34: En un campo de Marrinswalk

34

En un campo de Marrinswalk

DULZURA DE LAS FLORES

No puede detenerse ni gritar

No puede crecer

Sus huesos están en el arroyo

Oráculos de Osario

Había sido una pésima noche, y Briony había dormido poco. Se había levantado una hora antes del alba, tan furiosa que no podía quedarse quieta. Furiosa con Hendon Tolly, desde luego, pero también consigo misma por su pérdida de control, con Barrick por no estar con ella, furiosa con el mundo.

Y lo amenacé con mi espada frente a todos, y todos sabían que él no podía alzar un dedo contra mí, su monarca, y para colmo mujer. Una… muchacha. Y todos sabían que no lo necesitaba, porque ya había ganado. ¡Qué manera de hacer el ridículo!

Por un momento sólo pudo quedarse sentada ante el escritorio. Sentía vergüenza a pesar de ser la única persona despierta en la habitación. Quería correr, perderse en el gran castillo hasta que todos se olvidaran de lo que había pasado. Pero nadie lo olvidaría, y no podría huir. Era una Eddon. Era la princesa regente. Hablarían de esa cena durante años.

No quedaba más remedio que seguir adelante. Briony cogió la pluma, la mojó en el tintero, continuó la misiva destinada a su padre.

No he tenido noticias tuyas desde la muerte de Kendrick, y como decía, sólo ruego que hayas recibido la carta donde te hablo de ese día terrible, y espero que no te enteres por medio de la presente. Lo echo de menos, querido padre, echo de menos a mi hermano mayor. Como era el mayor, siempre estaba seguro de tener razón, y a veces eso era irritante, pero creo que hizo todo lo posible por obrar correctamente. Quería imitarte, desde luego. Aun antes de llegar a ser regente, se comportaba como un hombre destinado a gobernar, que se preocupa tanto por las necesidades del menor de sus súbditos como por las exigencias de sus aliados más poderosos.

Eso es lo que todos recordarán de él. Por mi parte, siempre recordaré que nuestro querido Kendrick perdía los estribos cuando Barrick y yo lo provocábamos, pero al fin cedía y compartía nuestras risas. ¿Por qué tú y Kendrick podíais hacer eso, ver vuestra propia necedad y confesarla, incluso reíros de ella, mientras que Barrick y yo no podemos?

Hay más, ciertamente, que…

Hizo una pausa. El recuerdo de Kendrick fingiendo que estaba enfadado con ella mientras procuraba ocultar una sonrisa había vuelto con tal fuerza que por un instante sólo pudo llorar en silencio. Rose Trelling se movió en la cama al otro lado de la habitación, murmuró algo, volvió a dormirse. Anazoria, la criada más joven, de sólo diez años, roncaba como un perro viejo en su jergón del suelo. Era extraño estar despierta en medio de esas muchachas dormidas, ser un fantasma.

Tachó parte de la última oración y la modificó: Kendrick podía hacer eso y tú también puedes. Había vuelto a hablar de su padre en pasado, como si estuviera muerto y no sólo prisionero. ¡Quieran los dioses que sea un temor falso! Aun así, todo parecía un ejercicio inútil. ¿Cómo podía contarle lo que estaba sucediendo sin enloquecerlo de preocupación? ¿Cómo podía describirle todo eso, los aterradores crepusculares, los coqueteos de los Tolly con el autarca, ese interminable caudal de noticias espantosas? ¿Cómo podía contar a su padre cuán preocupada estaba por Barrick sin romperle el corazón?

Dejó la pluma y releyó lo que había escrito. Lo peor era que no podía hablar de lo que más la preocupaba: la terrible historia de su mellizo. Desde que Barrick se lo había contado, era como haber tragado una piedra, un bulto enorme e indigesto. A veces le pesaba tanto que le costaba caminar, hablar, incluso pensar. Esperaba haber aliviado la carga de su hermano al escucharlo, porque a ella ciertamente le pesaba. ¿Cómo podía ser cierta semejante cosa? Pero si no era verdad, ¿cómo era posible que Barrick, su mellizo, inventara semejante mentira? Y si era verdad, ¿cómo podía escribirle a su padre como si nada hubiera cambiado, como si ella fuera la misma hija afectuosa en un mundo que seguía siendo el mismo?

O Barrick es el mayor embustero del mundo, o lo es nuestro padre

No había forma. Había creído que podía escribirle, pero no podía.

Briony estaba quemando el pergamino con la vela cuando alguien llamó a la puerta. Dejó caer las cenizas y el trozo de papel en el candelera, como si la hubieran pillado haciendo algo perverso.

—¿Quién es?

—Es lord Brone, alteza —dijo un guardia—. Desea…

—Por la roja barba de Perin, puedo decírselo yo mismo —gruñó el condestable—. Dejadme entrar, princesa, por favor. Es urgente.

Aun de madrugada, con el cielo todavía oscuro, Avin Brone ya tenía ropa de día, aunque al parecer se había vestido precipitadamente. Miró en torno como si buscara enemigos, pero sólo vio mujeres dormidas.

—Debemos hablar en privado —le dijo.

—Todas duermen profundamente, pero podemos salir al pasillo si teméis por el recato de las muchachas.

—No, esto no se puede hablar ante los guardias. Todavía no. —Echó otro vistazo a la habitación—. Bien, hablaremos en voz baja, entonces.

