35: El cordel de seda

35

El cordel de seda

LOS CANGREJOS

Todos bailan

La luna se agazapa atemorizada

Él verá a la desnuda Madre de Todos

Oráculos de Osario

Cuando la gran mano se cerró sobre ella, la sintió vibrar como un cristal, una palpitación profunda y estremecedora que circulaba por esa mano monstruosa como el pulso sanguíneo, como si estuviera amarrada a una campana grande como una montaña. Esa vasta forma la alzó y, aunque ella no pudo verle el rostro (estaba en medio de una bruma mechada de luz pero muy oscura, como si una tormenta eléctrica rabiara dentro de la tierra), podía ver esa boca tenebrosa que se acercaba…

Gritó, o intentó gritar, pero sólo había silencio en ese lugar húmedo y vacío, silencio y niebla y las oscuras fauces que crecían, expandiéndose sobre ella como un nubarrón. Esa cosa titánica iba a devorarla, y ella estaba muerta de miedo, pero también era emocionante, como esa estremecedora alegría de ser arrojada por los aires por el padre o luchar con sus hermanos hasta que la inmovilizaban…

* * *

Qinnitan despertó húmeda de sudor y con el pulso acelerado. Estaba hecha un manojo de nervios y le temblaba la piel como si estuviera tendida en medio de una de las grandes colmenas del templo, cubierta por un manto zumbante de abejas sagradas. Se sentía usada por algo (por su sueño, quizá), incluso vejada, pero al calmarse su corazón la invadió una calidez lánguida, una sensación de placer, o al menos de alivio.

Qinnitan se tumbó en la cama, respirando entrecortadamente, agobiada. Se tocó los pechos y descubrió que los pezones se habían endurecido bajo la tela de su saya. Se incorporó de nuevo, alarmada y perturbada. Esa boca oscura y voraz parecía acechar sus pensamientos tal como la acechaba en sueños. Se levantó y fue a la tina. El agua era de la noche anterior y estaba fría, pero en vez de llamar a las sirvientas para pedir agua caliente, se acuclilló, se alzó la saya hasta el cuello y se salpicó hasta que empezó a tiritar. Se sumergió, aún temblando, se acercó la barbilla a las rodillas, dejó que el agua empapara la saya hasta que se le pegó como una segunda piel.

El resto del día fue más tranquilo y más trivial, aunque los tormentos de las incesantes plegarias y la ingestión de Sangre del Sol fueron tan horribles como siempre. Si Panhyssir o el autarca intentaban matarla con esa poción, estaban tardando demasiado, pero sin duda lograban deprimirla.

Después de la cena, la criada encargada de peinarla fue a teñirle el mechón rojo (el mechón de bruja, como la llamaban sus amigos de la infancia), que comenzaba a reaparecer en las raíces: Luian y las demás Favorecidas habían decretado a los pocos días de su llegada que esa marca vulgar no era apropiada para una reina del autarca. La peluquera también le secó el pelo y le dio una forma vistosa, por la remota posibilidad de que el autarca decidiera llamarla esa misma noche. Qinnitan trató de quedarse quieta; esta peluquera tenía el hábito de pincharla con el alfiler (y luego deshacerse en disculpas) si se movía demasiado.

Dudo que haga lo mismo con Arimone.

Pero Qinnitan no quería pensar en la esposa suprema. Desde que había ido a su palacio, no había recibido más invitaciones. Tampoco había visto señales de hostilidad, pero las esposas y futuras esposas que se consideraban amigas de la Estrella Vespertina no ocultaban su rechazo por Qinnitan. Bien, aunque se considerasen amigas de la gran mujer, era improbable que Arimone pensara lo mismo de ellas; Qinnitan estaba segura de que había poco espacio para amigas o iguales en el mundo de la esposa suprema.

La peluquera estaba terminando cuando los soldados de las murallas comenzaron a declamar las palabras rituales para el cambio de guardia del ocaso (¡Regresan los halcones! ¡Al guante, al guante!). Qinnitan, segura de que el autarca no rompería su costumbre de casi un año para convocarla esa noche, ansiaba pasar un par de horas a solas antes de dormirse y afrontar sus sueños perturbadores. Pensaba rezar sus oraciones nocturnas y leer. Una de las otras novias, la hija menor del rey de un pequeño territorio desértico del sur de Xis, le había prestado un libro de poemas del famoso Baz’u Jev, hermosamente ilustrado. Qinnitan había leído algunos y los había disfrutado mucho.

