39
Víspera de Invierno
BAILANDO PARA EL INVIERNO
Polvo, polvo, hielo, hielo
Ella usa huesos en vez de ojos
Ella espera a que cese el canto
Oráculos de Osario
Acertijo cantaba con voz asombrosamente buena, y un leve temblor era lo único que delataba el paso de los años. De lo contrario, Briony podría haber pensado que había retrocedido en el tiempo, que volvía a ser una niña sentada en las rodillas de su padre, y el viento rabiaba en los tejados mientras ellos gozaban de cálida protección en el gran comedor.
Pero aquellos días habían pasado, se recordó. Nada los traería de vuelta. Y si Tyne había perdido la batalla, era posible que pronto no quedara nadie con vida para recordar esos tiempos.
Acertijo rasgueó el laúd, continuando con la larga y triste historia del príncipe Caylor y la Doncella Herida.
Entonces vio por vez primera a la doncella sangrante.
El viejo bufón cantó, narrando la entrada del caballero en el Sitio de Siempre Invierno.
Pensó que estaba malherida, incluso muerta, y su noble corazón
se contrajo de pesar, pues temía que ese capullo se marchitara
sin que un beso lo hubiera saboreado, o el arte lo hubiera eternizado;
mas ella abrió los ojos, y sonrió al verle allí,
aunque triste languidecía su bella faz,
(perla fulgente sobre el cojín de una melena áurea)
y él pensó que ninguna emperatriz del sur podía igualar ese encanto.
El corazón de Caylor voló al pecho de ella como un halcón sin capucha,
y el turbado caballero no supo si era maldición o bendición.
Briony no sólo estaba sorprendida de que Acertijo aún pudiera cantar, sino de que Matty Tinwright hubiera compuesto una letra tan elegante. El joven poeta estaba en el extremo de una de las mesas frontales, cerca del taburete de Acertijo, con el aire de saber que había logrado algo memorable.
Era una mejoría en comparación con sus espantosos y lúgubres himnos de alabanza a la princesa, en que la comparaba con una deidad virginal, usando rimas forzadas. No había muchas palabras que rimaran con «benévola» y «virgen». Estaba impresionada y complacida. Le había dado un puesto a Tinwright para irritar a Barrick y para divertirse, pero quizá demostrara que era un auténtico poeta.
A menos, pensó, que haya plagiado todo esto de una fuente oscura.
No, era Víspera de Invierno. Tenía que ser caritativa. Incluso le diría una palabra amable, aunque sin exagerar, pues de lo contrario él la perseguiría toda la noche para adularla.
Al punto juró Caylor ser su esclavo,
declaró que mundos enteros derrumbaría a su pedido,
mas ella meneó la blonda cabeza con aire de reproche,
y alzó las manos, los brazos blancos en mangas ensangrentadas:
«Buen caballero, ni mundos ni palabras me conquistarán.
Sólo seré tuya si me liberas de esta herida que me roba la vida.
Un año ha que ofendí al altivo Cuervo, príncipe de las aves,
y él perforó mi pecho con este cuchillo atroz y lento.
Los galenos de la corte de mi padre no pueden sanar ni aliviar
la herida que el cruel puñal me infligió, ni detener esta efusión carmesí».
Briony incluso le sonrió a Acertijo, que apenas lo notó. Disfrutaba tanto de este momento de atención que parecía olvidar que debía su posición a la familia real, no a los cortesanos, que lo consideraban aburrido. Aun así, era el centro de todas las miradas, o tendría que haberlo sido, y se regodeaba en ello.
Los nobles allí reunidos eran gente extraña para Briony. La conversación era tirante, y muchos cuchicheaban y otros hablaban con voz demasiado estridente, aun teniendo en cuenta que estaban achispados.
Los Tolly y sus aliados habían declarado que consideraban el banquete un insulto a la memoria de Gailon y no se habían presentado. Se había bebido más de lo que cabía esperar en Víspera de Invierno, y todos empinaban el vino con especias como si esperasen lo peor y pronto, pues los rumores sobre el posible destino del ejército de Marca Sur habían circulado por el castillo toda la noche, y las historias de terror y derrota volaban a todos los rincones como blancas polillas escapando de un ropero largo tiempo cerrado. Briony había tenido que calmar a Rose y Moina, pues ambas lloraban pensando que serían violadas por monstruos.
Sí, y también pensaban que Dawet y sus hombres de Hierosol las violarían, pensó Briony con amargura. Esa misma noche. Y fueron muy poco útiles para mí o los demás…
Dejó de pensar en la muerte de Kendrick, y se aferró en cambio al recuerdo de Dawet dan-Faar. Rodeada por caras rojas y ebrias, añoraba su compañía, aunque no con sentimientos románticos. Miró en torno como si ese pensamiento pudiera ser obvio para quienes la rodeaban, pero los nobles estaban ocupados lamiéndose los dedos grasientos y pidiendo más vino. No, habría sido un placer por la agudeza de su ingenio. Dawet no divagaba, y siempre estaba alerta. Dudaba que bebiera, y aun en tal caso, seguro que no le afectaba tanto…
Por todos los dioses, ¿qué haremos? ¿Cómo nos salvaremos? Esta pregunta la carcomía desde que Brone le había dado la noticia y ya no podía mantenerla a raya. Ni siquiera toleraba pensar que algo le hubiera sucedido a Barrick, pero tenía que aceptar la posibilidad de que Tyne Aldritch y su ejército hubieran fracasado. ¿Y entonces? ¿Cómo podían ella y sus nobles prepararse para el asedio de una hueste tan misteriosa?
