37: La ciudad oscura

37

La ciudad oscura

ECOS EN LAS COLINAS

Contad las lanzas, preparad hogueras

Para los que no tienen lanzas

Cantad juntos las viejas palabras

Oráculos de Osario

Aun sin el manto de sombra, en ese campo de batalla había oscurecido horas antes de la noche inminente. Los Hijos de la Niebla se habían cerciorado de ello. Mientras cabalgaba, Yasammez veía la bruma que ellos habían creado como una pátina que apenas le enturbiaba la visión, pero sospechaba que para los hijos de las tierras soleadas la obra de los Hijos de la Niebla debía tener otra apariencia. Ceguera. Desesperación.

A su alrededor la lucha continuaba, un caos de sangre y calina y estrépito de metal, pero nada estaba oculto para la dama Puerco Espín. No había sido fácil. La decisión de los mortales de atacarla al descampado había sido astuta, y supuso que había algunos comandantes de fuste entre ellos, pero los hijos de las tierras soleadas habían dejado atrás su infantería, y aunque habían luchado con valentía y asombrosa destreza, la marea se había vuelto contra ellos.

El primer paso, pensó, pero fue caro. Y el día del Cambio del Año se avecina. El rey ha perdido. Es indiscutible que ahora habrá que hacerlo a mi manera.

Hoy Fuego Blanco se había manchado de sangre, pero Yasammez no ansiaba el combate por sí mismo. Su furia era demasiado refinada, demasiado pura, para expresarla de esa manera. Dejó el resto a Gyir y sus demás asistentes y llevó al caballo negro a un sitio desde donde pudiera ver mejor la ciudad de los soleados, sobre todo el castillo que se agazapaba sobre el montículo de piedra más allá del agua: la vieja colina, ese terrible lugar sagrado que pronto volvería a pertenecer al Pueblo. Sus eremitas harían que el Puente de Espinas creciera por encima del agua, sus tropas cruzarían entre sus ramas protectoras y llegarían a las murallas. Muchos caerían en el ataque, pero hasta ahora había sido prudente con sus fuerzas y sería el último gran sacrificio en esta parte del mundo. Pero primero tomarían el portal del castillo, la ciudad abandonada de tierra firme. Sus tropas y seguidores descansarían y cuidarían de sus heridos, luego bailarían y cantarían sus victorias, las primeras en siglos. Incendiarían las partes de la ciudad que no necesitaran, y la visión de esas llamas desvelaría a los habitantes del castillo en sus últimas noches de vida, como si Yasammez hubiera extendido las manos para transformar sus sueños en pesadillas.

Su caballo avanzó delicadamente sobre los cadáveres de mortales y qar. Pequeños grupos de guerreros aún combatían en los húmedos collados. Los gritos llenaban el aire, junto con los aullidos de los Cambiantes y las canciones zumbantes de los Elementales, que para los mortales debían de ser aún más escalofriantes que los demás sonidos. En medio de esta confusión, se fijó brevemente en uno de los gigantescos servidores de Primer Abismo. La criatura había matado a varios mortales a pesar de sus sangrantes heridas, e iba a despachar a otro que yacía a sus pies, un joven que el gigante tanteaba con su garrote como un gato jugando con un ratón aturdido. Estaba a punto de alejarse cuando algo le llamó la atención en los rasgos y la vestimenta del joven. El gigante alzó su porra ensangrentada.

—Alto.

El servidor nunca había oído su voz, pero conocía a su señora. Se detuvo, y el gran garrote apenas temblaba, aunque debía pensar tanto como el tronco de un árbol de buen tamaño. Cuando ella se acercó, el joven alzó la vista, con ojos legañosos y rostro pálido. Yasammez llevaba su yelmo liso, y sabía que para esos ojos asustados debía parecer tan grotesca como el gigante mismo, con su armadura negra erizada de púas y Fuego Blanco reluciendo en su mano como un rayo de luna transformado en piedra. Se quitó el yelmo, miró al prisionero que había salvado por el momento. Los ojos del joven, que al principio sólo evidenciaban terror y resignación, se abrieron aún más.

Yasammez lo miró, y él la miró a ella. Movía la mandíbula, pero no podía hablar.

Ella extendió la mano, estiró los dedos. Él cerró los ojos desencajados y cayó desmayado en la hierba húmeda.

* * *

La celebración de Víspera de Invierno y los rituales del templo habían comenzado por la mañana, y aunque todavía no era mediodía, Briony ya empezaba a arrepentirse de haberse dejado persuadir de celebrar esta festividad tan poco festiva. En vez de tranquilizar a todo el mundo, como había sugerido Nynor, esa reunión de la corte sólo permitía que los rumores se propagaran más y a mayor velocidad. Rose y Moina le habían dicho que muchos nobles, aunque no lo admitían en público, parecían dispuestos a creer que Briony y Barrick habían ordenado la muerte de Gailon, tal como afirmaban los Tolly. La ausencia de Hendon y de los simpatizantes de los Tolly empeoraba las cosas, pues parecía que Briony festejaba cruelmente mientras ellos lloraban su pérdida.

¿Dónde están aquéllos que hemos respaldado, donde están aquéllos cuya lealtad hemos ganado una y otra vez? ¿Se olvidan de lo que mi padre hizo por ellos, de lo que hizo Kendrick, de lo que Barrick y yo intentamos hacer en nuestra breve gestión? Miró a la gente apiñada en el gran jardín, que con su hilera de tiendas instaladas para la celebración tenía un aire de campamento militar, y no pudo dejar de pensar que todas las murmuraciones iban dirigidas contra ella. No quería hacer declaraciones (negar ese rumor era darle aún más fuerza) y la situación la sacaba de quicio.

