38: Silente

38

Silente

EN EL PRADO OSCURO

Susurra, y verás el parpadeo

Y aleteo de algo veloz

¡Está vivo, está vivo!

Oráculos de Osario

Frente a los aposentos de Luian, Qinnitan aguardaba en el corredor como petrificada por un hechizo, asombrada y derrotada, esperando la muerte.

Al cabo de un rato, su terror se aplacó un poco. No quería rendirse. ¿Y si la oscuridad era como el sueño, y esa cosa enorme y terrible la esperaba allí también? Sólo que en la muerte no habría despertar, no podría escapar de esas fauces negras.

Sacudió la cabeza, se abofeteó las mejillas, trató de espabilarse. Si quería vivir, tendría que escapar del palacio del autarca, una tarea imposible bajo la mirada de todos sus guardias. Y no sólo los guardias: pronto los sirvientes también la buscarían, y todos los demás habitantes de la Reclusión, esposas y jardineras y peluqueras y esclavas de la cocina…

Vislumbró una idea.

Se obligó a moverse, retrocediendo por el corredor para entrar en la cámara de Luian. Aun sabiendo lo que encontraría, le resultó imposible reprimir un gruñido de horror cuando vio el cuerpo despatarrado, aunque la cara morada estaba ladeada. El cordel estaba tan incrustado en el cuello verrugoso de la Favorecida que era casi invisible. Esa gruesa garganta había sido difícil para el asesino de Luian: una huella lodosa resaltaba en la espalda de la bata blanca de Luian como un emblema religioso en la túnica de un penitente.

Qinnitan combatía las náuseas cuando sintió una nueva oleada de pesadumbre.

—Oh, Luian… —Tuvo que desviar los ojos. Si seguía mirando, rompería a llorar de nuevo y no se movería hasta que fueran a buscarla.

Estaba hurgando furiosamente en los cestos y baúles de Luian cuando oyó un ruido a sus espaldas. Alzó las manos para protegerse el cuello mientras giraba, segura de que afrontaría la cara sonriente y los ojos muertos de Tanyssa, pero era el esclavo mudo, el Favorecido Silente que le había llevado el mensaje de Luian, que trataba de ocultarse en un rincón. Ella había pasado sin verlo.

—¡Pequeño idiota! ¡No puedes quedarte aquí! —Estaba a punto de echarlo cuando comprendió que quizá se deshiciera de lo único que podía salvarle la vida—. ¡Espera! Necesito ropa tuya. ¿Puedes traérmela? Unos pantalones como los que estás usando. También necesitaré una camisa. ¿Entiendes?

Él la miró con ojos desencajados y Qinnitan comprendió que el niño había estado más cerca de la muerte de Luian que ella. Aun así, no tenía tiempo para la compasión.

—¿Entiendes? ¡Necesito esa ropa, ya! Luego puedes irte. ¡No le digas a nadie que estuviste aquí! —Qinnitan casi se rio de su propia torpeza—. Claro que no se lo dirás a nadie: no puedes hablar. No importa. ¡Vete!

Él titubeó. Ella le cogió el brazo y lo obligó a levantarse, le dio un empellón. Él salió deprisa, agachándose tanto que casi tocaba el suelo con las manos, como si cruzara un campo de batalla donde volaban las flechas.

Ella reanudó su búsqueda y poco después encontró el cesto de costura de Luian. Sacó la tijera con mango enjoyado (un regalo de la reina de las Favorecidas, Cusy, y en consecuencia muy poco usado) y comenzó a cortarse el pelo largo y negro.

Recibió la pila de ropa y le dio las gracias, pero el niño no se iba. Le dio otro empellón, pero esta vez él se resistió.

—¡Tienes que irte! Sé que estás asustado, pero no puedes permitir que te encuentren aquí.

Él negó con la cabeza, y aunque el terror aún le llenaba los ojos, su negativa parecía obedecer a algo más que el miedo. Señaló a la otra habitación (Qinnitan vio los pies descalzos por la puerta, como si Luian se hubiera acostado en el suelo para dormir una siesta), se señaló a sí mismo, y a Qinnitan.

—No entiendo. —Se estaba poniendo frenética. Tenía que salir, y pronto. Era probable que Tanyssa ya hubiera registrado su habitación y ahora la estuviera buscando en toda la Reclusión, quizá dando la alarma—. ¡Vete! ¡Acude a Cusy u otra Favorecida importante! ¡Corre!

