36
A los pies del gigante
LANZA NEGRA
Está embadurnado de sangre y grasa
Es fuego en el aire
Lo llaman «Una Costilla» y «Flor del Sol»
Oráculos de Osario
—Estoy impresionado —dijo Tinwright mirando las aguas encrespadas. La angosta franja de la bahía de Brenn que se extendía entre el castillo y la ciudad de tierra firme estaba llena de pequeñas embarcaciones, algo raro con un tiempo tan inestable pero no tanto en una época tan inestable: ahora que el terraplén estaba desmantelado, los que querían viajar entre la ciudad y la fortaleza tenían que ir en bote, afrontando las altas olas de cresta blanca—. Creí que sólo allegados de la familia real podían entrar en las Torres de las Estaciones.
—Yo soy allegado de la familia real —dijo Acertijo, irguiéndose, pero no pudo permanecer así largo tiempo; al rato encorvó los hombros y agachó la cabeza—. Soy el bufón del rey. Y cuando Olin regrese, volveré a gozar de sus favores.
Siempre que llegue ese día. Matty Tinwright sentía pena por ese viejo caído en desgracia, pero sabía que él actuaría igual. Cuando la familia real te tocaba, era como aire para un hombre que se ahogaba. Cualquiera que tuviera ambición caminaría por el agua para siempre con tal de seguir respirando ese aire, despreciando lo demás.
Y mírate un poco, pensó. Mira cuán lejos has llegado desde que saboreaste ese aire, cuán alto. Era mucho más que una metáfora poética. Estaba en un balcón de la Torre del Invierno con Marca Sur a sus pies, y sólo las piedras negras de Diente de Lobo se erguían a sus espaldas como un padre severo. Un mes atrás estaba en el fango. Observó a los soldados que rechazaban los botes sobrecargados en la compuerta de Invierno, oyó el clamor de la gente que suplicaba, el llanto de los niños. Estaría rogando que me dieran refugio como los demás. En cambio, tengo mi lugar asegurado. Los Eddon me alimentan y me albergan, por gracia de la princesa Briony. Ah, los dioses me han sonreído, sobre todo Zosim, patrono de los poetas.
Aun así, deseaba que los dioses hicieran algo para detener la guerra que había llevado a tantas almas asustadas al castillo donde Tinwright ahora compartía el lecho por turnos, como en sus tiempos de la Fortuna del Escriba. Sintió un aguijonazo de miedo.
No será que los dioses tienen algún plan para engañarme, ¿verdad? No me habrán elevado tanto sólo para dejarme morir a manos de brujos y hadas… Sacudió la cabeza. Ese día lúgubre le había puesto pensamientos lúgubres en la cabeza. Briony Eddon en persona me elevó, me defiende. Ella reconoce el valor de mi arte y me protege bajo su manto. Y todos saben que este castillo nunca caerá ante un asedio. El mar lo defenderá tal como la princesa regente me protege a mí.
Tras disipar esos pensamientos sombríos, Tinwright bebió un largo trago de vino y le pasó la jarra a Acertijo, que tuvo que sostenerla con ambas manos para llevársela a los labios. El flaco bufón se meció un poco, como un árbol joven.
—Está bien que la sostengas así —le dijo Tinwright—. El viento está arreciando.
—Es bueno. —El viejo se enjugó los labios—. Me refiero al vino. Te calienta el cuerpo. Ahora bien, no te traje aquí sólo para admirar la vista, aunque es muy bonita. Necesito tu ayuda.
Tinwright enarcó una ceja.
—¿Mi ayuda?
—Eres un poeta, ¿verdad? Se aproxima la Víspera de Invierno. Habrá un festín, desde luego. Debo entretener a la princesa regente y los demás. La vieja duquesa estará allí. —Sonrió un instante, perdido en sus recuerdos—. Le agradan mis chistes. Y también estarán los demás notables. Debo preparar algo especial.
Tinwright volvió a mirar la bahía. Un bote había zozobrado; una familia flotaba en el agua picada. Todo parecía muy lejano, pero Tinwright se alegró al ver que otros botes, en general embarcaciones acuanas, se acercaban al lugar. Un acuano, sosteniendo el timón de su pequeño velero, estiró el otro brazo y rescató a un chiquillo del agua verde y gris.
—Lo lamento —dijo—. No lo entiendo.
—¡Una canción, hombre, una canción! —exclamó el bufón, con tanto fervor que Matty Tinwright dejó de mirar el rescate. El rostro arrugado de Acertijo parecía iluminado por dentro, lleno de alegría—. ¡Debes escribir algo ingenioso!
¿Cuánto vino ha bebido el viejo?
—¿Quieres que te escriba una canción?