—Me gustaría hacer azotar a todos y cada uno de ellos, por desleales —murmuró.

—¿Cómo, alteza? —preguntó Nynor.

—Nada. A pesar de este día helado, me estoy ahogando en este traje. —Echó una ojeada al sofocante vestido de Reina del Invierno que Anissa había usado el año anterior, la vasta falda anillada blanca y la pechera rígida, todo cubierto con abalorios perlados semejantes a gotas de rocío escarchadas. Con tan poca anticipación, ni siquiera una docena de costureras habían logrado modificarlo para que le sentara cómodamente a Briony, que era más robusta—. ¿No es hora de terminar esta tonta celebración? Quiero comer.

—La ceremonia está a punto de concluir, alteza. —Siendo un cortesano consumado, Nynor puso voz compungida, pero evidentemente reprobaba sus quejas—. En un instante podréis… Ah, allí está. Tomad lo que os ofrece ese niño. ¿Conocéis el discurso?

Ella alzó los ojos.

—Por así llamarlo.

Cruzó el patio y se quedó quieta mientras el pequeño Idrin, hijo menor de Gowan de Mar del Timón, le entregaba una rama de muérdago y un ramillete de dulcilias secas y entonaba sus líneas ceremoniales sobre el regreso del sol y los días florecientes. Era un niño atractivo, pero su nariz goteaba de modo poco halagüeño; al coger el ramillete, Briony notó consternada que el muérdago estaba pegajoso.

—Sí, buen huérfano —le dijo al niño, tratando de sostener los regalos mientras subrepticiamente se secaba los dedos con el pañuelo—. A causa de tu sacrificio, permitiré que la Reina del Verano regrese y ocupe su trono en el otro extremo del año. Ahora vuela hacia los dioses y recibe tu recompensa.

El pequeño Idrin se acostó y murió con muchos pataleos y gruñidos, pero este año la multitud (quizá supersticiosa en estos días de malas noticias) no festejó su histrionismo. Aplaudió cortésmente, pero siguió murmurando cuando cesaron los aplausos y el vástago menor de Mar del Timón se levantó de la muerte y volvió al lado de su madre, con su disfraz de pastor salpicado de hierba húmeda.

* * *

Briony acababa de excusar a la corte, para que pudieran descansar y cambiarse de ropa antes del comienzo de la fiesta, cuando notó que Havemore, el representante de Avin Brone, la esperaba en una actitud discreta pero imperiosa. Suspiró. Los sirvientes de los hombres atareados eran los más engreídos.

—¿Qué quiere tu amo? —preguntó Briony, sin poder ocultar su enfado—. Se suponía que estaría aquí. Si yo puedo digerir estas cosas, él podría estar presente.

—Mil perdones, alteza —dijo Havemore sin mirarla a los ojos—, pero el condestable desea hablar con vos. Dice que es urgente. Requiere humildemente que vayáis a la Torre del Invierno en cuanto sea conveniente para vuestra alteza.

Receló de inmediato. No conocía bien a Havemore. Él venía del rico feudo de Brone en Finisterra y tenía fama de ambicioso. ¿Sería una treta para dejarla a solas, un plan de los Tolly para el que habían reclutado al servidor del condestable? Pero ni siquiera ellos osarían hacer algo a la luz del día. Briony decidió que se estaba dejando vencer por la desconfianza. Después de todo, llevaría a sus guardias. No era la primera vez que Brone la llamaba en vez de comparecer ante ella. Aun así, era irritante y se preguntó si el condestable no necesitaría que le recordaran quién era la regente.

—Iré —dijo—. Pero avísale que tendrá que esperar a que me quite este traje extravagante para ponerme algo más sensato.

* * *

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al joven guardia que había insistido en entrar antes que ella en la Torre del Invierno. Había pensado que sabía menos sobre esos hombres que la custodiaban de lo que sabía sobre su yegua o sus perros, a pesar de que había visto algunos de esos rostros durante años.

—Heiyn, princesa Briony. Heiyn Millward.

—¿Y de dónde vienes?

—De Muro de Suttler, alteza. Al norte de las tierras de Costazul, sobre el río Arenoso.

—¿Y de quién eres vasallo?

Él se sonrojó.

—De vos, alteza. Las gentes de Suttler juramos lealtad a Marca Sur y los Eddon. —Parecía inseguro, y quizá temía haber hablado demasiado. Los otros tres guardias que habían entrado en la antecámara lo miraban como si pensaran hacerle lamentar su locuacidad después, en la sala de los guardias—. La mayoría de los guardias reales son de Muro de Suttler o Árbol Rojo, o alguna otra finca de los Eddon.

Cuadraba perfectamente.

—Pero tu capitán, Vansen, no es vasallo de Eddon por nacimiento.

—No, alteza. El capitán Vansen es un hombre de los valles… pero su lealtad es incondicional.

El sargento se acercó.

—¿Este hombre os molesta, alteza?

—No, al contrario. Le hice una pregunta y él respondió. —Miró al enjuto sargento, que parecía nervioso e irritado. No le gusta tener a una muchacha de mi edad en el trono, comprendió. Le gustaría decirme que me calle y me apresure, que estoy haciendo esperar al bueno de Brone, además de tratar al guardia como si no fuera un subalterno. Esta vez la situación la divertía más que enfadarla. A fin de cuentas, ahora había enemigos y temores mayores—. Vamos, pues.

La convocatoria no era una treta de los Folly. Avin Brone la aguardaba en la ancha habitación del tercer piso, una sala pública cuando la Torre del Invierno era una residencia, aunque ahora se usaba principalmente como almacén.