Las descripciones de pastoras que vivían en áridas montañas, tan cerca del cielo que se hacían llamar «gente de las nubes», hablaban de una libertad y sencillez que le resultaba dolorosamente atractiva. La joven princesa del desierto parecía muy agradable, y Qinnitan abrigaba la esperanza de que un día trabaran amistad, pues se contaban entre las más jóvenes de la Reclusión. Esto no significaba que hubiera renunciado a toda prudencia. Nunca tocaba el libro sin usar guantes. La historia de la esposa suprema de un siglo atrás que había liquidado a una rival haciendo pintar veneno en los bordes de las páginas de un libro era uno de los primeros cuentos con moraleja que Qinnitan había oído al llegar a su nuevo hogar.

Ese cuento decía mucho sobre la Reclusión, y no sólo sobre los peligros de ese lugar: la esposa suprema había aguardado semanas o meses hasta que la nueva favorita del autarca se cortó el dedo de tal modo que el veneno penetró mientras volvía las páginas. A despecho de lo que dijeran los hombres sobre la famosa inconstancia de las mujeres, la Reclusión era un sitio de inmensa paciencia y sutileza, sobre todo cuando las apuestas eran altas. ¿Y qué apuestas podían ser más altas que la certeza de que el hijo de una se sentaría un día en el trono del imperio más poderoso del mundo entre los mares?

Con guantes o sin ellos, Qinnitan ansiaba pasar un rato con la épica sencillez de Baz’u Jev, así que sintió decepción (y un poco de miedo, como siempre en la Reclusión) cuando llegó un mensajero, en el momento en que se iba la peluquera.

Se sobresaltó al reconocer al niño mudo que había entrado en su habitación una quincena atrás. Esta noche llevaba una túnica holgada, así que no pudo ver si la herida había sanado, aunque parecía estar perfectamente bien. No la miró a los ojos al entregarle el pergamino, pero aunque eso la entristecía, tampoco le sorprendía que él no quisiera ser su amigo; casi lo había matado con un alfiler.

Extrañamente, el mensaje no estaba atado ni sellado, aunque por el fuerte perfume de violetas notó que el papel era de Luian. Esperó a que saliera la peluquera al pasillo antes de desenrollarlo.

Estaba escrito con gran prisa, y decía: Ven ahora.

Nada más.

Qinnitan procuró calmarse. Quizá Luian estuviera de mal humor. Habían hablado poco en las últimas semanas, y habían tomado el té sólo una vez, una circunstancia incómoda en que el tema de Jeddin estaba en el aire, aunque nunca lo mencionaron. Las dos habían entablado una conversación tirante, y los interesantes chismes se habían convertido en una labor agotadora. Sí, era inusitado que Luian le escribiera de ese modo apresurado e informal, pero quizá manifestara un cambio de ánimo. La Favorecida Luian era propensa a picos de emoción que parecían salidos de una leyenda tradicional o de un libro de poesía. Quizá planeara humillar a Qinnitan por ser mala amiga. Quizá planeara renunciar con lágrimas a su derecho a Jeddin, siempre que pudiera engañarse tanto a sí misma. O quizá sólo deseaba una reconciliación.

De un modo u otro, Qinnitan siguió al niño mudo con un corazón angustiado y receloso.

* * *

Qinnitan se conmocionó al encontrar a un hombre enorme y feo sollozando en la cama de Luian. Tardó unos segundos al comprender que era Luian, un Luian sin maquillaje ni peluca ni vestido recargado, sólo con un camisón blanco, empapado de lágrimas y sudor.

—¡Qinnitan, Qinnitan! Loados sean los dioses, aquí estás. —Luian extendió los brazos. Qinnitan no pudo disimular su sorpresa. Realmente era Dudon el que estaba debajo de todo ese revoque, el niño rechoncho y retraído que recorría las calles murmurando las plegarias a Nushash. Qinnitan lo había sabido, pero nunca lo había visto—. ¿Por qué me eludes? —Luian tenía la cara roja e hinchada, empapada de lágrimas—. ¿Me odias?

—¡No! —Pero se resistía a aceptar ese abrazo, no por quisquillosa sino como una nadadora que teme acercarse demasiado a alguien que se está ahogando—. No, Luian, claro que no te odio. Has sido muy amable conmigo. ¿Qué pasa?

—¡Acaban de arrestar a Jeddin! —gimió Luian.

Qinnitan, por segunda vez ese día, tuvo la sensación de que su cuerpo no le pertenecía. Esta vez parecía haberse transformado en una estatua de piedra en la que estaban atrapados sus pensamientos. No podía hablar.

—¡Es tan injusto! —Luian moqueó y trató de taparse la cara con la manga.

—¿De qué estás hablando?

