5
Canciones sobre la luna y las estrellas
LA VOZ ESTENTÓREA
En la concha de un caracol
Bajo una raíz, donde yace el zafiro
Las nubes se amontonan, escuchando
Oráculos de Osario
El pequeño Pedernal no parecía muy entusiasmado con la sopa de nabos, aunque estaba endulzada con miel. Bien, pensó Sílex, quizá sea un error esperar que la gente alta aprecie las verduras de raíz como nosotros. Como Ópalo había ido al conducto de cálido aire subterráneo que estaba detrás de la plaza Cantera para secar la ropa que había lavado, se apiadó del pequeño y apartó el tazón.
—No tienes que terminarlo —le dijo—. Tú y yo saldremos.
El niño lo miró con expresión neutra.
—¿Adonde?
—El castillo… La fortaleza interior.
Una expresión extraña cruzó la cara del chico, pero se levantó ágilmente del taburete y salió al trote por la puerta antes de que Sílex hubiera recogido sus cosas. Aunque había llegado por la calle de la Cuña la noche anterior, el niño giró hacia la izquierda sin titubear. Sílex se asombró de su memoria.
—Tendrías razón si fuéramos a subir, niño, pero no es así. Cogeremos los caminos de los caverneros. —El niño lo miró inquisitivamente—. Atravesaremos los túneles. Es más rápido para el trayecto que seguiremos. Además, anoche te quería mostrar lo que había en la superficie. Ahora podrás ver lo que hay abajo.
Atravesaron la calle de la Cuña y siguieron por la vía del Escarabajo hasta la ancha y bulliciosa avenida del Mineral, llena de carros y equipos de cavadores y picapedreros que se dirigían a realizar sus diversas tareas; muchos partían en largos viajes a ciudades remotas que los mantendrían alejados durante medio año o más, pues el trabajo de los caverneros de Marca Sur era estimado en casi todo Eion. Había mucho que observar en las calles que confluían en el centro de Cavernal, buhoneros que traían productos de los mercados de la superficie, afiladores y lustradores que pregonaban su oficio, y tribus de niños que se dirigían a las escuelas de los gremios. Pedernal estaba deslumbrado. Los faroles estaban encendidos por doquier, y en algunos lugares la cruda luz del otoño se derramaba por los orificios del gran techo, dorando las calles, aunque en el exterior era un día oscuro.
Sílex vio a mucha gente que conocía, y la mayoría lo saludaba. Algunos saludaban también a Pedernal, incluso por el nombre, aunque otros miraban al niño con recelo o sin disimular su disgusto. Al principio Sílex se asombró de que alguien conociera el nuevo nombre del niño, pero comprendió que Ópalo había hablado con las demás mujeres. Las noticias circulaban deprisa en los estrechos confines de Cavernal.
—En general doblaríamos aquí —dijo, señalando el Salón de los Constructores de Caminos, en cuyas inmediaciones el ordenado anillo de calles empezaba a ser menos ordenado y la avenida del Mineral se bifurcaba en dos tramos, uno recto, el otro en declive—, pero vamos a un paraje donde no todos los túneles están terminados, así que nos detendremos primero en la Salada. Cuando lleguemos allí, tendrás que quedarte callado y quietecito.
El niño miraba con fascinación las fachadas cinceladas de las casas, que representaban enmarañadas crónicas familiares (no todas estrictamente verídicas) y no preguntó qué era la Salada. Caminaron un cuarto de hora por la parte baja de la avenida del Mineral hasta que llegaron a la tosca roca, casi sin decorar, que indicaba la linde de la ciudad. Pasaron frente a los hombres y las pocas mujeres que holgazaneaban al lado del camino, la mayoría esperando frente a la Salada con la esperanza de obtener trabajo por el día, atravesaron una sencilla puerta en una pared de piedra en bruto, entraron en la reluciente caverna.