—Alteza, gracias —dijo—. Por favor, acompañadme.

Ocultando su irritación, indicó a los guardias que esperasen y se dejó llevar al aire helado del balcón. Miró hacia abajo y vio un pañuelo con un pedazo de pan y unos trozos de queso en el suelo. Al principio pensó que serían de Brone, pero el pan estaba mojado y gris como si tuviera un par de días.

—¿Me habéis traído aquí para mostrarme que un espía se infiltró en la Torre del Invierno y olvidó su almuerzo?

Brone la miró un instante sin entender, luego miró el pañuelo con el pan y frunció el ceño.

—¿Qué? No, eso no tiene importancia; algún operario o guardia que eludía sus deberes, nada más. No, alteza, os traje aquí para que vierais algo mucho más inquietante. —Señaló por encima de los tejados del castillo, hacia la angosta franja de la bahía de Brenn y la ciudad. La ciudad estaba cubierta de bruma, y sólo se veían las torres de los templos y los techos de los edificios más altos. Un banco de niebla o de nubes bajas cubría los campos y collados de los aledaños, de modo que la mayor parte de la tierra de este lado de las colinas era invisible. Al mirar ese paisaje sombrío pero poco sorprendente, Briony vio algunas manchas brillantes en la niebla, como si hubiera antorchas y fogatas.

—¿Qué ocurre, condestable? Confieso que no veo mucho.

—¿Veis los fuegos, alteza?

—Sí, creo que sí. ¿Qué pasa?

—La ciudad está desierta, alteza. La gente se ha ido.

—No del todo, al parecer. Algunas almas valientes o necias se han quedado. —Tendría que haber sentido temor por ellos, pero casi había agotado su capacidad para la compasión, pues el sufrimiento de gente desplazada y asustada se había vuelto universal.

—Yo pensaría lo mismo —dijo Brone— si esta mañana no hubiera llegado este mensaje. —Sacó un rollo de pergamino de la cartera, se lo entregó.

Briony lo miró un instante.

—Dice que es de Tyne, pero nunca creería que pudiera escribir con letra tan pequeña y prolija.

—La letra de uno de sus sirvientes, sin duda, pero es de Tyne, alteza. Leedlo, por favor.

Antes de digerir unas líneas, sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—¡Zoria misericordiosa! —susurró, aunque sentía ganas de gritar—. ¿Qué dice? ¿Que los han engañado? ¿Que los crepusculares los han sorteado y se aproximan al castillo? —Siguió leyendo, y sintió cierto alivio—. Pero dice que los alcanzarán… que debemos estar preparados para salir a respaldarlos. —Reprimió una creciente reacción de terror—. Ah, mi pobre Barrick. ¡No dice nada sobre él!

—Al final pide que os comunique que está a salvo… o lo estaba cuando escribieron esto. —Brone tenía una expresión fiera, con la barba hirsuta, y fruncía el ceño como uno de esos codiciosos viejos dioses derrocados por Perin, barón de los relámpagos.

—¿Y cuándo lo escribieron?

—Lo enviaron ayer por la mañana, alteza. Yo acabo de recibirlo, aunque por lo que dice del lugar donde fueron engañados, no puede estar a más de quince millas de la ciudad.

—¿Entonces cómo no los han alcanzado aún…? —Pero empezaba a vislumbrar la aterradora verdad.

—Anoche los centinelas oyeron ruidos hasta bien entrada la noche, y pensaban que eran locos que se habían quedado en la ciudad: choques de armas, gruñidos, alaridos, extraños cantos y gritos… pero apagados, como detrás de las puertas cerradas de la ciudad… o lejanos, en los campos del otro lado.

—¿Qué significa eso? ¿Creéis que Barrick y los demás han alcanzado a los crepusculares?

—Creo que sí, alteza. Y sospecho que han sido derrotados.

—¿Derrotados? —Le costaba entender la palabra. Era una palabra común, pero de pronto era críptica, no tenía sentido.

—Tyne menciona la niebla enloquecedora que rodea a las hadas. ¿Qué es eso que cubre la ciudad? ¿Habéis visto semejante bruma al mediodía, aun en invierno? ¿Y quién ha encendido esos fuegos?

Briony quería discutir con él, hallar motivos para decirle que se equivocaba, respuestas que explicaran todo lo que él había dicho y más, pero no pudo. Un frío horror la embargaba y se quedó mirando la ciudad casi invisible, separada del lugar donde estaba por sólo media milla de agua, y los fuegos que ardían en esa niebla gris como ojos de animales mirando un campamento en el bosque.

Barrick, pensó. Pero él debe estar… No puede estar

—Alteza —dijo Brone—, ahora debemos bajar. Si el asedio va a comenzar, debemos… —Calló al ver que ella lloraba—. ¿Alteza?

Ella se enjugó la cara con el dorso de la manga. El brocado era áspero como piel de lagarto.

—Él estará bien —dijo, como si Brone le hubiera preguntado—. Enviaremos a nuestros hombres. Despacharemos a las hadas como ratas. Las exterminaremos y traeremos de vuelta a nuestros valientes soldados.

—Alteza…

—Ya basta, Bronce —replicó con más frialdad de la que se proponía. Trató de usar su máscara de piedra, su cara de reina, como la llamaba, aunque todavía era sólo una princesa. Quizá por eso no puedo hacerlo bien aún, pensó distraídamente. Quizá por eso duele—. Basta de hablar. Haced lo que debéis para asegurar las puertas y murallas, y preparad tropas para una salida, por si os equivocáis y vemos que Tyne se aproxima y lucha con el enemigo. Vos y yo hablaremos después del banquete.

—¿Banquete?