—¡Lo han arrestado! Es la comidilla de toda la Reclusión, como sabrías si vinieras a cenar con las demás en vez de encerrarte en tus aposentos como una ermitaña. —Luian lloró un poco más, como lamentando la actitud huraña de Qinnitan.

—Cuéntame qué pasó.

—No sé. Lo han arrestado. Han nombrado jefe de los Leopardos a su lugarteniente, al menos por ahora. Es obra de Vash, ese viejo horrible. Siempre ha odiado a nuestro Jin…

—Por el amor de los dioses, Luian, ¿qué debemos hacer? —La mente de Qinnitan se aceleró, pero ya era presa de una fatiga aplastante, como si estuviera al final de una larga persecución y no al principio.

Luian se calmó, se enjugó los ojos.

—No debemos perder la cabeza, claro que no. Debemos conservar la calma. —Recobró el aliento—. Quizá haya hecho algo que no se relaciona con nosotras: aunque sospecharan lo peor, él nunca hablaría. ¡No Jeddin! Por eso te llamé, para hacerte jurar que no dirás nada, aunque te aseguren que ha confesado. No digas una palabra. ¡Estarán mintiendo! Nuestro Jin nunca le diría una palabra a Pinimmon Vash, ni siquiera… ni siquiera si… —Rompió a llorar nuevamente.

—¿Lo torturarán? ¿Lo matarán? ¿Por entrar en la Reclusión?

—Sí, quizá. —Luian agitó las manos—. Pero eso no es lo peor. —Notó que el niño mudo estaba en la puerta, aguardando nuevas órdenes, y lo despidió con gestos airados.

—¿Eso no es lo peor? ¿Me estás diciendo que ha hecho cosas peores que proclamar su amor por una esposa del autarca? ¿Que entrar a hurtadillas en la Reclusión, donde un hombre entero es ajusticiado sumariamente? Por las Abejas, ¿qué otros crímenes tuvo tiempo de cometer?

Luian (mejor dicho, ese hombre que hablaba como Luian) la miró un instante y rompió a llorar de nuevo.

—Él deseaba… derrocar al Dorado. ¡Al autarca!

Qinnitan pensó que su corazón no volvería a latir.

—¿Iba a matar al autarca? —preguntó con un susurro estrangulado.

—No, no —respondió Luian, pasmado—. Nunca alzaría la mano contra el Dorado. ¡Ha prestado un juramento! —Sacudió la cabeza, lamentando la necedad de Qinnitan—. No, iba a matar al escotarca, Prusas el Tullido. Luego el autarca caería y… Jeddin pensaba que de algún modo podría tenerte para sí.

Qinnitan sólo pudo retroceder, agitando los brazos como para ahuyentar a una bestia.

—¡El muy necio!

—Pero nunca hablará, nunca dirá una palabra sobre ello. —Ahora Luian estaba de rodillas, y de nuevo extendía los brazos, rogándole a Qinnitan que se dejara abrazar—. Es tan valiente, nuestro Jin, tan valiente…

—¿Por qué lo ayudaste? ¿Por qué permitiste que arriesgara tu vida y la mía? —Qinnitan temblaba, llena de rabia y terror. Quería golpear esa cara pastosa y húmeda con los puños—. ¿Cómo pudiste hacer eso?

—Porque lo amaba. —Luian se recostó en los cojines—. Mi Jin. Incluso estaba dispuesto a ayudarlo a tenerte. Haría cualquier cosa que él me pidiera. —Alzó la vista, los ojos inflamados, pero sonreía—. Tú entiendes el amor. Eres mujer. Naciste mujer. Tú lo entiendes.

Qinnitan dio media vuelta y salió.

—¡No digas nada! —dijo Luian—. Él nunca dirá una palabra, nuestro Jin nunca…

Qinnitan llegó al corredor, y sus pensamientos se desgranaron como perlas de un collar roto. ¿Luian tenía razón? ¿El código marcial de Jeddin le haría guardar silencio aún bajo tortura?

¡No es justo! ¡Yo no hice nada! ¡Yo le pedí que me dejara en paz!

Oyó pasos, no el taconeo de los guardias de la Reclusión, hombres grandes como bueyes, pero tampoco el susurro deslizante de mujeres descalzas. Titubeó, pero no quería que la vieran tan cerca de la habitación de Luian. Daría la impresión de que tenían algo que ocultar, pues se reunían poco después del arresto de Jeddin. Si Luian tenía razón y Jeddin guardaría sus secretos aún bajo tortura, lo mejor era que todo pareciera normal, inocente.