La Salada era una laguna subterránea que llenaba la mayor parte de la inmensa caverna natural. Era agua salada, un brazo del mar que se internaba en la piedra donde se erguía el castillo, y permitía que los caverneros, aun en los recovecos más oscuros de su ciudad oculta, siempre supieran si la marea estaba alta o baja. Afilados guijarros cubrían la orilla, y los muchos caverneros que ya estaban allí se desplazaban con cuidado. A lo sumo habrían tardado unas semanas en transformar la caverna y su costa pedregosa en un sitio tan ordenado como el centro de la ciudad, pero ni siquiera los más obsesivos pensaban seriamente en ello. La Salada era un sitio legendario. Un antiguo mito cavernero contaba que el dios que la gente alta llamaba Kemios, y que los caverneros llamaban «Señor de la Piedra Caliente y Húmeda», creó a su raza en las costas de la Salada en los Días del Enfriamiento.
Sílex no le explicó nada de esto al niño. No sabía cuánto tiempo se quedaría con ellos y los caverneros eran cautos con los forasteros; aún no era momento de enseñarle los Misterios.
El niño correteaba por el suelo pedregoso como una araña, y ya estaba esperando, con rasgos alerta teñidos de verde amarillento por la luz de la laguna, cuando Sílex llegó a la costa. Sílex acababa de quitarse la mochila y apoyarla junto a los pies del niño cuando una silueta diminuta y zamba salió de un amontonamiento de piedras grandes, enjugándose la barba mientras tragaba un bocado.
—¿Eres tú, Sílex? Hoy tengo los ojos cansados. —El hombrecillo sólo llegaba a la cintura de Sílex. El niño miró al recién llegado sin ocultar su sorpresa.
—Soy yo, Pedrejón. —El niño miró a Sílex, tan sorprendido por el nombre como por el tamaño del desconocido—. Y éste es Pedernal. Está viviendo en nuestra casa. —Se encogió de hombros—. Fue idea de Ópalo.
El hombrecillo miró al niño y rio.
—Supongo que eso tiene su historia. ¿Estás demasiado apurado para contármela hoy?
—Me temo que sí, será en otra ocasión.
—¿Dos, entonces?
—Sí, gracias. —Sílex sacó una ficha de cobre del bolsillo y se la dio al hombrecillo, que se la guardó en el bolsillo de sus pantalones mojados.
—Vuelvo en tres gotas —dijo Pedrejón, y bajó por la playa pedregosa hacia el agua, casi tan ágil como el niño a pesar de sus piernas zambas y sus muchos años.
Sílex vio que Pedernal lo seguía con la mirada.
—Eso es lo primero que debes aprender de nuestra gente, niño. No somos enanos. Éste es nuestro tamaño normal. Hay gente alta que es pequeña, no niños como tú, sólo pequeña, y ésos son enanos. Y también hay caverneros que son pequeños en comparación con sus semejantes, y Pedrejón es uno de ellos.
—¿Pedrejón?
—Sus padres lo llamaron así con la esperanza de que creciera. Algunos se burlan de él, pero nunca más de una vez. Es buen hombre pero tiene una lengua afilada.
—¿Adonde fue?
—Está buceando. Hay una especie de piedra que crece en la Salada, una piedra que es fabricada por un animal pequeño, tal como un caracol fabrica su concha. Se llama coral, y el coral que crece en la Salada irradia su propia luz…
No había terminado de explicarlo cuando Pedrejón se aproximó con una piedra reluciente en cada mano; aunque empezaban a oscurecerse fuera del agua, la luz aún era tan brillante que Sílex veía las venas de los dedos del hombrecillo.
—Éstas acaban de encenderse —dijo con satisfacción—. Te durarán todo el día, quizá más.
—No las necesitaremos tanto tiempo, pero te lo agradezco. —Sílex sacó dos fragmentos de cuerno hueco de la mochila, ambos pulidos hasta tener una delgadez transparente, puso un trozo de coral en cada uno y los llenó con agua salada del cubo de Pedrejón para despertar la luz y mantener con vida a los animalillos que había dentro del coral. Sumergidos en el agua, los fragmentos recobraron el brillo.
—¿No quieres cuencos reflectantes? —preguntó Pedrejón.
Sílex meneó la cabeza.
—No vamos a trabajar, sólo a pasear. Bastará con que podamos vernos el uno al otro. —Cerró los dos cuernos huecos con tapones de hueso, sacó una capucha de cuero de la cartera, la sujetó a la cabeza de Pedernal, y puso una de las relucientes copas de agua de mar y coral en el pequeño arnés del frente de la capucha, sobre los ojos del niño. Hizo lo mismo consigo, y luego se despidieron de Pedrejón y regresaron por la caverna de la laguna. El niño corría de aquí para allá, observando las sombras que proyectaba la luz de su frente mientras brincaba de piedra en piedra.