Mientras sus pensamientos oscilaban entre los ausentes (no podía haber imaginado una Víspera de Invierno tan fría, tan despojada de familiares) y las criaturas malévolas que ahora parecían estar separadas del castillo sólo por la angosta protección de la bahía, Briony recordó que había prometido que esa noche vería a su madrastra Anissa. Sintió la tentación de enviar a un sirviente para presentar sus disculpas, pero al mirar en torno y ver las caras abotargadas y excesivamente alegres de los que todavía se mantenían erguidos, las sobras desparramadas en las mesas —huesos y trozos de piel y charcos de vino tinto como restos de una espantosa batalla—, decidió que lo mejor sería salir a tomar aire, y que una visita a su postrada madrastra, que estaba a pocos días del parto, sería la excusa más aceptable.
Aunque le costó trabajo, logró sentir una pizca de compasión por Anissa. Si Briony se sentía tan impotente, empuñando las riendas del reino, cuánto peor debía sentirse su madrastra, embarazada y obligada a interpretar los rumores conflictivos que llegaban a su torre.
Una perezosa ola de aplausos y unas ovaciones ebrias le llamaron la atención: la canción había terminado. Briony se avergonzó al comprender que se había perdido la mayor parte.
—Excelente —declaró, batiendo las palmas—. Excelente interpretación, buen Acertijo. Uno de los mejores entretenimientos que hemos tenido en muchos años.
El viejo sonrió.
—Sírvele —le dijo Briony a un paje—, pues ese espléndido canto debe provocar mucha sed.
—El mérito no es sólo mío, alteza —dijo Acertijo, aceptando la copa—. Recibí la ayuda…
—De maese Tinwright, sí. Nos lo dijiste, y también para él van mis felicitaciones. Habéis insuflado nueva vida a una vieja y querida historia. —Trató de recordar cómo terminaba la leyenda de la Doncella Herida, esperando que Tinwright no hubiera adoptado un enfoque moderno del final que ella desconocía, porque así quedaría en evidencia que no había prestado atención—. Como Caylor, habéis encontrado la canción que cura el espantoso acto del príncipe Cuervo.
Al parecer había acertado. Tinwright parecía dispuesto a arrojarse a sus pies y ser su escabel.
Sí, pero tampoco encontrará una rima aceptable para eso, pensó, a pesar de su empeño en ser caritativa.
Se levantó con un susurro de enaguas.
—Ahora debo irme y llevar el anuncio de la nueva estación a mi madrastra, la reina Anissa. —Los que aún podían hacerlo también se levantaron—. Sentaos, por favor. El banquete no ha concluido. Sirvientes, haced fluir el vino hasta mi regreso, para que nuestros invitados puedan celebrar el calor que recobró el Huérfano. Recordad, no hay estación tan oscura que no vea el regreso del sol.
Los dioses me protejan, pensó mientras enfilaba hacia la puerta con su gran falda anillada. Ya estoy hablando como un personaje de Tinwright.
Heryn Millward, el joven soldado de Muro de Suttler, era uno de los dos guardias que la acompañaban esa noche; el otro era un sujeto un poco mayor, barbado y taciturno. Se acordó de desearles buenos augurios para esa noche y el día santo de mañana. Esta cortesía era un modo de disimular su impaciencia ante la lentitud con que caminaban, entorpecidos por la armadura y las alabardas.
Acababa de cruzar el patio externo e iba a llegar a la residencia de Anissa en la Torre de la Primavera cuando alguien salió de las sombras. Su corazón dio un brinco y sólo reconoció al intruso justo antes de que el joven Millward lo ensartara con su alabarda.
—¡Alto, guardia! —exclamó—. ¿Chaven? Zoria misericordiosa, ¿qué estás haciendo? ¡Pudiste haber muerto! ¿Y dónde has estado?
El médico miraba la afilada punta del arma, entre alarmado y avergonzado. Cuando alzó la vista, Briony vio que estaba pálido y ojeroso, y que hacía días que no se rasuraba.
—Mis disculpas por asustaros, princesa —dijo—. Aunque parece que habría sido peor para mí que para vos.
Aunque era un gran alivio verlo, ella no estaba dispuesta a olvidar su enfado.
—¿Dónde estabas? Zoria misericordiosa, ¿sabes cuántas veces ansié hablar contigo en estos últimos días? Siempre fuiste nuestro consejero, además de nuestro médico. ¿Adónde fuiste?
—Es una larga historia, alteza, y no es apropiada para un patio frío y ventoso, pero pronto os contaré todo.
—¡Estamos en guerra, Chaven! Los crepusculares están a nuestras puertas y tú desapareciste. —Los ojos se le llenaron de lágrimas y se los enjugó furiosamente con la manga—. Barrick también se ha ido a luchar contra esas criaturas. Y hay cosas peores, cosas que ignoras. Los dioses te maldigan, Chaven, ¿dónde has estado?
Él sacudió la cabeza lentamente.
—Merezco esa maldición, pero sobre todo porque he sido necio. Procuraba resolver un enigma siniestro… más de uno, a decir verdad… y todo llevó más tiempo del que había calculado. Sí, sé lo que pasa con los crepusculares, y con Barrick. Estuve ausente de la corte, pero los rumores llegan a todas partes.
Ella alzó las manos con exasperación.
—Enigmas… ¡Ya hay demasiados enigmas! En todo caso, ahora voy a ver a mi madrastra. Debo hacer eso antes de que podamos hablar.
—Sí, también lo sé. Y creo que debo acompañaros.