Acertijo meneó la cabeza.
—Yo escribiré la melodía. Era célebre por ello en mi juventud, y también por mi voz. —Su rostro se aflojó—. No envejezcas nunca, ¿me oyes? No envejezcas nunca.
Tinwright ni siquiera podía imaginar semejante cosa, aunque sabía que era algo que estaba a lo lejos, tal como había otro continente en el remoto sur, un sitio que nunca había visto y en el que nunca pensaba, salvo para nombrarlo en alguna que otra metáfora («dulce y crepuscular como una uva xandiana») que había oído en labios de otros poetas. La vejez era lo mismo para él.
—¿Qué clase de canción deseas cantar?
—Nada que haga reír a la gente. No son tiempos para la frivolidad. —El viejo asintió, como si no ser gracioso fuera una decisión premeditada y no la inevitable tragedia de una vida de trabajo—. Algo heroico y liviano. Una historia sobre Silas u otro caballero del palacio de Lander serviría. Quizá la Doncella Herida, que está ambientada en la fiesta de Víspera de Invierno, precisamente.
Tinwright reflexionó. No ganaba nada con ese favor: hoy día, a pesar de sus reminiscencias, Acertijo no estaba más cerca que él del corazón del poder de Marca Sur. Por otra parte, ¿qué sucedería si regresaba el rey? Cosas más raras habían pasado.
Además (Tinwright tardó un instante en comprenderlo, tan inusitado era el impulso), el viejo le agradaba y quería ayudarlo. Bien sabían los dioses que Acertijo no estaba bendecido con talento natural para su arte, como Matt Tinwright para su propia vocación.
—Muy bien —dijo—. Pero no me has dado mucho tiempo.
Acertijo sonrió.
—Eres estupendo, Tinwright. De veras, eres un amigo. No tiene que ser excesivamente largo. La atención de la corte se dispersa cuando la comida ha terminado y todos están borrachos. Ah, gracias. Esto merece otro trago. —Alzó la jarra para beber un buen trago y se la pasó a Tinwright, que casi la soltó, pues de nuevo miraba el agua.
—Los acuanos han salvado a esa familia —observó—. ¡Que los dioses muerdan a otros dioses, míralos! ¡Semidesnudos con este frío! Nunca entenderé a los acuanos. Deben tener una piel grasa como una foca.
—Hace frío, en efecto. Tendríamos que bajar. —Acertijo miró a la lontananza—. Mira, ni siquiera se ve Finisterra por culpa de la niebla. Y ha bajado de los cerros a los collados. Pronto cubrirá la ciudad. —Se envolvió con los brazos—. Tiempo de sombras, lo llamábamos. —Se volvió hacia Tinwright—. No tendrá nada que ver con los crepusculares, ¿verdad?
Tinwright miró la niebla que descendía de la cima de los cerros cercanos, peines blancos que imitaban las encrespadas olas de la bahía.
—Ésta es una lengua de tierra entre la bahía y el mar. Aquí siempre hay niebla.
—Quizá. —Acertijo asintió—. Sí, claro, tienes razón. Los viejos, cuando el frío nos cala los huesos, pensamos en… —Se enjugó los ojos; el viento le había hecho lagrimear—. Bajemos. Habrá un fuego en la cocina, y podemos terminar la jarra y hablar sobre mi canción de Víspera de Invierno.
* * *
—¿Quién es tu amo? —preguntó Sílex.
Por primera vez Sauce demostró una timidez que congeniaba con su edad y apariencia.
—No conozco su nombre, pero conozco su voz.
Sílex meneó la cabeza.
—Mira, niña, no sé quién eres ni a qué has venido. En otra ocasión iría contigo, tan sólo para averiguar qué cosa rara es ésta, pero acabo de regresar de un viaje subterráneo que haría que el señor de… que haría que Kernios mismo cayera redondo para dormir una semana. Nuestro hijo está en la otra habitación, enfermo, quizá agonizando. Mi esposa estaba muerta de preocupación por ambos. No puedo acompañarte para ver a tu amo, y menos si no conoces su nombre.
Ella lo miró un largo instante con rostro solemne, como si las palabras de Sílex aún no hubieran llegado a sus oídos. Cerró los párpados.
—¿Tienes el espejo? —preguntó al abrirlos.
—¿El qué?
—El espejo. Mi amo dice que si no puedes venir en persona, debes darme el espejo. —Estiró la mano, con tanto desparpajo como una chiquilla pidiendo una golosina. A pesar de su sobresalto, Sílex estaba intrigado. Era alta, aun entre la gente alta, y bastante bonita, pero aunque estaba aseada tenía un aire de desaliño, como si se hubiera vestido a oscuras.