Aunque el camino estaba reforzado y pavimentado, se adentraba tanto en la red de túneles que todavía no tenía nombre. Al niño, que sólo había recibido un nombre la noche anterior, no parecía importarle.
—¿Dónde estamos?
—¿Ahora? A la altura de la puerta de Cavernal, más o menos, pero falta un buen trecho. Nos alejaremos de ella y seguiremos a lo largo de la muralla interna. Creo que la última calle nueva que cruzamos, Piedra Verde o como se llame ahora, vuelve a ascender y sale cerca de la puerta.
—Entonces pasaremos… —El niño reflexionó—. Pasaremos el pie de la torre que tiene una pluma dorada en la punta.
Sílex se detuvo sorprendido. El niño no sólo recordaba un pequeño detalle del techo de la torre sino que había calculado las distancias y las direcciones.
—¿Cómo lo sabes?
Pedernal se encogió de hombros, y su aguda inteligencia se ocultó súbitamente detrás de los ojos grises, como un venado que se desplaza de una franja de luz a la sombra.
Sílex sacudió la cabeza.
—Pues tienes razón. Pasaremos bajo la Torre de la Primavera, aunque dando un rodeo. Al salir de las profundidades de Cavernal, no iremos directamente bajo la fortaleza interior. Ningún camino cavernero pasa por ahí. Está… prohibido.
El niño se relamió el labio, pensando de nuevo.
—¿Por el rey?
Sílex no estaba dispuesto a hurgar en los Misterios más profundos, pero no quería mentirle al niño.
—Sí, en parte es por el rey. No quieren que hagamos túneles bajo el corazón del castillo por si la fortaleza interior y Cavernal son capturadas durante un asedio.
—Pero hay otro motivo. —No era una pregunta sino una tranquila afirmación.
Sílex se encogió de hombros.
—Rara vez hay un solo motivo para cualquier cosa en este mundo.
Treparon juntos por una serie de excavaciones cada vez más precarias. Su destino final estaba dentro de la fortaleza interior, y el hecho de que pudieran llegar desde los túneles de Cavernal era un secreto que sólo conocían Sílex y su gente, o al menos así lo creía él. Su propio conocimiento derivaba de un favor que había hecho tiempo atrás, y aunque era concebible que alguien pudiera valerse de esa ruta para pasar bajo la muralla de la fortaleza interior y atacar el castillo, no podía imaginar que nadie que no fuera de sangre y educación cavernera pudiera orientarse en ese laberinto de pozos y túneles inconclusos.
Pero este niño es distinto, pensó. Ya ha demostrado que tiene buena memoria. Pero ni siquiera esos ojos atentos podían recordar cada giro y recodo y retroceso, los cruces llenos de caminos falsos que conducían a interminables pasadizos desiertos. Cualquiera que no fuera Sílex se perdería para siempre en el laberinto o terminaría de vuelta en las calles principales de Cavernal.
Aun así, ¿podía correr el riesgo de seguir la ruta secreta con este niño que conocía tan poco?
Miró al niño que trajinaba junto a él bajo la turbia luz del coral, poniendo un pie delante del otro sin la menor queja. A pesar del extraño origen del niño, Sílex no presentía nada malo en él, y le costaba creer que alguien pudiera elegir a un chiquillo como espía, y menos con tanta habilidad como para que la persona que conocía estos túneles terminara por albergar al niño en su hogar. Era demasiado rebuscado. Además, se recordó, si ahora cambiaba de parecer, no sólo habría desperdiciado gran parte del día, sino que tendría que presentarse en la Puerta del Cuervo y persuadir a los guardias de que lo dejaran pasar. No creía que lo dejaran entrar, aunque les dijera a quién iba a ver. Y si les contaba el propósito de su visita, se propagaría por todo el castillo ese mismo día, provocando temores y habladurías. No, tendría que seguir adelante y confiar en su buen tino y su suerte.
Cuando se internaron en el último túnel, recordó que en la familia Cuarzo Azul «suerte de Sílex» era sinónimo de «mala suerte».