Él volvió a negarse, y de nuevo señaló a Luian y a sí mismo. La miró con ojos implorantes, luego imitó el acto de escribir.

—¡Por las abejas sagradas! ¿Crees que también te matarán? ¿Por los mensajes? —Le clavó los ojos, maldiciendo a Luian, aunque agraviar a los muertos antes de que Nushash los juzgara atentaba contra las leyes de la caridad. Luian les había tendido una trampa a todos, a ella y al apuesto Jeddin, con su necia arrogancia. Bastante daño le habían causado a Qinnitan, pero a este pobre niño mudo…—. Entiendo —dijo al rato. Recordó que Jeddin debía estar sufriendo en ese mismo momento y su furia se apagó como una vela—. Vendrás conmigo, entonces. Pero primero ayúdame a ponerme esta ropa y a deshacerme del pelo que me he cortado. No podemos quemarlo, pues cualquiera reconocería el olor, así que tendremos que tirarlo en el excusado. Y otra cosa importante: también necesitaremos los utensilios de escribir de Luian.

* * *

El niño de inmediato demostró su valía al sacarla de los aposentos de Luian y conducirla por un corredor trasero cuya existencia Qinnitan desconocía, sorteando el Jardín de la Reina Sodan, que estaría lleno de esposas y criadas después de la cena, sobre todo en una noche tan cálida. Se cruzaron con una sola persona, una esposa o criada haketana, con una lámpara. Costaba diferenciarla porque todas las mujeres haketanas llevaban máscaras con velo y evitaban la vestimenta ostentosa. La mujer enmascarada pasó de largo sin la menor reacción, ni siquiera un discreto saludo; aun en medio de su fuga desesperada, Qinnitan sintió una instintiva irritación, hasta que comprendió que la mujer sólo veía a dos niños esclavos y ni se dignaba reparar en ellos.

Tendría que dar gracias a la Sagrada Colmena, en vez de refunfuñar.

Cuanto más se acercaban a la Puerta del Lirio, más rápido latía su corazón. Le caían pelos sueltos por la nuca, y la tela tosca de la camisa del niño resultaba aún más áspera, pero ése era el menor de sus problemas. Ahora había mucha más gente en los corredores, criadas que habían salido a hacer compras para sus amas, esclavas con bultos en la cabeza o los hombros, o empujando carritos, una vendedora con un carro lleno de loros, una doctora Favorecida con un sombrero inmenso discutiendo con una boticaria Favorecida mientras iban a examinar las hierbas en un mercado, y aunque cada persona la sobresaltaba, sobre todo las dos o tres sirvientas que creyó reconocer, también pensó que la multitud impediría que los demás reparasen en dos niños Favorecidos, y nadie sospecharía que uno de esos niños era una prometida del dios viviente.

Aun así, Qinnitan no cabía en sí de impaciencia mientras esperaban frente a la salida en medio de la multitud. El instinto le decía que se abriera paso y corriera hacia la libertad. ¡Que trataran de atraparla! Procuró calmar su respiración, trató de pensar en lo que haría del otro lado. Unos dedos pequeños le tomaron la mano y miró al niño. A pesar de su temor, él asintió y procuró sonreír, como diciéndole que todo saldría bien.

—No sé tu nombre —susurró ella—. ¿Cómo te llamas?

Él torció la boca y Qinnitan se sintió cruel. ¿Cómo podía decírselo? Él sonrió de nuevo y alzó las manos. Anudó los pulgares extendiendo los dedos a ambos lados, movió los dedos como alas.

—¿Pájaro?

Él asintió.

—¿Te llamas Pájaro?

Él frunció el ceño y meneó la cabeza, señaló el techo abovedado. Aquí, tan cerca de la puerta, aún quedaban restos de nidos en algunos ángulos sombreados. No vio pájaros en ninguno de ellos.

—¿Nido? —Él volvió a negar con la cabeza—. ¿Una clase de pájaro? ¿Sí? ¿Gorrión? ¿Tordo? ¿Palomo?

Él le estrujó la mano, asintió enfáticamente.

—¿Palomo? Te llamas Palomo. Gracias por ayudarme, Palomo.