—Después de las molestias que se tomó Nynor, la gente debe comer y divertirse. —Se secó las lágrimas e intentó sonreír, pero le salió una mueca amarga y no intentó modificarla—. Como él dijo, quizá sea nuestra última alegría en mucho tiempo, así que sería una pena desperdiciar esos pasteles.

* * *

El primer destello del alba tendría que haber sido un alivio, pero no lo fue. Habían defendido su posición y todavía estaban con vida, pero no había nadie más en las inmediaciones con quien pudieran unir fuerzas. Estaban aislados como náufragos.

Desde la medianoche, Ferras Vansen y un puñado de hombres (Gar Doiney y otros dos corredores, junto con el caballero Mayne Calough de Muro de Kerte y su escudero) habían defendido ese lugar alto, una protuberancia de piedra en medio del campo, no mucho mayor que una granja pequeña. Habían logrado defenderla, supuso Vansen, porque estaba en la linde de la batalla y tenía poco valor estratégico. Aunque el valor estratégico tampoco significaba demasiado. Hacía horas que Vansen sabía con la certeza de una herida mortal que la lucha había terminado y ellos habían perdido.

Estaba irritado consigo mismo, aunque aún creía que había tenido razón al insistir en alcanzar a las hadas fuera de la ciudad. Había resultado casi imposible derrotar a los crepusculares en inferioridad numérica, o presunta inferioridad, pues con ese enemigo todo era escurridizo y difícil de calcular. En las pausas Vansen ya planeaba qué hacer la próxima vez, cómo aprovechar la sorpresa y el ocultamiento para combatir a las sombras y su extraña magia, pero sabía que no habría próxima vez, que se había perdido algo más que una batalla. Tras la muerte de Tyne Aldritch se habían desbandado, y el lugarteniente de Tyne, el estólido y obtuso Droy de Lago Este, no podría haber salvado la situación aunque hubiera sobrevivido. Más aún, la terquedad de Droy había empeorado las cosas. Cuando llegó con la fatigada infantería, cuyas antorchas trazaban una serpiente ardiente en los collados mientras se apresuraban a respaldar a los caballeros, Vansen había despachado a un corredor para avisarle que ya era inútil, que Tyne había caído y que Droy debía sortear a los crepusculares para llegar antes que ellos a la ciudad, o en todo caso replegarse hacia las colinas para que su ejército pudiera aportar la otra mitad de una pinza a las fuerzas defensivas de Brone. El conde de Lago Este había despreciado el mensaje de Vansen como el consejo cobarde de un plebeyo advenedizo, y había lanzado a sus cansados soldados a la batalla. En pocos momentos la mitad estaban desorientados por las nieblas y los extraños ruidos y las sombras. Droy Nikomede y los demás no habían aprendido nada de la primera batalla, y habían sido diezmados por arqueros invisibles. Sus propias flechas parecían causar tantas bajas entre los caballeros supervivientes de Tyne como entre los enemigos.

Un desastre. Peor, una parodia. Así fue como defendimos Marca Sur, con planes de comedia, con la valentía sacrificada por generales obtusos.

Doiney tiró de la sobreveste de Vansen, arrancándolo de sus ensoñaciones.

—Sombras, capitán. Por allá. Creo que se acercan.

Vansen entornó los ojos. Con la vuelta del sol, era más fácil ver, aunque no demasiado. La niebla era menos densa, lo que cabía esperar en esos prados a esa hora del día, pero aún transformaba el mundo en un sitio exótico y amenazador. Un puñado de formas turbias subía por la cuesta hacia el montón de piedras que defendían.

Pasó una flecha. Vansen bajó de la loma donde estaba agazapado. Los caballos, reunidos en una fisura en la base de la protuberancia porque por el momento eran inútiles, relincharon asustados. No llegaron más flechas. Era un pequeño consuelo.

—¡Arriba! —gritó Vansen cuando media docena de seres extraños acometió desde la niebla, con ojos brillantes y rostros como máscaras pálidas. Uno corría a cuatro patas como una bestia, aunque parecía detenido en medio de una transformación, con franjas de pelambre hirsuta en la espalda y los flancos y la cara deformada, como si alguien hubiera extraído un rostro humano desde dentro, formando medio hocico con la nariz y la boca. Siete horas atrás estas cosas habían repugnado a Ferras Vansen, lo hacían sentir perdido, como si el mundo que conocía se hubiera derrumbado. Ahora era sólo otro motivo para matar a esas criaturas horrendas que habían destruido a tantos camaradas.

—¡A mí! —gritó, y ayudó a Mayne Calough a incorporarse, y la armadura del caballero chirrió contra la piedra mientras erguía el cuerpo dolorido—. ¡A mí! ¡Espalda contra espalda!

Los seres de ojos brillantes ya estaban sobre ellos, desnudando los dientes como si fuera una pena encomendar la faena a sus espadas. Como ya había hecho muchas veces, Vansen dejó de lado sus pensamientos más profundos para concentrarse en la tarea de sobrevivir un poco más.

* * *

Lord Calough y su escudero estaban muertos, o al menos el caballero estaba muerto y el escudero agonizaba, con un tajo sangrante bajo la quijada. Las manos con que el joven se aferraba la herida estaban rojas, pero su rostro estaba blanco como un pergamino bajo la roña y la sangre ahora brotaba con más lentitud. El escudero miraba el brumoso cielo de la mañana, y sus plegarias burbujeantes se silenciaron, aunque sus labios aún se movían. Vansen lamentó no poder hacer nada para ayudarlo, pero quizá esto fuera lo más piadoso. ¿Qué sería del resto de ellos cuando las sombras atacaran de nuevo? Sólo Vansen sabía algo sobre el modo en que un hombre era traicionado por sus propios pensamientos bajo la oscura magia de las hadas.