* * *
El niño clavó los ojos en la puerta. Era sorprendente encontrarse con ella al cabo de media legua de túneles precarios, toscas excavaciones que los niños caverneros realizaban antes de tener edad suficiente para iniciarse como aprendices en un gremio. Pero esta puerta era una belleza, si podía decirse esto de una mera puerta, tallada en maderas oscuras que refulgían a la luz de las piedras de coral, con goznes de hierro macizo recubiertos con filigranas de bronce. Tanto trabajo, ¿y para quién? Sílex sabía que nadie la usaba aparte de él, y ésta era su tercera vez en diez años.
Ni siquiera tenía aldabón o manija, al menos en el exterior.
Sílex alzó el brazo hacia un cordel trenzado que colgaba de un orificio. Tiró con fuerza, pero la campana estaba demasiado lejos para oírla, así que Sílex volvió a tirar por si las dudas. Tras una larga espera (Sílex estaba a punto de tirar del cordel por tercera vez), la puerta giró hacia dentro.
—Vaya, maese Cuarzo Azul. —El hombre rechoncho alzó las cejas—. Y un amigo, por lo que veo.
—Lamento molestarlo, doctor. —De pronto Sílex se sintió incómodo. ¿Por qué había pensado que sería buena idea llevar al niño? Sin duda se podría haber limitado a describirlo—. Este niño es… bien, se aloja con nosotros. Y es parte de aquello que quería hablar con usted. Algo importante. —Ahora se sentía aún más incómodo, no porque la expresión de Chaven fuera hostil, sino porque había olvidado cuán penetrantes eran los ojos del médico. Como los del niño, pero sin ocultar nada: una inteligencia aguda, siempre alerta.
—Entremos, pues, para hablar cómodamente. Lamento haberte hecho esperar, pero antes de venir tuve que deshacerme del chico que trabaja para mí. No comparto el secreto de estos túneles con cualquiera. —Chaven sonrió, pero Sílex se preguntó si el médico no lo acusaba sutilmente de haber cometido una indiscreción.
Los condujo por una serie de corredores vacíos, húmedos y sin ventanas, porque estaban debajo de las cámaras de la planta baja, pasajes cavados en la colina rocosa bajo el observatorio.
—Te dije la verdad —le susurró Sílex al niño—. No cavamos bajo la fortaleza interior. Como ves, acabamos de cruzar bajo las murallas, pero sólo cuando estuvimos dentro de la casa de este hombre. Nuestro extremo del túnel se detiene fuera de la fortaleza.
El niño lo miró como si el cavernero hubiera afirmado que podía hacer malabares con peces mientras silbaba, y ni siquiera Sílex sabía por qué se sentía obligado a enfatizar esta distinción. ¿Qué lealtad podía profesar el niño hacia la familia real? ¿O hacia Sílex, llegado el caso, salvo por la amabilidad de una cama y algunas comidas?
Chaven los condujo por varios tramos de escaleras hasta una pequeña habitación alfombrada. Había vasijas y baúles de madera apilados contra las paredes y en anaqueles, como si la habitación fuera no sólo un cuarto apartado sino una despensa. Las pequeñas ventanas estaban cubiertas con tapices que imitaban el cielo nocturno, con gemas titilantes que formaban constelaciones.
El médico estaba en mejor forma de lo que aparentaba: de los tres, sólo Sílex perdió el aliento con el ascenso.
—¿Puedo ofreceros algo de comer o beber? —preguntó Chaven—. Tal vez tarde un rato. He enviado a Toby con un recado y preferiría no decir a los sirvientes que hay un invitado que no entró por ninguna de las puertas que ellos conocen.
Sílex rechazó el ofrecimiento con un ademán.
—Me gustaría beber con usted de modo civilizado, doctor, pero creo que será mejor que vaya al grano. ¿Está bien que el chico curiosee?
Pedernal se paseaba por la habitación, observando los objetos apoyados en la pared pero sin tocarlos, en general recipientes de vidrio y bronce bruñido.
—Supongo que sí —dijo Chaven—, pero quizá deba reservar mi juicio hasta que me digas qué te trae por aquí… y por qué lo traes a él.
Sílex describió lo que había visto el día anterior en las colinas del norte del castillo. El médico escuchó, haciendo pocas preguntas, y cuando el hombrecillo hubo concluido, guardó silencio un largo rato. Pedernal había terminado de examinar la habitación y estaba sentado en el suelo, mirando los tapices y sus racimos de estrellas.
