!
Kendrick había sido distante mientras ella estaba en su cámara, pero cuando se despidieron le tomó la mano y le besó la mejilla, algo raro en él. El recuerdo de ese beso la estremecía más que el semblante preocupado de su hermano. Estaba segura de que había sido el beso del adiós.
El dolor era extenuante. El miedo perpetuo se convertía en aturdimiento. Briony divagó un rato, imaginando todas las cosas que podían suceder, buenas y malas. Quizá su padre escapara y Ludis no pudiera plantear exigencias a los Eddon. O quizá ella descubriera que todos difamaban al lord protector, que en realidad era guapo y bondadoso. O que era peor de lo que decían, en cuyo caso no tendría más remedio que matarlo mientras dormía, y luego suicidarse. En esa hora vivió tantas vidas, tan lúgubres como antojadizas, que al fin se durmió sin darse cuenta, y tuvo un sueño más benévolo, en que los mellizos jugaban al escondite con Kendrick, niños de nuevo. Ni siquiera la despertó la campana de medianoche. Pero sí la despertó el alarido que oyó poco después.
Briony se irguió en la cama, pensando que lo había imaginado. La joven Rose se agitó en sueños, perdida en su propia pesadilla.
—¡El hombre negro! —gimió la muchacha.
Briony lo oyó de nuevo: un gemido de terror, cada vez más agudo. Moina también se despertó. Llamaron a la puerta de la cámara, y Briony casi se cayó de la cama del susto.
—¡El autarca! —chilló Moina, aferrando el amuleto que llevaba colgado del cuello—. ¡Vino a matarnos en la cama!
—Es sólo un guardia —le dijo Briony a la muchacha de Mar del Timón, tratando de convencerse de que era así—. Abre esa puerta.
—¡No, princesa! ¡Nos violarán!
Briony sacó la daga de debajo del colchón, se envolvió con la manta y caminó hacia la puerta a trompicones, con el corazón desbocado. Preguntó quién era. No respondió un guardia, sino una voz más familiar: al abrirse la puerta, la tía abuela de Briony, Merolanna, irrumpió en la habitación, con el camisón desaliñado y el largo cabello gris sobre los hombros.
—¡Los dioses nos guarden! —exclamó—. ¡Los dioses nos guarden!
—¿Por qué todos están gritando? —preguntó Briony, luchando contra un temor creciente—. ¿Hay un incendio?
Merolanna se detuvo, jadeando y mirando con ojos miopes. Tenía las mejillas empapadas de lágrimas.
—Briony, ¿eres tú? Oh, alabados sean los dioses, pensé que los habían matado a todos.
Las palabras de la anciana la estremecieron como agua helada.
—¿A todos? ¿De qué hablas?
—Tu hermano… Tu pobre hermano…
El frío amenazó con pararle el corazón.
—¡Barrick! —exclamó, y apartó a Merolanna de un empellón.
En el pasillo no había guardias, pero estaba lleno de sonidos distantes, gemidos y gritos, y cuando llegó a la Sala del Tributo, con su alto techo, la encontró atestada de gente que erraba confusamente en la penumbra, haciendo preguntas o murmurando juramentos religiosos, algunos con velas o lámparas, y todos en ropa de noche. La vasta sala, extraña aun a plena luz del día con sus exóticas estatuas y otros objetos traídos de tierras extranjeras (como la cabeza disecada del elefante de grandes colmillos que pendía sobre el hogar, fea como un demonio del Libro del Trígono), ahora sólo parecía llena de pálidos fantasmas. Steffans Nynor, con un ridículo gorro de dormir y la barba sujeta en una extraña bolsita, gritaba órdenes desde el centro de la sala, pero nadie le hacía caso. La escena resultaba aún más onírica porque nadie detuvo a Briony ni le habló mientras seguía adelante. Todos parecían ir en dirección contraria.
Llegó a la cámara de Barrick, pero el pasillo estaba desierto y la puerta estaba cerrada. Se preguntaba qué significaba esto cuando alguien le aferró el brazo. Soltó un chillido ahogado, pero lo estrechó cuando vio quién era.
—Ah, creí que estabas… Merolanna dijo…
El pelo rojo de Barrick estaba desmelenado como un pajar desperdigado por la tormenta.