Habían llegado al frente de la fila, que se angostaba como un cuello de botella frente a un terceto de fornidos guardias Favorecidos. La Puerta del Lirio estaba a pocos pasos, y los faroles del mundo externo resplandecían como las luces mágicas de un cuento. Dos guardias estaban revisando el carro de una vendedora antes de permitirle el regreso a la ciudad (la vendedora había adoptado una expresión tan neutra que era casi insolente), pero el tercer guardia estaba más que dispuesto a revisar a Qinnitan y su acompañante.

—¿Adónde vais? —preguntó, pero Palomo la interrumpió con sus gruñidos—. Ah, uno de los cachorros sin lengua. ¿Por encargo de quién?

Qinnitan sintió una punzada en el estómago. Había trabajado tanto en su carta falsa que se había olvidado de que tendría que mostrar una autorización para irse de la Reclusión. Los esclavos no podían entrar y salir a placer, ni siquiera los selectos Favorecidos Silentes.

Un instante antes de que echara a correr, el niño metió la mano en el bolsillo, extrajo un objeto de plata del tamaño de un dedo y se lo mostró al guardia. Qinnitan tenía el corazón en la boca. Si era el sello de Luian y la noticia ya se había difundido…

—Ah, para Cusy, ¿eh? —El guardia agitó la mano—. Nadie quiere irritar a la reina de la Reclusión, ¿verdad? —Les cedió el paso, mirando con curiosidad a Qinnitan, como sospechando algo raro. Qinnitan bajó los ojos y recitó en silencio el himno de las abejas mientras dejaban atrás al enorme guardia y seguían a la vendedora, que al parecer no llevaba contrabando.

—Dicen que fueron amantes —murmuró uno de los guardias que había revisado el carro mientras cedía el paso a la vendedora. Qinnitan se sobresaltó, pero comprendió que le hablaba al otro guardia.

—¿Él? ¿Y la Estrella Vespertina? —preguntó su compañero, también en voz baja—. Bromeas.

—Es lo que dicen. —El guardia habló en voz aún más baja, un susurro. Qinnitan sólo oyó unas palabras mientras dejaban atrás al par de guardias—. Pero aunque ella aún lo amara, no podría beneficiarlo en nada. No hay nada entre los mares que pueda ayudarlo…

¿Jeddin? ¿Acaso hablaban de Jeddin?

Qinnitan se sintió hueca, incinerada, como si le hubieran quemado todos los sentimientos. El mundo ya parecía desquiciado, pero hoy se había zambullido en inconcebibles reinos de demencia.

* * *

Era una noche cálida y las calles estaban atestadas. Fuera de la Reclusión, la avenida estaba llena de tiendas y casas de té caras (la cercanía del palacio era muy apetecible, sin importar el ramo) y Qinnitan sintió tal alivio y alegría de estar libre entre la vocinglera y jovial muchedumbre que casi superó el horror que la dominaba, pero la sensación no duró demasiado. No sólo habían asesinado a un conocido suyo, sino que había infringido una de las leyes más severas del autarca. Aunque por extraña casualidad le hubieran permitido vivir a pesar de los delitos de Jeddin y Luian y su asociación con ellos, al trasponer esa puerta se había condenado. El autarca no tendría interés en una prometida impura, hija de padres insignificantes.

Es como si estuviera muerta, pensó. Un fantasma en el viento del desierto. Era presa de emociones ambiguas, pues se sentía vacía pero exultante.

Mientras se abrían paso entre los faroles colgantes del distrito del mercado y se aproximaban al oscuro puerto, las multitudes eran menos amigables, el elemento criminal menos cauto, y la amenaza cada vez más tangible. Cuando pasaron un callejón entre dos edificios largos, sólo alumbrado por la luz de una sórdida casa de té con las persianas medio cerradas, comprendió que aquí corrían tanto peligro como en el corazón del palacio. Nunca habría ido a semejante a lugar con ropa de mujer, pero había mucha gente desagradable que se conformaría igual con un par de niños bien parecidos, sobre todo si no podían gritar para pedir ayuda.

El pequeño Palomo también detectó el peligro (había que ser no sólo mudo, sino ciego y sordo para pasarlo por alto) y se dejó arrastrar hacia los muelles. Cuando salieron de otro callejón angosto y mal iluminado a la amplia calle de los Veleros, que conducía a los astilleros y los muelles, se toparon con un hombre alto que parecía esperarlos.