—No me sorprende —dijo al fin Chaven—. Había oído ciertas cosas. Había visto cosas. Aun así, es una noticia perturbadora.
—¿Qué significa?
El médico sacudió la cabeza.
—No lo sé. Pero la Línea de Sombra es algo cuyo arte supera el nuestro, y cuyo misterio nunca hemos resuelto. Quienes la cruzan rara vez regresan, y cuando regresan no están en sus cabales. Por suerte no se movió en siglos, pero ahora se está moviendo de nuevo. Tengo que pensar que seguirá moviéndose a menos que algo la detenga, y no sé qué sería eso. —Se levantó, frotándose las manos.
—¿Seguirá moviéndose…?
—Sí, me temo que la Línea de Sombra, ahora que ha empezado, seguirá moviéndose hasta cruzar toda Marca Sur, quizá todo Eion, hasta que toda la región vuelva a quedar sumergida en las sombras y la Antigua Noche. —El médico se miró las manos con el ceño fruncido, se volvió hacia Pedernal. Sus ojos desmentían la serenidad de su voz—. Será mejor que le eche un vistazo al niño.
* * *
Moina, Rose y las demás damas, a pesar de sus palabras amables y sus preguntas, no podían contener el furioso llanto de Briony. Estaba enfadada consigo misma por haber perdido los estribos, por haber sido tan pueril, pero se sentía perdida, desamparada, desesperanzada. Era como si hubiera caído en un pozo y nadie pudiera llegar a ella.
Barrick llamó a la puerta de la cámara y pidió hablar con ella. Parecía enojado y asustado, pero Briony dejó que Rose se deshiciera de él, aunque era como deshacerse de una parte de su propio cuerpo. Era un hombre. ¿Cómo podía saber lo que ella sentía? Nadie soñaría con venderlo a él al mejor postor como un puerco en el mercado.
Gracias a mí se ahorrarán ochenta mil delfines, pensó amargamente. Un montón de oro, una suma principesca, literalmente. Tendría que enorgullecerme de valer tanto. Arrojó una almohada contra la pared y tumbó una lámpara. Las doncellas chillaron mientras se apresuraban a apagar el fuego a pisotones, pero a Briony no le importaba si ardía el castillo entero.
—¿Qué sucede aquí?
La traicionera Rose había abierto la puerta, pero no fue Barrick quien entró, sino la tía abuela de Briony, la duquesa viuda Merolanna, moqueando. Ensanchó los ojos al ver que Moina apagaba las últimas llamas y se volvió hacia Briony.
—¿Qué pretendes, niña, matarnos a todos?
Briony quiso responder que eso era precisamente lo que pretendía, pero en cambio rompió a llorar. Mientras las doncellas procuraban expulsar el humo por la puerta abierta, Merolanna se acercó a la cama, depositó en ella su voluminosa pero acicalada humanidad, estrechó a la princesa en sus brazos.
—Me he enterado —dijo, palmeando la espalda de Briony—. No tengas tanto miedo, quizá tu hermano rechace el ofrecimiento. Y aunque no fuera así, no es lo peor del mundo. Cuando vine aquí para casarme con el tío de tu padre, hace muchísimos años, estaba tan asustada como tú.
—¡Pero Ludis es un monstruo! —Briony procuró contener el llanto—. ¡Un asesino! ¡El bandido que secuestró a nuestro padre! Me casaría con cualquiera, incluso el viejo Acertijo, antes de permitir que semejante sujeto… —Era inútil. Estaba llorando de nuevo.
—Calma, niña —dijo Merolanna, a falta de otras palabras.
* * *
Su tía abuela se había ido y las damas se mantenían a distancia, como si su señora pudiera transmitirles una enfermedad. Y así era, pensó Briony, porque la infelicidad era contagiosa.
Un mensajero acababa de llegar a la puerta, el tercero en una hora. Ella no había enviado ninguna respuesta a su hermano mayor, y no se le había ocurrido ninguna frase cortante para responder a Gailon, duque de Estío.
—Esta misiva es de la hermana Utta, alteza —dijo Moina—. Desea saber por qué no la habéis visitado hoy, y si estáis bien.