Briony lo invitó a sentarse al escritorio, pero ella se quedó de pie. La actitud de Brone la había alarmado; el instinto le aconsejaba escapar. Aunque Brone parecía agrio y distraído como de costumbre, vio que había un cambio profundo, y se preguntó cuánto tardarían los guardias en acudir si los llamaba. Casi sin pensarlo, se alejó un paso del condestable, luego otro; luego, un poco avergonzada, transformó ese movimiento en la búsqueda de un abrigo más grueso. Por primera vez en una hora notó que sus zapatillas eran delgadas y tenía los pies fríos.

—Han encontrado a Gailon Tolly.

—¿Dónde?

—En un campo de Marrinswalk. Para mayor precisión, en una zanja tapada con ramas.

—¿Qué? —Por un instante tuvo la descabellada visión de Gailon en un escondrijo, jugando como un niño. Luego comprendió—. ¡Zoria misericordiosa! ¿En una zanja? ¿Está…?

—Muerto, sí. Bien muerto, junto con su custodia. Media docena de hombres arrojados a una tumba improvisada, si así puede llamarse.

Briony estaba pasmada.

—Pero… ¿cómo? —Briony trató de concentrarse—. ¿Qué sucedió? ¿Quién lo encontró?

—Un contingente del sur de Marrinswalk, cuatro o cinco pentecontos. Llegaron anoche a última hora, después de la última campana, apresurándose para traer la noticia. Venían por la carretera de Argentia, en las afueras de Castelhueso, y vieron gran cantidad de cuervos y otras aves en un campo. Cuando se aproximaron, vieron algo brillante. Era una hebilla.

A Briony se le aflojaron las rodillas; tuvo que dar un paso para estabilizarse. Brone se levantó de la silla y la ayudó a sentarse.

—¿Cómo? —insistió ella—. ¿Quién hizo esto? ¿Bandidos? No creo que las hadas hayan avanzado tan al sur. —Gailon Tolly, muerto. El apuesto y presumido Gailon. Nunca le había agradado, pero no había querido ni imaginado…

—No lo sé, princesa. Los bandidos parecen la explicación más probable. Les habían quitado casi todo el dinero y las joyas. También los caballos. Hay varias bandas que merodean por la frontera entre Argentia y Marrinswalk y se refugian en el Bosque Blanco. Pero los ladrones dejaron un broche, y uno de los hombres de Marrinswalk lo trajo. Es nuestra única ventaja. Esos soldados aún no saben de quiénes son los cuerpos que descubrieron, así que he tenido tiempo para avisaros antes de que se sepa en todo el castillo. —Extendió la ancha mano y abrió los dedos. En la palma tenía un broche redondo con un alfiler grueso, como los que se usaban en el cuello de una capa. La plata aún estaba manchada de barro, pero los hombros encorvados y la cabeza cornúpeta del toro eran inconfundibles.

Briony tragó saliva. Estaba a punto de marearse.

—Eso es suyo. Se lo he visto puesto.

—Al menos, es uno de los broches familiares de los Tolly. Debemos asumir que uno de los cadáveres es Gailon.

—¿Dónde están? —preguntó Briony, mirando el círculo de plata enlodado como si fuera un fragmento de hueso—. Los cadáveres.

—Los han llevado a un templo de Castelhueso. Los soldados que los encontraron pensaban que eran lugareños, pero en Castelhueso nadie tenía idea de quiénes eran. El mantis de esa localidad creyó reconocer a uno de ellos como Gailon Tolly, sin embargo, y con gran prudencia expresó sus temores en una carta y se la confió al capitán de los pentecontos de Marrinswalk para guardar el secreto. Aun así, el resto del contingente ya está contando su historia a todo el mundo. En pocas horas Hendon Tolly se habrá enterado, y le resultará fácil deducir quiénes son esos muertos misteriosos.

—¡Zoria misericordiosa! Ya nos acusaba de haber asesinado a Gailon… ¡Ahora lo proclamará desde las murallas!

—Sí, y vos no mejorasteis la situación con esa ridiculez de la cena. Encerradme en la fortaleza, si os place, pero tenía que decirlo.

Ella agitó la mano. El gusto amargo que sentía en la boca había empeorado.

—Sí, estoy de acuerdo, y ya lo habéis dicho. ¿Qué haremos? ¿Qué haremos cuando Hendon arme un escándalo, afirmando que ordené matar a su hermano?

—Quizá no lo haga.

—¿Qué queréis decir?

—Quizá no fueron bandidos ni crepusculares. Quizá fueron los amigos sureños de los Tolly.

Briony tardó un instante en comprender.

—¿El autarca? ¿Acaso sugerís que el autarca mandaría gente a los reinos de la Marca para asesinar a un aliado… uno de sus únicos aliados, por lo que sabemos?

—Quizá no llegaron a ser aliados. Quizá los Tolly rechazaron la oferta.

Siempre que Brone me haya dicho la verdad, pensó Briony. Se llevó las manos a la cabeza. Ahora que Barrick no estaba, no podía confiar plenamente en nadie.