—Le falta poco para dar a luz.
—Otro motivo para que yo vaya.
Briony indicó a los guardias que bajaran sus armas.
—Ven, pues. Beberé una copa con ella, y luego nos iremos.
—Quizá no sea tan rápido, alteza —sugirió Chaven.
En esa noche larga y funesta, Briony no tenía paciencia para pensar qué significaban esas palabras.
* * *
No había un modo apropiado de prepararse para morir, pensó Sílex, pero ésta era la segunda o tercera vez en pocos días que debía intentarlo.
—No quiero —murmuró. Las criaturas de ojos amarillos lo miraban sin emoción, y las puntas de sus lanzas formaban un anillo de destellos mate a la luz grisácea.
—Claro que no —dijo Gil, el extraño hombre que lo acompañaba—. Todo lo que vive se aferra a la vida. Hasta mi gente, creo.
Sílex inclinó la cabeza, pensando en Ópalo y el niño, en cuán poco significaba esto, cuán tonto y antinatural era en comparación con su vida con ellos. Hubo un latido creciente, y tuvo la certeza de que era su corazón acelerado. Luego reconoció el sonido y alzó la vista, no con esperanza sino con fastidio, porque no quería prolongar esa horrible espera.
El hombre, si era un hombre, iba a lomos de uno de los caballos más grandes que Sílex había visto: él apenas le llegaba a las rodillas. El jinete también era corpulento, pero no monstruoso, vestido con una armadura que parecía carey bruñido, gris y azulado. Una espada colgaba en el flanco del recién llegado; bajo el brazo llevaba un yelmo con forma de cráneo de animal, una criatura irreconocible de colmillos largos.
Pero la parte más extraña era el rostro. Por un momento Sílex pensó que el alto jinete llevaba una máscara de marfil, pues aparte de los ojos rojos no había rasgos bajo la frente pálida, sólo una protuberancia vertical en vez de nariz y una franja lisa y blanca hasta la barbilla. Sólo cuando vio el cuello blanco bajo esa barbilla, cuando el desconocido miró a Gil de arriba abajo, Sílex se convenció de que no era una máscara.
—Su nombre es Gyir Farol de Tormentas —anunció Gil—. Dice que debemos seguirlo.
Sílex soltó una risotada que aun a él le raspó los oídos. O Gil o él habían enloquecido, o el mundo.
—¿Dice? ¡No tiene boca!
—Habla. Yo siento sus palabras en mi interior. ¿Tú no lo oyes?
—No. —Sílex estaba cansado, tan exhausto como si sus huesos estuvieran saturados de minerales que los hubieran transformado en roca. Cuando el jinete sin rostro volvió grupas hacia la ciudad y los guardias azuzaron a Sílex con sus lanzas, marchó delante de ellos, pero sin fuerzas ni voluntad para apurar el paso, a pesar de esas afiladas puntas.
* * *
La plaza de los Tres Dioses estaba tapizada con paños oscuros, así que los edificios estaban ocultos en velos de sombra aún bajo la luz de muchas antorchas. Ella los aguardaba ante la escalinata del templo, sentada en una sencilla silla de respaldo alto tomada de la casa de un mercader, a la que había investido de la dignidad de un trono.
Era alta como Gyir, pero de aspecto más y menos normal; tenía una belleza exótica y crispada, y su cara morena y sus ojos brillantes parecían trascender lo humano. Cuando ladeó la cabeza para escuchar un sonido que Sílex no podía oír, o para mirar la plaza, escrutando las legiones que descansaban en el suelo, resultó evidente que era tan extraña como alguien visto a través del agua o de un cristal grueso.
Estaba vestida para la guerra con una armadura de placas negras erizada de largas púas, sobre todo la espalda y los hombros, así que desde lejos costaba discernir su forma. Ahora que estaba de rodillas ante ella, Sílex notó que tenía dos brazos y dos piernas y una esbelta silueta femenina, pero le costaba mirarla largo tiempo. Irradiaba un poder aterrador que le obligaba a desviar los ojos.
Yasammez, la había llamado Gil mientras hacía una reverencia de sonámbulo. Su ex amante, había dicho antes. No le había vuelto a hablar desde que se había arrodillado para saludarla, ni ella a él.
La alta mujer de cabello negro y trenzado alzó una mano con guantelete y dijo algo en esa lengua desconocida, con una voz grave como la de un hombre, pero dotada de su propia música. Sílex sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Esto es una pesadilla, chilló una parte de él, tratando de explicar lo imposible, pero esa parte estaba sepultada en lo más profundo y apenas podía oírla. Una pesadilla. Despertarás pronto.
—Quiere el espejo —dijo Gil, poniéndose de pie.
Sílex ni siquiera pensó en resistirse. Sacó el círculo de hueso y cristal plateado, lo ofreció. No lo cogió la mujer sino Gil, que se lo entregó a ella con otra reverencia. Ella lo alzó a la luz de las antorchas y por un instante el cavernero creyó ver una expresión de furia en ese rostro enjuto y pétreo. Ella habló de nuevo, una larga disquisición de chasquidos y murmullos.
—Ella dice que honrará su parte del pacto y enviará el espejo a Qul-na-Qar, y que por el momento no habrá más exterminio de mortales, a menos que el Pueblo se vea obligado a defenderse.
Ella habló de nuevo, y Gil respondió, con mayor fluidez, en esa misma lengua.
—Ella me habla como si yo fuera el rey —le dijo Gil a Sílex—. Dice que mediante el éxito de este acto, he ganado una breve tregua para los mortales. Le dije que el rey habla por mi intermedio, pero sólo de lejos, que yo no soy él.