—Hola, pequeñines. —El desconocido llevaba ropa de marinero, con pantalones por debajo de la rodilla y un trapo en la cabeza, pero su ropa era andrajosa y su voz temblaba como la de un enfermo—. ¿Qué os trae por aquí a estas horas de la noche? ¿Estáis perdidos? —Dio un paso hacia ellos—. Permitid que os tienda una mano amiga.

Qinnitan titubeó sólo un instante (él se interponía entre ellos y su destino, pero a sus espaldas acechaba la ira del autarca y no podían volverse atrás), luego cogió la mano de Palomo y se lanzó contra el desconocido a toda velocidad. El niño vaciló sólo un instante y echó a correr junto a ella. El hombre extendió los brazos, pero sus ojos hundidos se dilataron de asombro. Cuando lo golpearon, cayó de espaldas. Rodó un instante, maldiciendo antes de ponerse de pie.

—Sabandijas, os arrancaré las entrañas —gritó—. Os ensartaré y destriparé. —Echó a correr tras ellos, y aunque le llevaban una buena ventaja, cuando Qinnitan miró por encima del hombro parecía acortar la distancia rápidamente.

—¿Adonde vamos? —jadeó, pero Palomo estaba tan perdido como ella, y sólo podía correr a su lado. El niño era más rápido que ella, pero le siguió el paso, sin soltarle la mano. ¿Qué decía la carta de Jeddin? Mencionaba un templo. El barco amarrado frente a un templo. ¿Qué templo?

Salieron de la calle de los Veleros al muelle, y los pasos del perseguidor resonaban en los tablones a poca distancia. Qinnitan aminoró la marcha y casi se detuvo, intimidada al ver centenares de mástiles de barcos atracados que se mecían en el calmo oleaje del mar de medianoche. Los pasos se aproximaron y ella reanudó la carrera.

—¡Pequeños moluscos! —jadeó el hombre. Les pisaba los talones y Qinnitan recurrió a sus últimas fuerzas para no dejarse alcanzar—. ¡Yo como pequeños moluscos!

En su desesperación, Qinnitan se puso a gritar a todo pulmón.

—¡Hola, Lucero del Alba! ¡Lucero del Alba! ¿Dónde estás?

Se quedó sin aliento. Nadie respondió, aunque creyó ver movimiento en uno de los oscuros barcos.

Corrieron en silencio durante un rato, y el perseguidor respiraba con dificultad pero no cejaba.

¡Lucero del Alba! —gritó Qinnitan—. ¿Dónde estás?

—A pocas rampas —gritó alguien desde uno de los barcos.

Qinnitan tropezó, pero Palomo la ayudó a incorporarse.

¡Lucero del Alba! —intentó gritar. Ya no tenía fuerzas, y se le aflojaban las piernas. Apenas logró recobrar el aliento—. ¡Lucero del Alba!

—¡Aquí! —gritó una voz a poca distancia—. ¿Quién anda ahí?

Qinnitan arrastró a Palomo por una plancha, esperando que fuera la correcta. El hombre que los perseguía se detuvo, vaciló un instante, luego se alejó, caminó hacia las sombras y se perdió de vista. Qinnitan se apoyó en la amura del barco, jadeando mientras las estrellas del cielo parecían bajar y arremolinarse como chispas. Estaba rodeada por mástiles y aparejos, una especie de bosque vestido de telarañas, pero no podía asimilar nada más, salvo el aire ardiente.

Una mano tosca le aferró el brazo y la enderezó, alumbrándole la cara con un farol.

—¿Quién eres? Gritas como si quisieras despertar a los muertos.

—¿Es… éste el Lucero del Alba de Kirous? —jadeó.

—Así es. ¿Quién o qué eres? —Ella creyó ver ojos entornados y una barba oscura detrás del farol, pero le costaba encarar la luz.

—Venimos… de parte de Jeddin. —Las rodillas se le aflojaron y el mundo rodó, y los mástiles giraron como bailarines en una fiesta mientras ella caía en una oscuridad gris, luego negra.