—¡Qué enredo más espantoso! Me cuesta entenderlo. Tengo que pensar. Quizá tengáis razón, pero eso no nos ayuda en nada. A menos que Hendon Tolly también sospeche que es obra del autarca y decida que no le conviene armar mucha alharaca. —Aspiró convulsivamente, tratando de calmar el estómago y el espíritu—. Sólo sé que empeorará las cosas en un momento en que creía que semejante cosa ya no era posible. —Mientras hablaba, recogió el tintero y lo guardó en la gaveta, con el secante y la cera del sello.

—¿Qué hacéis? —preguntó Brone. Por primera vez ella reparó en sus ojeras, en la fatiga de su cara abotargada. El condestable no había dormido más de un par de horas.

—Sólo ordeno las cosas. Iba a escribirle una carta a alguien, pero es evidente que no tiene mayor sentido. —Hizo una pausa—. Muerto… ¡Zoria nos guarde! Pobre Gailon. Nunca creí que diría eso…

Por un momento pensó que Avin Brone sacudía su silla por algún motivo (quizá estaba furioso y lo había ocultado), pero luego comprendió que estaba a varios pasos de distancia y él también se mecía. Parecía que el mundo entero se zamarreaba. Un banco brincó en el suelo como un caballo encabritado. Uno de sus joyeros salió disparado de una mesa y se estrelló contra las baldosas. Al otro lado de la habitación, Moina se incorporó y miró en torno con ojos legañosos. Cuando cesaron los temblores, la pequeña Anazoria también estaba despierta, asustada y llorando. Aun Rose parecía estar a punto de despertar de su sueño profundo.

—Sólo un temblor de tierra —dijo el condestable, mirando con el ceño fruncido a su perezosa sobrina, que sólo había bostezado y había cambiado de posición. Su curtido rostro había palidecido—. Experimenté uno parecido cuando era niño. Ya ha terminado.

El corazón de Briony palpitaba aceleradamente.

—¿Es eso, condestable? ¿O es que el mundo se acerca a su fin?

—Confieso que nunca en mi vida lo he visto tan convulsionado —admitió el condestable.

* * *

El Señor de la Piedra Caliente y Húmeda no tenía rostro, o al menos no tenía rostro visible, sólo una negrura turbia y jaspeada de rojo entre sus gigantescos hombros y su brillante coronilla. Grande como una montaña, miraba desde su trono pero no decía nada. El único sonido de su inmensa sala del trono era el sordo gruñido del desplazamiento de grandes piedras, las raíces del mundo, que aún estaban vivas e inestables tantos milenios después de los Días del Enfriamiento.

Sílex no resistió más.

—¡Por favor, abuelo, no me castigues!

El gruñido continuó, pero la potente figura no dijo nada.

—No tenía malas intenciones. ¡Entré donde no debía, pero sin malas intenciones!

La turbiedad lo miró. Una mano vasta como una pared se alzó lentamente y se extendió sobre él. ¿Una bendición? ¿Una maldición? ¿O el dios sólo se proponía aplastarlo como una mosca? Los gruñidos cesaron un instante, se repitieron, y por primera vez Sílex comenzó a discernir palabras, una cadencia sorda y chirriante.

Me está hablando, comprendió Sílex. Pero no logro oírlo. Demasiado lento, demasiado grave.

Demasiado lento… Demasiado grave… Ahora la luz fluctuaba, y esa forma enorme era difícil de ver. Demasiado grave… No podía entender las palabras. El dios le hablaba, pero él no entendía lo que decía.

—¡Dímelo! —gritó, mientras la oscuridad lo cercaba—. Dímelo para que pueda entender

Pero el dios no tenía ninguna historia comprensible para contarle.

* * *

Despertó tiritando de ese sueño opresivo… si había sido un sueño. Por un momento no recordó donde estaba, pero el cuerpo del niño apretado contra el suyo se lo recordó. Sílex estaba tiritando… No, temblaba convulsivamente.

Qué frío, pensó, pero al cabo de un momento notó que el aire estaba caliente, tan caliente que le secaba la transpiración. No obstante, un malestar helado le calaba los huesos, y no podía dejar de temblar. Para colmo, la voz del dios aún rugía en sus oídos.

No, era el gruñido de la tierra, uno de esos temblores que su gente llamaba «despertar de un Anciano», inusitado pero no excepcional. No era él quien temblaba, sino que el suelo se sacudía. Echó una mirada temerosa al Hombre Radiante, tan semejante al dios de su sueño en tamaño y en amenazadora imponencia, pero ahora no relampagueaba sino que estaba oscuro en el centro, y sólo unas chispas nadaban bajo la superficie de la piedra cristalina como peces plateados en un estanque.

El suelo tembló de nuevo, luego el gruñido murió y el movimiento cesó. Durante un par de segundos oyó el siseo de los guijarros de la playa, que se seguían deslizando hasta reordenarse, luego volvió el silencio.

Pedernal gimoteó. Sílex, que estaba seguro de abrazar a un niño muerto, estuvo a punto de soltarlo, luego su corazón brincó de alegría inesperada y nuevo terror.

—¡Niño! ¡Háblame! ¡Soy yo, Sílex!

Pero el niño estaba quieto de nuevo, y su piel aún estaba fría y pegajosa bajo la suciedad y el polvo.

El túnel. Debo llevarlo de vuelta.