¿Rey? ¿Lejos? Sílex no entendía nada. Esa opresiva extrañeza le daba ganas de llorar, pero también había en él cierta obstinación, como la roca que estaba en el nombre y el corazón de su gente, un resabio de espíritu que se negaba a demostrar temor ante esas criaturas bellas y salvajes.
Yasammez extendió el brazo, sosteniendo el espejo en sus largos dedos. La criatura sin rostro llamada Gyir Farol de Tormentas avanzó hacia ella para recibirlo. No dijeron ni una palabra, al menos ninguna palabra que Sílex pudiera oír. Gyir se inclinó mientras guardaba el espejo en su morral, y extendió los dedos sobre los ojos en un gesto ritual antes de montar su gran caballo gris.
—Yasammez le ordena que se lo lleve deprisa al ciego de Qul-na-Qar —explicó Gil, como si entendiera órdenes silenciosas además de habladas—. Dice que si algo le ocurre a la reina que está dentro del espejo, hará que toda la tierra llore sangre.
Sílex sacudió la cabeza. Le costaba prestar atención. La situación lo superaba.
Gyir montó y espoleó al caballo. La bestia hundió los cascos en la tierra de la plaza del Templo y jinete y montura se perdieron de vista tan rápidamente como si fueran marionetas súbitamente arrancadas del escenario.
Al cabo de un largo silencio, la mujer, diosa o monstruosidad femenina llamada Yasammez volvió a hablar, y su voz zumbaba como las alas de un colibrí.
Gil escuchó en silencio. La mujer lo miró a él y miró al cavernero (sus ojos fulguraban como llamas gemelas en una caverna oscura, y Sílex desvió la vista para no ser succionado por esa caverna y perderse para siempre), y al fin el compañero de Sílex habló.
—Yo debo quedarme —dijo, sin alegría ni tristeza, aunque algo parecía haber muerto en su voz—. Tú debes irte, pues hay tregua.
—¿Tregua? —atinó a decir Sílex—. ¿Qué significa eso?
—No importa. Los mortales no causasteis la tregua y no podéis cambiarla. Pero el lugar llamado Marca Sur no sufrirá daño. —Hizo una pausa mientras Yasammez decía una frase cortante en su lengua—. Por ahora —aclaró Gil.
Unas manos ásperas aferraron a Sílex y lo pusieron a lomos de un caballo, y al cabo de instantes la avenida del Mercado y la ciudad echaron a volar a ambos lados. No llegó a ver al jinete con armadura que iba detrás, sólo los brazos que empuñaban las riendas. Como el huérfano del cuento más amado por la gente alta, no osó mirar atrás hasta que lo arrojaron sin mayor ceremonia en la playa, junto a las cavernas.
Sílex sabía que debía tratar de recordarlo todo. Sabía que era importante; su hijo había estado a punto de morir por ese espejo y el pacto que representaba, pero por el momento sólo atinó a arrastrarse hasta el túnel más próximo para dormir un poco y recobrar las fuerzas para regresar a Cavernal.
* * *
Briony condujo a Chaven por la vereda cubierta hacia el patio de baldosas que había frente a la Torre de la Primavera. Los dos guardias que se apoyaban en la puerta se enderezaron sorprendidos al verla. Le fastidiaba esta visita que la obligaba a postergar la conversación con Chaven, así que se olvidó de dar los buenos augurios al nuevo par de guardias, pero se acordó en la escalera y se prometió que subsanaría su omisión al salir.
Subieron hasta la puerta y llamaron. Pasó un largo rato hasta que abrieron. Vieron un ojo y un fragmento de cara.
—¿Quién es?
—La princesa regente —dijo Briony con impaciencia—. ¿Puedo pasar?
Selia, la doncella de Anissa, abrió y retrocedió. Briony entró en la residencia; sus dos guardias, tras echar una ojeada a la habitación, se apostaron frente a la puerta. Selia miró a la princesa como avergonzada de haberle cerrado el paso, pero se sorprendió al ver a Chaven.
Yo también me sorprendí, pensó Briony. Supongo que ellas tampoco lo han visto en todo este tiempo.
—He venido como invitada, para brindar por Víspera de Invierno con mi madrastra —le dijo a la joven.
—Está por allá. —El acento devonisio de Selia era un poco más fuerte, como si la sorpresa surtiera ese efecto. La habitación estaba a oscuras excepto por las llamas bajas del hogar y algunas velas, y no se veía a la habitual multitud de criadas, ni siquiera a la comadrona. Briony se acercó a la cama y corrió las cortinas. Su madrastra dormía con la boca abierta y las manos sobre el vientre. Briony le tocó el hombro.
—¿Anissa? Soy yo, Briony. He venido a brindar contigo y desearte un buen Día del Huérfano.
Anissa abrió los ojos, pero por un momento no pareció ver nada. Luego reconoció a su hijastra y se sorprendió tanto como Selia al ver a Chaven.
—¿Briony? ¿Qué haces aquí? ¿Barrick está contigo?
—No, Anissa. Se ha ido con el conde de Costazul y los demás, ¿recuerdas?
La menuda mujer trató de incorporarse, gruñó, y al fin se acodó sobre los cojines y logró erguirse.
—Sí, claro. Estoy medio dormida. ¡Este niño me hace dormir todo el tiempo! —Miró a Briony de arriba abajo, frunció el ceño—. ¿Qué te trae por aquí, querida niña?
—Tú me invitaste. Es Víspera de Invierno, ¿no te acuerdas?