Calough yacía encima del guerrero de tez lechosa que había destruido (una mujer, aunque Vansen pensaba que eso no iba en menoscabo de su honor, pues esas hembras luchaban como demonios), pero el peto del caballero había sido desgarrado como una manzana mordida y tenía las tripas al aire. Tres cadáveres de crepusculares habían rodado roca abajo y estaban amontonados en el prado. Los otros atacantes se habían replegado en la niebla, pero sólo para conseguir refuerzos, pensaba Vansen. Hacía horas que no veía a otros mortales.

Algo sucedía al este del risco, donde la niebla aún era espesa, pero esa baraúnda de música y gritos no sonaba a combate.

Sonaba a que las hadas cantaban melodías agridulces mientras remataban a los heridos.

—Abajo, capitán —susurró Doiney desde su puesto—. Todavía les quedan flechas y quizá estén recogiendo las que han disparado. Le meterán un proyectil en el ojo.

Ferras Vansen iba a seguir este buen consejo cuando vio que algo se movía en la cuesta, no viniendo hacia ellos sino pasando de izquierda a derecha. Era un hombre a caballo, o al menos una criatura montada, una figura oscura sobre un caballo negro. Vansen se agazapó, y a pesar de un temor supersticioso que le causó un escalofrío de sorpresa (pensaba que no quedaba en él nada tan vivo como para asustarse), no pudo apartar los ojos de la aparición que cruzaba la niebla arremolinada. El miedo se transformó en asombro cuando la figura se desplazó a una franja de tenue sol y pudo verla con claridad.

—¡Por Perin Martillo del Cielo, es el príncipe! ¡Barrick! ¡Príncipe Barrick, deteneos!

Demasiado tarde Vansen comprendió que había llamado la atención de los cazadores de rescates sobre el mayor trofeo del campo de batalla, pero las sombras no parecían muy interesadas en conservar con vida a ninguno de sus enemigos, fuera cual fuese el rango.

—¡Abajo! —Doiney le tiró de la pierna, pero Vansen no prestó atención. La misteriosa figura que se parecía tanto al príncipe pasó con su caballo negro a pocos pasos de donde Vansen observaba aturdido. Gritó de nuevo, pero Barrick Eddon (o su doble sobrenatural) ni siquiera se volvió para mirarlo. A pesar de la niebla, fijaba los ojos en las colinas del noroeste.

—Por todos los dioses y sus madres —dijo Vansen—, se ha equivocado de rumbo, se dirige a la Línea de Sombra. —Se acordó de Briony y la promesa que le había hecho, pero Doiney lo tironeaba de nuevo, recordándole que también tenía otros deberes—. Es el príncipe. Se dirige hacia el oeste. Debe de estar confundido. Cabalga hacia las tierras de las sombras. Ven conmigo, tenemos que alcanzarlo.

—Es sólo una ilusión —dijo Doiney, estirando la boca en una mueca de pánico—. Una treta de las hadas. Aquí hay hombres que necesitan nuestra ayuda, y si no los hay, debemos ir al este, tratar de regresar a la fortaleza.

—No puedo. Lo prometí. —Vansen bajó por la roca hacia el lugar donde estaba escondido su caballo—. Ven conmigo, Gar. No quiero dejarte.

Doiney y un corredor que se había asomado para ver qué sucedía negaron con la cabeza, con ojos desencajados. Doiney hizo la señal del conjuro.

—No, capitán. Lo matarán o algo peor. Necesitamos su espada. Quédese con nosotros.

Miró un instante sus rostros fatigados y asustados.

—No puedo.

¿Qué voto era más importante, el que había hecho a la princesa, o el que había hecho al viejo Donal Murroy cuando había jurado que la guardia real sería su familia y él sería como un padre para los guardias? Tenía pocas esperanzas de que los corredores encontraran a los demás supervivientes, pero al menos les quedaba la posibilidad de huir hacia el este, aunque sabía que tendrían menos posibilidades sin él: era el mejor espadachín entre ellos, y el único que vestía armadura completa.

Titubeó una vez más, pero el rostro de Briony Eddon lo conminaba como un fantasma.

—No puedo —dijo al fin, y condujo al caballo hacia la hierba. Montó en la silla y echó a andar. Barrick, o la criatura parecida a él, había desaparecido, pero las huellas de su caballo aún estaban frescas.

—¡No nos deje, capitán! —gritó un corredor, pero Vansen ya se dirigía al noroeste y no podía volver grupas. Quería taparse los oídos con las manos.

* * *

—¿Por qué? —Ópalo apenas podía contener las lágrimas, pero su cólera le facilitaba las cosas—. ¿Te has vuelto loco? ¿Primero te vas con esa muchacha, y ahora esto? ¿Por qué quieres abandonar la protección del castillo con un desconocido? Y precisamente ahora… —Señaló a Pedernal. El niño estaba en la cama, silencioso, y sólo una leve oscilación del pecho revelaba que seguía con vida—. ¡Está tan enfermo!

—No creo que esté enfermo, querida. Creo que está exhausto. Te prometo que se repondrá. —Pero Sílex no sabía si lo creía de veras. Él mismo estaba cansado, muy cansado, pues sólo había dormido unas horas tras regresar de la fortaleza—. Tengo que ir por el niño… por el niño y por ti. Ojalá pudieras ver a Gil. No quiero creerle, querida Ópalo, pero le creo. —Alzó el espejo y volvió a examinarlo. Costaba creer que un objeto tan pequeño y ordinario estuviera rodeado de tanta locura—. Dice que de esto dependen cosas terribles. Ojalá pudieras verlo, porque entonces entenderías por qué le creo.