—¿Tu amo quiere el espejo? —Sin pensarlo, Sílex metió la mano en el bolsillo de su camisa andrajosa y sudada, la cerró sobre ese objeto liso y fresco. Demasiado tarde comprendió que había puesto en evidencia que lo tenía, pero la muchacha ni siquiera lo miraba. Aún extendía la palma con los ojos en el vacío.
—Dice que con cada momento que pasa se acerca más la Antigua Noche —dijo.
Sílex se sobresaltó al oír la escalofriante advertencia de Chaven en labios de esa chica obnubilada.
—Debo decírselo a mi esposa —gruñó al fin.
* * *
La poca gente que había en las calles de Cavernal, ahora que anochecía y habían atenuado la luz de los faroles, miraba a Sílex con sorpresa. La mayoría estaban enterados del exótico desfile que había anunciado su regreso, pero nadie estaba preparado para este espectáculo: Sílex Cuarzo Azul, que acababa de terminar una emocionante aventura, seguía de mala gana a una muchacha de la gente alta como si caminara hacia su propia ejecución. Y en verdad sus pensamientos eran tan lúgubres como si fuera así.
Ópalo ni siquiera gritó, pensaba mientras iba con la niña hacia las puertas de la ciudad. Habría tolerado que me gritara y me insultara. Ni siquiera yo puedo creer que esté saliendo de nuevo. Pero tan sólo me dio la espalda, con un «Haz lo que tengas que hacer». ¿Es el niño? ¿Ha encontrado a alguien que le importa más que yo?
O quizá ella sea igual que tú, viejo tonto, le sugirió una parte de él. Con el niño tan quieto y enfermo, tiene tantas cosas en mente que no tiene tiempo para algo que no entiende. Y que tú no entiendes mejor que ella.
Había música en la sede del gremio, hombres y niños cantando una canción. El coro masculino practicaba para el fin del año las canciones inmemoriales que su pueblo compartía como una comida. Esquisto el corista andaría de aquí para allá, escuchando, frunciendo el ceño, marcando el ritmo con la mano. Para los cantantes era una noche normal, y aun la amenaza de la guerra y las historias sobre las extrañas aventuras de Sílex eran una diversión. Los caverneros siempre habían durado más que las guerras: constructores, excavadores, mineros, eran demasiado valiosos para matarlos, y en todo caso difíciles de atrapar en sus escondrijos. Somos gente de la piedra y nos apegamos al suelo, decía su padre. No miramos desde arriba, pero somos más difíciles de tumbar.
¿También durarían más que la Antigua Noche, si llegaba?
¿Por qué mi vida está hecha trizas?, se preguntó Sílex. ¿Por qué me han escogido a mí?
* * *
Para su asombro, la muchacha lo guio hasta el corazón del castillo. Una multitud rodeaba la Puerta del Cuervo, y los guardias discutían con diversos peticionarios, pero uno de ellos la reconoció y la dejó pasar, aunque miró con desconfianza a Sílex antes de cederle el paso. Sin hablar con nadie, Sauce lo condujo por espacios abiertos, jardines y veredas cubiertas hasta que aun él quedó desorientado. El sol se había puesto y el aire estaba helado. Sílex se alegró de haber llevado su chaqueta abrigada, aunque le había costado creer que la necesitaría al partir, pues aún recordaba el calor de las profundidades. Lo entristecía un poco que Ópalo no le hubiera recordado que la llevara, como lo hacía habitualmente, pero se dijo que ni siquiera su omnisciente esposa podía acordarse de todo, y menos en un día tan extraño.
Mientras él se ponía la chaqueta, Sauce lo condujo por una puerta a un jardín con pérgola alumbrado por antorchas. Sílex no sabía qué jardín era, ni reconoció al hombre que lo esperaba en un banco bajo. Había pensado que la persona misteriosa que lo había llamado era Chaven, y se sintió defraudado y atemorizado al ver a ese desconocido.
El hombre se volvió hacia ellos con ojos que eran tan turbadoramente impasibles como los de Sauce. Era casi lo contrario de Chaven, más joven y mucho más delgado que el médico, con el pelo cortado al rape con torpeza, como si él mismo lo hubiera hecho con un cuchillo, y sin mirar.
Quizá por eso necesita el espejo, pensó Sílex, pero no estaba de ánimo para bromas, ni siquiera las suyas.
—Me mandaste buscar —dijo con firmeza—. Como si fueras mi amo, y no sólo de la niña. Pero no lo eres, así que dime qué deseas.
—¿Trajiste el espejo? —murmuró el hombre con lentitud.
—Primero responde a mis preguntas. ¿Quién eres y qué deseas?