—¿Yo te invité? —Miró la habitación—. ¿Dónde están Hisolda y las demás? Selia, ¿por qué no están aquí?
—Les pedisteis que se fueran, señora. Todavía tenéis mucho sueño y no lo recordáis.
Anissa vio a Chaven y de nuevo se sorprendió.
—¿Doctor? ¿De veras es usted? ¿Por qué está aquí? ¿Hay algún problema con el niño?
Él se acercó a la cama.
—No, no lo creo —dijo, pero sin su buen humor habitual.
Anissa reparó en ello y se puso tensa.
—¿Qué? ¿Qué sucede? Debe contármelo.
—Lo haré —dijo Chaven—. Si la princesa regente me concede un momento. Pero creo que primero debe llamar a los guardias.
—¿Guardias? —Anissa intentó levantarse. Estaba pálida, y su voz era cada vez más estridente—. ¿Por qué los guardias? ¿Qué está pasando? ¡Dígamelo! ¡Soy la esposa del rey!
Briony estaba totalmente desconcertada, pero permitió que Chaven fuera hasta la puerta para invitar al joven Millward y su barbado camarada, que parecían más nerviosos por estar en la alcoba de la reina que si se enfrentaran a un enemigo armado. Selia se acercó a la cama. Los pies de la reina colgaban sin llegar al suelo. La doncella rodeó los hombros de Anissa con un brazo protector y miró a Chaven con expresión desafiante.
—Me estáis asustando —dijo la reina, con acento más pronunciado—. Briony, ¿qué haces aquí? ¿Por qué me tratas así?
Briony no respondió, pero se preguntó si no había sido imprudente permitir que Chaven actuara a su antojo. Quizá hubiera desaparecido porque estaba trastornado. Buscó los ojos del joven Millward y procuró darle a entender que estuviera pendiente de sus órdenes, no las del médico.
—Si sois inocente, majestad, os suplicaré perdón. Y de ninguna manera os dañaré a vos ni a vuestro hijo. Sólo quiero mostraros algo. —Chaven metió la mano en el bolsillo y extrajo un objeto gris de la longitud del pulgar de un niño. Ahora que el médico estaba expuesto a la luz, Briony notó que su ropa estaba sucia y harapienta. Sintió otra punzada de duda.
Chaven alzó la piedra y Anissa y Selia se espantaron como si fuera la cabeza de una serpiente venenosa.
—¿Qué es? —preguntó Anissa.
—Ésa es la gran pregunta —dijo Chaven—, y he trabajado con empeño para responderla. En estos días conocí sitios extraños y gente extraña, pero lo averigüé. En el sur lo llaman kulikos. Es una especie de piedra mágica que se encuentra con frecuencia en el continente meridional, aunque en ocasiones llegan a Eion, para desgracia de muchos.
—¡No me toque con eso! —chilló Anissa, y aunque Briony estaba desconcertada por la actitud del médico, notó que su madrastra reaccionaba exageradamente.
Chaven miró a Anissa con severidad.
—Ah, veo que sabéis algo sobre estas cosas. Pero si no habéis hecho nada malo, no hay nada que temer.
—¡Trata de echar una maldición a mi bebé! ¡El hijo del rey!
—¿A qué viene todo esto, Chaven? —preguntó Briony—. Ella está a punto de dar a luz. ¿Por qué la estás asustando?
—Me explicaré, Briony… alteza. Uno de los operarios de la tumba de vuestro hermano me trajo esta piedra porque la consideraba extraña. Confieso que al principio no le di importancia, lamentablemente, pues tenía muchas cosas en la cabeza tras la muerte de Kendrick. Sé que no soy el único.
Briony miró a las dos mujeres acurrucadas en el borde de la cama. El ambiente estaba enrarecido, como si una tormenta en ciernes hiciera chisporrotear el aire.
—Adelante, al grano.
—Algo en este objeto me inquietó, y empecé a preguntarme si sería uno de esos objetos mencionados en algunos de mis libros más antiguos. Descubrí que el lugar donde lo habían hallado estaba en línea directa entre la ventana de una habitación cercana a los aposentos de Kendrick y la Torre de la Primavera, la torre donde nos encontramos ahora, un edificio destinado a la residencia de la esposa del rey y su servidumbre.
—Está diciendo locuras —gimió Anissa—. Hazlo callar, Briony. Estoy muy asustada.
El médico la miró, pero Briony estaba intrigada y quería oír el resto.
—Las ventanas de esos aposentos son muy altas —le recordó—. Brone las revisó todas. No había quedado ninguna soga.
—Sí. —La habitación estaba caldeada. Chaven sudaba, y su frente brillaba a la luz de las velas—. Con lo cual resulta aún más extraño que yo encontrara la huella de algo que había caído en el suelo del borde del jardín bajo esa ventana. La marca era profunda, así que no había desaparecido, aunque habían transcurrido varios días.
Briony le clavó los ojos.
—Un momento, Chaven. ¿Estás sugiriendo que Anissa, una mujer embarazada con el hijo del rey, saltó de la ventana de arriba? ¿Hasta la linde del jardín? ¿Que mató a Kendrick y los guardias, y luego saltó y escapó? —Extendió la mano, disponiéndose a ordenar a los guardias que lo arrestaran—. Es una locura.
—Sí, haz que se vaya —gimió Anissa—. ¡Briony, sálvame!
—Está asustando a mi señora la reina —exclamó Selia—. ¿Por qué los guardias no lo detienen?