—¿Y por qué no puedo verlo? ¿Por qué no puede venir aquí?

—No estoy seguro. Dijo que no podía acercarse al Hombre Radiante. Por eso tuvo que ir el niño.

—¡Es totalmente descabellado! —La furia de Ópalo parecía haber prevalecido—. ¿Quién es esta persona? ¿Cómo conoce a Pedernal? ¿Por qué envió a nuestro hijo a hacer algo tan peligroso, y con qué derecho? ¿Y qué sabe una persona alta sobre los Misterios?

La andanada de preguntas amilanó a Sílex.

—No lo sé, pero no es sólo una persona alta. —La mirada calma y vacía de Gil se le había grabado en los pensamientos—. Hay algo raro en él, pero es difícil de explicar. Es… —Sílex sacudió la cabeza. Ése era su problema. Había pasado gran parte de los últimos días en lugares donde las palabras significaban poco o nada, pero Ópalo no. Lo entristecía, porque creaba una brecha entre ambos. Esperaba sobrevivir a este extraño momento para poder cerrarla. Extrañaba a su buena esposa, aunque la tenía frente a él—. Tengo que hacer esto, Ópalo.

—Eso dices. ¿Entonces qué haces aquí, topo cruel y terco? ¿Crees que me haces un favor al venir a decirme que arriesgarás la vida de nuevo cuando acabas de regresar? ¿Al matarme de preocupación con historias extravagantes?

—No, pero no podía irme de nuevo sin decirte por qué. —Atravesó el dormitorio y recogió su mochila—. Y también quería ciertas herramientas, por si acaso. —No le dijo que lo que realmente quería era su cuchillo para piedras, bien afilado, lo más parecido a un arma que tenían en la casa aparte de los cubiertos de Ópalo. No se animaba a pedirle su mejor trinchante. Sería como el golpe definitivo en una superficie temblorosa.

Ópalo se había ido a la sala del frente, de nuevo combatiendo las lágrimas. Sílex se arrodilló junto al muchacho. Le palpó la fresca frente y miró de nuevo para cerciorarse de que movía el pecho. Le besó la mejilla.

—Te amo, niño —murmuró. Era la primera vez que lo decía en voz alta, o que lo admitía.

También besó a Ópalo, aunque ella respondió a regañadientes y pronto desvió la cara, pero no sin antes de que él saboreara sus lágrimas con los labios.

—Regresaré, muchacha.

—Sí —protestó ella—. Tal vez.

Pero al salir por la puerta, Sílex le oyó añadir en voz baja:

—Más vale que regreses.

* * *

Sílex erró el camino varias veces, pues no estaba Sauce para guiarlo. La gente alta que iba de aquí para allá alrededor del castillo parecía muy distraída por los preparativos para el asedio, y al principio le pareció raro que nadie se molestara en interrogar a un cavernero que deambulaba por el terreno. Luego recordó que era Víspera de Invierno, el día anterior al Día del Huérfano, uno de los festivos más importantes en el calendario de la gente alta. A pesar de la guerra, parecían estar preparándose para un festín y otros entretenimientos: Sílex vio a varios grupos de cortesanos más emperifollados que de costumbre, y a un trío de muchachas que parecían disfrazadas de gansos o patos.

Gil, rígido como una estatua, estaba sentado en un retazo de débil sol matinal en el jardín cuando Sílex encontró el lugar. Sílex se preguntó si el desconocido habría esperado en ese banco toda la noche, a pesar del frío invernal y del penetrante rocío.

Gil lo miró como si no hubieran pasado horas, como si hubieran interrumpido su conversación hacía sólo un instante.

—Ahora nos iremos —dijo, y se puso de pie, sin la menor rigidez. Más aún, era extrañamente grácil, con tal economía de movimientos que lo que al principio parecía lentitud y torpeza pronto evidenciaba una sutil naturalidad, la coreografía de una danza compleja.

—Un momento. —Sílex miró en torno, pero el jardín era uno de los pocos lugares del castillo donde no había gente preparándose para el asedio o el banquete—. No podemos salir por la Puerta del Basilisco. El castillo está en guerra. Los guardias no nos dejarán. Y han desmantelado el terraplén. Dices que debemos llegar a la ciudad: tendríamos que encontrar un bote y hoy la bahía está peligrosa. Dicen que se avecina una tormenta.

Gil lo miró.

—¿Qué significa eso?

Sílex soltó un bufido de exasperación.

—Significa que no has pensado muy bien esta parte. Tendremos que encontrar otro camino. No puedes volar, ¿verdad? No, ya me parecía. Entonces tendrás que volver conmigo a Cavernal. Hay túneles, caminos antiguos y secretos que van debajo de la bahía. Ya nadie los usa demasiado, ni siquiera nosotros. Podemos ir por allí, o al menos vale la pena intentarlo.

Gil siguió mirándolo, y se sentó.

—No puedo bajar a Cavernal, como la llamas tú. Está demasiado cerca de los lugares profundos, de esa cosa que llamáis el Hombre Radiante. No puedo ir allí.

—Entonces tendremos que cavar sin herramientas. —Una vez más, Sílex lamentó la desaparición de Chaven. ¡Gente enigmática y espejos mágicos! ¡Los Misterios cobrando vida! El rechoncho médico habría sabido algo. Siempre sabía algo—. Ah, espera un momento. —Reflexionó—. La muchacha me dijo que has vivido en la fortaleza del castillo. Eso está bajo tierra.

Gil asintió lentamente.

—Eso no es tan profundo, creo. No me afecta mucho.