—Debe de ser la única del castillo que no se ha enterado —dijo Rose, casi riéndose de que alguien estuviera tan aislado de los acontecimientos del día. Al ver la cara llorosa de Briony, la sobrina del condestable recobró la seriedad—. Le diremos que no podéis ir…
Briony se irguió. Se había olvidado por completo de su tutora, pero de pronto sólo ansiaba ver el rostro calmo de la mujer vutiana, oír su voz serena.
—No, iré a verla.
—Pero, princesa…
—¡Ni una palabra más! —Mientras ella se ponía una chaqueta, las damas se apresuraron a ponerse zapatos y capas—. Quedaos aquí. Iré sola. —Ahora que la temida oscuridad la había envuelto, no quería perder energía en delicadezas—. Tengo guardias. ¿No os parece que es suficiente para evitar que me escape?
Rose y Moina la miraron con dolida sorpresa, pero Briony ya salía por la puerta.
* * *
Utta era una de las Hermanas de Zoria, sacerdotisas de la diosa virgen del conocimiento. Se decía que antaño Zoria había sido la diosa más poderosa, señora de mil templos, a la par de su divino padre Perin, pero ahora sus seguidores debían conformarse con asesorar al Trígono sobre menudencias de política interna y con enseñar a los hijos de las familias de alcurnia a leer, a escribir y (aunque muchos nobles no lo consideraban estrictamente necesario) a pensar.
Utta era casi tan vieja como la duquesa Merolanna, pero si la tía abuela de Briony era una barcaza real, con abundante pintura y adornos, la mujer vutiana era esbelta como un velero, alta y delgada, con el cabello cano cortado al rape. Estaba cosiendo cuando llegó Briony, y abrió sorprendida los ojos claros y azules cuando la muchacha rompió a llorar, pero aunque sus preguntas eran comprensivas y escuchó atentamente las respuestas, la sacerdotisa de Zoria no era de las que abrazaban a nadie, ni siquiera a su pupila más importante.
Cuando Briony concluyó su historia, Utta asintió lentamente.
—Como dices, nuestra suerte es difícil. En esta vida, las mujeres pasamos de un hombre al otro, y sólo nos cabe esperar que el que nos toque al final sea un amable protector de nuestras libertades.
—Pero ningún hombre es dueño de ti. —Briony se había recobrado un poco. La fuerza de Utta, el vigor modesto de un viejo árbol en una ladera ventosa, siempre la calmaba—. Tú haces lo que quieres, sin esposo ni amo.
La hermana Utta sonrió con tristeza.
—No creo que desees renunciar a todo lo que renuncié para lograrlo, princesa. ¿Y cómo puedes decir que no tengo amo? Si tu padre, o ahora tu hermano, decidiera librarse de mí, incluso matarme, estaría trajinando por la avenida del Mercado en una hora, o colgada de un poste.
—¡No es justo! Y no lo consentiré.
Utta volvió a asentir, como si reflexionara seriamente sobre las palabras de Briony.
—En última instancia, ninguna mujer puede ir contra su propia alma a menos que ella lo desee. Pero quizá tu preocupación sea prematura. Aún no sabes qué dirá tu hermano.
—Claro que lo sé —repuso Briony con amargura—. El consejo… más aún, todos los nobles… hace meses que se quejan por el precio del rescate de mi padre, y le han dicho a Kendrick que yo debería casarme con un rico príncipe sureño para ayudar a pagarlo. Cuando él se opone, cuchichean que aún no tiene edad para gobernar los reinos de la Marca. Ahora se le presenta la oportunidad de silenciar sus quejas. Yo lo haría, si estuviera en su lugar.
—Pero tú no eres Kendrick, y aún no has oído su decisión. —Utta hizo una cosa inusitada, se inclinó y cogió la mano de Briony—. Aun así, no diré que tus preocupaciones son infundadas. Lo que he oído sobre Ludis Drakava no es alentador.
—¡No lo haré! De ninguna manera. Todo es tan injusto: la ropa que me hacen llevar, las cosas que me hacen decir y hacer… ¡Y ahora esto! Detesto ser mujer. Es una maldición. —Briony alzó la vista—. ¡Podría ser sacerdotisa, como tú! Si fuera Hermana de Zoria, mi doncellez sería sagrada, ¿verdad?