—Ciertamente es una locura creer semejante cosa, alteza —convino Chaven. Parecía muy tranquilo para estar loco—. Por eso deberíais oír toda mi explicación antes de tratar de entender. Yo sabía que no lograría que nadie creyera semejante historia (yo mismo no la creía), pero estaba asustado e intrigado por lo que había aprendido sobre las piedras kulikos. Decidí averiguar más. Fui en busca de conocimiento, y al fin lo encontré, aunque el precio fue elevado. —Se enjugó la frente con la manga andrajosa—. Muy elevado. Pero lo que aprendí fue que en el sur de Eion creen que una piedra kulikos invoca a un espíritu terrible. Tan poderosa es esta brujería antigua y oscura, tan atroz, que en muchos lugares la mera posesión de estas piedras significa la muerte instantánea para el dueño.
Al escuchar esas palabras a la luz de la vela, Briony tuvo la sensación de encontrarse en un cuento. No un cuento de heroísmo y recompensa celestial como el que Acertijo había cantado en el banquete, sino algo más antiguo y siniestro.
—¿Por qué le dice estas tonterías a mi señora cuando ella no está bien? —preguntó Selia con voz estridente—. Aunque alguien haya hecho algo malo y luego haya pasado frente a la torre donde ella vive, ¿qué tenemos que ver nosotras? ¿Por qué le dice eso a ella?
Los guardias apostados junto a la puerta murmuraban entre sí, confundidos e intimidados. Briony no podía permitir que esto se prolongara.
—Habla de una vez, Chaven —ordenó.
—Muy bien. He aprendido que hay algo interesante en el espíritu asesino del kulikos. Es hembra, siempre hembra. Cuando lo convocan, sólo habita cuerpos de mujer.
—¡Una locura! —exclamó Anissa.
—Y es un arma favorita entre las brujas de Xand y las tierras meridionales de Eion, tierras como Devonis.
Anissa extendió las manos hacia su hijastra. Briony se echó hacia atrás, sin poder evitarlo.
—¿Por qué le dejas decir esas cosas, Briony? ¿No he sido siempre amable contigo? ¿Acaso soy una bruja porque soy de Devonis?
—Es fácil de descubrir —declaró Chaven. Acercó el objeto gris a la esposa del rey—. Aquí está la piedra. Miradla. Alguien la usó para asesinar al príncipe regente y la desechó después de agotar su poder, pero sin duda aún conserva una pizca de esa magia oscura. Tocadla, majestad, y si tenéis algo que ocultar, la piedra lo mostrará. —Acercó la piedra al brazo desnudo de Anissa, que trató de escabullirse como si fuera una brasa ardiente, pero no se pudo deshacer del abrazo protector de su doncella.
—¡No! —Selia le arrebató la piedra a Chaven y se la apretó contra el pecho. Él la miró sorprendido—. Esto no es necesario —declaró la doncella, y luego barbotó algo en un idioma que Briony no reconoció, un grito breve y agudo como el de un halcón lanzándose sobre su presa.
Briony trató de decir algo, de insultar a la joven por interponerse, pero un cambio en el aire le impidió hablar, un frío que llenaba y tensaba sus oídos como si hubiera hundido la cabeza en el agua.
—No hay necesidad de esto, ni de nada más. —La voz de Selia parecía llegar desde lejos—. No me deshice de la piedra tal como un hombre se deshace de una doncella cuando deja de ser doncella. Estaba cansada y se me cayó, y cuando tuve las fuerzas para volver a buscarla, había desaparecido. —La muchacha elevó la voz en un grito triunfal, áspero, pero aún sofocado por la extraña tensión del aire—. Nadie se deshace de una piedra kulikos, hombrecito. ¡No por elección! —Selia se puso la piedra en la boca.
Su rostro se borroneó y se alteró, y la piel se encogió a la lumbre de las velas mientras algo más oscuro crecía desde el interior. En pocos segundos la oscuridad devoró la luz en todo su cuerpo, como si alguien hubiera arrojado una piedra a un arroyo donde la muchacha se reflejaba, enlodando la superficie. El aire sofocante de la cámara empezó a moverse, pero en vez de traer alivio se aceleró, una brisa que se transformó en vendaval, luego en borrasca, arremolinándose tan rápidamente que Briony sintió la mordedura del polvo en la piel. Los guardias gritaron de sorpresa y terror, pero ella apenas los oía.
Las velas se apagaron. Sólo quedaba la luz del hogar, y las llamas se inclinaban hacia la forma oscura que crecía delante de la cama, la forma que había sido la bonita Selia. Anissa soltó un grito agudo. Briony trató de llamar a Chaven, pero algo había tumbado al médico, que yacía inmóvil en el suelo, quizá muerto. Una mezcla de olores llenaba la habitación: metal caliente, lodo y sangre, pero sobre todo sangre, potente, pesada, agria.
Extrañamente, Briony aún podía entrever a la doncella de Anissa en ese espanto, un contorno en el centro que evocaba su forma, un destello de sus rasgos en esa máscara tosca y oscura, pero ante todo era un borrón, una cosa fluctuante y sombría acorazada como un cangrejo o una araña, pero irregular y antinatural. Placas afiladas y púas de piedra molida y otras cosas duras crecían y se solidificaban, como si ese engendro se construyera a sí mismo a partir del polvo arremolinado.
Unos ojos centellearon en el rostro oscuro e inestable, y la criatura alzó una mano imposiblemente larga. Avanzó sobre Briony, haciendo chasquear garras semejantes a guadañas. Ella retrocedió, muerta de miedo, sabiendo con certeza quién había matado a su hermano Kendrick. No tenía armas y llevaba un vestido ridículo. Estaba perdida.