—¿Quién soy? —dijo el desconocido, como si fuera una pregunta inesperada—. Aquí, en este lugar, me llaman Gil. Creo que tengo otro nombre, pero no lo recuerdo.
Sílex sintió un escalofrío de pánico. El hombre tenía el distanciamiento de los locos, tan calmo como el abuelo de Sílex en sus últimos años, sentado junto al fuego de la casa como un lagarto al sol, sin moverse en todo el día.
—No sé qué significa ese disparate, pero sé que me has sacado de mi hogar en un momento en que mi familia me necesita. Te lo preguntaré de nuevo. ¿Qué deseas?
—Impedir la destrucción de dos razas. Postergar un poco más la contundencia de la Gran Derrota, aunque no se pueda evitar para siempre. —El hombre llamado Gil asintió despacio, como si sólo ahora comprendiera sus propias palabras. Por primera vez sonrió, una mueca fantasmal—. ¿No es suficiente?
—No tengo la menor idea de lo que estás diciendo. —Sílex ansiaba dar media vuelta y marcharse, echar a correr hasta volver a estar bajo un techo de piedra. El cielo estaba cubierto de nubes tan espesas que no veía la luna ni las estrellas, pero no era como estar en su propio hogar, entre los suyos, entre sus cosas.
—Tampoco yo —dijo Gil—. Pero me han dado a entender un poco, y ese poco es esto. Debes darme el espejo. Entonces tu tarea estará concluida.
Sílex aferró el espejo, aunque ni el desconocido ni la niña parecían dispuestos a arrebatárselo. Aun así, tenían el doble de su altura. Que lo intenten, pensó. Que intenten quitarme esta cosa por la que mi hijo estuvo a punto de morir… Y entonces comprendió algo en que había pensado sin advertirlo; el espejo era la respuesta. El espejo era lo que había llevado a Pedernal a los profundos Misterios, lo que casi lo había matado.
—No, no te daría el espejo, aunque lo tuviera.
—Lo tienes —señaló Gil—. Puedo sentirlo. Y no te corresponde conservarlo.
—¡Pertenece a mi hijo!
Gil negó con la cabeza.
—Creo que no, aunque eso es un poco oscuro para mí. Pero no importa. Ahora lo tienes tú. Si me lo das, podrás irte a casa y no pensar más en ello.
—No te lo daré.
—Entonces debes venir conmigo —dijo ese hombre extraño—. Ya casi es la hora. Es preciso llevarle el espejo a ella. No impedirá la Antigua Noche ni la destrucción de todo, pero quizá gane un poco de tiempo.
—¿Qué significa esto? ¿De qué estás hablando? ¿Llevárselo a ella? ¿Quién es ella, en nombre de los Ancianos de la Tierra?
—Ella se llama Yasammez —dijo el desconocido—. Es una de las más antiguas. Es la muerte, y será la perdición de tu especie.
* * *
El sol de la tarde se ponía detrás de las colinas. Estaban sentados en una cima rocosa, mirando al sureste, aunque el castillo todavía estaba demasiado lejos, y la hierba era verde y húmeda y el cielo estaba tachonado de sol y nubes. Podría haber sido un día límpido y fresco de principios del invierno salvo por el coágulo de bruma que rodaba sobre la comarca, enturbiando las zonas bajas mientras se extendía hacia Marca Sur.
—Deben de ser ellos —dijo Tyne Aldritch, y escupió—. Usted habló de una niebla que venía de la Línea de Sombra, Vansen. Dijo que los cubría como una capa.
El capitán de la guardia se movió. Fruncía el ceño con preocupación.
—Eso nos dijo el sobrino del mercader cuya caravana fue atacada. Cuando mis hombres y yo cruzamos el límite, no había niebla. Pero sí, es probable que nuestros enemigos estén escondidos en esa bruma.
Barrick no sabía qué hacer, salvo permanecer erguido en la silla. Hoy habían avanzado un largo trecho con rapidez; estaba agotado y el brazo atrofiado le dolía como si alguien le hubiera clavado una daga entre los huesos de la muñeca. Una vez más lamentó no haberse callado la boca, no haberse quedado en casa.
Pero si no los detenemos, será como condenar a muerte a los que se quedaron en Marca Sur. Durante todo ese día lo había perturbado el recuerdo del rostro pálido de esas criaturas de sombra, sus ojos muertos pero aterradores. No había comido. No podía meterse nada en el estómago, salvo agua.
—¿Nuestros corredores podrán llegar a la ciudad antes que ellos? —preguntó lord Fiddicks—. Si nos respalda la guarnición de Brone, los tendremos entre la espada y la pared.