Trató de ponerse en pie, pero era demasiado esfuerzo. Ni siquiera podía ponerse de rodillas con el niño a cuestas. Depositó a Pedernal con delicadeza y se incorporó penosamente. El niño pesaba casi tanto como Sílex: había un solo modo de llevarlo, cargándolo sobre los hombros, como se contaba que Silas de Perikal (¿o era otro héroe legendario de la gente alta?) había cargado con un toro joven todos los días, de modo que mientras el toro maduraba, Silas aumentaba su vigor, hasta que llegó a ser el caballero más fuerte de su época.

¿O era Hiliometes el Kracio?, se preguntó Sílex, acuclillándose junto al niño inconsciente. Distraídamente, arrancó el espejo de la mano del niño (lo aferraba con fuerza, aun cerca de la muerte) y se lo guardó en el bolsillo. No tenía nada de especial. No era más pesado ni más liviano que antes, ni más caliente ni más frío. Sí, era el Kracio. No, espera, Hiliometes era un semidiós: no necesitaba adiestramiento para levantar grandes pesos. Sílex nunca recordaba con claridad todas las historias de los héroes legendarios de los altos. Eran tantos, matando monstruos y rescatando doncellas, y todos parecían más o menos iguales…

Se puso a Pedernal sobre el hombro, le aferró los muslos y lo alzó hasta que tuvo el costado del niño contra el cuello. Gruñendo, maldiciendo entre dientes, pero observando sus ridículos esfuerzos como si fuera dos personas al mismo tiempo, Sílex se levantó despacio con las piernas del niño colgando delante y la cabeza detrás. Por un momento se enorgulleció de haber logrado lo imposible; luego dio un paso y sintió que las piernas le temblaban con el esfuerzo, y la espalda se le tensaba con el peso que debía soportar. Lo que era peor, recordó que no sabía por dónde había salido del túnel a la isla. Tenía que dejar al niño y emprender la búsqueda en vez de trasladar ese peso más de lo necesario, pero en tal caso no lograría alzarlo de nuevo.

En esa luz tenue, costaba diferenciar cuáles eran huellas y cuáles eran huecos entre las pilas de guijarros, pero dio la espalda al Hombre Radiante e inició la marcha. Avanzó penosamente; al cabo de un trecho aún no había encontrado la boca del túnel y cada paso era una tortura.

Acuéstate y espera ayuda, dijo una voz en su cabeza.

Acuéstate y muere, sugirió otra cuando se tambaleó y estuvo a punto de soltar al niño.

Los dioses ayudan a los que se ayudan a sí mismos, pensó. Y luego: Odio a los dioses. ¿Por qué los Ancianos me torturan así? ¿Por qué se valen del niño para lastimarme, para lastimar a Ópalo?

Otro paso. Jadeó, a punto de caerse. Otro paso. ¿Pero cómo saber lo que quieren los dioses? ¿Quién eres, hombrecillo?

Soy Sílex del clan Cuarzo Azul. Conozco la piedra. Hago mi trabajo. Cuido… cuido… cuido de los míos…

Entonces tropezó, y cayó, y se quedó bufando sobre las piedras, con el niño encima. No pudo moverse más, porque algo oscuro lo cubría, cerrándole los ojos, robándole la lucidez.

* * *

Despertó de un sueño profundo para encontrarse cara a cara con el horror.

Algo le tocaba el mentón y la mejilla: a poca distancia había una máscara pequeña pero horrenda y deforme, con fosas nasales que aleteaban, con colmillos en vez de dientes, y una piel negra y correosa. Sílex chilló (no tenía aliento para otra cosa) y trató de ahuyentar ese monstruo amenazador y borroso, pero estaba de bruces y algo le sujetaba los brazos.

—¡Demonio! —gimió, forcejeando. La cosa retrocedió, o al menos ese rostro horrible, pero aún sentía que algo le raspaba el cuello.

—No será bonito —dijo una voz—, pero ha sabido llevarme. Es ingratitud llamarlo así.

Sílex dejó de forcejear, preguntándose si había vuelto a perder el conocimiento o si erraba por los túneles del sueño.

—¿Escarabajel?

—El mismo. —El hombrecillo bajó del hombro de Sílex y él pudo verlo.

—¿Por qué no puedo moverme? ¿Y qué era esa cosa?

—En cuanto a moverte, bien, tu niño te inmoviliza los brazos. Esa cosa, como la llamas, bien… yo lo llamo ratón volador. En él regresé aquí.

—¿Ratón volador? ¿Un murciélago?

—Así es. —Una silueta oscura pasó frente a Sílex—. Allá va —dijo Escarabajel con tristeza—. Se ha escapado, temiendo que lo aplastaras al rodar. —Sacudió la cabeza—. Un ratón volador puede ser testarudo e inquieto, pero es un placer montarlo una vez que lo dominas.

—¿Viniste en murciélago?

—¿De qué otro modo cruzar esa pestilente agua plateada?

Sílex cambió de posición, depositando a Pedernal en la playa pedregosa con la mayor suavidad posible.

—¿Cómo está tu hijo? —preguntó Escarabajel.

—Vivo, pero es todo lo que sé. Tengo que llevármelo de aquí, pero no puedo cargarlo. —Quería reír y llorar—. Con todo lo que me alegra verte, no serás de gran ayuda en eso. Y ahora que has perdido tu murciélago, también estás varado aquí. —Con profundo abatimiento, Sílex se sentó en las piedras, mirando el Mar de las Profundidades.