Cogió un pesado candelabro y lo alzó, pero la cosa se lo arrebató con una de sus pinzas y lo estrelló. Algo pasó junto a ella; una larga lanza chocó contra el vientre de la cosa y la obligó a retroceder.
—¡Corred, alteza! —gritó el joven Millward, tratando de dominar al monstruo con la punta de su alabarda, como si fuera un jabalí—. ¡Lew, ayúdame!
Su camarada tardó en acercarse; cuando hubo dado unos tímidos pasos en la cegadora tormenta de polvo, la cosa había partido la alabarda de Millward como si fuera un trozo de caramelo y se había liberado. Se abalanzó sobre el segundo guardia y esquivó la pica. En vez de correr, Briony miraba hipnotizada. ¿Por qué los guardias no desenvainaban sus espadas? ¿Quién era tan tonto como para luchar con esas armas largas en una habitación pequeña? La aparición desgarró la cintura del segundo guardia con sus zarpas y él cayó, aferrándose la armadura despedazada, derramando sangre negra como brea.
La cosa se interponía entre Briony y la puerta. Su indecisión la había dejado atrapada. Creyó ver algo que se movía detrás de esa forma monstruosa. ¿Era Chaven, escapando? El joven Millward había desenvainado la espada; atacó al monstruo, pero éste no cedió terreno, soltó un silbido ensordecedor, un sonido de piedra raspando piedra más que el aliento de un animal viviente, y se hundió en sí mismo; su forma sombría se tornó más oscura y espesa. Por un segundo Briony creyó ver el rostro de Selia, triunfal y desquiciado, los labios arqueados en un silencioso grito de júbilo.
El joven guardia saltó hacia delante, gritando de terror mientras lanzaba estocadas. Por un momento pareció que la había herido. El engendro se redujo a proporciones casi humanas y extendió las garras como manos implorantes, y el oscuro rostro era una boca gemebunda y desdentada. De pronto lanzó un zarpazo y Heiyn Millward se desplomó de espaldas. Su cara era una ruina roja, y brotaba sangre del agujero de su cuenca ocular.
Briony apenas podía respirar, con el corazón a punto de estallar de terror. El demonio kulikos avanzaba hacia ella, una forma difusa donde sólo se distinguía el destello de los ojos mientras las zarpas curvas se abrían y cerraban una y otra vez. Briony tropezó y cayó al suelo, buscando desesperadamente un banco, algo para mantener a raya esos terribles cuchillos. Cerró la mano sobre algo, pero era sólo el mango de la alabarda de Millward, un trozo de madera astillada. La alzó delante de ella, sabiendo que sería como un mango de escoba contra la fuerza de esas espantosas zarpas ganchudas.
Un capullo de llamas se elevó en el aire detrás de la cosa, aureolándola de tal modo que cobró un nuevo aspecto. Ya no era una pesadilla oscura y lodosa sino un demonio de fuego de los pozos del reino más profundo de Kernios. Una lluvia de chispas y fogonazos cayó sobre la turbia cabeza y los hombros. La criatura soltó un aullido de sorpresa que a Briony le revolvió las entrañas. Se volvió para atacar a Chaven, que retrocedió para esquivar las zarpas, arrojando el brasero de hierro con sus manos chamuscadas. Las llamas saltaron sobre el cuerpo de la cosa y coronaron su cabeza amorfa, elevándose hasta lamer el techo. Retrocediendo, arrancó las cortinas de la cama, enredándose como un oso en una red. La tela diáfana chisporroteó y se arremolinó y las llamas se le pegaron. La forma sombría se contorsionó, agitando las zarpas, y el rostro de Selia reapareció, torcido en una mueca de alarma. Rasgó las cortinas llameantes y trató de liberarse. Con fría furia, Briony embistió empuñando la alabarda rota con ambas manos, y la hundió con todas sus fuerzas en el centro del monstruo. Fue como chocar contra una columna de piedra, y Briony cayó hacia atrás por el impacto, mareada, pero el engendro abrió la boca y algo echó a volar y rebotó en el suelo.
La bestia kulikos volvió a aullar, dolorida y aterrada, pero el aire se llenó de chispas y polvo arremolinado. El viento que le había dado existencia ahora parecía despedazarla.
Briony trató de levantarse, pero el gemido chirriante de la bestia, tan estridente que amenazaba con aflojar las vigas del techo, la hizo tropezar y caer de nuevo, y así las zarpas le erraron y ella sobrevivió. La cosa que había sido Selia se arrojó al suelo, gimiendo mientras buscaba la piedra kulikos. Estaba envuelta en llamas, pero en su centro las esencias humana y demoniaca estaban confundidas, fluctuando y ondeando en medio del humo. Se irguió, siseando triunfalmente, pero lo que aferraba en sus garras era sólo un dedal, que quizá hubiera pertenecido a la doncella. Soltó esa cosa plateada y retrocedió convulsivamente con un bramido de dolor y desesperación. La cara de Selia era una máscara de agonía. La alabarda rota temblaba en su pecho, y la herida era un boquete ardiente. Cayó contra la cama y el dosel se desplomó sobre ella, un manto de fuego rugiente. La sombra berreó y pataleó mientras el fuego crecía; con un aullido que por primera vez parecía humano, cayó hacia delante y quedó tendida en el suelo, retorciéndose en las llamas.