—Te vi pasar. —Parecía que seguía soñando aunque lo hubieran despertado, los ojos muy abiertos pero vacíos—. Ven. Aunque quizá no deberías…
—¿Qué? —El alivio de Briony se disipó tan pronto como había venido—. Barrick, ¿qué sucede, en nombre de todos los dioses?
Él la condujo a la sala principal de la residencia. El corredor estaba abarrotado, y guardias armados con alabardas custodiaban la puerta de Kendrick. De pronto ella comprendió el malentendido.
—Zoria misericordiosa —susurró.
Ahora podía ver a la luz de las antorchas que el rostro de Barrick no estaba vacío, sino flojo de horror, y que le temblaban los labios. Él le asió la mano y la guio a través de la muchedumbre, que les cedió el paso como si los mellizos portaran la peste. Varias mujeres sollozaban, con rostros grotescos como máscaras.
Los guardias que estaban de rodillas alrededor del cuerpo alzaron la vista cuando se acercaron los mellizos, pero por un instante no parecieron reconocerlos. Ferras Vansen, capitán de la guardia real, se levantó, el rostro lleno de horrorizada piedad, y apartó a un soldado del camino. Un olor espantoso impregnaba la habitación del príncipe regente, un tufo de matadero. Habían puesto a Kendrick boca arriba. Su rostro enrojecido brillaba a la luz de las antorchas.
Había tanta sangre que por un instante Briony se dijo que era otra persona, que este horror le había ocurrido a un extraño, pero el gruñido de Barrick destruyó esa frágil esperanza.
Soltó la daga, que cayó en las baldosas con un tintineo. Se le aflojaron las piernas, cayó de rodillas, se arrastró hacia su hermano mayor como un animal ciego, tropezando con un guardia que entonaba una plegaria. Kendrick hizo una mueca, abrió y cerró una mano ensangrentada.
—¡Está vivo! —chilló Briony—. ¿Dónde está Chaven? ¿Alguien lo mandó buscar? —Trató de alzar a Kendrick, pero estaba demasiado mojado, demasiado pesado. Barrick la echó hacia atrás y ella lo atacó—. ¡Suéltame! ¡Está vivo!
—Imposible —murmuró Barrick con voz confusa y distante. Él también estaba en otro mundo—. Míralo bien…
Kendrick hizo otra mueca y Briony casi se abalanzó sobre él, desesperada por oírle hablar, por saber que aún era su hermano, que la vida alentaba en él. Buscó las heridas para contener la sangre, pero él estaba empapado, con la camisa rasgada y la piel llena de cortes.
—No te mueras —le dijo al oído—. ¡Aférrate a mí! —Su hermano revolvió los ojos; trataba de encontrarla. Abrió la boca.
—… Isss… —Un susurro sibilante que sólo Briony oyó.
—No te vayas, querido Kendrick, por favor. —Le besó la mejilla ensangrentada. Él soltó un gemido de dolor, luego se arqueó como una hoja sobre carbones calientes y quedó de costado, encorvado. Pateó, gimoteó, quedó yerto.
Barrick aún tironeaba de ella, pero también lloraba. Todos están llorando, pensó Briony, todo el mundo está llorando. Oyó exclamaciones lejanas, como si vinieran de otro país.
—¡El príncipe ha muerto! ¡El príncipe fue asesinado! —gritaban en el corredor.
Vansen trataba de apartarla de Kendrick. Ella se volvió y lo abofeteó, luego tiró con fuerza de la gruesa túnica del capitán, tan furiosa que no podía pensar.
—¿Cómo sucedió esto? —chilló, y sus pensamientos eran tan rojos y resbaladizos como sus manos—. ¿Dónde estaba usted? ¿Dónde estaban sus guardias? ¡Sois todos traidores, asesinos!
Vansen la sostuvo a cierta distancia, luego su rostro se descompuso de pesadumbre y la soltó. Briony se incorporó penosamente, le pegó en los hombros y la cara. Ferras Vansen no intentó defenderse, sólo agachó la cabeza hasta que Barrick la echó hacia atrás.
—¡Mira! —dijo Barrick, señalando—. ¡Mira allí, Briony!
Al principio las lágrimas le impidieron entender lo que veía: dos borrosos bultos de sombra en el suelo, junto a la cama del príncipe regente. Luego vio el lobo de Eddon en la túnica desgarrada de una de esas siluetas y un lustroso charco de sangre negra debajo de ambas, y comprendió que los guardias de Kendrick también estaban muertos.