—Si explicas cómo llegaste aquí, quizá tus amigos del templo puedan cruzar para ayudarte a llevar al muchacho.

—¿Amigos del templo…? —Alzó la vista. Había gente al otro lado del mar de mercurio, siluetas pequeñas y oscuras en el balcón de piedra. El corazón de Sílex se aceleró—. ¡Oh, Escarabajel, los trajiste! ¡Que los Ancianos te bendigan, los trajiste! —Se puso las manos alrededor de la boca, trató de gritar, tosió, trató de nuevo—. ¡Oye, Níquel! ¿Eres tú?

La voz del hermano llegó a él, débil pero apremiante.

—En nombre de los Ancianos, ¿cómo cruzaste?

Sílex iba a responder, pero desistió. Cuando habló, no pudo disimular su asombro, pues estaba seguro de haber usado el túnel de los Hermanos Metamorfos.

—¿Quieres decir que no lo sabes?

* * *

Hubo más sorpresas, y Sílex hasta logró sorprenderse a sí mismo. Estaba agradecido y lo habían educado para ser respetuoso con la orden, así que en el templo respondió a las preguntas sobre su viaje y el Hombre Radiante tan verazmente como pudo, pero no mencionó el espejo ni el origen de Pedernal.

Si les digo de dónde viene el niño, no lo dejarán partir. Estaba seguro de eso, aunque no sabía por qué. Los hermanos estaban preocupados, y un poco enfadados por la incursión del niño en los Misterios, pero no demasiado. Sílex sabía que su reticencia era egoísta, incluso neciamente peligrosa, pero Ópalo lo esperaba en la calle de la Cuña, y ahora no sólo debía estar preocupada por el niño sino por su marido. No soportaría volver a verla sólo para decirle que el niño estaba prisionero en el templo.

Por su parte, los hermanos sólo lo llevaron hasta la cámara exterior del templo, la gran sala de piedra natural que la gente de Cavernal podía ver en ciertos días sagrados. El expurgado relato de Sílex bastó para que examinaran atentamente al niño mientras realizaban un vano intento de despertarlo. Pedernal no tenía heridas visibles, ni chichones ni magulladuras, pero no podían arrancarlo de su sueño profundo. Hasta el apergaminado abuelo Azufre, con sus ojos desencajados, que en sueños había tenido visiones proféticas de los techeros y una perturbación del Mar de las Profundidades, acudió en brazos de dos acólitos para examinar a Pedernal, y Sílex se puso nervioso como si caminara por una cuesta resbaladiza, pero el anciano se fue meneando la cabeza calva, diciendo que no veía ni sentía nada especial en el niño.

—No podemos hacer nada más por él —dijo al fin Níquel—. Llévalo a casa.

Sílex terminó su taza de agua. Había bebido un cubo entero en las últimas horas, sin duda, y había disfrutado cada gota.

—No puedo cargar con él.

—Un hermano te ayudará a llevarlo en camilla.

—Creo que viajaré allí, amigo Sílex —dijo Escarabajel con su voz aguda—. Mejor que tu bolsillo, pues es menos oloroso, con mis disculpas, y mejor que un ratón volador, que es demasiado huesudo.

Níquel miró al techero con desconfianza supersticiosa, como si fuera un animal parlante, pero fue a hacer los preparativos.

Un joven acólito llamado Antimonio, de cara redonda y hombros anchos, cogió el frente de la camilla mientras él cogía la parte de atrás. Una silenciosa multitud de Hermanos Metamorfos los miró partir. Cansado como estaba, Sílex se alegraba de dejar que otro lo guiara y escogiera el camino más apropiado. Miró a Pedernal, pálido e inmóvil pero extrañamente apacible, y aun en medio de su temor por el niño sintió un nuevo caudal de gratitud por Escarabajel y los Hermanos Metamorfos: al menos le llevaba a Ópalo un niño vivo, aunque estuviera enfermo.

—¿De veras viajaste en murciélago? —le preguntó a Escarabajel, que para reducir las probabilidades de ser aplastado por accidente, viajaba en el borde superior de la camilla, cerca de la cabeza de Pedernal.

—Soy explorador de los canalones. Dominamos todos los animales para cumplir nuestro deber. —El hombrecillo tosió, sonrió—. Y esa rata era tan endemoniadamente lenta que era más rápido caminar.

—Sólo puedo decir que te lo agradezco.

—No hace falta decir más.

—Has sido muy amable con nosotros.

—Todo por la honra de la reina y los techos. —Se cuadró—. Y tu mundo de piedra no me ha parecido tan aburrido como pensaba. Si tan sólo hubiera un poco más de viento, lluvia y sol en esos agujeros, volvería a visitarlo.

Sílex sonrió con fatiga.

—Se lo mencionaré al gremio.

* * *

El temblor de tierra había causado gran temor en el castillo, pero no hubo consecuencias graves. Algunos cacharros se habían hecho trizas en la gran cocina y una sirvienta se había aterrado cuando una antigua armadura de la galería privada se desmoronó frente a ella, pero no se habían producido mayores daños. Pero aun sin las noticias de Marrinswalk y el temblor, habría sido una mañana agitada. Briony estuvo ocupada hasta después del mediodía, trabajando con Nynor y Brone para organizar el desplazamiento y alojamiento de las tropas entrantes y de mucha gente de la ciudad que vivía fuera de las murallas. La fortaleza estaba abarrotada de gente y animales y casi no quedaba lugar.