—Conozco un camino que tampoco es demasiado profundo, al menos al principio. Cuando nos alejemos del Hombre Radiante, si eso es lo que tanto temes, podremos ir a más profundidad. Sígueme.

Mientras conducía al desconocido por la fortaleza interior, por primera vez seguro del rumbo que seguía, trató de planear qué le diría al ama de llaves de Chaven o al mayordomo. ¿Cómo se llamaba ese viejo suspicaz? ¿Harry? ¿Podría convencerlos de que tenía un recado para que le permitieran atravesar la casa sin vigilarlo? No creía que ninguno de ellos supiera nada sobre el túnel y la puerta del sótano.

Aún estaba elucubrando cuando llegaron al observatorio, pero no necesitó valerse del pretexto que había inventado (Chaven estaba examinando una muestra de piedra que él le había dado, pero ahora Sílex la necesitaba con urgencia), pues nadie respondió a su llamada. La puerta estaba trabada, aunque Sílex la sacudió para asegurarse. La niebla y la llovizna habían formado una pátina lodosa con el polvo del umbral, y no había ninguna huella, como si nadie hubiera entrado ni salido en varios días. Volvió a sacudir la manija, pero la puerta estaba atrancada con firmeza. Al parecer, en la larga ausencia de Chaven los sirvientes habían cerrado la casa.

Con abatimiento, comenzó a explicárselo a Gil, pero comprendió que ese hombre extraño no veía nada que necesitara explicación. Sílex miró la ventana del segundo piso y su balcón de madera. Quizá los postigos fueran más vulnerables.

—¿Puedes escalar? —preguntó. Gil lo miró con esa cara exasperante e impasible que ya le resultaba familiar—. No importa. Yo lo haré. Los Ancianos saben que últimamente he tenido que practicar bastante.

* * *

Tras llegar al balcón tardó un rato en recobrar el aliento (había dormido poco y le temblaban los músculos), pero le alegró descubrir que podía insertar la punta del cuchillo entre los postigos y hacer palanca para alzar el pestillo del interior. Entró con el mayor sigilo posible, teniendo en cuenta que aún jadeaba, y se detuvo en la abarrotada habitación para escuchar. Lo rodeaban muestras de los intereses y obsesiones de Chaven, libros y recipientes por doquier, cofres y sacos desbordantes, baúles de boticario con las gavetas abiertas, como si el médico hubiera revisado apresuradamente sus pertenencias antes de salir. No había demasiado polvo; sin duda el ama de llaves había limpiado antes de partir. Aun así, permaneció en silencio largo rato, sintiéndose como un ladrón, hasta que estuvo seguro de que nada se movía en las cercanías. Se preguntó dónde estaría la piedra que había traído Pedernal (¡tanto tiempo atrás, parecía ahora!), pero encontrar algo en ese batiburrillo sería tarea de horas o de días. Bajó por la escalera de caracol y le abrió la puerta a Gil.

—Sígueme —le dijo. No podía dar por sentado que nada fuera obvio para ese extraño sujeto de ojos de pez. Sílex lo guio por varios pisos hasta el corredor más bajo y su liso portal, donde casi soltó un grito cuando una forma peluda salió corriendo de las sombras, pero era sólo una gata manchada, negra y gris, que se detuvo para dirigirle una mirada tan distante como la de Gil. Parecía sana y bien alimentada. Se preguntó si habría encontrado la despensa y se habría instalado en el observatorio ahora que la casa estaba vacía.

—Bien hallada —dijo Gil, mientras todos permanecían quietos en la escalera. Parecía que le hablaba a la gata. La criatura no parecía impresionada; les mostró la cola a ambos mientras subía la escalera y los dejaba atrás.

En el corredor del fondo Sílex oyó un ruido detrás de una puerta pequeña. Se detuvo y detuvo también a su compañero. En otras circunstancias, Sílex habría dicho que alguien gemía en esa habitación, aunque la voz no parecía humana, pero en la casa desierta de un hombre con muchos intereses arcanos estaba menos seguro. Sólo estaba seguro de que no quería saber nada de ello, aunque sólo fuera el ruido de un artilugio mecánico de Chaven, una maraña de mangueras de cuero y fuelles y tubos de vidrio. Tras un instante de tensión, arrastró a Gil hasta la puerta que estaba en el extremo, con la campanilla colgando al lado. Fue un alivio cerrar esa puerta a sus espaldas, abandonar la casa desierta para internarse en los limpios pero toscos túneles caverneros que conocía tan bien.

—Esto no es más profundo que la fortaleza —le susurró a su compañero—. ¿Puedes soportarlo?

Gil asintió.

—Bien. Sígueme, entonces. Tenemos un buen trecho por delante.

* * *

Sílex no tenía tiempo ni ganas de visitar a Pedrejón para comprar el coral luminoso, así que se valió de una lámpara de aceite convencional y humeante, que arrojaba enormes sombras sobre las paredes pálidas y sudorosas de la caverna de piedra caliza, para guiar a Gil por los lugares profundos que estaban bajo la bahía de Brenn. En otras ocasiones, pensó Sílex, habría sido interesante seguir esta vieja ruta perteneciente a una época en que los caverneros confiaban menos en la gente alta (por buenos motivos) y deseaban disponer de una vía de escape. Ahora casi nadie usaba la vieja y deteriorada carretera del Éxodo, y Sílex debió recurrir a un largo poema que le había enseñado el padre, y que indicaba los giros mientras se alejaba de los aledaños de Cavernal, atravesando cuevas goteantes bajo la bahía hasta llegar a tierra firme. Las circunstancias privaron a Sílex de todo placer en esta excursión, aparte de su reciente viaje bajo el plateado Mar de las Profundidades, acuciado por visiones de pesadilla a cada paso. Este viaje no fue tan difícil, aunque sí mucho más largo. Sólo la conducta de su compañero volvía la experiencia casi igualmente escalofriante.