—Y definitiva. —Esta vez Utta no sonrió—. No sé si podrás ingresar en la hermandad contra los deseos de tu hermano, de todos modos. Pero ¿no es prematuro pensar en esas cosas?
Briony recordó al embajador Dawet dan-Faar, de mirada orgullosa y porte de leopardo. No parecía un hombre dispuesto a esperar durante semanas a que un enemigo derrotado aceptara los términos de la rendición.
—Creo que no tengo mucho tiempo… Quizá hasta mañana. Hermana, ¿qué haré?
—Habla con tu hermano, el príncipe regente. Dile cómo te sientes. Creo que es un buen hombre, como tu padre. Si no hay otro camino… quizá yo pueda darte consejos, incluso asistencia. —Por un instante, el rostro largo y fuerte de Utta pareció preocupado—. Pero todavía no. —Irguió los hombros—. Nos queda una hora antes de la cena, princesa. ¿Por qué no la aprovechamos? Quizá el aprendizaje pueda distraerte de tus aflicciones, al menos por un rato.
—Supongo. —Briony había llorado tanto que se sentía débil.
La habitación estaba oscura, con una sola vela encendida. La mayor parte de la luz de esos austeros aposentos venía de la ventana, un haz descendente que terminaba en un cuadrado brillante que trepaba por la pared mientras el sol bajaba hacia su refugio nocturno. Había tenido la certeza de que lo peor había ocurrido, pero ahora sentía sobre ella el batir de esas alas sombrías, como si aún quedara una amenaza pendiente.
—Enséñame algo, pues —suspiró—. ¿Qué otra cosa me queda?
—Te queda el aprendizaje, sí —dijo Utta—. Pero también te queda la plegaria. No debes olvidarte de tus plegarias, niña. Y tienes la protección de Zoria, si la mereces. No es un consuelo menor.
* * *
Tras examinar al niño, Chaven sacó del bolsillo un disco de cristal con manija de bronce. Pedernal lo cogió y miró a través, mirando primero la lámpara fluctuante, luego acercándolo a la pared para examinar la textura de la piedra en los espacios que mediaban entre los tapices.
Quizá tenga pasta de cavernero, pensó Sílex.
El niño lo miró sonriendo, con un ojo aumentado por la lente. Sílex no pudo contener la risa. En ese momento Pedernal era sólo lo que aparentaba, un chiquillo de cinco o seis veranos.
Chaven pensaba lo mismo.
—No le encuentro nada raro —murmuró mientras observaban al niño que jugaba con la lupa—. No tiene dedos de más, ni marcas misteriosas. Su aliento es dulce, teniendo en cuenta que hoy parece haber comido nabos con especias, y sus ojos son claros. Todo parece normal. Esto no demuestra nada, pero a menos que surja algún rasgo misterioso, por el momento debo suponer que es lo que pensaba tu esposa, un niño mortal que cruzó la Línea de Sombra y, en vez de regresar como hacen algunos, se cruzó con los jinetes que viste y fue expulsado. —Chaven frunció el ceño—. Dices que no recuerda quién es. Si eso es todo lo que ha perdido, es afortunado. Como te decía, los que han cruzado y regresado han perdido total o parcialmente sus facultades mentales.
—Afortunado. Sí, eso parece. —Sílex tendría que haber sentido alivio, dado que el niño compartiría su casa por un tiempo, pero no podía liberarse de la fastidiosa sensación de que aún quedaba algo por descubrir—. Pero si la Línea de Sombra se está desplazando, ¿por qué el Pueblo Silente tendría la amabilidad de traer de vuelta a un niño mortal? Lo más probable es que lo degollaran como un conejo y lo abandonaran en el bosque.
Chaven se encogió de hombros.
—No tengo la respuesta, amigo mío. Aun hace tiempo, cuando masacraba mortales en Brezal Gris, el Pueblo Crepuscular hacía cosas que nadie entendía. En los últimos meses de la guerra, una compañía de soldados de Fael que levantó el campamento a medianoche se topó con una fiesta de hadas, pero los qar, en vez de exterminarlos (los superaban ampliamente en número), les dieron de comer y los invitaron a su francachela. Algunos soldados juraron que esa noche se habían apareado con hadas.
—¿Los qar?