En el repentino silencio, Briony tuvo la sensación de que la habían llevado a la luna, a un país desde donde nunca regresaría a la vida que conocía. Miró esa cosa envuelta en cortinas ardientes, y el fuego que ahora humeaba en las alfombras. Cuando estuvo segura de que había dejado de moverse, recogió una bacinilla y la vació sobre la forma ardiente, extinguiendo el grueso de las llamas y sumando el tufo de la orina hirviendo al espantoso olor a fuego y sangre. Chaven se arrastró hacia ella, las manos ennegrecidas, la cara estirada en un rictus de dolor.
—No apagues todo —graznó—. No tendremos luz.
Distraídamente, como si otra persona habitara su cuerpo, Briony encontró una vela y la encendió con un trozo de cortina, luego terminó de extinguir el fuego. Encendió otra vela. No estaba llorando, pero no le faltaban ganas.
—¿Por qué?
Chaven meneó la cabeza.
—Fui un tonto. Como la doncella enfermó antes de la muerte de Kendrick, y después, pensé que había contraído la misma fiebre que postró a Barrick. Ahora veo que sólo estaba preparando el terreno para justificar la debilidad que la dominaría después de usar el kulikos. Pensé que la bruja era Anissa y traté de inducirla a confesar. No sabía que la piedra podía volver a funcionar sin mayores preparativos, sin necesidad de un encantamiento complejo…
—No, pregunto por qué mató a Kendrick. ¿También pensaba matarme a mí?
Chaven miró esa masa húmeda y calcinada. Corrió un extremo de la cortina. Briony se sorprendió al ver la cara muerta de Selia, los ojos desorbitados, la boca abierta. El hechizo que había dominado a la muchacha había pasado, dejando sólo lo que había sido, salvo un residuo de polvo, hollín y ceniza sobre su piel, apelotonados en un lodo pestilente.
—Sí, te habría matado, quizá con veneno… y también a Barrick, si hubiera estado contigo. Tu madrastra no te invitó aquí, sino Selia. Por eso Anissa estaba tan confundida. ¿Por qué lo hizo? En realidad, deberíamos preguntarnos para quién, y no tengo respuesta. —Se miró las manos negras y ampolladas—. Estaba seguro de que era Anissa…
De pronto ambos se miraron, con el mismo pensamiento.
—¡Anissa! —exclamó ella.
La madrastra de Briony estaba ovillada en el suelo al otro lado de la cama en un charco de agua, como si no hubiera visto lo que había pasado. Deliraba de dolor y se aferraba el vientre.
—Está viniendo —gimió—. El niño. ¡Duele! ¡Madi Surazem, sálvame!
—Consigue ayuda —le dijo Chaven a Briony—. No sirvo para nada con estas quemaduras. ¡Trae a la comadrona! ¡Pronto!
Briony titubeó. La expresión de terror de Anissa la mareaba. Recordó el temor de su madrastra cuando Chaven casi la había acusado de asesinar a su hijastro y esa sensación febril empeoró. El Ratón Gritón, llamaban ella y Barrick a la joven esposa de su padre, burlándose con resentimiento. Nunca volvería a insultar a esa mujer.
Salió con una vela, bajó por la escalera y se las ingenió para no caerse. Una vez abajo, abrió la puerta y encontró a los dos guardias. La miraron de arriba abajo, azorados. No sabía qué aspecto tenía, manchada de ceniza y sangre y cosas peores, pero los guardias parecían aterrados.
No había tiempo para gentilezas ni explicaciones.
—Por todos los dioses, ¿estáis sordos? ¿No oísteis nada de lo que pasaba dentro? Hay gente muerta. La reina está a punto de a luz. Que uno de vosotros suba a ayudar a Chaven, y el otro corra en busca de la comadrona Hisolda. No sé adónde ha ido; tal vez la doncella de Anissa le dijo que se fuera.
—¡Ella y las otras mujeres fueron a la cocina! —dijo uno de los pasmados guardias.
—¡Pues ve a buscarla, maldición! ¡Tráela!
El hombre echó a correr. El otro, aún mirándola como si Briony fuera lo más espantoso que había visto en su corta vida, se giró y subió la escalera a toda prisa.
Pronto verá cosas peores. Briony se quedó bajo las estrellas desnudas, tratando de recobrar el aliento. Oyó cantos que llegaban al patio desierto.
Víspera de Invierno, recordó, pero ahora parecía inexpresablemente extraño. Todo lo que había sucedido antes de esa noche podía haber ocurrido en otro siglo. Sólo quiero dormir, pensó. Dormir y olvidar. Olvidar el momento en que ese engendro oscuro había nacido del polvo y del aire y de una magia perversa, cuando su vieja vida de certidumbre, frágil como era, había desaparecido para siempre. Olvidarse de su madrastra y sus contorsiones de dolor y temor. Los hemos traicionado a todos con nuestra necedad, pensó. Padre, Kendrick, Anissa, todos.
Shaso.
Sintió una punzada de vergüenza. Shaso, encadenado y sufriente. Titubeó un instante (estaba agotada, totalmente agotada), pero se apartó de la pared en que estaba apoyada, de las piedras que para sus músculos exhaustos parecían blandas e invitantes como una cama, y caminó cojeando hacia la fortaleza. Al menos ese error podía enmendarse antes del alba del Día del Huérfano.
Zoria, misericordiosa Zoria, rogó, si alguna vez me amaste, dame un poco más de fuerza.
Al abandonar el patio y entrar en el pórtico, creyó oír pasos a sus espaldas, pero cuando se volvió no había nadie, sólo el sendero desierto en el claro de luna. Siguió andando hacia la fortaleza y el fantasma engrillado de su propio fracaso.