Qinnitan retrocedió a un oscuro pasaje lateral poco antes de que la persona que se aproximaba girase hacia el pasillo principal; agradeció a los dioses que no hubiera lámparas. Buscó un sitio donde esconderse, pero sólo pudo arrimarse a un tapiz que colgaba de la pared. Si la otra persona miraba con atención, la vería.

Se aplastó contra la pared y desvió la mirada, sabiendo que la magia de los ojos invariablemente llamaba la atención de otros, sobre todo cuando no querías esa atención. La persona pasó de largo. Qinnitan suspiró con alivio. Se deslizó hasta el borde del pasaje y vio una silueta baja y fornida que entraba en los aposentos de Luian. Tardó un instante en comprender quién acababa de pasar.

En la habitación, Luian soltó un alarido de espanto. Qinnitan dio unos pasos instintivos hacia la que había sido su amiga y ahora corría peligro, pero su sensatez la detuvo.

La voz de Tanyssa era ronca, como si la jardinera también estuviera asustada, pero incluía una nota triunfal.

—Favorecida Luian de la Real Reclusión, estoy aquí como la mano de Dios. Has traicionado la confianza sagrada. Has traicionado al Señor de la Gran Tienda.

—¿De qué hablas?

—No habrá discusión —dijo la jardinera—. El Dorado ha puesto su sello.

El chillido de alarma de Luian se transformó en un gruñido, un ruido tan horrible que costaba creer que fuera humano.

—Serás para los gusanos. —Tanyssa respiraba con dificultad, pero ahora hablaba casi con normalidad. Qinnitan apenas podía oírle, aunque estaba temblando a sólo un par de pasos de la puerta de Luian, pero había odio en la voz—. Zorra gorda y entrometida. —El gruñido se transformó en un silbido de asfixia, y luego Qinnitan oyó el golpe sordo de una caída, el temblor convulsivo de talones o manos que pronto guardaron silencio.

Paralizada de terror, Qinnitan apenas podía moverse. Se dirigió al pasaje oscuro, y al volverse vio que las colgaduras de la puerta de Luian ondeaban. Le palpitaba la cabeza. Apoyó la cara en la pared, se sepultó en el espacio donde el tapiz colgaba a poca distancia de la fría piedra, y rezó. Los pasos pasaron más despacio esta vez, tan despacio que Qinnitan sólo pudo mantener la cara contra la pared, permanecer inmóvil. Fuera por la oscuridad del pasaje o porque su mente estaba poseída por lo que acababa de hacer, la jardinera que también era verdugo pasó de largo. Qinnitan prestó atención hasta que no oyó más pisadas.

Quería llorar, pero un fuego frío había evaporado todas sus lágrimas. Hasta sentía la boca reseca. ¿Adónde iría? ¿Qué haría?

Se quedó en el pasillo unos instantes, consumida por la indecisión. ¿Luian era la primera víctima de Tanyssa? ¿Se dirigía ahora a la cámara de Qinnitan?

No puedo regresar allá. ¿Adónde iré? ¿Dónde puedo esconderme? Pensó en la pequeña habitación que estaba junto al Jardín Perfumado, la que Jeddin había usado para verla, y comprendió horrorizada que los enviados del autarca debían conocer ese sitio. No había ningún lugar donde pudiera ocultarse. Sacudirán todo el palacio como un joyero hasta expulsarme.

La única esperanza era salir de la Reclusión. Pero ¿cómo? ¿Cómo, en nombre de la Colmena, podía burlar a los guardias que la estarían buscando?

¡El anillo de sello de Jeddin! Buscó en la manga y encontró el anillo y la cadena, todavía en el bolsillo secreto que ella había cosido allí. Una premonición (más el conocimiento de que en la Reclusión nadie gozaba de intimidad) le había impedido dejarlo escondido en su cámara. ¿Pero de qué me servirá? Aunque no me estén buscando para ejecutarme, aunque mi nombre no les haya llegado, llamaré la atención si intento cruzar la puerta con un mensaje falso de Jeddin.

Al fin lloró, calientes lágrimas de impotencia que le quemaban las mejillas. ¿Podía creer que Jeddin hubiera entregado a Luian pero hubiera callado el nombre de Qinnitan? No, ni por asomo.

No puedes quedarte aquí llorando, se dijo. ¡Muchacha estúpida! ¡Sal del pasillo! ¡Escóndete! Pero ¿adónde iría? Estaba en medio del palacio del autarca y ahora era su enemiga. El hombre más poderoso del mundo quería matarla, y esa muerte no sería rápida ni indolora.

El veneno, el terror de la Reclusión, de pronto parecía una bendición. Si Qinnitan lo hubiera tenido a mano, lo habría bebido.