—Quizá nuestros corredores puedan llegar, pero no creo que debamos confiar sólo en ellos —dijo el conde Tyne—. Tenemos palomas, ¿verdad? Enviaremos mensajes por su intermedio. Un ave es más rápida que un hombre, máxime si ese hombre cabalga en un caballo cansado.
Ferras Vansen carraspeó. Miró a Barrick, pidiendo autorización para hablar. A pesar de su fatiga y su abatimiento, a Barrick le causaba gracia que el mundo de los títulos y los privilegios aún existiera después del fracaso de esa mañana, pero asintió.
—Es sólo… —empezó Vansen—. Mis señores, me parece que no podemos esperar.
—Hombre, haría llorar a los dioses con el tiempo que tarda en decir su opinión —rezongó Tyne—. ¿A qué se refiere?
—Si seguimos a este paso, no los alcanzaremos. La mayoría de ellos van a pie, como nosotros, pero sus tropas se desplazan con rapidez. Si pueden marchar toda la noche, llegarán a la ciudad por la mañana.
—Bien —dijo Rorick. Había sufrido sólo heridas menores en la lucha (Barrick había notado que no había sido de los primeros en sumarse a la refriega), pero portaba los vendajes con orgullo—. Entonces los acorralaremos contra la bahía. Todos saben que a las hadas no les gusta el agua. Cuando Brone salga para atacarlos, los haremos pedazos.
Vansen sacudió la cabeza.
—Disculpad, milord, pero no me agrada esa idea. Creo que debemos tratar de detenerlos en las zonas bajas, en los campos de las afueras de la ciudad.
Los otros nobles se burlaron, e incluso murmuraron que Vansen era un tonto, pero él no les prestó atención. Hasta Tyne Aldritch pareció molesto y envió a su escudero a buscar vino. Barrick vio a varios soldados que aprovechaban la oportunidad para sentarse o acostarse mientras los nobles discutían en el cerro; comprendió que esos hombres habían caminado todo el día con armadura y armamento, y estaban tan doloridos y desanimados como él, pero quizá doblemente cansados.
—Explíquese, capitán Vansen —dijo Barrick—. ¿Por qué no podemos esperar y pillarlos entre ambas fuerzas?
Vansen asintió como un profesor satisfecho con su alumno, y Barrick lamentó haber tomado partido por él.
—Porque hay muchas incógnitas —dijo el capitán de la guardia—. ¿Y si el condestable no recibe nuestro mensaje?
—Entonces saldrá cuando vea la lucha —dijo Rorick—. Es un temor tonto. Esto es una pérdida de tiempo. ¿Qué hace este hombre aquí?
—Está aquí porque hasta el día de hoy era el único que había afrontado al enemigo —dijo Tyne, que obviamente no sólo estaba enfadado con Vansen—. Y aunque no todos podamos decir lo mismo, también se comportó con valentía esta mañana.
Rorick se sonrojó, y para disimular también envió a su escudero a buscar vino.
—Diga lo que piensa, capitán. —De pronto Barrick se preguntó si se había convertido en protector de Vansen.
—Primero, como hemos visto, la presencia de los crepusculares surte efectos extraños. ¿Una paloma puede volar a través de esa bruma? ¿Brone podrá ver lo que ocurre cuando la niebla baje y cubra la costa y la ciudad? ¿Sabrá que estamos peleando a brazo partido a poca distancia? Parece obvio, pero creedme, en esas sombras las cosas no siempre son lo que parecen, como he aprendido por las malas. Hoy todos lo habéis visto también.
»¿Y qué sucederá cuando el enemigo llegue a la ciudad? ¿Presentará batalla en terreno abierto, o desaparecerá en las calles y callejas, en las alcantarillas y sótanos y edificios abandonados? ¿Cómo lo combatiremos entonces? Estaremos aturdidos, confundidos… Todos recordáis ese bosque en la colina, luchando contra un décimo de la cantidad de los nuestros. ¿Les daríais mil lugares más para esconderse? De nuevo será como si su ejército se hubiera decuplicado.
—Pero la ciudad está desierta —dijo otro noble, desconcertado—. La gente se ha refugiado dentro de las murallas del castillo, o ha huido al sur.
—¿Y qué? —preguntó Vansen.
—Si se desplazan a la ciudad —dijo Rorick, desdeñoso—, la incendiaremos. Los sacaremos de su escondrijo con fuego. ¿Qué mejor modo de despachar a esos engendros?
—Perdonadme, milord —dijo Vansen, aunque no parecía sincero en su disculpa—, pero sólo un hombre que posee varios castillos puede hablar así. ¡Miles de personas tienen sus hogares allí! Y la ciudad y sus granjas mantienen vivo el castillo de Marca Sur.