Se tomó un rato para comer con su tía abuela, pero no fue un gran alivio. La duquesa viuda estaba consumida de temor por Barrick tanto como Briony, y también quería preguntarle a la princesa sobre el acomodamiento de varios nobles y sus familias dentro de la fortaleza interior. En varios casos discutieron. Cuando elevaban la voz, Eilis, la criada de Merolanna, miraba con ojos desencajados, como si en cualquier momento pudiera ocurrir algo horrible en ese mundo nuevo, inesperado e inestable.

* * *

Totalmente rendida, y con una larga tarde por delante, Briony regresó de los aposentos de Merolanna a la sala del trono a través de la galería de los retratos; esta vez los guardias no tuvieron que apresurarse para seguirle el paso. Aunque había visto las imágenes de sus antepasados con su fina indumentaria muchas veces, tanto que rara vez los miraba con atención, hoy resultaba fácil creer que la miraban con el ceño fruncido, que los amables ojos de la reina Lily estaban llenos de reprobación, que la acongojada reina Sanasu parecía más afligida que de costumbre.

Hacía sólo unos meses que habían asesinado a Kendrick, pensó Briony, y su padre se había ido hacía menos de un año. ¿Qué había pasado? El reino se tambaleaba, y eso no era sólo una fantasía, como el día de hoy lo demostraba enfáticamente. Era difícil no creer que el temblor de tierra representaba la ira de los dioses, una advertencia del cielo. Briony sabía que en gran parte era culpa suya. Ni ella ni Barrick querían que los llamaran niños, pero no habían sido otra cosa. Habían permitido que aquello que debían proteger se les fuera de las manos, habían dejado que se arruinara como un juguete descartado. Como el cuerpo de un hombre asesinado en el campo…

Tan tétricos eran sus pensamientos que cuando la figura vestida de negro salió de un pasillo lateral pensó sin asombro que era un antepasado muerto, quizá Sanasu en persona, inquieta y disconforme, que había ido a acusarla. La actitud de los guardias fue mucho más práctica: se apostaron alrededor de ella y apuntaron las picas a la mujer.

—¿Sois vos, princesa? —susurró ella, quitándose el velo.

El escalofrío supersticioso que Briony sentía en la piel se aplacó, pero sólo un poco, cuando reconoció el rostro.

—¿Elan? ¿Elan M’Cory?

La cuñada de Hendon Tolly asintió. Su joven rostro evidenciaba una agobiante pesadumbre, una pesadumbre que Briony reconocía, tan poderosa como la que había sentido después de la muerte de su hermano.

—Gailon ha muerto —dijo la muchacha.

Briony ordenó a los guardias que retrocedieran. Por un momento pensó en consolarla con frases hechas: era demasiado pronto para estar seguros, nadie que conociera bien a Gailon había visto el cuerpo. Pero se sintió conmovida por la desdicha que veía en los ojos grises de la muchacha, que sin embargo estaban secos.

—Sí, así parece.

Elan sonrió, una mueca esquiva, como si pensara en algo más vasto y duradero que el temor por la vida de Gailon Tolly, quizá como si le hubieran confirmado una visión lúgubre de la existencia.

—Lo sabía. Hace días que lo sé. —Clavó los ojos en Briony—. Lo amaba, desde luego. Pero él no tenía interés en mí.

—Lo lamento…

—Quizá sea mejor así. Ahora puedo llorarlo por las razones correctas. Tengo una pregunta más. Debéis decirme la verdad.

Briony parpadeó. ¿Quién era esa muchacha?

—Sólo respondo ante mi padre el rey, Elan. Y ante los dioses, desde luego. Pero haced vuestra pregunta.

—¿Vos lo matasteis, Briony Eddon? ¿Vos disteis la orden?

Era chocante que le preguntaran a bocajarro. Se había habituado a la deferencia, mucho más de lo que creía.

—No, claro que no. Los dioses saben que Gailon y yo no coincidíamos en todo, pero yo nunca… —Hizo una pausa para recobrar el aliento, para medir sus palabras y sus actos. A poca distancia los guardias procuraban ocultar su interés. Briony decidió que era demasiado tarde para hacer otra cosa que decir la verdad—. Más aún, y si quieres puedes usarlo en mi contra, Elan M’Cory, Gailon quería desposarme, pero yo no quería desposarlo a él.

—Eso lo sé —dijo Elan con fría satisfacción—. Por su ambición.

—Sin duda tienes razón. Pero eso no bastó para que yo le cobrara afecto. Los dioses son testigos de que no toleraré a un esposo que crea que puede decirme adonde ir, qué decir, cómo… —Se contuvo. ¿Qué tenía esa muchacha que le hacía decir mucho más de lo que se proponía?—. Suficiente. Yo no lo maté, si de veras está muerto. No sabemos quién lo hizo.

Elan asintió. Volvió a cubrirse la cara con el velo.

—Ahora no lo tendréis vos ni ninguna otra mujer. —Por primera vez se oyó un ruido sofocado que quizá fuera un sollozo—. Os deseo la piedad del cielo —murmuró. Dio media vuelta y se alejó sin hacer una reverencia.