—Su nombre antiguo. —Chaven agitó la mano—. He pasado gran parte de mi vida estudiándolos, pero no sé mucho más que cuando empecé. Pueden ser inesperadamente amables con los mortales, incluso generosos, pero no dudes que si la Línea de Sombra continúa su avance, acarreará males muy oscuros.
Sílex se estremeció.
—He pasado demasiado tiempo en sus bordes para dudarlo. —Miró al niño un instante—. ¿Les dirá al príncipe regente y su familia que la línea ha avanzado?
—Supongo que sí. Pero primero debo reflexionar sobre esto, para llevarles una propuesta. De lo contrario, tomarán decisiones nacidas del miedo y la ignorancia, y éstas rara vez producen buenos resultados. —Chaven se levantó y se alisó la túnica—. Ahora debo volver a mis tareas, entre ellas la de pensar sobre la noticia que me has traído.
Cuando Sílex conducía a Pedernal a la puerta, el niño dio media vuelta.
—¿Dónde está el búho? —le preguntó a Chaven.
El médico se quedó rígido un instante, luego sonrió.
—¿A qué te refieres, niño? Aquí no hay ningún búho, y nunca lo hubo, que yo sepa.
—Lo hubo —insistió Pedernal—. Un búho blanco.
Chaven sacudió la cabeza amablemente, mientras sostenía la puerta, pero Sílex pensó que estaba un poco enfermo.
Tras cerciorarse de que sus sirvientes no estaban a la vista, el médico condujo a Sílex y al niño a la puerta del frente. Por motivos que él mismo desconocía, Sílex había decidido regresar por la superficie, atravesando la Puerta del Cuervo. La guardia habría cambiado a mediodía y los relevos no tenían motivos para dudar que sus predecesores habían interrogado a Sílex antes de permitirle entrar con el niño en la fortaleza interior.
—¿Por qué mencionaste al búho? —preguntó Sílex mientras bajaban la escalera.
—¿Qué búho?
—Preguntaste dónde se encontraba el búho que antes estaba en esa habitación.
Pedernal se encogió de hombros. Sus piernas eran más largas que las de Sílex, y no necesitaba mirar los escalones, así que observaba el cielo vespertino.
—No lo sé. —Frunció el ceño, mirando hacia arriba. Las nubes de esa mañana se habían despejado. Una luna delgada y blanca como una concha marina colgaba en el cielo azul—. Tenía estrellas en las paredes.
Sílex recordó los tapices cubiertos de constelaciones enjoyadas.
—Así es.
—La Hoja, los Cantores, la Raíz Blanca… Conozco una canción sobre ellas. —Arrugó reflexivamente el ceño—. No, no la recuerdo.
—¿La Hoja…? —preguntó Sílex, intrigado—. ¿La Raíz Blanca? ¿De qué hablas?
—Las estrellas… ¿No conoces sus nombres? —Pedernal había llegado al pie de la escalera y apuraba el paso, así que Sílex, atento a los altos escalones, apenas entendió lo que dijo—. Están el Panal y la Cascada… pero no recuerdo el resto. —Se detuvo y se volvió. Bajo el mechón de pelo blanquecino, su rostro estaba lleno de tristeza y confusión, así que parecía un viejecito—. No puedo acordarme.
Sílex lo alcanzó, agitado y preocupado.
—Nunca oí esos nombres. ¿El Panal? ¿Dónde aprendiste eso, niño?
Pedernal echó a andar.
—Conocía una canción sobre las estrellas. También conozco una sobre la luna. —Tarareó una melodía que Sílex apenas logró distinguir, pero cuya dolorosa dulzura le erizó el vello de la nuca—. No recuerdo la letra. Pero cuenta que el arquero luna bajó a buscar las flechas que había disparado a las estrellas…
—Pero la luna es una mujer… ¿No es eso lo que cree la gente alta? —Sus palabras le sonaban irónicas, pues el niño era un poco más bajo que él, pero eso no disminuyó su confusión—. Mesiya, la diosa luna.
Pedernal rio con la pura alegría de un chiquillo ante la necedad de los adultos.
—No, es el hermano menor del sol. Todos lo saben.
Reanudó la marcha, disfrutando del alboroto de una calle llena de gente y lugares interesantes, y Sílex tuvo que darse prisa para volver a alcanzarlo, seguro de que acababa de ocurrir algo importante, pero sin saber lo que era.