—Ya estoy harto de los insultos de este campesino —dijo Rorick, tocando la empuñadura de su espada—. Debemos castigarlo.
—Tenéis derecho a retarlo, Longarren —señaló Tyne—, pero no castigaré a un hombre por hablar como ha hablado Vansen.
Rorick los miró a ambos. Parecía reacio a desenvainar la espada. Al fin tiró de las riendas y echó a andar cuesta abajo. Su escudero, que acababa de regresar con su copa, lo siguió deprisa.
—Continúe, capitán —dijo Tyne.
—Gracias, señores. —Vansen se volvió hacia Barrick, con rostro adusto—. Al margen de lo que piense el conde Rorick, alteza, no olvidéis que ellos parecen ser tantos como nosotros. Y aunque sacrifiquemos muchos hombres en una lucha cuerpo a cuerpo y luego incendiemos la ciudad más grande de los reinos de la Marca, ¿qué nos hace creer que podríamos quemar la ciudad sin resistencia? Tras haberme enfrentado dos veces al enemigo, considero que es una locura pensar que son tan infantiles. Planean. Son pacientes. Y aún no sabemos todo lo que pueden hacer.
—¿Qué sugiere, entonces? —De pronto Barrick no quería oírlo. Parecía obvio que no habría un desenlace agradable, con un fuego y una comida al final, y sueño para aliviar su brazo dolorido—. Adelante, Vansen. ¡Y que los dioses maldigan nuestra idiotez por habernos metido en esta situación!
Varios nobles, sorprendidos, hicieron la señal del conjuro.
—No habléis así, alteza —dijo el conde de Costazul, con el ceño fruncido—. No atraigáis la ira de los dioses sobre nosotros. No callaré estas palabras ni siquiera ante vos. Si os ofenden, tomad mi cabeza.
—No, Tyne, fue un error, y me disculpo.
—No soy yo quien necesita una disculpa, mi príncipe.
—No os preocupéis, tampoco sois vos quien será castigado por los dioses. —Tyne lo miró sorprendido, y Barrick se volvió hacia Vansen—. Hable, capitán. Cuéntenos su plan.
Vansen respiró entrecortadamente; estaba tan rendido como los demás. Se le había abierto una herida de la mandíbula, y un hilillo de sangre le surcaba el cuello como una pequeña serpiente roja.
—Nosotros debemos continuar la marcha, y dejar que los infantes nos sigan con la mayor rapidez posible. De lo contrario, nunca alcanzaremos a las sombras. ¿Quién sabe si el agua los detendrá? Yo no lo sé, y ciertamente el conde Rorick tampoco, con el perdón de mis señores. Quizá ni siquiera las murallas de la fortaleza los detengan. Debemos alcanzar a los crepusculares y obligarlos a dar media vuelta para luchar contra nosotros, tratar de resistir hasta que llegue el resto de nuestras tropas. No habrá ninguna vergüenza en la retirada una vez que asestemos el primer golpe, y menos si falta poco para el anochecer. Pero si esperamos hasta el amanecer de mañana, ya habrán llegado a Marca Sur. Los hombres de a caballo debemos hostigarlos como una jauría, dispersarnos y atacar de nuevo para llamarles la atención. Debemos detenerlos y obligarlos a atacar hasta que lleguen las tropas de a pie.
—¿Y qué hay de Brone y su gente? —preguntó Tyne—. Esto parece una locura cuando tenemos una guarnición que puede acudir en nuestra ayuda.
—Pues que acuda —dijo Vansen—. Enviemos nuestros mensajeros, alados y sin alas. Pero insisto, mis señores, si los dejamos llegar a la ciudad antes que nosotros, me temo que lo lamentaremos.
Tyne miró inquisitivamente a Barrick, que tenía el estómago revuelto. Había sabido que no le gustaría oír las palabras de Vansen, pero ahora era demasiado tarde: las había oído y tenía que darle la razón. Se limitó a asentir con la cabeza.
* * *
Perol tropezó con una conejera y Barrick casi salió despedido de la silla a todo galope, pero aferró la crin y se sostuvo hasta que pudo enderezarse. Agradeció no estar blandiendo una lanza como muchos otros jinetes, que su brazo atrofiado no lo permitiera, pues sin duda la habría perdido o, peor aún, la habría dejado caer de punta mientras el caballo recobraba el equilibrio, y habría volado de la silla. Luego recordó que un hombre sin lanza no podía mantener a un enemigo a más distancia que la punta de su alfanje.