* * *

Fue una tarde muy larga, y al circular la noticia sobre los hombres asesinados que habían hallado en Marrinswalk, junto con la especulación sobre sus identidades, el día amenazó con prolongarse eternamente. La novedad afectó levemente a las funciones oficiales de Briony (preguntas y apartes de Brone, una rápida reunión con un noble menor que comandaba el contingente de Marrinswalk y gozaba de su momento de fama y atención, y nuevas preocupaciones de Nynor, que tenía que decidir si albergar a esas tropas con el resto de la guarnición del castillo o mantenerlas aparte), pero también veía especulación en la cara de los que pasaban por la sala del trono. ¡Como si las cosas ya no fueran bastante malas después de su encontronazo con Hendon Tolly! Era tan agotador que la aparición de la doncella de la reina Anissa fue casi un alivio.

—Selia, ¿verdad? —Ahora que no estaba Barrick, le costaba insistir en su inquina contra la joven—. Dime, ¿cómo está mi madrastra?

—Está bien, alteza, tan cerca del parto, pero le preocupa que la visitéis.

A Briony le dolía la cabeza y le costaba entender la dicción extranjera de la muchacha.

—¿Prefiere que no vaya a verla?

Selia se sonrojó bonitamente. Como todo lo que hacía, parecía una afrenta para cualquier mujer que no se interesara sólo en hacer suspirar a los hombres. Al menos así lo entendía Briony, que volvió a sentir rechazo por la doncella.

—No, no —dijo la muchacha—. No hablo muy bien. Desea mucho conversar con vos antes de que llegue el bebé.

—Estoy muy ocupada, y mi madrastra lo sabe…

La joven se inclinó hacia delante y habló en voz baja; Brone y Nynor procuraron fingir que no escuchaban.

—Teme que estéis enfadada con ella. Esto es malo para el bebé, para el parto, piensa ella. Antes estaba demasiado enferma para hablar con vos, y ahora vuestro hermano se ha ido, pobre Barrick. —Selia parecía sinceramente triste, y esto disgustó aún más a Briony.

Ese hombre que te interesa tanto es mi hermano, muchacha.

—Haré lo posible —dijo.

—Os pide que vayáis a beber una copa de vino en Víspera de Invierno.

Dulce Zoria, sólo faltan unos días para eso, comprendió Briony. ¿Adónde se ha ido el año?

—Haré lo posible por visitarla pronto. Envíale mis mejores deseos.

—Lo haré, princesa. —La joven hizo una grácil reverencia y se retiró. Briony vio que Brone y Nynor seguían a la doncella con los ojos y sintió repulsión por la lascivia de esos ancianos. Trató de no demostrar su fastidio cuando reanudaron sus actividades, pero no se empeñó demasiado.

Siguió ocupada el resto del día, pues parecía que cada habitante del castillo iba a verla con una queja o una preocupación o un requerimiento, con problemas que iban desde lo crucial hasta lo ridículo. Pero no vio a Hendon Tolly, ni el menor rastro de los Tolly o su facción después de su encuentro con su cuñada en la galería de retratos.

—Sin duda tratan de decidir qué significa este descubrimiento —le murmuró Brone en un aparte—. Me han dicho que esta mañana salieron como de costumbre, pero se recluyeron en sus aposentos en cuanto recibieron la noticia.

—Era de esperar. ¿Pero por qué pusimos tan juntos a los Tolly, Durstin Crowel y los demás agitadores?

—Porque Crowel lo solicitó hace un tiempo, alteza —dijo Nynor—. Al final del verano me dijo que agasajaría a los Tolly durante las celebraciones del Día del Huérfano. En ese momento pensé que se refería al duque Gailon y su séquito.

Briony frunció el ceño.

—¿Eso significa que ya estaban planeando algo?

Avin Brone gruñó.

—No me fío de los Tolly, pero tampoco son el peor de nuestros problemas.

El viejo Nynor sacudió la cabeza.

—Es posible que se trajeran algo entre manos, alteza, pero también es posible que sólo planearan un banquete. Por cierto, princesa, debemos organizar el festín.

Por un instante ella no entendió de qué le hablaba.

—¿Festín? ¿Para el Día del Huérfano? ¿Estáis loco? ¡Estamos en guerra!

—Con más razón. —Steffans Nynor podía ser terco, y no había sido castellano durante tantos años sin desarrollar sus propias ideas. Briony se irritó y sintió la tentación de mandarlo a paseo con una negativa, pero pensó en lo que diría su padre: Si encomiendas tareas a los hombres, una vez que hayan probado su capacidad debes dejarlos hacer sin fastidiarlos. No tiene sentido dar responsabilidad sin confianza.

—¿Por qué creéis que debemos hacerlo?

—Porque éstos son días sagrados en que alabamos a los dioses y semidioses, y ahora necesitamos su ayuda más que nunca. Ése es un motivo.

—Sí, pero podemos observar los rituales y sacrificios sin festines ni francachelas.

—La gente necesita las francachelas, alteza, para arrancar algunas espinas de la vida. —El viejo parpadeó con sus ojos acuosos, pero su mirada era penetrante e imperiosa—. Perdonad mi impertinencia, princesa Briony, pero entiendo que una ciudad bajo asedio necesita coraje, y tener presente aquello que lucha para proteger. Un poco de felicidad, un poco de vida normal, contribuye a ambas cosas.

Entendía la sabiduría de esas palabras, pero por otra parte pensaba que sería una farsa, que la falsedad era peor que la desdicha.