* * *

—Nos dijeron que os esperásemos, pero vestida de mujer, no de niño esclavo —dijo Axamis Dorza, capitán del Lucero del Alba. La había llevado al camarote del pequeño barco. Palomo estaba acuclillado a los pies de Qinnitan, con ojos desorbitados—. Incluso nos dijeron que quizá debierais embarcaros con precipitación. —Agitó la carta falsa que ella había escrito en la cámara de Luian, con el sello de Jeddin—. No nos dijeron que partiéramos sin Jeddin a bordo. ¿Qué sabéis sobre esto?

Dio gracias en silencio a la Colmena y a la sagrada protección de sus amadas abejas: al parecer los marineros no se habían enterado del arresto de Jeddin. Era momento de valerse de las artes del engaño que había tenido que aprender en la Reclusión.

—Capitán, sólo sé que Jeddin me dijo que me disfrazara y trajera aquí a este esclavo, y le entregara este mensaje a usted. —Era importante, recordó, no saber lo que decía la presunta carta de Jeddin—. Me temo que no sé nada más. Sólo me alegra haberle encontrado antes de que el hombre que nos perseguía hiciera lo que pensaba hacer. —Hizo lo posible por actuar como una reina, aplomada y señorial.

Aunque en cierto modo soy una reina, o lo fui. Pero nunca lo había sentido así, ni por un instante.

El capitán agitó la mano: el detalle no tenía importancia.

—Los muelles están llenos de esa bazofia y otras peores, creedme. No, lo que no entiendo es por qué zarpamos sin el capitán Jeddin. Os pregunto de nuevo, ¿sabéis algo sobre esto?

Ella sacudió la cabeza.

—Sólo sé que Jeddin me dijo que acudiera a usted y fuera adonde usted me llevara, que usted y sus hombres me protegerían de mis enemigos. —Aspiró convulsivamente. No le costó mucho fingir angustia—. Por favor, capitán, dígame que dice mi señor.

Axamis Dorza cogió la carta con sus gruesos dedos y concentró la vista. Tenía los ojos tan envueltos en arrugas que desde la nariz para arriba parecía un bisabuelo, aunque ella sospechó que era mucho más joven.

—Sólo dice: «Lleva a la dama Qinnitan a Hierosol. Los demás planes deben esperar. Llévala esta noche y nos encontraremos allí». ¿Nos encontraremos dónde, mi señora? ¡Hierosol es casi tan grande como Gran Xis! ¿Y por qué navegar hasta Eion en vez de dirigirnos a otro puerto costa abajo y esperarlo allí?

—No lo sé, capitán. —De pronto pensó que en cualquier momento caería redonda de agotamiento—. Haga lo que considere conveniente. Pongo mi suerte y la de mi sirviente en sus manos, como deseaba mi señor Jeddin.

El capitán frunció el ceño y examinó el anillo de sello que sostenía en la otra mano.

—Tenéis su sello y la carta. ¿Cómo puedo dudar de vos? Aun así, es extraño y los tripulantes se pondrán inquietos cuando se enteren.

—Hay intranquilidad en el palacio —dijo ella, esperando que la sugerencia fuera convincente—. Quizá sus tripulantes se alegren de alejarse de Gran Xis por un tiempo.

Dorza la miró con dureza.

—¿Me estáis diciendo que hay disturbios en el palacio? ¿Y nuestro amo está implicado en ellos?

Había puesto la carnada en el anzuelo. No quería tirar demasiado del sedal.

—No tengo más que decir, capitán. Para el sabio, una sola palabra vale por un poema.

El capitán salió. Qinnitan se acostó en el camastro, y ni siquiera tuvo fuerzas para protestar cuando Palomo se ovilló en el duro suelo como si realmente fuera su esclavo. En la confusión de su propia cabeza, recordó la voz de la oráculo Mudry: Recuerda quién eres. Y cuando se abra la jaula, debes volar. No la abrirán dos veces.

¿A esto se refería la anciana? Qinnitan no podía pensar más. Estaba demasiado fatigada. Estoy volando, madre Mudry. Al menos, trato de volar

Al rato estaba dormida.

Despertó por breves instantes. Sobre su cabeza sonaban pasos y se elevaban voces, gritando órdenes y cantando canciones sobre la dura vida del marinero mientras los tripulantes del Lucero del Alba de Kirous se disponían a navegar hacia Hierosol.