Tendrían que haberme dejado atrás. Todos me dijeron que no viniera. Las palabras rebotaban en su cabeza como piedras sueltas en un balde. Los caballos bajaban trepidando por la cuesta, y a esa velocidad los jinetes sólo podían inclinarse hacia delante y aferrarse. Los jirones de niebla se habían espesado, formando grandes ondas blancas que aleteaban ante Barrick, como si las criadas sacudieran la ropa de cama del castillo. Le parecía atravesar un mundo que era mitad hierba verde y moribunda luz de invierno, y mitad páramo gris donde estaba a solas salvo por el ruido distante de los caballos y armaduras y los gritos de sus compañeros. La claridad y la oscuridad se alternaban como tras el vaivén de una puerta.
Volvió unos minutos al mundo de la luz, luego se zambulló en nieblas arremolinadas. Cabalgaban hombres a ambos lados, pero no podía ver sus escudos ni sus emblemas para reconocerlos. El jinete de su izquierda de pronto se irguió sobre los estribos. Algo sobresalió entre el pecho y el hombro derecho, como una flor negra de tallo largo, y el hombre cayó rodando hacia adelante y el caballo se perdió en la bruma. La niebla no se despejaba sino que era cada vez más densa.
Vansen se equivocaba, atinó a pensar Barrick, ya es de noche.
Se volvió para gritarle al hombre del otro lado, pero mientras lo buscaba algo pasó frente a su cara, tan cerca que le rozó la nariz. El hombre pálido que cabalgaba a su derecha había alzado la visera; los ojos negros eran enormes y no tenían blancos. Mientras Barrick miraba, el hombre o criatura o lo que fuera preparó otra flecha. Barrick sabía que no podía escapar ni esquivarla, así que tiró de las riendas y lanzó a Perol contra la montura del atacante. Chocaron, y el arco se estrelló contra la cara de Barrick. La flecha se perdió en el aire. Barrick aún no había desenvainado el alfanje, pero atinó a desviar a Perol mientras su enemigo arremetía, y esa criatura humanoide quedó colgando, aferrando la cincha de Barrick con las manos, con los pies atascados en sus propios estribos mientras el caballo galopaba junto a Perol. A pesar de los forcejeos de los caballos, el jinete se palpaba la pierna buscando un cuchillo envainado.
Gritando de miedo y repulsión, Barrick pateó esa cara desprotegida una y otra vez. El yelmo voló, revelando un ondeante pelo plateado. Aun así, la criatura siguió acercándose hasta que los dos caballos estuvieron a una yarda de distancia. Barrick desenvainó el alfanje y arrojó una torpe estocada contra la cara del hombre, luego hachó las manos blancas que aferraban la cincha hasta que su apretón se disolvió en sangre y el rostro y sus ojos negros desaparecieron. Un centelleo de la armadura mientras rodaba en la hierba, luego nada. El caballo sin jinete continuó varios pasos, se giró y desapareció en la niebla.
Barrick frenó y se detuvo para recobrar el aliento, temiendo que su agitado corazón se partiera como un huevo. Se oían alaridos roncos en la niebla, y aunque estaba aterrado, Barrick comprendió que era mejor moverse que quedarse a esperar a que algo se abalanzara sobre él desde la niebla arremolinada.
Me habrían dejado atrás. Pude haberme quedado atrás.
Cabalgó hacia los gritos.
* * *
Tyne de Costazul y una docena de caballeros y nobles se habían encontrado, y Barrick los había encontrado a ellos. Estaban rodeados por gran cantidad de enemigos, pero no eran interminables. Había pausas entre un embate y otro, a veces suficientes para que Barrick recobrara el aliento y bebiera agua. Estaba resistiendo a pesar de que tenía que luchar con una sola mano, y sentía una embarazosa gratitud hacia el severo Shaso, que lo había entrenado sin piedad durante tantos años.
Un par de veces la niebla se despejó y pudo ver combates aislados en todos los collados. En esos instantes en que la niebla se retiraba y podían ver un crepúsculo natural, aun los combatientes más fatigados soltaban una hurra, y la voz de Barrick se sumaba a las demás. Habían resistido el primer ataque de los crepusculares. Barrick llegó a sentir un asomo de esperanza. Si lograban reunirse con algunos camaradas, podrían iniciar una resistencia organizada o, como Vansen había sugerido (horas atrás, pero parecían años), replegarse para inducir a los crepusculares a perseguirlos.