Gil parecía sufrir tanto como Sílex había sufrido en los Misterios, hostigado por cosas invisibles para el cavernero. Mascullaba, y un par de veces habló en un idioma desconocido. Cuando el enjuto desconocido experimentó el tercer o cuarto ataque, Sílex recordó que ya había visto algo similar.

Pedernal, en la tumba de la familia Eddon. La fisura en la tierra. Se le ocurrió algo en que tendría que haber pensado antes. ¿Acaso Pedernal lo sabía, y por eso estaba tan inquieto en la tumba? ¿Sabía que un día tendría que descender allí? ¿O lo asustaba porque lo llamaba, y pocos días atrás la llamada se volvió tan fuerte que no pudo resistirla?

Cuando llegaron al sitio donde los senderos volvían a ascender, su extraño compañero sufrió otro cambio, esta vez como si perdiera parte de su extrañeza. Gil comenzó a preguntar dónde estaban y cuánto tardarían en llegar a la superficie, hablando como un hombre común. Sílex no lograba entenderlo ni lo intentó: muchas cosas que habían sucedido en los últimos días le resultaban incomprensibles, y estaba seguro de que nunca las entendería.

El camino subterráneo al fin llegó a la superficie en tierra firme, en un banco de peñascos costeros a media milla de donde antes estaba el terraplén. Mientras salían a la escasa luz de esa tarde lúgubre y brumosa, Sílex vio el castillo al otro lado del estrecho, como un juguete fabricado por un gigante y dejado en el agua para esperar su retorno. A esta distancia Sílex ni siquiera veía a los centinelas de la muralla. La fortaleza parecía desierta, y sus ventanas tan vacías como los orificios del acantilado donde las aves marinas anidaban en primavera. Costaba creer que alguien viviera dentro o debajo del castillo.

Trató de ahuyentar ese pensamiento lúgubre.

—Estamos al otro lado del agua. ¿Adónde vamos ahora?

—A la ciudad. Esos túneles… ¿Estuve antes en ellos?

—No lo sé —dijo Sílex, sorprendido—. No lo creo.

—Me recuerdan a algo. Un lugar que conocí bien. —Por primera vez Sílex vio emoción en los rasgos del hombre, en sus ojos perturbados—. Pero no puedo evocarlo con claridad.

Sílex se encogió de hombros y echó a andar por la playa. Pronto las murallas de la ciudad se elevaron sobre ellos. Sólo la base del terraplén quedaba donde la avenida del Mercado llegaba a la costa, y el mar estaba vacío a lo lejos, aunque algunos botes amarrados aún flotaban a lo largo del muelle. Sin duda sus propietarios se habían refugiado en la fortaleza, con la esperanza de recobrarlos un día. No había nadie en las dársenas y tabernas y almacenes. Era perturbador, como si un vendaval se hubiera llevado a los habitantes. Volvió a sentir miedo. No era sólo su propia vida: todo el mundo estaba trastocado.

Esta vez Gil encabezó la marcha, y el cavernero lo siguió con creciente renuencia. Una niebla había bajado de las colinas y cubría la ciudad y la visibilidad era mínima, aun en la ancha avenida del Mercado; los edificios vacíos de ambos lados parecían silenciosos pecios en el fondo del mar. Las paredes húmedas y los techos desconchados goteaban como cavernas de piedra caliza, y sus pasos parecían resonar en mil ecos diminutos.

Todo era tan siniestro y antinatural que cuando media docena de siluetas oscuras salieron de las sombras pareció el inevitable final de un sueño espantoso, y Sílex se limitó a jadear y detenerse, con el pulso palpitante. Una de esas siluetas delgadas se les acercó, apuntándoles con una lanza negra. Su armadura tenía el color del plomo, y de su rostro sólo se veía una franja de piel blanca y el destello amarillo y gatuno de los ojos en la ranura del yelmo. La punta de la lanza se movió de Sílex a Gil y se detuvo allí. La aparición dijo algo con una voz llena de chasquidos y siseos ásperos y musicales.

Para asombro de Sílex, Gil respondió en una versión más lenta de esa jerigonza. La silueta de armadura gris respondió, y el diálogo continuó. Caían gotas de agua. Los centinelas se agruparon detrás del líder, y de ellos sólo se veían altas sombras y un semicírculo de ardientes ojos amarillos.

—Parece que van a matarnos —dijo Gil al fin, con cierta tristeza o melancolía—. Les dije que traemos una cosa importante para su señora, pero no les importa. Dicen que han obtenido la victoria. No tienen por qué negociar.

Sílex luchó contra un pánico sofocante.

—¿Qué significa eso? ¡Dijiste que querrían lo que tenemos! ¿Por qué quieren matarnos?

Gil sonrió, una curva triste en las comisuras de la boca.

—A ti, porque eres un habitante de las tierras soleadas, y debes morir. A mí, porque soy un desertor y también debo ser ejecutado. La conquistadora… parece que fue mi amante tiempo atrás. —Sacudió la cabeza lentamente—. Yo no lo sabía. Con el tiempo, me habría ayudado a entender otras cosas. Pero parece que tiempo es precisamente lo que no tenemos.

El semicírculo se cerraba. Las puntas de las lanzas se aproximaban, amenazadoras. Sólo podían morir de pie o echar a correr.

—Me despido, Sílex de Cuarzo Azul —dijo su compañero—. Lamento haberte traído para que murieses aquí, en vez de dejarte en tus túneles para que encontraras tu propio tiempo y lugar.