Avin Brone pareció oír esos pensamientos como si los hubiera dicho en voz alta.

—La gente no se olvidará del peligro, alteza. Creo que Nynor tiene razón. Un festejo discreto, quizá… No queremos una celebración espectacular a la sombra de la guerra, y menos a la sombra del asesinato de Gailon y la muerte de vuestro hermano, pero tampoco queremos que este invierno sea más sórdido de lo que impone la necesidad.

—De acuerdo, habrá una celebración discreta.

Nynor asintió, se inclinó y se retiró. Parecía complacido, casi agradecido, y por un instante Briony se preguntó si el castellano no se traía algo entre manos, si no la habría manipulado con un propósito secreto y egoísta.

Y así anda todo, pensó. No puedo hacer la cosa más sencilla sin tener dudas, temores, sospechas. ¿Cómo pudo nuestro padre vivir así todos esos años? Habrá sido un poco mejor en días más apacibles, pero aun así

Malditos sean estos tiempos.

* * *

Antes de que llegaran a las zonas más populosas, Escarabajel anunció que se despedía. Restó importancia a los temores de Sílex.

—Claro que encontraré el camino. Estas cuevas están llenas de ratas lentas y estúpidas. Volveré a casa montado con orgullo, ya verás.

Sílex estaba demasiado cansado para hacer otra cosa que volver a darle las gracias al techero. Después de todo lo que habían compartido, era una despedida apresurada y poco efusiva, pero Sílex no tuvo mucho tiempo para pensar en ello.

En esos tiempos extraños, su pequeña procesión no era la cosa más rara que la gente de Cavernal hubiera oído mencionar, aunque sí una de las más extrañas que había visto: cuando Sílex llegó a casa con Pedernal y el acólito, estaba rodeado por un variopinto séquito de niños y varios adultos. Hizo lo posible por pasar por alto sus preguntas y sus comentarios afectuosamente burlones. No sabía qué hora era, ni siquiera qué día. El hermano Antimonio, al frente de la litera, le dijo que era el cuarto tañido de celestial. Sílex se asombró al caer en la cuenta de que había estado casi tres días en las profundidades.

¡Pobre Ópalo! Debe de estar muerta de preocupación.

La noticia lo había precedido; una muchedumbre de vecinos lo esperaba en la boca de la calle de la Cuña para sumarse a la multitud. La historia también había llegado a su casa: Ópalo salió a la carrera para recibirlo con una mezcla de alegría y terror.

Lo primero que ella hizo fue abrazar al niño inconsciente, y Sílex trató de no tomarlo a mal, aunque Ópalo casi volcó la camilla. Estaba aún más cansado de lo que creía, y procuró sostener el peso y guardar silencio ante las preguntas de los vecinos. El fornido Antimonio se abrió paso hasta la puerta.

—No está muerto —dijo Ópalo, arrodillándose junto al niño—. Dime que no está muerto.

—Está vivo, sólo… duerme.

—Loados sean los Ancianos. ¡Está tan frío!

—Necesita tus cuidados, querida esposa. —Sílex se desplomó en un banco.

Ella vaciló, luego se lanzó hacia él y le echó los brazos al cuello, le besó las mejillas.

—Ah, me alegra tanto que tú tampoco estés muerto, viejo tonto. ¡Has desaparecido durante días! También estaba preocupada por ti.

—Yo también estaba preocupado por mí, muchacha. Continúa, ahora. Luego te contaré esta extraña historia.

Antimonio ayudó a Ópalo a llevar al niño a la cama, luego rechazó su distraído ofrecimiento de comida o bebida y salió para aplacar a la expectante multitud con algunas respuestas vagas. Sílex sospechaba que no era una tarea demasiado tremenda para el acólito. Los hermanos no iban con frecuencia a Cavernal, y menos los jóvenes: los viajes al mercado y otras oportunidades para la distracción y la tentación estaban reservados para los hermanos mayores y más fiables.

Oyó a Ópalo en el dormitorio, arrullando al niño mientras le quitaba los harapos sucios, limpiándolo y buscando heridas, tal como habían hecho los Hermanos Metamorfos. Sílex no creía que la ropa interior limpia despertara al niño, pero sabía que su esposa necesitaba hacer algo.

Se sobresaltó al oír un ruido, y cayó en la cuenta de que no estaba solo. Una joven de la gente alta estaba sentada en el largo banco a la sombra, contra la pared, mirándolo con aire distante. Su cabello oscuro estaba desmelenado y llevaba un vestido que no le sentaba bien. Sílex nunca la había visto, y no sabía por qué alguien como ella estaba en su casa, aun en ese día de ramificaciones extravagantes y túneles entrecruzados.

—¿Quién eres?

Ópalo salió de la habitación con cierto embarazo.

—Me olvidé de contártelo, con este asunto del niño. Vino en el segundo tañido y ha esperado desde entonces. Dijo que debía hablar contigo, sólo contigo. Pensé que tendría algo que ver con Pedernal…

La joven se movió en el banco. Parecía medio dormida.

—¿Eres Sílex del Cuarzo Azul?

—Sí. ¿Quién eres tú?

—Mi nombre es Sauce, pero no soy nada. —Se puso de pie, y su cabeza casi tocaba el techo. Extendió la mano—. Ven. Me han enviado para que te lleve a ver a mi amo.