Las hadas no parecían ser tantas como habían temido, pero eran enemigos formidables, más por su extrañeza que por su ferocidad. La mayoría tenían tamaño de hombre y forma de hombre, con armadura y con armas de formas y colores extraños, pero algunos tenían el doble de tamaño de un mortal, criaturas enormes con retazos de pelaje sarnoso y una gruesa piel de tortuga, vigorosos pero lentos. Barrick había visto cómo uno de esos monstruos era derribado por tres jinetes con lanzas, y había gritado de alegría cuando el gigante cayó y quedó temblando en un charco de sangre espesa y negra. También había enjambres de criaturillas de pelo rojizo y cara angosta como un hocico de zorro, y otras no mayores que simios que estaban cubiertas de pelambre oscura y enmarañada y no parecían tener rostro salvo por el destello de los ojos. Algunos enemigos arrastraban su propio manto de niebla, de modo que aun en los momentos de claridad eran difusos y elusivos como un reflejo en un estanque lodoso, y las estocadas y lanzazos no parecían afectarlos. También los acompañaban lobos, silenciosos, rápidos y espantosos en su inteligencia. Ya habían derribado a varios caballos lanzando zarpazos a las patas y los vientres desprotegidos.
—¡Por allá! —gritó Tyne. El yelmo del conde estaba abollado y su espada estaba ensangrentada y mellada, pero su voz aún era enérgica. Los hombres lo siguieron sin titubear mientras enfilaba hacia un grupo de combatientes, una masa de cuerpos y metal reluciente envuelta en niebla: Mayne Calough y una compañía de nobles de Argentia, una cincuentena de jinetes en total, asediados por igual número de enemigos. Tyne había planeado unir ambos grupos con miras a montar una defensa coordinada, y Barrick lo siguió con gusto. Había pasado la última hora flotando en una especie de silencio zumbante, oyendo pero no reconociendo los ruidos del combate, el terror y el dolor en derredor, perdido en nieblas jaspeadas de rojo, pero ahora la niebla empezaba a despejarse, al menos la de su cabeza, aunque la bruma que cubría la ladera no parecía dispuesta a hacer lo mismo.
Cuando volvió a pensar normalmente, comprendió que sólo ansiaba salir de esa turbiedad siniestra. No quería matar más, ni siquiera a esos monstruos. No quería que nadie estuviera orgulloso de él. No le importaba lo que pensaran los demás.
La guerra es una mentira. Las palabras descoyuntadas no atinaban a formarse en su cabeza, pero allí estaban, como fragmentos de un objeto cuya forma original aún no podía reconocer. Porque nadie jamás. Terrible. Si supieran, nadie jamás. Nunca.
Tyne alcanzó a los hombres de la ladera al frente de su pequeño grupo, y frenó sorprendido cuando algo enorme irrumpió desde la fila de caballeros, arrojando a un lado a hombres y caballos con armadura como un borracho ahuyentando a un enjambre de abejas. Tyne apenas tuvo un momento para enarbolar la espada en un gesto de impotente desafío antes de que el correoso gigante lo atacara con su garrote de piedra y madera, con tal fuerza que el caballo de Tyne quedó aplastado contra el suelo, con el espinazo roto y las patas fracturadas y estiradas. Nada quedó de Tyne Aldritch, el conde de Costazul, salvo una gelatina sin cabeza en medio de una armadura triturada.
Fue tan repentino y horrible que Barrick se quedó boquiabierto mientras Perol retrocedía asustado. Los argentios se apartaron del gigante, y los hombres montados aplastaron a los que habían perdido los caballos, y todos pasaron junto al príncipe. Algunos le gritaban que volviera grupas y corriera para salvarse. El gigante avanzó hacia él, agitando el enorme garrote, despachando a los que no podían abrirse paso entre sus camaradas, haciéndolos pedazos. Uno de los caballeros fugitivos perdió el control de la montura y la bestia chocó contra Perol y obligó a Barrick a montar de lado. Esta vez Barrick no aferró la crin antes de caerse. El suelo húmedo le quitó el aliento de tal modo que por un momento pensó que el gigante le había asestado un garrotazo, pero el brazo dolorido le indicó lo contrario: aún estaba vivo y se avecinaba algo peor. Rodó y se arrastró para apartarse del camino mientras su caballo negro intentaba enderezarse, pero sólo ganó un momento.
Sería mejor si Perol me hubiera machacado la cabeza… Mejor que esto…
El monstruo se erguía sobre él, y sus ojos hinchados lo observaban desde un rostro peludo y arrugado como las ancas de un jabalí. Era tan enorme que bloqueaba la luz, pero parecía que ya no había luz en el mundo. Lo tanteó con el garrote, empujándolo, y pareció sorprendido y complacido al descubrir que aún estaba con vida. El gigante lo palpó de nuevo y Barrick sintió que le crujía una costilla. Luego el monstruo volvió a alzar el garrote, que parecía un peñasco tembloroso a punto de desprenderse y rodar cuesta abajo.
Barrick cerró los ojos.
Briony.
Padre.
Ojalá…